martes, 14 de julio de 2015

Los lazos (Florence Noiville)

Título original: L'attachement
Traductora: Alicia Martorell
Páginas: 152
Publicación: 2012 (2015)
Editorial: Alianza
ISBN: 9788420698960
Sinopsis: Anna descubre una larga carta escrita por su madre, Marie, una escritora de éxito, tras haber fallecido. Iba dirigida al que fue su primer gran amor, H., su profesor de literatura cuando ella tenía diecisiete años. Un hombre, casado y con dos hijos, al que nada le unía: ni la edad, ni la clase social, ni su aspecto desaliñado... Pero al que amaba y admiraba profundamente al haberle él abierto los ojos al mundo, al arte, a la literatura... ¿Llegó a enviar aquella carta? ¿La recibió H.? Según la va leyendo, Anna quiere saber más de ese hombre. Pregunta a su familia y a los compañeros de su madre, tratando de entender aquella relación; de conocer mejor a su madre, desaparecida cuando Anna tenía catorce años en un accidente de tráfico, y al mismo tiempo a sí misma. A través de esta carta, madre e hija establecen un diálogo tan íntimo como imprevisto.


¿Cuántos soy? ¿Tú también sientes lo mismo? Esta disgregación. Todos estos fragmentos de mi yo en migajas que se espían sin comprenderse. El que habla y el que escribe, el que ama y el que razona, el enardecido y el que duda. En mi interior hay alguien que actúa y alguien que se contempla mientras actúa. El segundo dice al primero. “¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué lo has hecho?"

Así empieza el libro, con preguntas, con esas desuniones internas, una cosa y la contraria coexistiendo, de nuevo las inevitables contradicciones. ¿Por qué tiene que ser una lucha? Intentamos fusionar todas nuestras partes, nuestros fragmentos, nuestras aristas. Unificarnos. E intentamos razonar. Pensar. Ser coherentes. ¿Somos más coherentes si aglutinamos todas nuestras luces y sombras en un único prisma que no descomponga las luces y sombras en un arrebolado arco iris? Elijo la ilógica coherencia de la diversidad, de la diferencia, de variedad, e incluso de las contradicciones… La alocada coherencia de ser una misma.

¿Qué ocurre en nuestro interior cuando creamos lazos con un ser al que nunca hubiéramos debido acercarnos?

Anna intenta responder a esa pregunta a través de la carta de su madre, Marie, que a su vez intenta desglosar qué ocurre, qué ha ocurrido en su interior al enlazarse con alguien a quien nunca debiera de haberse acercado. El problema es que, quizás, la pregunta esté mal planteada y por eso ya se responda a sí misma cuando añade lo de “nunca hubiéramos debido acercarnos”.

Un homenaje a Nabokov y su Lolita. Más que un homenaje, una réplica. Digamos que intenta mostrarnos la mirada de Lolita. Lolita mirando a Humbert Humbert. Y Marie será nuestra Lolita, que con 17 años se enamora (y es correspondida) de un hombre del que le separan 32 años. Porque claro, parece que 32 años de diferencia separan, no unen. Pero los lazos que ensamblan alma con alma son… irracionales. Ante algo así, mejor sentir y no pensar.

Y es que a veces hay que arriesgar. ¿Por qué es un riesgo? Por los clichés. Que hay relaciones que parecen imposibles. Hace no mucho veíamos la relación entre una mujer y un oso, y parece que la relación entre dos personas que se llevan 32 años de diferencia es igual de antinatural. O al menos poco entendible. Todo el mundo tendrá algo que decir de esa relación, que nadie parece comprender salvo las dos personas que la viven. Intentar encontrar una lógica al amor sí que es antinatural, va contra la propia esencia del amor.

No será una atracción física lo que sienta Marie por H., el magnetismo nacerá de algo mucho más poderoso: la mente y el alma de H., un hombre inteligente y sensible. La inteligencia, la música, la literatura, los sentidos, sus esencias… eso les entrelazará. Y esos lazos son indestructibles. Perdurarán más allá de la relación.

Pero ya ha ocurrido lo esencial. Me has dicho “Te amo” con el lenguaje del Siglo de Oro. Y en nuestro pequeño teatro sentimental, esto será para siempre la “escena primitiva”. La Impronta.

¿Y qué pasó?

Pensaba que éramos dueños de las historias que contamos

Debiéramos de serlo. Dueños de nuestras propias historias. Pero no vivimos solos, nos rodea una sociedad que, con más o menos sutileza, va apropiándose de historias que no le corresponde. Si eres fuerte, serás libre, serás quien escriba tu propia historia. Ser libre te deja sola. Pero si no lo eres, no podrás con el lastre de aquello que te rodea.

Esto es lo que te sugiero: nada de docilidad, nada de modestia. Olvida a la jovencita bien educada. Sé inmoral, presuntuosa, arrogante, desagradable. Atrévete a la falta de respeto absoluta. Tienes que ser como eres: delicada, narcisista, hipersensible, egocéntrica, fantasiosa, provocadora. No temas salirte del buen camino. Elige la vida. La vida viva.

Si queréis saber qué eligió Marie tendréis que leer este libro, delicado y tierno, del que saldréis con muchas preguntas y reflexiones, las que la propia Marie plantea y las que surjan de vosotros/as.

(©AnaBlasfuemia)

jueves, 9 de julio de 2015

Éramos unos niños (Patti Smith)

Título original: Just kids
Traductora: Rosa Pilar Pérez Pérez
Páginas: 304
Publicación: 2010
Editorial: Lumen
ISBN: 9788426414052
Sinopsis: Corría el mes de julio de 1967 y eran unos niños, pero a partir de entonces Patti Smith y Robert Mapplethorpe sellaron una amistad que solo acabaría con la muerte del gran fotógrafo, en 1989. De eso habla este espléndido libro de memorias, de la vida en común de estos artistas, los dos entusiastas y apasionados, que cruzaron a grandes pasos la periferia de Nueva York para llegar hasta el centro neurálgico del nuevo arte. Fue así que acabaron instalándose en el hotel Chelsea y se convirtieron en los protagonistas de un mundo hoy ya perdido donde reinaban Allen Ginsberg, Andy Warhol y sus chicos, y se creaban las grandes bandas de música que marcaron los años finales del siglo XX, mientras el sida hacía estragos.

Amo el rock and roll y adoro a Patti Smith, entre otros muchos cantantes y grupos de los 60’,70’ y 80’. Que este libro cayera en mis manos era inevitable. Lo hice esperar como un postre deseado por el que renuncias a los platos anteriores para hacerle un hueco y luego saborearlo despacito, sin masticar, dejando que se deshaga en el paladar.

Hay libros que te devuelven “cosas” (y las mejores cosas de la vida no son cosas), no sólo recuerdos, sino tramos de tu propia esencia, algo que te pertenece y que el tiempo va difuminando, como poniendo una niebla alrededor de aquello que es, en el fondo, tu sustento personal, la piedra angular de quien eres. Y eso es lo que me ha devuelto este libro, un latido, un impulso, un ritmo que hacía tiempo no circulaba por mis venas.

Éramos unos niños es la biografía de Patti Smith, desde que conoce a Robert Mapplethorpe hasta que este fallece de SIDA. Mapplethorpe revolucionó el mundo de la fotografía con sus fotos en blanco y negro, cargadas de erotismo y sexualidad. Tachado de pornográfico y obsceno por quienes tienen la mirada sólo en blanco y negro, Robert minimizaba las fotografías hasta conseguir una estética en la que se reflejaba su compleja personalidad. Mapplethorpe era homosexual y las relaciones entre hombres (y las flores) eran una parte esencial de su obra. Hoy en día muchas de sus fotografías siguen siendo censuradas en exposiciones.

Patti Smith es una persona muy culta, una enorme lectora y conocedora del arte en todas sus expresiones, aparecen constantes referencias a escritores, poetas, pintores, músicos, actores… Impresiona su mirada, subjetiva, pero tremendamente inteligente y profunda.

Patti, nadie ve como nosotros.

La amistad y el amor inquebrantables entre Patti y Robert es la base de este libro autobiográfico. ¿He dicho amor? ¿pero no era homosexual Robert? Sí, lo era… ¿y?... Hay tantos tipos de amorCuando dos almas se reconocen como una sola no habrá nada (¡nada!) que les impida estar juntas. Y nada impidió que Patti y Robert se fueran fieles el uno al otro, ni siquiera que ambos tuvieran distintas parejas, que Patti se casara, tuviera hijos… Y aun así no sólo se fueron fieles entre ellos, lo fueron también con sus parejas. Si os cuesta entenderlo, tendréis que leer el libro.

Más allá de la relación entre Patti y Robert, está la época y el lugar en que vivieron. Una época irrepetible en la que confluyeron artistas cargados de creatividad, explorando posibilidades artísticas, concibiendo una cultura vanguardista, CREANDO… Una psicodélica Nueva York, con el mítico Hotel Chelsea, en la que se producía un estallido cultural que sería único. La cantidad de artistas que desfilan por este libro te pone los pelos de punta: Warhol, Hendrix, Janis Joplin, Dali, Allen Ginsberg, Burroughs, Pollock, Kris Kristofferson, Lennon, Yoko Ono, Bob Dylan, Susan Sontag, Morrison, Sam Shepard, Tennessee Williams…

Una lista innumerable de artistas cruzándose unos con otros, una Nueva York más viva de lo que ha estado nunca. Y la droga. Y el sexo. Y el SIDA iniciando una carrera imparable. Una Nueva York salvaje, sin domesticar. La Nueva York de los 70’ es un collage impresionante en el que se entremezcla música, arte, drogas, Vietnam, hippies, movimientos sociales, los Kennedy, Martin Luther King… Una época rebelde y libre que marcaría un antes y un después.

Y en medio, Patti y Robert, con sus luchas, su tremendo talento, sus fantasmas, sus demonios, su creatividad buscando el medio en el que expresarse. Porque ninguno de los dos empezó con aquello por lo que luego serían reconocidos: fotografía y música. Robert exploró muchas expresiones artísticas antes de llegar a la fotografía. Y Patti pintaba, escribía poemas… hasta que consiguió fusionar poesía y rock and roll.

Este fascinante libro no sólo es una autobiografía, es también un libro de viajes, un recorrido por el imprescindible Nueva York setentero a través de la mano de Patti Smith, contado desde dentro, entrelazados Patti y Robert. Un Nueva York que ya no existe. De forma exquisita Patti hace de guía para contar la historia de una ciudad y lo hace tanto con sus ojos como con los de Robert, porque ambos tenían la misma mirada, lo que convirtió su relación en una simbiosis de almas absolutamente indestructible. Hay un enorme derroche de amor en este libro: el amor entre Patti y Robert, el amor a Nueva York, el amor al ARTE (con mayúsculas), a la creatividad, a la vida…

¿Adónde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos? Aquellas eran nuestras preguntas de juventud, y el tiempo nos reveló las respuestas.

Conduce al otro. No convertimos en nosotros.
Eran unos niños. Hay que serlo siempre.




lunes, 29 de junio de 2015

Las hijas de Sara (Pilar Adón)


Páginas: 240
Publicación: 2003
Editorial: Alianza
ISBN: 9788420645353
Sinopsis: Julia y Rose viven con su padre, el austero Henry Drayton, en una casa aislada y solitaria, un lugar en el que antes sólo había arena. Para escapar del opresivo ambiente, las hermanas se someten al recuerdo constante de una madre ausente, Sabina, en busca de refugio y sosiego. En esta relación triangular incide Ismail, un atractivo seductor, inquietante y angelical a la vez, hipotético fruto de una relación paterna extraconyugal. La morada familiar, azotada sin cesar por los vientos africanos, sólo tiene por horizonte una ciudad caótica y sucia. Un laberinto por cuyas angostas callejuelas, Julia, la menor de las hijas y eje de la narración, intentará escapar de la presencia subyugante de su padre y de una monotonía existencial que transcurre sin visos de cambio.

Hace años leí El mes más cruel (2010), de Pilar Adón, y tiempo después aún recuerdo las sensaciones de la lectura: desconcierto, confusión. Terminé la lectura inquieta, con la sensación de no poder encontrar la salida en un bosque lleno de niebla. Creo que aún sigo en ese bosque. Me interesó el universo de Pilar Adón, así que quise leer más porque presentía que la columna vertebral que unificaba los relatos de El mes más cruel no era casual (miedos, huidas, soledad, dependencia, dudas…). Y me puse a buscar Las hijas de Sara; no fue tarea fácil pero quisieron los astros que coincidiera no una, sino dos veces con la propia Pilar Adón, que me facilitó el libro (¡Gracias!. Y por el otro, y el otro).

Lo he leído. Y aquí estoy para contarlo, como siempre. Y vaya, no es tarea fácil hablar de los libros de Pilar Adón. Y no lo es porque Pilar es una escritora valiente, podría escribir lo que quisiera, pero no le gusta lo fácil, no. Es alguien consecuente, coherente con su propio interior, y aunque como a cualquier escritor le gustaría vender miles, millones de libros, no va a caer en recursos fáciles para alguien que tiene calidad de sobra como escritora. Porque eso no es lo que quiere contar. O así no lo quiere contar. Y lo que quiere contar, y cómo, no es para cualquier lector. Pilar es exigente con el lector, fruto (probablemente) de su propia autoexigencia e inquietudes. No son lectores pasivos los que se van a sentir cómodos entre sus historias. Tienes que poner de tu parte, y no poco. Si partes de esa premisa, y la aceptas, entonces bienvenido/a al universo Adón.

Una vez que sabes que hay que estar alerta y con la atención a tope, te dejas llevar. Pero no es un dejarse llevar cómodo, hay que estar con los ojos bien abiertos. Hay que observar. Pilar Adón, más que contar historias, crea atmósferas. Y una vez que estás dentro, tienes que mirarlo todo, aguzar los sentidos, no perder de vista nada. Y entonces, sí, ya estás dentro. Encerrada. Como los personajes de Pilar, prisioneros de espacios exteriores e interiores, hasta los paisajes abiertos te encierran con el viento, la arena, el polvo. Pero la mayor prisión no serán las paredes, los espacios (grandes o pequeños) que te rodean, sino el propio interior. ¿Y qué hay dentro? Miedo.

Julia estaba segura de que el miedo era el sentimiento fundamental del hombre. El más frecuente. El que hacía que el mundo se moviera en una dirección o en otra. El miedo y no el dinero ni el amor ni el odio. El miedo…

No es un miedo “a lo Stephen King”. No, son miedos personales, íntimos y privados, esos que se mueven dentro de nosotros hasta condicionar nuestros movimientos, nuestras acciones. Nuestra vida. Los que produce el afecto, el desafecto, los vínculos, reales o imaginados, las relaciones, la soledad… ¿Y qué ocurre cuando sientes miedo? Te paralizas. O huyes. O sueñas. O actúas. O eliges pasión. O te resignas. O… o… o…

Hay mucha diferencia entre querer tener un hijo y querer ser padre.

Un padre brutal, déspota y cruel que queriendo que sus hijas aprendan a no tener miedo, se lo inyecta directamente en vena. Un vampiro emocional. Microclimas familiares asfixiantes en los que el silencio es una agresión y una forma de convivir. Como si lo que si no se pronunciara en voz alta no existiera. Será Julia la voz que más conozcamos, su voz interna, sus sentimientos, pensamientos, emociones… Julia será la correa de transmisión que nos haga llegar sus miedos. Julia, la extrema, la intensa. Rose, la segura, la racional. Ambas encarceladas varias veces: físicamente, emocionalmente, personalmente… Como una muñeca matrioska, encierros dentro de encierros, prisiones dentro de prisiones. Y ahí, en ese último espacio, cerrado, opresivo, el último de todos, nos va a encerrar Pilar Adón de la mano de Julia.

No, no es fácil leer a Pilar Adón. Escribe muy bien. Y no hace concesiones ni da tregua, casi agradeces los puntos y aparte y poder respirar. Hay capas y más capas en cada página, y en las más profundas encuentras tu propia profundidad. Hay, quizás, un exceso de palabras, algo que no he apreciado en El mes más cruel, no sé si porque en los relatos hay una mayor contención o si porque Pilar ha ido aprendiendo a decir más con menos adornos. En cualquier caso Las hijas de Sara me ha permitido, además de empaparme del universo Adón, entender mejor El mes más cruel.

He dicho que más que contar historias, crea atmósferas. Pero mientras, aunque estaba alerta, atenta, todos mis sentidos puestos en la lectura, con el polvo de la arena que levanta el aire cálido metido en la boca, en los ojos y en los pulmones, entregada a la atmósfera creada… contó la historia de Rose. Chapeau.

El dilema de la fugacidad de la vida podía aparecer, pero sólo porque ésta se empleaba en realizar actividades que no tenían nada que ver con su medición, con su cuidado, con su evidencia, con la constatación de que transcurren las horas y los días y los meses y los años y que, de pronto, ha transcurrido todo el tiempo del que uno dispone y uno dice: “¡Ah! Qué fugaz es la vida…”

¡Tempus fugit!

jueves, 25 de junio de 2015

La vida de las paredes (Sara Morante)


Páginas: 128
Publicación: 2015
Editorial: Lumen
ISBN: 9788426401984
Sinopsis: La vida de las paredes es la historia de un caserón de principios de siglo y de sus habitantes, una peculiar comunidad de vecinos que comparten sus vidas en torno a una escalera. Sara Morante dibuja retratos de tinte surrealista enmarcados en un realismo casi costumbrista a través de un diálogo muy potente entre texto e imagen. Son escenas muy visuales, un tanto oníricas, que se engarzan para crear una historia común. Las paredes tienen vida y Sara Morante sabe poner palabras y color a un mundo insólito en este libro que incluye más de treinta ilustraciones.



Me he cepillado directamente una parte de la sinopsis porque se carga alguna de las escenas de peso de este (buen) libro, y en este caso no hay excusas para que sea así. Me da un coraje tremendo que editoriales como Lumen caigan en estos errores que juegan más en contra que en favor de lo que editan.

Lo cierto es que no necesité de la sinopsis para hacerme con este libro. Conocía el trabajo de Sara Morante como ilustradora y el título, La vida de las paredes, ya era bastante sugerente para mí. Me bastó un vistazo rápido para decidirme. Fue a posteriori, una vez terminada la lectura, que me di cuenta que la sinopsis mencionaba al menos un par de hechos que, conociéndolos previamente, pierden el impacto que te sacude al descubrirlo en el texto y las ilustraciones de Sara Morante.

Tengo la costumbre de tocar. Toco muchas cosas (personas también, si se dejan), pero cuando voy a algún lugar toco piedras, árboles… paredes. Siempre pienso en lo que habrán visto y escuchado, mientras dejo que mi mano reciba calor, energía, y también historias. Porque las paredes están vivas. Pensamos que nos aíslan, que nos protegen, pero en realidad las paredes comunican. A través de ellas se filtran sonidos, voces, imágenes. Más que aislarnos, nos ponen en contacto.

Y esa es la idea que maneja Sara Morante en su primera novela, que ella misma ilustra. Las imágenes siempre sugieren historias. No es de extrañar que alguien acostumbrada a crear imágenes quiera contar una historia, y acompañarla (o complementarla) con sus propias ilustraciones.

Esperaba mucho de este libro y he recibido más. Ilustraciones y texto se combinan en un impensable equilibrio; llamativo para ser un debut literario. No parecía fácil que Sara consiguiera trasladar la potencia hipnótica de sus ilustraciones al texto. En cierta medida lo consigue, pero será gracias a las ilustraciones, que consiguen dotar de más fuerza al texto de la que tendría sin ellas.

El punto de partida no es nuevo: Un edificio (un antiguo caserón a principios del siglo XX), sus habitantes. Las paredes como vasos comunicantes entre unos y otros. Vidas que se entrecruzan inevitablemente, en la escalera, en el portal, en el ático… Sara Morante nos presenta primero piso a piso a los vecinos. Y luego podemos asistir durante unos días a lo que les sucede a cada uno de ellos. Nos da la oportunidad de ejercer de impúdicos voyeurs, y así nos asomaremos como espectadores invisibles a este caserón de la calle Argumosa, donde podremos observar qué late en la vida de estos inquilinos.

En un ambiente surrealista, onírico, pero a la vez muy auténtico, Sara nos ofrece una paradoja: los hilos (invisibles e impalpables) que unen soledades. Todas y cada una de las personas que viven en el edificio están solas. Cada una a su manera, consciente, inconsciente, ignorante, buscada… Pero esas soledades se traban unas con otras a través de las paredes, las escaleras, el portal, la convivencia vecinal… Un pensamiento del que no conseguí (tampoco lo pretendí) evadirme durante toda la lectura: si la soledad es la carencia de compañía (voluntaria o no), qué difícil resulta ser una persona solitaria, aislada por completo. De forma inevitable estás unido a alguien, familia, pareja, mascotas… o vecinos. Es difícil esconderse. Ni siquiera con paredes de por medio.

Un final de los muchos posibles cierra esta delicia de libro. Podría ser otro final, incluso varios finales. O no haber final. La vida continúa en la calle Argumosa cuando cerramos las páginas. Una lectura muy agradable. Si Sara Morante decide arriesgar habrá que seguirla de cerca y no sólo como ilustradora. Y digo si arriesga porque lo cierto es que riesgo en este caso ha habido poco (tampoco le hacía falta): las ilustraciones son muy potentes, la historia está bien hilada, con oficio, pero muy retenida, muy sujeta. La prueba del algodón para mí en este caso es cómo quedaría el texto si no se acompañara de las ilustraciones. Y sin duda tendríamos una buena narración, pero mucho más debilitada y expuesta en sus puntos frágiles.

Pero no es el caso, ahí están las ilustraciones dándole brillo al conjunto, compactándolo y haciendo que la lectura sea más que satisfactoria.

(©AnaBlasfuemia)

martes, 23 de junio de 2015

Noche de San Juan


La noche de San Juan es todas las noches o ninguna. Son todas las noches que queremos que sean o no sean.

Estas serán mis noches quemadas en la hoguera: las noches en las que las puertas se abren a la memoria y, buscando el curso de las cosas, encuentran sombras que no abrazan. Noches que turban y en las que algo nos olvida impunemente. Noches inacabadas, ajenas, cenicientas. Noches que interrogan. Noches que duelen como inútiles naufragios. Noches de lágrimas por alguien que duele y ni te piensa. Noches en las que mis dedos resiguen la pared buscando constelaciones que nunca existieron. Noches de miedo inmóvil. Noches que palpitan extrañezas.

Y ahora que ya no es tarde para nada, arderán todas las noches como hojas de un calendario. Veo arder los viejos regalos y los fantasmas, dioses y demonios. Y ahora me esperan mil batallas.

Me abrazo a quien soy para no negociar destinos escritos. Le doy aire al azar y lo insospechado. Prefiero el destino incierto, el futuro de casualidades. Que el azar tome todos los caminos vivos y equívocos sin temor. Sin el peso de las noches quemadas, mi piel de nuevo siente y, además, se da cuenta. Pasearé, distraída, por mundos ajenos y tal vez me extravíe de mí misma y tu recuerdo. Tal vez.



jueves, 18 de junio de 2015

La isla del padre (Fernando Marías)


Páginas: 280
Publicación: 2015
Editorial: Seix Barral
ISBN: 9788432224652
Sinopsis: A mitad de camino entre la memoria y la fantasía, este libro surge a la muerte de Leonardo Marías, cuando su hijo Fernando se deja llevar por la escritura como alternativa al duelo y se adentra sin miedo en cada rincón de sí mismo y de su relación con el inalcanzable personaje que es el padre marino a los ojos del niño, del adolescente, del joven que fue y del hombre que es hoy. Padre e hijo embarcan rumbo al paisaje de la infancia y sus carencias, a la temprana fascinación por la literatura y el cine; un itinerario poblado por piratas y maleantes, por miedos y leyendas, por la presencia de un héroe misterioso que se convierte en referencia vital.

No suelo tener miedo a la hora de enfrentarme a una lectura. Hablo de ese tipo de miedo innato, el que nos protege de correr riesgos innecesarios y nos evita meternos en situaciones desagradables o incómodas (cuanto menos). Lo innato en mí más bien parece el lanzarme de cabeza a esos riesgos innecesarios, es una habilidad que tengo. Sin embargo con este libro tenía ese miedo, tenía dudas. No del libro, sino sobre lo que provocaría en mí. Cierta desazón. Y es que, es evidente, tengo mis puntos débiles. Que últimamente además está más debilitados si cabe. Pero si un libro empieza así:
Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen.

… no queda más que seguir leyendo.

Recuerdos. ¿Quién no los tiene? Algunos decides mantenerlos en algún rincón remoto, oscuro, inalcanzable. Otros están ahí, en el espacio más cercano de la conciencia, a mano. No siempre eliges qué recuerdo convocar, de repente te asaltan a traición, o se deslizan como la lluvia, inesperada pero oportuna. Y otros son como fogonazos, no sabías que ese recuerdo estaba ahí ¿cómo has podido olvidarlo? Es maravilloso recordar, siempre. Si recuerdas es porque has vivido. Pero sobre todo, los recuerdos nos explican a nosotros mismos. De alguna forma, hacen lo que somos.

Vale, que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. Y yo vengo a hablar no de mi libro, sino del de Fernando Marías. Pero lo estoy haciendo, eh. El fallecimiento de su padre será el punto de partida. Si una enfermedad puede resquebrajar los muros de una familia, la muerte puede hacer saltar por el aire los cimientos de cada miembro de la misma. Al menos puede hacer que revises esos cimientos. Como la propia sinopsis indica, Fernando Marías “se deja llevar por la escritura como alternativa al duelo”. Pero, ojo, no estamos ante un libro autobiográfico. Si fuera una película, diríamos eso de basada en hechos reales. Y es que es un duelo ficcionado, el matiz novelístico está ahí y lo está de forma deliberada.

Cuando empecé a leer el libro reflexionaba sobre cómo es ese proceso de colocar y ordenar tus propios recuerdos, ese patchwork emocional en el que vas cosiendo distintos retazos de tu memoria. Pero sobre todo me preguntaba por las lagunas, los olvidos ¿cómo rellenarlos? La respuesta es la ficción. Posiblemente en cada recuerdo haya ese punto de ficción, versionamos nuestros propios recuerdos, los dulcificamos, los dramatizamos, los explicamos, los moldeamos… Aunque mantenemos esa fotografía del recuerdo, esa imagen estática y fiel a la realidad, los matices que le añadimos parecen inevitables. Cierta distorsión producto del tiempo transcurrido y nuestras propias vivencias. Al añadirle el sepia a ese recuerdo, algo sumamos, algo que tal vez no estuviera en el momento en que se produce.

La isla del padre es un libro estremecedor que he tenido que leer despacio,  porque al igual que era ineludible que al contar a su padre Fernando Marías se cuente a sí mismo, también lo era que yo me embarcara en mi propio viaje hacia la isla de mi padre. Más allá del impacto literario de esta lectura, lírica, tierna, hay un inevitable impacto emocional. Inevitable porque además hay esa intención de emocionar. Y porque además de estar hechos de historias, también lo estamos de recuerdos.

Fernando Marías en cierta forma se desnuda. Con precaución, cierto, con la red que le da la literatura, pero con la honestidad suficiente como para mirarse a sí mismo sin disimulos ni pretextos. Intuyo que en este libro, que él mismo califica como el mejor que ha escrito, ha encontrado un nuevo camino, una voz propia en la que se siente cómodo. Una voz propia que exige valentía. Y es que este es un libro valiente, valiente y humano.

Cuando termino la lectura no he podido evitar preguntarme ¿cómo recordaré mañana lo que vivo hoy? La respuesta la encuentro en un magnífico párrafo, una imagen muy potente que consigue retener en una cápsula de tiempo-espacio lo que son los recuerdos y cómo somos recuerdos, y que pese a su extensión no me resisto a compartir:
Siempre que me encuentro a bordo del Bilbao-Madrid y siempre que me encuentro a bordo del Madrid-Bilbao siento que se trata del mismo viaje, ida o vuelta, qué más da, entre las dos ciudades de mi vida. Estoy en el tren de 2013 regresando a Madrid tras el funeral de mi padre y rememoro el primer tren de 1975; estoy en el primer tren de 1975 y, estremecido de emoción, miro por la ventanilla mientras enumero mentalmente las películas que haré en mi hermoso futuro; estoy en el tren de 1984 y me siento muy solo y tengo mucho miedo aunque me niego a admitirlo y trato de dispersarlo con ensoñaciones de venideras vivencias grandiosas que lo compensarán todo; estoy en el tren de 2001 y acaban de darme el Premio Nadal y con júbilo de niño inconsciente pienso que he vencido al mundo; estoy en el tren de 1998 y me aplasta el desenamoramiento de la mujer de la que me enamoré dieciocho años atrás; estoy en el tren de 1980 y me acabo de enamorar de una mujer a la cual creo que amaré siempre; estoy en el tren de 1976 y leo de un tirón 'Cien años de soledad' y me parece que es el mejor libro que he leído nunca; estoy en el tren de 1991 y evoco el día muchos años antes en que leí de un tirón 'Cien años de soledad' y me pareció el mejor libro que había leído nunca y al comenzar a releerlo en homenaje a aquel día lo abandono al poco porque me resulta artificioso y ajeno a mí y no quiero destruir el recuerdo de la tarde remota en que mi tren me llevó a conocer a García Márquez; estoy en el tren de 1989 y me digo que he fracasado salvajemente; estoy en el tren de 2013 y mi padre acaba de morir; estoy en el tren de 1977 y voy al encuentro de mi padre, que desde alguna capital extranjera que no recuerdo aterrizará en unas horas en Madrid camino de casa para recuperarse del accidente que en mitad de una tormenta casi lo arroja al mar y lo mata treinta y seis años antes de su muerte verdadera. Estoy en el tren que es todos esos trenes y decido que en este libro el tren será terreno neutral en la guerra del Tiempo, un frágil alambre de funambulista en forma de vía férrea. Todo será presente, todo ocurrirá justo ahora aunque, ahora, justo ahora, todo sea memoria, inasible como ese paisaje que corre al otro lado de la ventanilla.
Todo soy yo, al fin y al cabo.
Estoy en el tren de 1975. Avanzo hacia mi destino.


Emociona. No tengáis miedo a las emociones. Tener miedo a no sentirlas.
Te quiero mucho. Y nunca te lo he dicho.
 

lunes, 15 de junio de 2015

Una semana en la nieve (Emmanuel Carrère)

Título original: La classe de neige
Traductor: Javier Albiñana Serain
Páginas: 164
Publicación: 1995 (2014)
Editorial: Anagrama
ISBN: 9788433979025
Sinopsis: Nicolás, un niño de ocho años, viaja con su padre con la intención de reunirse con sus compañeros de clase y disfrutar de una bucólica semana en la nieve. Así empieza esta historia que relata, con estremecedora precisión, los temores y dudas de la infancia. El paisaje nevado, el frío, la relación del niño con su nuevo amigo, el temible Hodkann, y con el joven Patrick, su monitor de esquí, constituyen un gran cambio para Nicolás, sobre todo cuando les llega la noticia de que un niño ha sido asesinado en un pueblo vecino.


Aunque Carrére es más conocido por sus libros de no ficción, Anagrama ha tenido a bien poner a nuestra disposición dos novelas de ficción de este autor, El bigote y la que os traigo hoy, Una semana en la nieve.

El bigote me cautivó casi tanto como me perturbó. Quería más y por eso eché en la mochila este libro en el que compruebo que Carrère es un agitador nato, un provocador al que le gusta desconcertar al lector. La vía que utiliza para ello no es fácil, porque mantener (una vez más) una lógica narrativa, la cohesión necesaria para que no se desmonte el tenderete, no parece fácil. Más aún cuando el planteamiento que hace el autor incluye tirabuzones, carpados, atrevidos dobles y triples saltos y casi mortales.
¿Qué diría si sonaba el teléfono de veras, si lo que había imaginado para ponerse triste y consolarse sucedía?

Tenemos un pequeño protagonista. Nicolás, de ocho años. Arriesgado. Arriesgado no el niño, sino utilizarlo como protagonista. No es tan fácil ponerse en la mente de un niño, hacerlo creíble, no abusar ni caer en los tópicos que se suelen manejar con ellos  (ternura, inocencia, candidez, dulzura…). Y así, al principio el imaginario y la mente de Nicolás resultan sospechosos. Claro, es inquietante lo que piensa/siente. Y eso incomoda, o puede hacerlo, al lector. Sin embargo, ay, los deseos, miedos y fantasías de Nicolás no resultan ser tan ajenos a los que hemos tenido a su edad (incluso ahora, a la nuestra). Ni siquiera sus pensamientos, que parecen ciertamente morbosos. Pero si le negamos esa credibilidad a Nicolás, posiblemente estemos negándonos a nosotros mismos.

En realidad Carrère necesita pocas páginas para meternos no sólo en la historia, sino también en el personaje protagonista. Es un hábil creador de atmósferas, personajes y discursos mentales. La nieve no es un elemento casual en esta historia, el frío, el silencio, el paisaje, se acopla con el resto de recursos como un elemento imprescindible. Todo ayuda a crear ese clima tan asfixiante como impalpable.

Durante páginas y páginas parece no suceder nada, y sin embargo el corazón se te encoge, olfateas la tragedia, ¿cómo?, ¿por qué? Por mérito del autor, sin duda. Lenta pero progresivamente Carrère arma su brazo y sientes el puño en el estómago, incomodidad, inquietud, tensión…

En la imaginación de Nicolás caben todas las desventuras posibles, como una estrategia necesaria para conseguir ser el centro del drama y la posterior diana de atenciones y consuelos, aunque sea ahí, en la insondable mente de un niño inseguro y con una imaginación vívida y una necesidad de afecto inconmensurable.

Al igual que en El bigote, un hecho aparentemente inocente, inofensivo, como es en este caso la pérdida de una maleta, sirve de excusa para desencadenar acontecimientos que se entrelazan de forma inevitable.

Nicolás es un niño sobreprotegido. No protegido, sino sobreprotegido. Parece una sutil diferencia, pero mi experiencia con niños me dice que es una diferencia peligrosa si la ignoras. Un error, en cualquier caso. Un error que convierte en victima al niño. El padre de Nicolás es, cuanto menos, desconcertante. Su madre es consentidora, opaca. Ambos parecen ocultar algo. Y donde hay algo que se oculta hay una mente intentando rellenar esos espacios vacíos. Nicolás, en este caso.

Quien no oculta nada es Carrère, no es esa artimaña la que utiliza para movernos por esta historia. Juega al despiste, eso sí, lo que le aproxima en algún momento a un abismo que consigue sortear. Pero está cerca, ahí, al borde. Es un escritor hábil y poco común, por lo que consigue salir del atolladero en el que él mismo se mete al intentar jugar con el lector.

Al final, comprendes. Comprendes que los escenarios posibles en la mente de Nicolás tenían su disparadero, que tanta sobreprotección sólo sirve para crear una aparente fortaleza construida sobre un vivero de miedos, que esos miedos son fruto de la mirada inteligente de un niño indefenso.

En la última página, Carrère nos deja delante de una puerta. Toda una provocación. A partir de ahí será tarea nuestra visualizar lo que hay detrás de esa puerta. Y, entonces, viene la reflexión. Y las ramificaciones. No le puedo pedir más a un libro. Ni a Carrère. Sigue sin defraudarme.


viernes, 12 de junio de 2015

Sueños de trenes (Denis Johnson)


Título original: Train Dreams
Traductor: Javier Calvo Perales
Páginas: 144
Publicación: 2002 (2015)
Editorial: Mondadori
ISBN: 9788439729051
Sinopsis: Robert Grainier, a principios del siglo XX, en el oeste de los Estados Unidos, es un obrero más en la construcción de los puentes por los que va a pasar el ferrocarril. Trabaja duro y solo sueña en ahorrar algo de dinero y volver a casa para encontrarse con su esposa y su hija. Carece de genealogía: no sabe quiénes han sido sus padres -lo ha criado un tío-, y ni siquiera está seguro de dónde ha nacido (puede ser Utah o Canadá). Rudo, primitivo, de pocas palabras, Grainier representa a esos hombres anónimos que “cambiaron el rostro de las montañas” e hicieron trabajos parecidos a los constructores de las pirámides del antiguo Egipto: en sus hombros descansa el monumental imperio americano del siglo XX. Grainier vuelve a casa el verano de 1920 y se topa con la tragedia.



A veces un hombre atraviesa una época y en ocasiones es toda una época la que traspasa la vida de un hombre. En esas estamos, perdón, en esas está Robert Grainier, vadeando una época sin saberlo. Fundando un país en el que vas a ser un nadie, uno más, el grano de arena que hace playa y se lleva la mar. De la mano de Denis Johnson.

¿Y qué hace la mano de Denis Johnson? Escribir Sueños de trenes y, a través de Robert Grainer, contarnos los cimientos de la Norteamérica de hoy en día, aquella que se construyó a principios del siglo XX con hombres como nuestro protagonista. También con mujeres, pero se ve que no viene al caso. Pocas veces he tenido la sensación de leer un libro tan… de hombres. Ojito, que no estoy diciendo que sea un libro machista, es un libro que refleja una época. Y es que esa ha sido la sensación: un libro de hombres sudorosos, simples, rudos, fuertes… construyendo un país mientras construyen una vida. Y mientras, el país pasa por y de ellos y la vida transcurre, sin más. Ni menos.

Robert Grainer no me ganó de entrada, o el libro no lo hizo. Luego poco a poco (que en un libro tan corto es más bien pronto que tarde) fui dejándome convencer. Hay una radiografía acertada de un período histórico y del final del mismo (“Y de pronto todo se volvió negro. Y aquella época desapareció para siempre”), no hay excesos, estereotipos cargantes ni explicaciones innecesarias (ni siquiera necesarias ¿desde cuándo un libro tiene que explicarse a sí mismo?). Denis Johnson simplifica y es eficaz, entremezcla humor con escenas brutales y no se detiene en momentos. Todo va fluyendo como fluye la vida de Robert Grainer ¿Qué la vida te golpea? Te levantas y sigues, con acierto o con desacierto. Si el mundo gira y no para, las personas como Grainer no van a ser menos, si le parten por la mitad junta ambas partes y avanza, avanza, avanza.

El estilo narrativo de Johnson (árido como la tierra que describe), los saltos temporales, un Robert Grainer que no se detiene ante ninguna tragedia personal, porque hace lo que las personas tenemos que hacer: vivir… Todo ello hace que la lectura se deslice como si fuera un tren sobre los raíles, de vez en cuando una ligera sacudida, un bamboleo… y a seguir leyendo.

No voy a decir que es un gran libro, una joya. Es un buen libro. Incluso muy bueno, aunque después de terminarlo mi sensación, si bien satisfactoria, es que algún fleco se ha quedado pendiente: alguna microhistoria no lo suficientemente redonda, personajes que podrían haber dado más pero se quedan casi en anecdóticos, y un paso más para conseguir una mezcla perfecta entre lo brutal y lo hermoso.

Creo que es una cuestión de ritmos, yo iba más reposada, y Denis Johnson no me ha dejado, no me ha puesto ningún apeadero en el que detener el tren, que avanzando a un ritmo medio, ni muy rápido ni muy despacio, no se detiene en ningún momento para darnos un poco de tranquila reflexión, de lamentarse aunque sea un poquito, de visualizar con detenimiento el paisaje, de quitarte la tierra de la boca... Como Grainer, avanzas, avanzas, avanzas.

Sin embargo, hay otra sensación de la que también quiero dejar constancia: creo que es una lectura que va a mejorar con el poso, como los buenos vinos. Como la vida cuando con el paso del tiempo valoras más los momentos que no supiste calibrar mientras transcurrías por ellos. Cuando el recuerdo le otorgue ese punto de justicia, no sé si poética pero sí necesaria, me daré cuenta de que tal vez ha dejado más huella de la que pensaba.

Denis Johnson no es un autor convencional, esta lectura tampoco. Absténgase pues lectores que buscan lecturas comunes, porque Sueños de trenes podrá gustar o no pero se sale del bullicio de lo ordinario.


lunes, 8 de junio de 2015

Oso (Marian Engel)



Título original: Bear
Traductora: Magdalena Palmer
Páginas: 168
Publicación: 1976 (2015)
Editorial: Impedimenta
ISBN: 9788415979562
Sinopsis: La joven e introvertida Lou abandona su trabajo como bibliotecaria cuando se le encarga catalogar la biblioteca de una mansión victoriana situada en una remota isla canadiense, propiedad de un enigmático coronel. Ansiosa por reconstruir la curiosa historia de la casa, pronto descubre que la isla tiene otro habitante: un oso. Cuando se da cuenta de que este es el único que puede proporcionarle algo de compañía, surgirá entre ellos una extraña relación. Una relación íntima. Inquietante. Nada ambigua. Gradualmente, Lou se va convenciendo de que el oso es el compañero perfecto, y emprende un camino de autodescubrimiento. En todos los sentidos. A pesar de las críticas que recibió por su controvertida temática, Oso ganó el premio Governor de literatura en 1976.


Un oso es más una isla que un hombre, pensó. Para un ser humano.

Una hermosa portada. Reveladora. Una sinopsis que ya nos habla de una relación íntima. No es habitual que Impedimenta desvele tanto en sus sinopsis e incluso en su portada. Aquí hay truco, me digo. Si dicha relación no va a ser una sorpresa entonces el atractivo tiene que estar en otra parte. ¿Una versión zoófila de las 50 sombras? ¿Una bravata de la editorial? No me lo creo. Pero estaba más que dispuesta a descubrir qué había en este libro, que además llamó mi atención desde el principio (tengo una peculiar relación -aunque no tanto como Lou- con los osos. Pero esa es otra historia).

En mi brazo izquierdo tengo un tatuaje que dice Cuéntame una historia. En el derecho otro que pone Las historias son mapas. Ambas citas son de Jeanette Winterson. Es obvio que me gusta que me cuenten historias (y
aún más vivirlas), con las que luego voy construyendo mi cartografía propia, mapas íntimos para encontrarme o no perderme. Y Marian Engel me cuenta una historia, diferente, introspectiva, delicada, sólida, coherente. Ahí estaba el truco (una vez más): en el cómo. No todas las historias me llenan o me atraen, algunas me importan un carajo. Pero, ay, si están bien contadas…

Oso fue la novela más famosa y controvertida de Marian Engel. ¿Controvertida? Tal vez lo fuera en su momento y en clave canadiense, ahora mismo controversia la justa: es un muy buen libro (y trataré de explicar el porqué). ¿Provocador? Puede. Aunque creo que sólo lo será para quien sea susceptible de escandalizarse con facilidad. Si algo provoca son reflexiones, y esto siempre es un valor añadido en una lectura.

Pedofilia, bestialismo, necrofilia, incesto… El sexo es siempre un tema tabú, no digamos ya las relaciones que son consideradas como “desviadas”. Ains, el miedo, las prohibiciones, los obstáculos, los frenos. En su momento la masturbación fue considerada una parafilia. Ahí lo dejo, que no me voy a meter en berenjenales. Pero olvidaros de la zoofilia e ir más allá. Hay más.

Oso es una lectura realmente sorprendente, pero no transgresora. Sí, vale, una bibliotecaria y un oso… ¿y? Es que justo ahí está una de las fortalezas de este libro: que fluye de una forma tan (taaaan) natural. Veamos qué nos dice la RAE de natural (tomo sólo las acepciones por las que he escogido la palabra natural para referirme a este libro):

1. adj. Perteneciente o relativo a la naturaleza o conforme a la cualidad o propiedad de las cosas.
2. adj. Hecho con verdad, sin artificio, mezcla ni composición alguna.
3. adj. Espontáneo y sin doblez en su modo de proceder.


La naturaleza atraviesa cada página, incluso atraviesa (y no seáis malpensados. O sí.) a Lou, en una suerte de mimetismo con el entorno que tiene muy mucho que ver con los cambios que se producen en ella. Porque Lou necesitaba un cambio en su vida. Lo sabe, lo sabe con la contundencia de quien es consciente de que vida sólo hay una y la que está viviendo no le satisface. ¿Se necesitan más argumentos para un cambio?

¿Dónde he estado?, se preguntó. ¿En una vida que ahora podría considerarse una ausencia de vida?

Propensa a las crisis de fe, buscando su lugar en el mundo, insatisfecha con sus relaciones sexuales y sociales, necesitada de redefinir objetivos vitales, Lou aprovecha la oportunidad que le ofrece su trabajo y decide ser feliz allí, en la mansión victoriana situada en una isla al norte de Ontario que además incluye un exótico acompañante: un oso.

Marian Engel hace un malabarismo increíble: nos cuenta la transformación de Lou a través de su relación con el oso. ¿Cuál es el malabarismo? Que nos lo creemos, que nos parece natural. Nos convence. Engel no retuerce nada, no hay dobleces, ni rellenos innecesarios, no hay trucos baratos, ni dramatismos, ni sensiblerías (aunque sí sensibilidad). Hay mucha coherencia, sinceridad y honestidad en la forma de contar esta atípica relación. Es un libro poco hipócrita. La hipocresía puede estar en la mirada de quien lee, pero no de quien nos lo cuenta.

Trelawny está bien. Tiene voz propia. Es un hombre injusto pero TIENE VOZ PROPIA.

Si no recuerdo mal TIENE VOZ PROPIA son las únicas mayúsculas que aparecen en todo el libro. No será casual, creo yo. Lou encuentra finalmente su voz propia, se escucha, y lo hace con naturalidad, sin aspavientos ni patetismos. Se rescata. Gracias a su relación con el oso.

Vaya, ¡qué extraño!, hacer eso. Haberlo hecho. Que me lo hicieran.
Hurgó en todos los rincones de su conciencia para ver si se sentía mal. Se sentía querida.

No, no lo intentéis. No humanicéis al oso. Ese habría sido un recurso fácil. Engel no lo hace (y no hace nada gratuito), aunque llegue a poner en boca de Lou un “te quiero” y más. Cada vez que intentes humanizarlo, Engel nos sujeta, nos recuerda que es un oso, un animal. Es un acierto hacerlo así. Porque realmente es así, es un animal, no lo transformemos a él, no olvidemos que la única transformación es la que se produce en Lou.

No tengo que complacer a nadie. Qué más da si no te excito, te quiero y basta.

El amor puro es perverso. Adiós, Walt Disney. Bienvenida, Marian Engel.

Todo un descubrimiento esta historia, muy bien escrita además. Un libro que hace lectores. Buenos lectores. Es un libro-puente: fuera de lo comercial, lo usual, lo mayoritario, pero que facilita el tránsito a quien quiera acercarse a la literatura menos masificada pero de calidad.





Gracias a la ineludible conjunción de unos cuantos astros, tuve la oportunidad de participar en el Club de Lectura que la librería-café segoviana Intempestivos organizó sobre Oso, reencontrándome de nuevo con Enrique Redel, editor de Impedimenta y Pilar Adón, joven escritora, poeta, editora y traductora, dos personas apasionantes y apasionadas con las que, junto con Judith, librera de Intempestivos, y el resto de participantes, fue un placer el charlar sobre esta lectura y sobre libros en general, y además conocer las claves y entresijos de cómo llegó este Oso a Impedimenta. También me comí una galleta-oso que Enrique y Pilar tuvieron la amabilidad de regalarnos. Riquísima.

Libro, libro. Cuando te pasen estas cosas coge siempre un libro.

jueves, 28 de mayo de 2015

Asombrada

La primera vez que la vi me recorrió un escalofrío. Me asusté, me asusté como hacen los niños, con ese miedo de quien siente que alguien le está tomando el pelo. Pero el miedo inicial pronto se tornó en extrañeza, luego en sorpresa y finalmente en juego.

Decidí quedármela para siempre, porque la intuí fiel e insobornable. Me prometí serle leal y así, cuando desaparecía (y le gustaba hacerlo sin avisar), rápidamente la re-creaba, en una especie de juego de luces y sortilegios, con una facilidad intangible pero muy meditada. Nunca sin ella, real o ficticia. La necesitaba a mi lado.

Y hoy, después de tanto tiempo de inquebrantable unión… me ha abandonado. Así, sin más. Sin avisos, sin pistas, sin advertencias. Debería haberlo imaginado. Tantas desapariciones misteriosas, ahora estás y ahora no…

¿Cómo pudiste hacerme esto a mí? Yo que te hubiera querido hasta el fin…

Han sido muchos días, y más días, entrelazando nuestros comunes denominadores, intercambiando azares y casualidades, creando letras que formaban palabras que a su vez formaban frases y que nos (con)formaban a nosotras.

Es cierto, llevabas tiempo enseñándome tu camino, aquel que tú querías trazar pero que yo no podía seguir. Y cada vez con más frecuencia iniciabas tus pasos en dirección contraria, pero yo conseguía retenerte con un abrazo y algunas palabras. Confiaba en ti como una quimera o un río de estrellas.

… Sé que te arrepentirás.

Fue así: al principio pensé que era una de esas locas, divertidas e imaginarias carreras peatonales que tanto me gustan. Creí que alguien me había desafiado, acelerando el paso, presto a adelantarme. No tardé ni un nanosegundo en entrar en competición, pero mi rival era rápido, muy rápido…

Apresuré mis pies hasta el límite, pero algo pasaba, pese a la velocidad de crucero que parecía llevar mi contrincante, no acababa de adelantarme nadie. ¿Me estaba tomando el pelo? Así que desaceleré mis pasos, atenta, alerta, y entonces lo vi… no era su sombra lo que yo estaba viendo, la sombra de un rival… ¡¡era mi sombra!! ¡¡Mi propia sombra!!.


Y mientras la observaba, atónita, mi sombra echó a correr. Se fue. Aceleró sus movimientos, dejó de coordinarse conmigo, adquirió su propio ritmo, sus propios pasos… Su propia vida. Tal vez harta de la mía. Y me ha dejado. Mi sombra me ha a-sombrado. No vuelve. Soy una mujer sin sombra. Pero asombrada.

¿Cómo va a abrazarse ahora mi sombra con la tuya?

(©AnaBlasfuemia)



jueves, 21 de mayo de 2015

La grandeza de la vida (Michael Kumpfmüller)


Título original: Die Herrlichkeit des Lebens
Traductora: Belén Santana
Páginas: 272
Publicación: 2011 (2015)
Editorial: Tusquets

ISBN: 9788490660447
Sinopsis: En el verano de 1923, durante una estancia a orillas del Báltico, Franz Kafka, enfermo de tuberculosis y conocido como escritor sólo por unos pocos iniciados, coincide con la cocinera Dora Diamant, una joven de veinticinco años. En el transcurso de pocas semanas, Kafka hará lo que jamás habría imaginado: decide irse a vivir con una mujer y compartirlo todo con ella. En un Berlín inmerso en la hiperinflación de la República de Weimar, se atreve a disfrutar de una vida en común con Dora. No importan los precios, que aumentan cada día, tampoco las sucesivas mudanzas ni el recelo de sus padres: hasta su muerte, en junio de 1924, y a excepción de unos días, Franz Kafka y Dora Diamant ya no se separarán.



Si digo Franz Kafka, es probable que inmediatamente penséis en La metamorfosis. Pero en mi cabeza se añaden, sin atropellarse pero con firmeza, Carta al padre, Cartas a Milena y Cartas a Felice. Que es una forma de decir que, una vez más, me interesa el autor casi más que la obra. Kafka fue un hombre débil, física y mentalmente. Ninguneado, tiranizado y despreciado por su padre, él mismo terminó por flagelarse considerándose… nada (La verdad es que no soy nada, lo que se dice nada). Se trató a sí mismo con gran desprecio y desdén. Se arreó duro. Fue un hombre solitario, acomplejado, angustiado, que mantuvo relación con varias mujeres (con algunas de ellas principalmente una relación epistolar): Felice Bauer, Grete Bloch, Julie Wohryzek, Milena Jesenskà… y Dora Diamant, de la que dicen fue su gran amor, la persona que le rescató de la soledad. Rescatar a alguien de la soledad son palabras mayores.

Las mujeres de Kafka: Arriba, de izquierda a derecha: Felice Bauer, Hedwig Weiler y Julie Wohryzek. Abajo, Grete Bloch, Dora Diamant y Milena Jesenská
La grandeza de la vida es una novela sobre la relación de Kafka y Dora en la que se engarza realidad y ficción. Fue eso lo que me llevó a esta lectura, mi interés por la vida atormentada de Kafka y que se centrara en el último año de su vida, justo el que compartió con Dora.

En sus sueños hay fases en las que ella no aparece. Pero  él no la pierde mientras duerme, por la mañana sabe enseguida que está en alguna parte, como si hubiese entre los dos una cuerda que les permite volver a acercarse tirando de ella lentamente.

Y la lectura la inicié con entusiasmo, encantada de ver cómo Franz y Dora se asombraban de descubrirse, saberse, amarse antes de apenas conocerse. Ese entendimiento prodigioso y casi mágico de dos almas que se reconocen. Y el milagro de encontrarse.

Esta es Dora, dice él, y a Dora le parece que suena como si dijera: Mirad, este es el milagro que me ha sucedido.
A Ottla ya le he hablado de ti, le he contado que existes y el bien que me haces.

Bien, bien. Me suena. Reconozco esa sensación. Hasta las palabras reconozco. Y me alegro, porque eso quiere decir que, en algún momento, la he vivido. Así que avanzo, ligera, encantada y pizpireta, página tras página.

Hasta que llegamos a Berlín. Ahí se me enreda la lectura, percibo un bucle que se me atasca ligeramente. Y mira que me gusta Berlín. Pero no es problema de la ciudad. Es problema del ritmo narrativo, que me lleva de una lectura de piel a una lectura con menos alma en la que se suceden traslados, preocupaciones por el dinero, toses, fiebre, visitas… Los traslados en la mayoría de los casos están provocados por el rechazo a los judios que empieza a ser visible y descarnado, pero que ellos no alcanzan a valorar adecuadamente ni mucho menos a intuir la barbarie que se estaba gestando. No deja de ser llamativo este hecho, ese no “verlas venir”. Da tanto qué pensar…

En Berlín Kafka se me desdibuja, se nos esconde en sí mismo y Dora se transmuta a enfermera, secretaria… Y sí, también amante, pero sólo hacia el final es cuando vuelve a conmover y la lectura a recuperar latido. Porque al final también la sensación es que Kumpfmüller pone más de Dora que de Kafka, no porque esté ausente, no porque esté enfermo, sino porque nos muestra menos de él que de ella. De su interior. Detalles, ráfagas, es cierto, pero como si Kumpfmüller pretendiendo ser objetivo, sutil, pretendiendo mostrar sin dirigir (al lector), se hubiera quedado corto a la hora de transmitir a partir de cierto momento.

Todo apunta a que Dora le insufló unos deseos de vivir a Franz que en el libro no se palpa con intensidad, no se respira, sólo se intuye, se apunta, se inicia y luego se difumina... Algo falló ahí. Me faltó cercanía. Quizás el tono de Kumpfmüller peque de paternalista con el lector, de exceso de amabilidad. Como si dudara entre decantarse por la historia de amor o por la de la agonía de Kafka. Dudando entre la sal y el azúcar se queda finalmente en tierra de nadie, manejando mal los contrarios, muerte y amor, vida y enfermedad, la juventud y pasión de Dora y la soledad y los fantasmas de Franz, la transparencia de ella y el enigma de él…

He podido leer un fragmento de un libro que no localizo en ningún lado: Mi vida con Franz Kafka. Recuerdos de Dora Diamant. En él Dora dice que Kafka estaba siempre de buen humor. Algo que no aparece de forma contundente en este libro, donde se asoma más bien un Kafka poco apasionado y tristón. Creo que en La grandeza de la vida hay más de Dora que de Franz, y por ahí cojea. Me ha faltado más Kafka. En el fragmento de Mi vida con Franz Kafka, hay mucho más de ambos que en todas las páginas de La grandeza de la vida.

Salvo las primeras páginas, aquellas que transcurren en Müritz, lugar donde se conocieron, y la escena en la que se describe la célebre anécdota del encuentro con la niña que perdió su muñeca (a la que Kafka dice que no está perdida sino que se ha ido de viaje y a la que, durante unos días, escribe cartas en nombre de la muñeca), la narración va de más a menos, con remontada en las últimas páginas.

Creo que es un libro que gustará a mucha gente, es una lectura sosegada, tranquila, ni siquiera hace falta conocer quiénes eran los protagonistas, pero yo me he encasillado en una sutil decepción, por aquello de lo que pudo haber sido y no fue, por no mantener el pulso durante todas las páginas. Aun así, no ha sido mala lectura ni muchísimo menos, es un libro que  merece la pena leer. Kumpfmüller consigue evitar los recursos que hubieran sido más fáciles (sentimentalismo, tremendismo, sensiblería, afectación…) y aplaudo ese tacto, que aplica de forma precisa y firme. Quizás Kumpfmüller pretendía (y consigue) mantener un equilibro entre ficción y realidad para dotar a la historia de credibilidad, y lo logra, pero soy rarita y personalmente hubiera preferido que arriesgara algo más en el juego de combinar ambas (ficción y realidad). Pasión, creo que eché en falta pasión, deseo, ardor, vibrar más… Bah, ¡soy yo, soy yo, soy yo! (que diría Silvia Plath). Es una buena lectura.

Echa de menos las noches con ella. ¿No es increíble que uno pueda elegir a alguien con quien pasar la noche en una cama y dormir, como si eso fuese una pequeñez?