viernes, 7 de septiembre de 2018

Notas desde un manicomio (Christine Lavant)

Título original: Aufzeichnungen aus dem Irrenhaus
Traductora: Nieves Trabanco
Páginas: 80
Publicación: 2001 (2018)
Editorial: Errata Naturae
Sinopsis: Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas, pero secretas, del siglo XX, narra su estadía voluntaria de un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935. Lavant no escribió este fulgurante texto hasta 1946, once años más tarde, y no consintió en publicarlo mientras vivía porque era demasiado personal: en él registra su fallido intento de suicidio, su insomnio, la convivencia con sus excéntricas compañeras, la autoritaria presencia de los médicos y su lucha diaria por sobrevivir escribiendo.
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Que el diablo se lleve a quien diga o escriba una sola burla sobre alguien que vive en la pobreza.
Hay libros que son libros-cebolla: capas y más capas. Notas desde un manicomio es, sin duda, un libro-cebolla, pues es a partir de lo que nos muestra Lavant que debemos reconstruir su biografía, su persona, y más concretamente el período que pasó (voluntariamente, después de un intento de suicidio) en un hospital psiquiátrico. Un manicomio de los de antes…

Lavant era pobre. Y esa es una de las capas más importantes que atraviesan constantemente el libro. Pobre, una salud física muy delicada, depresiones… Y mujer, otra de las capas a exfoliar. Ninguna de esas capas fueron ajenas para la propia Lavant, exigente con la vida y los dioses, pero también muy autoexigente, exhortándose a sí misma a ser bondadosa y a dar un amor (o una apariencia de amor) que no siempre sentía, porque la rabia y la furia también la arrasaba, algo que parecía no permitirse a sí misma.
¿Qué esperaba? ¿Curarme? ¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida? ¿Que aquí podrían volverme hermosa, o al menos valiente y feliz? Claro que no lo creí ni un segundo, pero ¿adónde debía ir después de algo tan horrible y fallido? Treinta pastillas, un sueño parecido a la muerte durante tres días y cuatro noches para volver luego a despertar y que todo siga inmutable a mi alrededor.
El relato, aunque corto, no da respiro ni tregua, no te deja coger aire. Su actitud narrativa no es presuntuosa, es un foco señalando una experiencia vital, un flujo de conciencia. No hay argumento, es la propia vivencia, la mirada de Lavant y lo que le rodea, cómo vive a sus compañeras de encierro, sus propios sentimientos, su situación… No tiene un inicio fácil pero terminas por dejarte llevar por Lavant, que pese a estar internada en un manicomio no está loca, sino que es una persona profundamente infeliz.

El objetivo de Lavant no es cuestionar ni juzgar, sino describir (además de su experiencia en ese período concreto) la dinámica entre residentes y enfermeras y médicos, pero con una mirada íntegra, sincera, directa y honesta, sin esconder sus propios miedos e inseguridades. Nos muestra su dolor, sus temores, sus flaquezas y el estremecimiento de sentirse una extraña, de no pertenecer a un mundo en el que siente que no encaja. Es tanta su perplejidad, su debilidad, que incluso llega a pensar que el manicomio puede ser un refugio para ella, que allí puede encontrar una protección que el mundo exterior no le ofrece. Pero no hay nada que la proteja de sí misma.

La pobreza fue una diferencia que marcó profundamente a Lavant, porque le hacía sentirse excluida, sin derechos. Derechos que además le eran arrebatados por ser mujer (búscate un novio). Y para encima escritora. Lavant solo quería escribir poesía. No quería ser esposa ni madre de familia, quería ser poeta. Porque es a través del lenguaje y las palabras que es capaz de organizar y estructurar el caos que siente que es su vida. Hasta el punto de que en las largas noches de insomnio, no es que cuente ovejas, no, sino que piensa en palabras, palabras aisladas hasta que siente que se materializan dentro de ella y adquieren un contorno y una consistencia capaces de llenar su vacío interior y así, por fin, descansar.
Escribo esto con palabras corrientes, lo escribo como cualquier otra cosa, y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas una a una contra el cielo para que alguien se diera cuenta de que aquí abajo tiene obligaciones. Quizá me condene a mí misma con estas palabras, pero a mí me corresponde escribirlas.
En el manicomio hay momentos en los que todo se iguala, se unifica, hay como un sentimiento común y no individual, una pérdida de una misma que a la vez implica pertenecer al grupo. Sutil, ¿verdad?

Pese a lo que suponían las instituciones mentales de aquella época, y también las creencias que había en torno a la enfermedad mental y la mujer (le aconsejan en varias ocasiones que se busque un novio y que trabaje para curar su “histeria”), Lavant no busca en ningún momento hacer una crítica del sistema sanitario o psiquiátrico. Aunque en ocasiones añora un poco más de comprensión y que los médicos y las enfermeras usaran palabras adecuadas en lugar de inyecciones y camisas de fuerzas, sin embargo es consciente de la dificultad de que los médicos empaticen y comprendan a todos y cada uno de los enfermos porque entonces ¿qué les quedaría para ellos mismos?
Todo el sufrimiento que aquí hay está tan por encima de todo lo humano que es imposible que pueda ser afrontado sólo con medios humanos.
No, si a alguien responsabiliza Lavant es a quien está en las alturas. Es a Dios a quien en ocasiones reclama más justicia, más amor, más compasión, más responsabilidad. En cualquier caso, no tira Lavant de ningún dedo moral y acusador que juzgue o etiquete, y esa es precisamente su legitimidad: no hace juicios severos sobre los personajes que la rodean. Su mayor mérito es no poner sal en la herida ni añadir drama a una situación que ya de por sí es bastante insoportable y trágica. Lavant solo quería escribir. Una autora más en busca de un cuarto propio y en este caso recuperada y a nuestro alcance gracias a la editorial Errata Naturae y a la traducción de Nieves Trabanco.

lunes, 3 de septiembre de 2018

La tierra de los abetos puntiagudos (Sarah Orne Jewett)

Título original: The Country of the Pointed Firs 
Traductora: Raquel G. Rojas 
Páginas: 168
Publicación: 1896 (2015)
Editorial: Dos Bigotes
Sinopsis: El verano acaba de empezar y a la localidad costera de Dunnet Landing llega una escritora en busca de un lugar tranquilo donde refugiarse del ajetreo de la ciudad y poner punto final a su libro. Allí alquila una habitación en casa de la señora Todd, una experta botánica que vende remedios caseros preparados con las plantas de su jardín y con la que entablará una profunda amistad. Ella será la encargada de introducirla en la vida social de una comunidad que parece discurrir aislada bajo la imponente presencia de los abetos a los que alude el título.
Cuando uno conoce un pueblo como este y su entorno, es como si conociera a una persona. El amor a primera vista es tan repentino como rotundo, pero construir una verdadera amistad puede ser labor de toda una vida.
Amor a primera vista, por lo repentino y rotundo, fue lo que tuve con este libro cuando supe de él y lo tuve por primera vez en mis manos; y amor eterno le tendré el resto de mi vida después de finalizar (despacito, no quería que se terminara) su lectura. Demoré las últimas páginas, me instalé en un ritmo lector sosegado que me permitiera seguir durante un tiempo más prolongado en un libro balsámico que me trataba con delicada amabilidad, que me suministraba ese calorcito que necesitaba y que se siente con algunos abrazos protectores, cuidadores, francos. Abrazos como el mecer de las olas.

Este pequeño y hermoso libro es de esas joyitas imperecederas que desde una prosa sencilla (que no simple) aborda temas complejos. Es un libro pausado, tranquilo, que no necesita de tensión narrativa, ni de más trama que el transcurrir de los días.
Desde allí, y por encima de la legión de abetos puntiagudos que nos rodeaba, se veía toda la isla, el océano que la circundaba con otros cientos de diminutas islitas, la costa del continente y el lejano horizonte. Me invadió una repentina sensación de amplitud: nada obstaculizaba la vista y parecía no haber límites ni fronteras; podía sentir la libertad, en el espacio y en el tiempo, que otorgan siempre las grandes perspectivas.
A Sarah Orne Jewett le basta poco para contar mucho y ubicar al lector en los personajes y el paisaje. El argumento es poco pretencioso, sobrio incluso: Una escritora llega a una aldea pesquera, Dunnet Landing, en la costa de Maine con intención de pasar el verano. Allí se alojará en la pequeña casa de la señora Todd. 

No hay más. De ese verano, de los habitantes de la zona, de las luces, los paisajes, las bahías, los abetos, las hierbas, la amistad entre la narradora y la señora Todd… es de lo que hablará Jewett. Pero no os confundáis, porque hay más, muchísimo más, detrás de esta aparente inercia, de esa calma chicha del transcurrir de los días sin que pase nada extraordinario. Y ese es el mayor y mejor regalo de este libro: lo ordinario vivido como algo excepcional, único.
Es posible que, alguna vez, hasta un náufrago en una solitaria isla desierta tenga miedo de ser rescatado.
El aislamiento o, lo que viene a ser lo mismo, la soledad, es uno de los hilos con los que Jewett entreteje estas aparentemente dispersas historias que pueblan este libro. Porque somos seres solos y aun viviendo en comunidad la esencia de nuestra individualidad es la soledad. Imagínense si además viviéramos en una pequeña aldea pesquera rodeada de abetos, un océano inmenso, y donde no siempre la mirada alcanza a ver otra casa. Pero quien quiera ver sufrimiento en esta soledad, en este aislamiento, estará equivocado.  

Parte del poderío de este libro está en mostrarnos cómo enfrentarse a esa soledad: apreciando cada minuto, cada detalle, cada transcurrir del tiempo, cada acontecimiento aparentemente nimio, cada encuentro, cada instante, como lo que es: algo único (no he encontrado forma de evitar dos puntos seguidos en un mismo enunciado, que la RAE me disculpe) ¿Quién quiere ser rescatado de algunos lugares?
A veces un árbol sano puede crecer sobre la roca desnuda, solo con una pequeña grieta que sujete sus raíces, en la pendiente de una colina pedregosa donde no se ve ni un solo rodal de tierra decente, pero el árbol seguirá teniendo una copa verde y frondosa incluso en el verano más seco. Si pegas la oreja a la tierra, se puede oír el fluir de un pequeño manantial. Todos estos árboles tienen el suyo, y hay personas a las que les pasa lo mismo.
Otro de los hilos poderosos que maneja Jewett es su capacidad para describir el paisaje, la naturaleza, engarzándolo con la propia naturaleza humana. Te describe una hierbas que crecen más fuertes al ser pisoteadas y ¿cómo no relacionarlo con las personas que dan lo mejor de sí mismos antes de morir o las que se crecen ante las adversidades? O esa descripción anterior de los árboles que crecen en terrenos imposibles sin perder ni un ápice de vitalidad ni verdor, porque cada árbol tiene su propio manantial interior. A mí me recuerda a algunas personas que conozco, residentes en vidas inhóspitas y salvajemente desapacibles y que, sin embargo, tienen un esplendor, una fibra, un vigor que admiro por encima de todo. Personas que amo por su manantial interior, pequeño y constante, nítido y saludable.
Una nunca deja de ser niña mientras tenga una madre a la que acudir.
La tierra de los abetos puntiagudos es una historia con muchas historias y es también una historia coral, con la narradora (de la que no recuerdo el nombre porque en realidad no se dice en ningún momento) y la señora Todd como hilos conductores. Es, sobre todo, una historia de mujeres enérgicas, vitales, fuertes, independientes. 

Y desde esa independencia se plantean también algunas relaciones familiares, como la de la propia señora Todd y su madre, una relación bella y cálida de dos personas individualistas pero cercanas, autosuficientes pero conectadas. La madre de la señora Todd es de esos personajes entrañables (este libro está plagado de ellos) que provoca que a todo el mundo le crezca una sonrisa en la cara al igual que una flor estalla en primavera. Me ha quedado cursi pero eso inspira esta madre: una implosión de luz, color, ternura y calidez.
En la vida de  cada uno de nosotros, pensé, hay un lugar remoto y aislado, entregado a un eterno pesar o a una felicidad secreta. Todos somos ermitaños voluntarios o cautivos en algún momento de nuestra vida, y entonces comprendemos a nuestros hermanos de celda, sin importar la época a la que pertenezcan.
Seres solos, pero no huraños, no ajenos a los demás. Se cuidan unos a otros. Así son los habitantes de Dunnet Landing. En un entorno que les mantiene aislados, incluso del resto de habitantes, convirtiéndoles en ermitaños (unos más voluntarios que otros), celebran cada encuentro como si fuera una fiesta, un regalo inesperado que agradecer y saborear intensamente. De nuevo como algo único. Quién sabe cuándo y si se volverán a ver. 

Cada encuentro, cada reencuentro, cada conversación, es un instante presente que intentan alargar y retener como polvo de oro: algo valioso y que se escurre irremediablemente. No lo viven con pesar, sino con una intensidad leve y bella. Todo es afable: matrimonios cordiales, amistades imperecederas, mujeres y hombres fuertes y trabajadores. Todos se apoyan mutuamente con la naturalidad que dan los corazones puros y el saberse vivos.
Yo no quería perderla y ella no quería irse, pero así tenía que ser. Hay cosas que no decidimos nosotros. No podemos elegir si sí o si no.
La muerte se asume como lo que es: algo natural, irremediable. Los recuerdos no serán un boomerang que te rebana el cuello, sino una posibilidad más de volver a revivir a quien has querido, respetado o amado. 

Aceptar lo irremediable, la vida, la muerte, las ausencias, las presencias, lo que no puedes elegir. Pero mientras, eliges, eliges vivir y deleitarte cada día como si ya no hubiera a haber nada más, disfrutar de los arrecifes, del té, los alimentos, del arte de la paciencia, de los pájaros o el murmullo de las olas, de las hierbas, la compañía, la soledad, las vistas a través de una ventana o por encima de los abetos. Como si fuera la primera vez. O como si fuera la última.
El mar estaba lleno de vida, las crestas de las olas se curvaban como si tuvieran alas, como las mismas gaviotas y, como estas, eran libres como el viento.
El mar, el mar, el mar... (Llegaré, algún día llegaré. Seré libre en el mar. Seré.)

martes, 28 de agosto de 2018

El hospital de la transfiguración (Stanislaw Lem)

Título original: Szpital Przemienienia
Traductora: Joanna Bardzinska
Páginas: 336
Publicación: 1956 (2008)
Editorial: Impedimenta
Sinopsis: Terminada en Cracovia en septiembre de 1948, y ambientada en los primeros meses de la invasión de Polonia por los nazis, El hospital de la transfiguración narra la historia de Stefan Trzyniecki, un joven doctor que encuentra empleo en un hospital psiquiátrico enclavado en un bosque remoto, un lugar que parece «fuera del mundo». Pero, poco a poco, la locura del exterior va filtrándose entre los muros del hospital. Una serie de sádicos doctores, compañeros de Trzyniecki, se entregan a atroces experimentos con los enfermos mentales internados en el centro, mientras los nazis, que peinan los bosques en busca de partisanos, deciden convertir el sanatorio en un hospital de las SS.
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Nadie puede ser más cercano para mí que yo mismo y a veces yo, yo mismo, estoy tan lejos de mí.
Me estreno con el Stanislaw Lem menos Lem de todos. Su primera novela y la única que no se enmarca dentro del género por el que se conoce a este autor: la ciencia ficción. Las razones son las mismas que dificultan poder comentar esta obra: El hospital de la transfiguración fue considerada una obra contrarrevolucionaria por las autoridades polacas de la época, razón por la cual Lem tuvo que reescribir el libro varias veces hasta que finalmente, ocho años después de que la escribiera, ya en 1956, y gracias a que ya había mayor libertad de expresión, por fin pudiera publicarla. No me extraña que no quisiera seguir escribiendo ficción realista y se decidiera por la ciencia ficción como escenario para expresarse.

No obstante, y sin haber leído (de momento) más obras de Lem, intuyo que toda su genialidad y su maestría ya se vislumbran claramente en El hospital de la transfiguración.
Ni una palabra sobre cuestiones políticas. En se sentido, era como si se hallara en el fondo del mar: todos los movimientos allí abajo eran suaves y acompasados, y de las tormentas más violentas que tenían lugar en la superficie solamente les llegaba el eco.
La novela se sitúa en los primeros meses de la invasión de Polonia por parte de los nazis. Stefan, nuestro protagonista, es un tímido, sensible y joven médico que encuentra trabajo en un psiquiátrico situado en un bosque. Y así, parece haber dos universos: el que transcurre dentro del psiquiátrico y el que transcurre fuera. Y en cierta forma, también dos locuras, la interior y la exterior. ¿Qué locura será la más aborrecible? ¿la de los “locos”? ¿la de los cuerdos?

El entorno creado por Lem es impecable, metafórico y mordaz. Un bosque presente continuamente, inamovible, inalterable ante los acontecimientos de la humanidad, como lo es la naturaleza, creando una barrera aparentemente segura pero impredecible, que separa al hospital del resto del mundo, como una especie de oasis, una isla en la que parece incluso posible instaurar la esperanza. Pero solo lo parece.
Estaría bien tener cientos de objetivos a corto y a largo plazo. Y no algo tan indefinido como “ser valiente” o “ser bueno”, sino cosas tan concretas como “arreglar el retrete”. Stefan deseó con toda su alma ser tan simple como la mayoría de la gente.
Será en ese entorno y en ese contexto histórico, en el que nuestro inseguro Stefan tendrá que adaptarse a su nuevo trabajo y en donde conocerá a distintos personajes, que le servirán a Lem para hacer una radiografía profunda y sutil del alma humana, sus apariencias, máscaras y disfraces. También su crueldad.

Transfiguración es un concepto que define un cambio de forma de modo tal que revela su verdadera naturaleza y cultura. Y exactamente eso es El hospital de la transfiguración, una especie de microcosmos que simboliza y escenifica la esencia de la humanidad con todo su horror y su hipocresía puesto que, finalmente, muestra su verdadera (y terrorífica) naturaleza. 

Alejado de la ciencia ficción por la que es más conocido Stanislaw Lem, en El hospital de la transfiguración se aprecia un cuidado del detalle y de la psicología de los personajes que seguramente encontraré en sus novelas más conocidas. No diré que El hospital de la transfiguración es lectura fácil: no es una novela en la que haya acción, sino estados de ánimo, pensamientos, reflexiones y descripciones. 

Reflexiones que coinciden con muchos de los temas que a mí me fascinan y (pre)ocupan: la ineptitud para vivir, la muerte, la pertenencia, la identidad… Y todo ello para dejar desnuda y en evidencia a los seres humanos. A algunos seres humanos. Qué poco cambiamos, en realidad: el egoísmo excesivo y camuflado de su opuesto (la generosidad, la escucha, la empatía) y el escucharse más a uno mismo que a los demás son elementos que no solo siguen a la orden del día, sino que se premian con tanta facilidad como sobrada vanidad.

Sin duda la filosofía y grandes cuestiones que inquietaban a Lem están presentes en este su primer libro que, aunque difícil de valorar por sus múltiples y obligadas reescrituras, deja evidente la calidad y los intereses de un autor al que pienso seguir leyendo.
Todo está en todo. Las estrellas más lejanas influyen en la orla del cáliz de una flor. El rocío de la mañana contiene la neblina de la noche pasada. Todo está entrelazado por una omnipresente dependencia. No hay nada que pueda librarse del poder de todo lo demás.

viernes, 24 de agosto de 2018

Ebrio de enfermedad (Anatole Broyard)

Título original: Intoxicated by My Illness and Other Writings on Life and Death
Traductor: Miguel Martínez-Lage
Páginas: 180
Publicación: 1992 (2013)
Editorial: La Uña Rota
Sinopsis: En octubre de 1990 Anatole Broyard, director del New York Times Book Review, muere a causa de un cáncer de próstata que le fue diagnosticado 14 meses antes. Durante este tiempo, escribió una serie de ensayos y un diario que, junto con el relato autobiográfico «Lo que dijo la cistoscopia» (que Philip Roth calificó de «espléndido»), publicamos por primera vez en castellano.
Mi experiencia inicial de la enfermedad fue la de una serie de sacudidas sin relación unas con otras, e instintivamente pensé que lo primero que debía hacer era tratar de controlarla dándole la forma de una narración.
Ebrio de enfermedad es de esos libros ineludibles dentro de la literatura de la enfermedad. Y como ineludible que es, me puse con él. Compuesto por cuatro ensayos, notas de un diario y un relato autobiográfico sobre la enfermedad y el fallecimiento de su padre, será este último relato (Lo que dijo la cistoscopia) la joya que contiene Ebrio de enfermedad.

Como lector, escritor y crítico literario, cuando recibe el diagnóstico de cáncer de próstata Broyard sabe que tiene que narrar su proceso, su enfermedad. Tiene que narrarse a sí mismo. Hay tantas formas de enfrentarse a la enfermedad como enfermos, y Broyard tiene clara la suya.
En cierto modo, la enfermedad es una droga, y en parte depende del paciente determinar si lo suyo va a ser un bajón o un subidón.
Con el diagnóstico, la existencia de Broyard adquiere una dimensión insospechada para él, una conciencia brutal de lo efímero de la vida, de su sentido, y será ahí, en esos instantes de vida y no en la muerte, donde pondrá toda su atención. No es una cuestión de valentía, es una cuestión de deseo, del deseo de vivir.

Todos sabemos que el fin último de la vida es la muerte. No hay otra puerta de salida. Pero en cierta forma lo sabemos con la misma inconsciencia que sabemos que la Antártida se deshiela, una información de la que tomamos nota como algo ajeno y que no nos afectará a nosotros. Real pero ajeno (una paradoja imposible). La muerte no deja de ser una intrusa a la que hacemos desaparecer ignorándola.
Estoy lleno a rebosar del deseo de vivir, de escribir, de hacer muchísimas cosas. El deseo es por sí mismo una especie de inmortalidad.
Tomar conciencia, conciencia plena, de la propia muerte es una experiencia tan brutal como reveladora. Cada persona se enfrenta a (u opta por ignorar) esa situación a su manera, con sus herramientas, con otras nuevas, con introspección o sin ella. Es la libertad que te da la enfermedad. No tienes porqué elegir un camino trillado, ni siquiera salvador, no tienes porqué ser un superhéroe. Eliges. Aunque incluso no elijas.

Broyard opta por emborracharse de su propia enfermedad, embriagarse de ella, vivirla como un delirio. No me gusta la ebriedad etílica, esa nebulosa, salvo en su brevedad, ese efímero instante que te aleja de la realidad. Normalmente el regreso a la realidad suele tener sus efectos secundarios. Y en ese sentido leí Ebrio de enfermedad: con la incomodidad de una borrachera no buscada o una resaca no deseada. Me contrariaban algunas ideas, el tono viril, exacerbado, hasta el punto de discutir imaginariamente con Broyard en muchos puntos. 

Como escritor, encuentra en la tragedia una fuente de inspiración. Por eso su propia tragedia le provoca una especie de subidón de adrenalina, de embriagadora borrachera que le lleva en un momento dado a describir cómo ha de ser su médico ideal: alguien que establezca una relación compleja, profunda e incluso poética con el paciente. Ay, qué poco pensamos a veces en los médicos, si bien todos podamos esgrimir una larga lista mental de quejas… pero también otra no menos larga de agradecimientos.
Cualquier persona seriamente enferma ha de desarrollar un estilo propio de cara a su enfermedad. Creo que sólo si insiste uno en su estilo podrá salvarse del momento en que se desenamore de sí mismo cuando la enfermedad pretenda disminuirlo o desfigurarlo
No todo eran discrepancias. Broyard repite varios conceptos (e incluso alguna cita) de manera insistente, entre ellas que cada enfermo debe de encontrar su estilo propio para enfrentarse a su enfermedad. En ese punto no puedo estar más de acuerdo, aunque me irrite el entusiasmo de Broyard por su propio estilo. No. Miento. No es que me irrite su estilo, es su afán porque lo adoptemos los demás, por contagiarnos de su ebriedad. Algo que parece contradictorio con promulgar el estilo individual y propio de cada enfermo. Pero quizás el suyo, tan excesivo, tan entusiasta, tan delirante en ocasiones provoque en mí una invasión en mi propio estilo que me incomoda. Hay una especie de colapso entre lo que Broyard propone y lo que hace, como si al final no terminara de encontrar su propio estilo, sino que lo provocara de una forma tan desbordante como poco identificable.

En la búsqueda de su propio estilo, Broyard glorifica una experiencia que, nos pongamos como nos pongamos, no deja de ser una experiencia traumática.

La ausencia de un estilo literario en el que como lectora pudiera encajar también impedía el acercamiento. Todo lo que exponía Broyard lo había encontrado como un guante se ajusta a la mano en El desconcierto de Begoña Huertas, para mí una lectura superior a la de Broyard. Hasta llegar al último relato, Lo que dijo la cistoscopia. Sí, ahí sí me reconcilio con Broyard. Me quedo rendida. Será en ese último relato donde reconozco un estilo, un estilo literario, una confidencia, una cercanía, que echaba en falta hasta entonces. 
Lo que un enfermo crítico necesita, sobre todo, es que le entiendan. Morir es un malentendido que es preciso aclarar antes del fin.

lunes, 20 de agosto de 2018

Ancho mar de los Sargazos (Jean Rhys)

Título original: Wide Sargasso Sea
Traductor: Andrés Bosch 
Páginas: 192
Publicación: 1966 (1998)
Editorial: Anagrama
Sinopsis: Cuenta la historia de Antoinette Cosway, la primera señora de Rochester (el enigmático personaje de la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë), la esposa loca que vivió encerrada en la buhardilla de Thornfield Hall y se suicidó en el incendio que ella misma provocara. Pero Antoinette Cosway no es de ninguna manera una mera continuación del personaje esbozado por Charlotte Brontë, ni Ancho mar de los Sargazos un pastiche ingenioso de Jane Eyre. Y es así cómo la decadente heredera antillana se convierte, gracias a la impecable escritura y la imaginación de Jean Rhys, en uno de los personajes femeninos más desgarrados y fascinantes de la literatura del siglo XX.

Los nombres son importantes.
Sin duda, los nombres son importantes. Y el nombre de Jean Rhys está unido a su indudable capacidad como escritora, pero también al alcoholismo, la fragilidad y el desarraigo. Y, de la misma forma, su nombre está unido a este talentoso libro Ancho mar de los Sargazos, una genialidad compleja y férreamente construida.

Si hay libros que además de la lectura precisen de cierta información previa, sin duda Ancho mar de los Sargazos es uno de ellos. Conocido es el reto que se propuso Rhys: coger uno de los personajes de Jane Eyre y darle una biografía, un contenido que en Jane Eyre no nos era desvelado. Concretamente Antoinette Cosway (Bertha Mason en Jane Eyre), la misteriosa primera esposa que Rochester mantenía encerrada hasta que ella misma provocara un incendio en el que falleció. ¿Quién era esa mujer? ¿por qué estaba encerrada? ¿qué había producido su locura?... Tranquilidad, Rhys nos lo va a contar.
Por eso, ante ti, a menudo me pregunto quién soy, cuál es mi tierra, a qué mundo pertenezco y por qué nací.
Rhys sabe bien de lo que habla, puesto que esas mismas preguntas se las debió de hacer ella misma muchas veces. Nacida en la isla antillana de Dominica, hija de un médico galés y de una criolla de origen escocés, a los 16 años se trasladaría a Inglaterra. Muchos elementos autobiográficos están en la base de Ancho mar de los Sargazos. De hecho, la voluptuosidad, la superstición y espiritualidad caribeña se entremezclan con la imperturbabilidad y la flema británica, elementos con los que Rhys jugará especialmente, dando al libro una forma británica y un fondo caribeño.  
Estoy a salvo. Hay este rincón que forma la puerta del dormitorio, y están los muebles amigos. Hay el árbol de la vida en el jardín, y el muro con musgo verde. Hay la barrera de los acantilados y las altas montañas. Y la barrera del mar. Estoy a salvo. A salvo de desconocidos.
A salvo, a salvo ¿quién está a salvo? Y menos aún del pasado. Antoinette busca en su pasado, en esa naturaleza caribeña, mágica y asfixiante, en los sentimientos y comportamientos de los negros emancipados, en el recuerdo de su madre, en las vívidas supersticiones de una época y lugar… El resultado de sumergirse en el pasado no puede ser más demoledor. 

Ancho mar de los Sargazos es un libro con muchas capas. Capas psicológicas y literarias. Dividido en tres partes, la primera con la voz de la propia Antoinette, la segunda la de Rochester, para devolverle finalmente la voz a la propia Antoinette (renombrada como Bertha, despojada de su propia nombre), ya encerrada en Thornfield Hall. Sin embargo ese recurso de la primera persona está muy medido, comedido incluso, para que las pasiones no desborden, una curiosa primera persona que en muchos casos parece una tercera, externa y ajena, especialmente en el caso del frío Rochester.
Y si las duras hojas de la vegetación me producían cortes en las piernas y en los brazos pensaba: “Es mejor que la gente”. Hormigas negras u hormigas rojas, altos hormigueros de hormiga blancas, lluvia que me calaba. Una vez vi una serpiente. Todo mejor que la gente.
¡Cómo se me atragantó Rochester! aun siendo consciente de su propio desconcierto ante el derrumbe de Antoinette y la extrañeza de sentirse en un país que no comprende y le desborda. Y constreñido por su propia educación victoriana, donde las emociones no se dan paso a sí mismas.

Lo que Rhys nos propone a los lectores es que nos adentremos a conocer la desintegración psicológica y la locura de aquella mujer en el ático que conocimos en Jane Eyre. Conocer cómo una mujer del siglo XIX postcolonial vive la represión social y especialmente la represión y manipulación del egoísta Rochester. Rochester, que no la ama, pero que se casa con ella por su dote, en un curioso paralelismo de la relación del imperio británico con sus colonias en la época victoriana.

No tengo duda alguna sobre la calidad literaria de Ancho mar de los Sargazos, aunque en ocasiones el exceso de sutileza y simbolismos de Rhys me ha dejado lagunas y la forma está tan controlada que a veces me hacía desear más riesgo, más descontrol, pero hay que rendirse a la evidencia, Ancho mar de los Sargazos es de los libros que pasa el juez más implacable: el paso del tiempo.

P.D.: Sospecho que Ancho mar de los Sargazos es una especie de venganza de Rhys hacia Rochester, pero también hacia Brontë (Rhys estaba convencida de que Brontë tenía algo contra las Antillas, o al menos contra los criollos).
No digas nada y quizás sea verdad.

martes, 14 de agosto de 2018

En el mar (Toine Heijmans)

Título original: Op Zee
Traductora: Goedele De Sterck
Páginas: 160
Publicación: 2011 (2018)
Editorial: Acantilado
Sinopsis: Inmerso en una profunda crisis personal, Donald decide navegar en su velero durante tres meses, con el silencio y la soledad como única compañía. Sólo en la última etapa de la travesía recogerá a su hija de siete años, María, para que lo acompañe del norte de Dinamarca a los Países Bajos. Alejados del mundo, el viaje se anuncia idílico, y entre padre e hija surge una complicidad que nunca antes habían conocido. Pero de pronto las nubes negras acechan en el horizonte y Donald está cada vez más angustiado; la noche en que estalla la temida y aterradora tormenta, María desaparece del barco… En el mar es una evocadora alegoría sobre la travesía de la vida y la posibilidad de gobernar el propio destino, y un magnífico homenaje a los navegantes legendarios, desde Ulises hasta el capitán Ahab.
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Quien deja de pensar con lucidez queda a merced del mar.
Este libro engaña ya desde su sinopsis. No, no es que engañe, más bien es un libro manipulador, tanto que esa manipulación descarada me tuvo alerta desde las primeras páginas. Se me hacía tan evidente que Heijmans me obligaba a ir por donde él quería que inevitablemente la desconfianza fue mi compañera más decidida en esta lectura.

La historia es clara, demasiado clara, desde el principio. Un hombre en crisis, un padre que necesita reivindicarse, un vacío que se necesita llenar. Una huida con el mar de fondo en busca de lo esencial, del encuentro con uno mismo. El mar como única compañía. Excepto los últimos días de esa travesía solitaria, en las que la presencia de la hija, de siete años, acompaña al protagonista. Y creo que no miento al decirlo así. No voy a hacer trampas yo también.
Los niños apenas distinguen entre el sueño y la vigilia. Ojalá les sucediera lo mismo a los adultos. Para mí, la realidad puede ser un sueño. Y viceversa.
No pretendo yo que los libros no hagan trampas, que los autores no tengan sus recursos para llevarnos donde quieren. Faltaría más, cada cual utiliza las herramientas para las que está dotado o sabe utilizar. Pero… la sutileza, la sutileza es tan necesaria. Entre otras cosas porque eso implica que se dota al lector de la capacidad de poner de su parte, bien dejándose llevar y sorprender, bien admirándose de lo que el autor hábilmente escondía. Pero si no te dejan que te hagas preguntas, porque continuamente te anticipan (e incluso repiten) respuestas para llevarte donde quieren, pero sabiendo el lector que algo no cuadra, que nada cuadra… pues no voy a decir que me siento estafada, pero sí decepcionada.

Debo decir que el libro lo leí del tirón, en un día, porque el ritmo impuesto, las frases cortas, te van llevando como esos vagones de una montaña rusa, sin posibilidad de salirse de los raíles, a veces subiendo, a veces bajando, con una cadencia lenta en ocasiones para luego coger una velocidad endiablada y trepidante. Y tú dejándote llevar. Y también que ese protagonista secundario (aunque no tanto) el mar, fue para mí lo más bello del libro.
Sabemos cosas que preferimos no contar, ni siquiera a nosotros mismos. Y cuando el barco de papel se hunde, hacemos uno nuevo.
Pero ves venir el descenso y lo único que me preguntaba es ¿lo resolverá bien Heijmans? Y ahí saltaron todos los costurones, porque en mi opinión no lo resuelve bien. Demasiado trabajo puesto en llevar al lector donde quería llevarlo para luego no saber cómo solventar todo el laberinto montado. Para que no deshagamos el camino andado, Heijmans directamente abre una puerta falsa en ese laberinto que él mismo nos había metido. 

Y es entonces cuando todas las preguntas que te hacías, todas esas alarmas que se empeñaban en sonar, se desatan. Pero ya no importa porque te das cuentas que esas cuestiones las provocaba esa mano de Heijmans en el cogote, obligándote a ir por los caminos del laberinto que él quería. Que no me parece mal, si no fuera porque me parecieron torpes y poco sutiles sus formas.
Las madres nos llevan ventaja, una ventaja inalcanzable, al menos a padres como yo. En asuntos de niños, no parecen dudar jamás. Y de hecho no dudan. Madre e hijo tienen la misma sangre, el mismo pulso.
Aparte de todos los aspectos que me hacían dudar, que no me cuadraban, hubo algo que también provocó mi desconfianza y es esa insistencia del protagonista en transmitir que un hombre juega en desventaja con la paternidad. Como si las mujeres naciéramos todas madres, siendo buenas madres, como si no hubiera dudas, temores, miedos. No, la mujer no tiene que preocuparse como madre, parece que, según Heijmans, nacemos con ese chip, una predisposición innata no solo para ser madre, sino también para que no nos suponga esfuerzo, una ventaja que nos es dada por el hecho de ser mujer. Pero los hombres parece que no, que son los únicos que tienen esa lucha por conquistar y hacerlo bien con los hijos.

Como excusa para que Donald, el protagonista y narrador, intente tener una relación especial con su hija, me parece muy pillada por los pelos. Incluso su crisis existencial, provocada en parte por una situación laboral de total insatisfacción, se nos deja tan explicitada que me chirría por todos los costados (¡esos meses sabáticos pagados!). Porque ese problema, esa necesidad de Heijmans de hacernos evidentes ciertos elementos, no vayamos a ir por donde no interesa que vayamos (porque sino no hay historia), fue para mí un lastre excesivo.
El problema del ser humano es que lo humaniza todo. El ser humano cree que el agua tiene un plan. Quiere ser más fuerte que el agua, mientras que el agua es o que es: agua, sin pensamientos, sin segundas intenciones.
Y ver tan claramente las intenciones, no sé si primeras o segundas, de Heijmans desmontó todo el tenderete. Que aun valorando los elementos con los que pretende jugar: crisis existencial, los difusos límites entre la normalidad y la locura, la realidad y la fantasía, con un mar de fondo que pone a prueba al ser humano, aun así… creo que Heijmans no supo jugar sus bazas con acierto. No llevaba mala mano, pero cuando alguien se empeña tan descaradamente en hacer creer que tiene determinada jugada en la mano, todo te hace pensar que es justamente porque algún as en la manga tiene. Pero hay que saber sacar ese as con elegancia e inteligencia y en el momento más oportuno. No fue el caso. 

No quiso pillarse los dedos Heijmans y deja pistas claras de que Donald es un narrador poco fiable. Y si para encima tienes que lidiar una crisis vital con la soledad de navegar en el mar, ya sabemos dónde va a llevar la situación, porque el mar no tiene amigos ni enemigos, pero el  hombre tiene un enemigo terrible: su propia estupidez. El mar se merece ser una metáfora más sutil.

viernes, 10 de agosto de 2018

Mía es la venganza (Friedrich Torberg)

Título original: Mein ist die Rache
Traductora: Lidia Álvarez Grifoll
Páginas: 114
Publicación: 1943 (2011)
Editorial: Sajalin
Sinopsis: En una brumosa mañana de noviembre de 1940, un hombre espera en el muelle de Nueva Jersey la llegada de unos amigos procedentes de Europa. En más de una ocasión su mirada se detiene en la figura frágil y encorvada de un extranjero que arrastra inquieto su pierna izquierda por la sala de espera y el muelle. Cuando el hombre le pregunta a quién espera, el extranjero le responde que son muchos, exactamente setenta y cinco, aquellos que deberían llegar. Y sin embargo, nunca llega nadie. Luego, en una larga conversación, el extranjero evoca con todo detalle el estremecedor recuerdo de lo sucedido años atrás en el campo de concentración de Heidenburg, cerca de la frontera holandesa, y el dilema planteado entre los judíos allí encerrados: Abandonar toda resistencia y conceder la venganza a Dios, o morir ejecutando al verdugo.
… y aquella miserable búsqueda convulsiva de algo que pareciera un punto luminoso… ¡y qué no parecería una luz en esa oscuridad!
Dentro de la literatura sobre la IIGM, busco especialmente la de aquellos que la vivieron, que la sufrieron. Porque siempre tienen algo nuevo que añadir, porque necesito desmontar explicaciones simplistas y monolíticas que den una falsa sensación de seguridad, de creencia de que lo que ocurrió es pasado, que no hay que removerlo y que no volverá a suceder. Extraer las raíces de lo sucedido, identificar cada serpiente que crece entre los rizos de Medusa.

Mía es la venganza fue escrito por Torberg en 1943, y es uno de los primeros textos antinazis conocidos. Torberg, perseguido por los nazis, huyó primero a Francia y luego a EEUU, a donde llegó gracias a PEN Club Internacional (una asociación mundial de escritores), que le consideraba uno de los diez eminentes escritores antinazis. Finalizada la guerra, volvería a Austria. Será en EEUU donde, en 1943, escribiera Mía es a venganza.
Mía es la venganza y la retribución; a su tiempo el pie de ellos resbalará, porque el día de su calamidad está cerca, ya se apresura lo que les está preparado. (Deuteronomio 32:35)
Una de las cosas que más llamaron mi atención es cómo, ya en 1943, Torberg tenía una visión tan lúcida y profunda de lo que sucedía en los campos de concentración. El campo de concentración, ficticio, en el que se desarrolla Mía es la venganza, es un campo considerado “no tan malo” (incluso en el infierno, cuando uno está dentro, hay categorías). Pero solo será así hasta que llega a él el jefe de la SS Hermann Wagenseil.

El sádico e inhumano Wagenseil promoverá terribles e insidiosas torturas a los judíos hasta llevarlos al suicidio, robándoles la dignidad, el consuelo y toda posibilidad de esperanza sin necesidad de hacerlos pasar por una cámara de gas o un pelotón de ejecución. Incluso les arrebata el “nosotros” al pulverizar todo sentimiento de solidaridad. Wagenseil consigue inocular el miedo, las dudas, el terror entre los prisioneros.

Ojo, este libro no va sobre la masacre y el exterminio… va sobre las raíces del mal y la barbarie, y también es una reflexión profunda y lúcida sobre la venganza, los conflictos internos y las decisiones. Pero también muestra cómo llevar a un ser humano a sus propios límites, dejarle sin fortaleza física y a partir de ahí destrozar los cimientos mentales que nos sostienen. Quienes se hayan preguntado el porqué muchos judíos no lucharon, no se rebelaron, aquí encontrarán respuestas.
Mientras alguien aún tenga la esperanza de que les tocará a todos, pero a él no; mientras tanto, nos seguirá tocando a todos.
En las primeras páginas, Torberg, en boca del hombre que espera en el muelle, un día y otro, a 65 personas (qué imagen más brutal y simbólica, una vez terminado el relato) ya nos advierte: No es una historia que se explica para pasar el rato y se escucha para pasar el rato. Y así es, aunque te puedes quedar ahí, como con todas las lecturas, pasando el rato. Pero es innegable el afán reflexivo y de resistencia de Mía es la esperanza, un libro despiadado, duro, que justifica la no violencia en un sorprendente final.

El libro contiene también otro relato corto, El regreso del Golem, que aborda el mismo tema (¿cómo luchar contra la barbarie: usando la violencia o confiando en la venganza del Señor?), y aunque lastrado por el magistral relato que da título al libro, lo complementa añadiendo argumentos a la reflexión de fondo.
Es nuestra venganza y nos vengamos constantemente: porque existimos y todavía seguimos existiendo.
No es tan sólo conociendo la historia como podemos evitar tropezar de nuevo en la misma piedra. Es sobre todo conociendo sus raíces, aquello que provocó sucesos que deberían avergonzar a los seres humanos de por vida. Y la única forma es desmenuzar el alma humana, tan compleja, hecha de mimbres personales, sociales, religiosos, miedos, creencias, verdades y mentiras. Tantas cosas.

En definitiva, muy impactante cómo Torberg construye dos relatos (especialmente Mía es la venganza) en los que no sólo ahonda en las raíces del nazismo, sino también en cómo enfrentarse a ellas: existiendo (y  no se refiere tanto al existir personal como al existir de algunos valores).


martes, 7 de agosto de 2018

Cuando éramos hermanas (Sheila Kohler)

Título original: Once we were sisters
Traductor: Mariano Antolín Rato
Páginas: 232
Publicación: 2017 
Editorial: Alba
Sinopsis: Cuando éramos hermanas es la historia de Maxine y Sheila Kohler. Mientras crecen en la sociedad elegante y a la vez sofocante de la Sudáfrica de los años 50, ambas esperan tener unas vidas esplendorosas. Maxine va a cumplir 40 años, cuando su marido, un cirujano brillante y respetado, conduce su coche, se sale de la carretera y la mata. La historia está contada en primera persona por su hermana. Una historia verídica que se lee como una novela. Un peculiar y terrible caso de violencia machista. 

Hay historias misteriosas que no cuentan del todo sino que ocultan cuidadosamente de ellas tanto como revelan.
Sheila Kohler escribe Cuando éramos hermanas para vengar la muerte de su hermana. Así lo expresa en varias ocasiones. Sin embargo, la sensación final, al menos la mía, es que escribe esta historia para explicarse a sí misma, para tratar de entender, para plantear infinitas preguntas para las que no siempre tiene respuestas.

Es un libro más complejo de lo que parece y que contiene muchas claves que explican la violencia de género y los hilos invisibles que hay detrás de los silencios que rodean dicha violencia. Y aunque el contexto es muy concreto: la Sudáfrica de los años 50, la época del Apartheid, en una sociedad machista, racista, violenta… sin embargo, el tiempo parece detenido en cuanto a las piezas que forman la piedra angular de lo que hay por debajo de la violencia de género también en la actualidad.
El aspecto es lo más importante; es lo que les ha permitido progresar: la ropa, el tipo, la cara.
Sobre todo, madre duerme.
Y bebe
 
El contexto social, político e histórico es importante, pero (¡ay!) el contexto familiar no lo es menos. Maxine y Sheila Kohler nacen en el seno de una familia blanca, acomodada, y con un peculiar desapego afectivo. No entre las hermanas, al menos cuando eran niñas porque, como todos los niños, nacen y (durante un tiempo) crecen ignorantes y libres. El afecto que no encuentran en sus padres (padre ausente, madre adicta al alcohol y las drogas y más centrada en sus hermanas que en sus hijas) se lo prodigan entre ellas. También muestran un gran apego a la cultura y a los libros.
Con facilidad, mucha facilidad, jóvenes, sanas y fértiles, mi hermana y yo quedamos embarazadas. Nuestros maridos parece que nos prefieren embarazadas. La píldora todavía es controvertida, el ginecólogo de Maxine no la recomienda. Produce varices, dice.
Con los mimbres emocionales que han ido construyendo, en una época, lugar y sociedad claramente misógina, toman decisiones. Su acomodada situación no les libra de las decisiones equivocadas, de los silencios, del miedo, de las injusticias. El dinero no da libertad ni mucho menos lucidez.

Aunque Sheila Kohler critica las normas sociales, racistas y machistas, en las que se educó, no pudo evitar que su vida estuviera marcada por esas propias normas. Al fin y al cabo, ella también calló. Calló cuando su marido le fue infiel. Calló cuando supo que su hermana era víctima de la violencia machista de su marido. Y porque calló, utiliza la única herramienta que siente que es realmente suya para terminar con el silencio: la escritura.
Estamos separadas por el tiempo y por grandes distancias, pero sobre todo por nuestras propias y a menudo secretas preocupaciones.
Nuestras propias preocupaciones nos alejan de las preocupaciones de quienes amamos. El dolor es egoísta. Vale. Es así. Tampoco es malo ser egoísta, a veces es necesario. Pero hay límites para ese egoísmo. Un territorio invisible pero necesario en el que es ineludible dejar de mirar nuestros ombligos, alzar la voz, no consentir. 

En un momento dado Sheila se pregunta qué es lo que les ata a esos hombres (sus maridos) que tanto daño les hacen. No hay una respuesta explícita, pero sí está claramente expuesta y sobreentendida a lo largo de la narración. Los motivos de los silencios, las relaciones materno-filiales (Sheila aconseja a su hermana que vuelva con -por- sus hijos), las presiones silenciosas pero atroces del entorno, de tu propia educación y vivencias…
Aunque dejé que pasase, y no hice nada para pararle excepto ofrecerle mi cuerpo tenso y nada dispuesto, en cierto modo sentía que algo del interior de mí misma había sido profunda e irrevocablemente violado.
Porque una de las razones por las que este libro termina por ser más intrincado de lo que aparenta es esta forma sutil de exponer y relatar. En el párrafo anterior está descrita, de una forma precisa y sencilla, lo que es sentirse violada dentro de una relación consentida. No se detiene ahí, porque la memoria y los recuerdos siempre están en movimiento, aunque en ocasiones se muevan en círculos (más o menos viciosos), así que avanza en esos recuerdos. Pero cuando terminas la última página y dejas reposar lo leído, tomas conciencia de esas perlas envenenadas que Sheila ha ido dejando a través de sus recuerdos. Es por ello que cuando terminas la lectura, te das cuenta de cuántas capas contienen sus páginas, y descubres una estructura mucho más rica de lo que percibías según ibas leyendo.