domingo, 23 de marzo de 2014

Un padre de película (Antonio Skarmeta)



Páginas: 147
Idioma: Español
Publicación: 2010
Editorial: Planeta

Categoría: Narrativa Contemporánea
ISBN: 9788408095408
Sinopsis: En una aldea del sur de Chile, la vida del joven Jacques se verá marcada por la marcha de su padre. Profesor en la escuela, entabla una relación muy especial con un alumno, quien por su cumpleaños le pide que le acompañe a la ciudad vecina para perder la virginidad.


Hace ya un tiempo (qué rápido pasa) Meg reseñó este libro, con el que no logró conectar y estaba bastante enfadada con la sinopsis que aparece en la contraportada (y que en su comentario podéis ver). Como soy rara, me entraron ganas de leer el libro para comprobar por mí misma los motivos de su frustración. Y yo soy paradójica, pero Meg es generosa, así que tardó cero coma en decirme “toma, el libro para ti”. Y me lo mandó (gracias, Meg). Y por fin hoy, bastante tiempo después, he decidido leerlo.

De entrada puedo decir que estamos ante un relato inflado convenientemente por la editorial con su letra grande y sus márgenes descomunales para venderlo como novela. He decidido poner otra sinopsis, menos engañosa, porque ya sabemos, las editoriales a veces son un poco exageradas. Y es verdad que en la sinopsis que aporta Meg la editorial se ha columpiado a base de bien. El viejo truco de no contar nada de lo que vas a leer (claro, a poco que cuente, ya cuenta todo) y vender clichés a mansalva que apelen a nuestro corazoncito lector.

Este libro aparece en la biografía del autor como novela. No lo es, es un relato. No entiendo muy bien la razón de pretender venderlo como novela porque en realidad le hace flaco favor. Como cuento o relato tendría un pase, como novela… pues no.

De la sinopsis que he puesto, de la cual he prescindido de una parte porque contaba más de lo que debía, me llama la atención el asunto de que nuestro protagonista acompañe a un alumno a un burdel para perder la virginidad. No es que ese hecho se me haga raro, lo que me resulta curioso es saber que el propio autor, Antonio Skarmeta, frecuentó algún que otro burdel porque lo enviaba allí su abuela. Vamos, que en este aspecto sabía de lo que hablaba.

Nuestro protagonista es maestro. Maestro, con 21 años y poca experiencia sentimental. Y como a la fuerza ahorcan, tendrá que madurar a base de esos sopapos que da la vida de cuando en cuando para que espabiles. Tiene 21 años pero parece tener bastantes menos y sobre todo parece más un alumno que un maestro. Cómo y porqué de repente se convierte en adulto, es lo que descubriremos en esta lectura.

Esta historia de iniciación que Skarmeta nos cuenta podría haber sido una buena y entrañable historia si, tal vez, se lo hubiera propuesto. Pero por alguna razón prefirió contarlo con rapidez, sin profundizar mucho ni en los personajes ni en la trama. O la historia no le llegó a él mismo para mucho más. Y le salió esta especie de culebrón, bien contado eso sí, porque Skarmeta es un buen escritor pero a mi esta lectura me transmitió dejadez, prisas... Y así no te llega, no. Se queda a medio camino, en tierra de nadie.

Se lee en un ratito, y tiene destellos de calidad, pero es prescindible como lectura en la que invertir un dinero. Su sitio ideal sería en alguna sala de espera, entre las revistas de corazón, una distracción previa a que te saquen una muela o te hagan un peinado imposible.

Ya veis que de este libro no tengo mucho que decir...

jueves, 20 de marzo de 2014

Por un puñado de pipas



Hace tiempo os conté que mi abuela tenía un quiosco y que eso, junto a otras pequeñas y grandes cosas, marcó mi infancia. Uno de mis primeros recuerdos, de esos que la memoria atrapa empecinada y que corresponde a recuerdos inaugurales (porque pertenece a cuando tendría entre 3 o 4 años de edad), tiene que ver con el quiosco.



Durante unos días, en mi casa estuvieron de obras, así que mi hermano y yo dormíamos, junto con mi abuela, en el quiosco. Aunque había dos habitaciones, sólo ejercieron como tal durante esos días, porque siempre se utilizaron de almacén de juguetes y chuches. Mi hermana no debía de haber nacido aún, tal vez estaba haciéndose, o era tan pequeña que no se separaba de mamá y no se quedó con nosotros. En cualquier caso, no está en este recuerdo (pero estás en otros muchos).



Ni mi hermano ni yo sabíamos aún leer y no recuerdo que mi abuela nos contara cuentos. Así que mirábamos los dibujos de los tebeos y cuentos, cogíamos chuches y utilizábamos algún que otro juguete que pudiéramos devolver a la estantería como si no se hubiera usado nunca. Lo más interesante de esos días, además de corretear por el pasillo entre las chuches y las piernas de mi abuela y de mi madre, era que mi abuela nos pelaba pipas con más frecuencia de la habitual, puesto que pasábamos allí parte de la tarde y toda la noche. Especialmente por la noche, cuando cerraba la tienda, tenía el tiempo y la paciencia de hacernos un montón de pipas peladas a cada uno, que dejaba al lado de la cocina de carbón.



Para mí este recuerdo es importante, porque además de ser posiblemente el primero que conservo, marca lo que sería la pauta fraternal a lo largo de nuestras vidas: mi abuela siempre hacía un montón más grande para mi hermano. Ante mis furibundas y airadas quejas y lamentos, mi abuela siempre se justificaba diciendo que mi hermano era el mayor, era hombre y necesitaba comer más. Que cuando yo tuviera un año más me daría un montón más grande. Pero claro, mi hermano siempre tendría un año más que yo. Así que ese desigual trato de favor se mantendría irremediablemente para siempre. Aunque por aquel entonces yo esto aún no lo sabía, ni sabía que iba a ser una de esas injusticias cotidianas con las que tendría que apechugar toda mi vida.



El montón de pipas peladas de mi hermano fue, especialmente durante esos días, el objeto de mi ambición de una forma terca y casi obsesiva. Diseñé y perpetré varias estrategias para conseguir aquel montón de pipas peladas, para igualar la balanza y restaurar la justicia en el minimundo fraternal. Desde intentar convencer a mi abuela para que comenzara a pelar las pipas antes de cerrar la tienda (con lo que había más momentos de distracción en los que yo podría meter mano en los montones de pipas), hasta intentar aprender a pelar yo misma las pipas con una rapidez inusitada para poder añadirlas a mi montón. Métodos honestos y métodos deshonestos.



Una noche mi abuela nos preparó nuestras pipas peladas, las repartió en dos montones calculadamente desiguales y nos llamó. Mi hermano y yo estábamos en las habitaciones de arriba. Las escaleras que separaban las habitaciones de arriba del quiosco eran estrechas, empinadas y llenas de obstáculos (sacas de chuches, juguetes, cajas de tabaco…). Una de mis estrategias, que intentaba desarrollar obstinadamente, consistía en llegar antes a la cocina para, en un rápido movimiento, poder coger distraídamente el montón más grande y metérmelo con rapidez diabólica en la boca. La bronca posterior me resbalaba si conseguía mi objetivo.



El caso es que cuando mi abuela nos llamó mi hermano tomó la delantera escaleras abajo. Yo sabía que no iba a poder adelantarle porque no había forma de sortear cajas, sacas y hermano. No cabíamos todos en la escalera. Así que una fracción de segundo tomé la decisión: bajar por el pasamanos. Dicho y hecho. O pensado y hecho. Lo que no calculé es que aun así no cabríamos todos por la escalera y que al llegar con mi culo a la altura de mi hermano el choque iba a ser inevitable. Y efectivamente, no se pudo evitar. Impacté con mi hermano y como la ley de la gravedad es impepinable, yo volqué hacia el lado exterior de la escalera, dando con mi rubia y redonda cabeza contra la barandilla de la cocina. Muy cerca, por cierto, de los dos montones de pipas peladas. Porque ese es el último recuerdo que tengo, la última imagen de mi caída: la imagen fugaz de dos montones de pipas, especialmente desiguales ese día, antes de que se me apagara la luz.


El accidente fue más aparatoso que grave, prueba de ello es que aquí estoy contándolo. Una discreta cicatriz debe ser la causante de que este recuerdo siga latente tanto tiempo después. Fue el primero de muchos otros golpes y caídas, la primera de muchas otras carreras por conseguir algo que nunca llegué a conquistar ni poseer, la primera de otras muchas cicatrices. Pero también fue el primero de muchos otros aprendizajes malévolos y perversos: cuando desperté y durante al menos los dos o tres días posteriores a mi caída tuve, por fin, el montón de pipas más grande que el de mi hermano.

(©AnaBlasfuemia)


domingo, 16 de marzo de 2014

Del color de la leche (Nell Leyshon)



Título original: The colour of milk

Traductor: Mariano Peyrou Tubert

Páginas: 176

Publicación: 2012 (2013)

Editorial: Sexto Piso

ISBN: 9788415601340

Sinopsis: Mary, una niña de quince años que vive con su familia en una granja de la Inglaterra rural de 1830, tiene el pelo blanco y nació con un defecto físico en una pierna, pero logra escapar momentáneamente de su condena familiar cuando es enviada a trabajar como criada para cuidar a la mujer del vicario, que está enferma. Entonces, tiene la oportunidad de aprender a leer y escribir, de dejar de ver «sólo un montón de rayas negras» en los libros. Sin embargo, conforme deja el mundo de las sombras, descubre que las luces pueden resultar incluso más cegadoras, por eso, a Mary sólo le queda el poder de contar su historia para tratar de encontrar sosiego en la palabra escrita. En esta historia el autor ha recreado con una belleza trágica un microcosmos apabullante, poblado de personajes como el padre de Mary, que maldice a la vida por no darle hijos varones; el abuelo, que se finge enfermo para ver a su querida Mary una vez más; Edna, la criada del vicario que guarda tres sudarios bajo la cama, uno para ella, y los otros para un marido y un hijo que no tiene; todo ello, enmarcado por un entorno bucólico que fluye al compás de las estaciones y las labores de la granja, que cobra vida con una inocencia desgarradora gracias al empeño de Mary de dejar un testimonio escrito del destino adquirido, al cual ya no tiene la posibilidad de renunciar.

Imagen de portada: Ida reading a letter ((Vilhelm Hammershoi)


éste es mi libro y estoy escribiéndolo con mi propia mano.
quiero contarte lo que ha pasado pero tengo que tener cuidado de no apresurarme como hacen las vaquillas en la entrada, porque entonces iré por delante de mí misma y puedo tropezarme y caerme y de todas maneras tú querrás que empiece por donde se debe de empezar.

y eso es por el principio.

¿Y cómo no vas a seguir leyendo? Qué regalo para el lector cuando unas primeras líneas tienen ese algo que te hace removerte en el asiento desde el principio. Es curioso, cuando me pasa esto, que unas primeras líneas me llegan de una manera que ni yo misma entiendo, tengo que pararme y me digo Ana, despacio. Y ese algo inexplicable hace que vuelva a empezar, como para asegurarme de no sé qué. Y caigo en un bucle en los primeros párrafos. Me pongo como nerviosa, intuyo la promesa de algunas emociones, el corazón se desplaza al estómago y allí lo siento latir, la ilusión de leer empieza a galopar por mis venas. Sí, ya en las primeras páginas se ha establecido el magnetismo, una atracción a la que no me resisto, no necesito más preámbulos que el despojarme de barreras y arrojarme, indefensa, a la lectura. Sin red.

Mary quiere contarme algo. A mí. A ti. En una época en la que el analfabetismo era una lacra habitual Mary aprende a leer y escribir y escribirá para contarme algo. Y a ti. Lo hace raro, lo de escribir, sin mayúsculas iniciales. He intentado entender si era necesario esto, una forma de decirnos: iba para analfabeta, pero he aprendido a escribir, aunque lo haga mal. La verdad es Nell Leyshon podría haberse acogido a otro recurso, pero ha utilizado este, que si bien sólo se te hace extraño al principio, hasta que te acostumbras, luego te das cuenta que era innecesario. Bueno, quizás una manera de poner un sello personal o una forma de decir que no importa, que ni las mayúsculas ni las minúsculas importan. Y Mary no tiene tiempo para pensar en esas zarandajas.

Me es difícil comentar Del color de la leche, como me pasa siempre que una lectura me conmueve. Hay muchas cosas que sólo puedo comentar con quien lo haya leído y este no es ese espacio...

Cuando comencé la lectura me lancé indefensa, abierta a la experiencia emocional, al ir pasando páginas empiezo a darme cuenta de que tal vez tendría que haberme protegido algo más. Pero no importa, es lo que busco en una lectura: algo que me saque de la indiferencia, de la comodidad, de la rutina, del aletargamiento. Me gusta leer (y vivir, añado) sin red y sin miedo.

Mary, la protagonista de este libro, es todo un personaje. Se expresa de una forma peculiar, usa muchos tacos, es directa, no se muerde la lengua. No parece propio de una chica de quince años de 1830. Pero creo que esa fecha podría ser igualmente 1930, incluso (al paso que vamos), 2030. Puede estar pasando ahora mismo, mientras yo escribo esto, o tú lo lees.

Mary, Mary… su lengua afilada, su fortaleza, su visión sencilla, lógica y aplastante, de la vida… Un personaje alegre, pese a todo, esa es su fuerza.

a veces me tengo que recordar a mí misma que estoy triste por algo, si no, me pongo contenta otra vez

No es una vida fácil la de nuestra Mary, trabajando (al igual que sus hermanas) de sol a sol, parando sólo para dormir (que es cuando su padre les permite descansar) 
sólo porque así trabajamos mejor al día siguiente y porque está oscuro y no se ve nada 
Y el día que le quitan eso, lo echará de menos.

Mary es analfabeta. Pero aprenderá a leer y a escribir, por eso nos va a contar todo ella misma. Uno de los mejores momentos: la primera palabra que lee. Qué recuerdos, que inmenso es saber leer, y escribir, y cómo olvidamos el día que lo aprendimos. Esa primera palabra que aprendimos a leer, a escribir. Esas palabras no deben olvidarse nunca. Ese momento mágico.

Mary es vitalista, enérgica, inquieta. Adorable y llena de sentido común, lo que le dota de una sensatez que ya quisiéramos muchos. También es descarada, sí, porque es noble y honesta y tiene la conciencia tranquila. Y solo por eso puede decir todo lo que piensa, sin filtros. Y la llaman maleducada, qué cosas, cuando en verdad no necesita el disfraz de la hipocresía. Pero si no tiene nada que ocultar. No necesita ningún camuflaje. 
mi pierna es mi pierna y nunca he tenido otra pierna. así he sido siempre y así he caminado siempre. madre dice que ya era así cuando vine al mundo. era como una especie de desperdicio con el pelo como la leche y nací después de lo que pensaban y por esa razón estaba cubierta de pelo como si fuera un animal y tenía las uñas largas, y ella dice que eché un vistazo a mi alrededor y abrí la boca y pegué un grito y algunos dicen que no la he cerrado desde entonces.
Mary lo tiene claro: no va a cambiar nunca. Yo también lo tengo claro: por favor, Mary, no cambies nunca.

Nell Leyshon ha construido un personaje y una voz narrativa tan tremendamente poderosa y seductora que no eres capaz de dejar de leer. No quieres dejar de hacerlo. Y ¿sabéis? en realidad sabes qué va a pasar. Es previsible. Pero cuando llega, igualmente te golpea. Y termino el libro, lo cierro, y no tengo ganas de que me hablen, no tengo ganas de hablar ¿se puede parar el mundo un momento, por favor?. No enciendan las luces. No me hagas abrir los ojos. No me hables. No quiero hablar. Quiero llorar, sí, igual voy a llorar. Por Mary. Por todas las Mary del mundo. Incluso voy a llorar por mi ¿por qué no? (si el miedo nos quita vida ¿por qué tenerle miedo a llorar? –si yo quiero vivir-)

Y no, no es el final del libro lo que me conmueve y emociona. Es más, igual hasta sobra en este libro el final. 
y fue entonces
  no antes, entonces
Y es ahora, no antes, ni después, cuando quiero que quede claro que es una lectura recomendable. No es novedosa la historia pero sí la forma de contarla. Y Mary. ¿Cómo os vais a perder a Mary?
me preocupo por muy pocas cosas si no puedo hacer nada, entonces
                   no me preocupo. si puedo hacer algo, entonces lo arreglo y ya no 
                   tengo que seguir preocupándome más.