Traductora: Nieves Trabanco
Páginas: 80
Publicación: 2001 (2018)
Editorial: Errata Naturae
Sinopsis: Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas, pero secretas, del siglo XX, narra su estadía voluntaria de un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935. Lavant no escribió este fulgurante texto hasta 1946, once años más tarde, y no consintió en publicarlo mientras vivía porque era demasiado personal: en él registra su fallido intento de suicidio, su insomnio, la convivencia con sus excéntricas compañeras, la autoritaria presencia de los médicos y su lucha diaria por sobrevivir escribiendo.
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Que el diablo se lleve a quien diga o escriba una sola burla sobre alguien que vive en la pobreza.
Hay libros que son libros-cebolla: capas y más capas. Notas desde un manicomio es, sin duda, un libro-cebolla, pues es a partir de lo que nos muestra Lavant que debemos reconstruir su biografía, su persona, y más concretamente el período que pasó (voluntariamente, después de un intento de suicidio) en un hospital psiquiátrico. Un manicomio de los de antes…
Lavant era pobre. Y esa es una de las capas más importantes que atraviesan constantemente el libro. Pobre, una salud física muy delicada, depresiones… Y mujer, otra de las capas a exfoliar. Ninguna de esas capas fueron ajenas para la propia Lavant, exigente con la vida y los dioses, pero también muy autoexigente, exhortándose a sí misma a ser bondadosa y a dar un amor (o una apariencia de amor) que no siempre sentía, porque la rabia y la furia también la arrasaba, algo que parecía no permitirse a sí misma.
¿Qué esperaba? ¿Curarme? ¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida? ¿Que aquí podrían volverme hermosa, o al menos valiente y feliz? Claro que no lo creí ni un segundo, pero ¿adónde debía ir después de algo tan horrible y fallido? Treinta pastillas, un sueño parecido a la muerte durante tres días y cuatro noches para volver luego a despertar y que todo siga inmutable a mi alrededor.
El relato, aunque corto, no da respiro ni tregua, no te deja coger aire. Su actitud narrativa no es presuntuosa, es un foco señalando una experiencia vital, un flujo de conciencia. No hay argumento, es la propia vivencia, la mirada de Lavant y lo que le rodea, cómo vive a sus compañeras de encierro, sus propios sentimientos, su situación… No tiene un inicio fácil pero terminas por dejarte llevar por Lavant, que pese a estar internada en un manicomio no está loca, sino que es una persona profundamente infeliz.
El objetivo de Lavant no es cuestionar ni juzgar, sino describir (además de su experiencia en ese período concreto) la dinámica entre residentes y enfermeras y médicos, pero con una mirada íntegra, sincera, directa y honesta, sin esconder sus propios miedos e inseguridades. Nos muestra su dolor, sus temores, sus flaquezas y el estremecimiento de sentirse una extraña, de no pertenecer a un mundo en el que siente que no encaja. Es tanta su perplejidad, su debilidad, que incluso llega a pensar que el manicomio puede ser un refugio para ella, que allí puede encontrar una protección que el mundo exterior no le ofrece. Pero no hay nada que la proteja de sí misma.
La pobreza fue una diferencia que marcó profundamente a Lavant, porque le hacía sentirse excluida, sin derechos. Derechos que además le eran arrebatados por ser mujer (búscate un novio). Y para encima escritora. Lavant solo quería escribir poesía. No quería ser esposa ni madre de familia, quería ser poeta. Porque es a través del lenguaje y las palabras que es capaz de organizar y estructurar el caos que siente que es su vida. Hasta el punto de que en las largas noches de insomnio, no es que cuente ovejas, no, sino que piensa en palabras, palabras aisladas hasta que siente que se materializan dentro de ella y adquieren un contorno y una consistencia capaces de llenar su vacío interior y así, por fin, descansar.
Escribo esto con palabras corrientes, lo escribo como cualquier otra cosa, y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas una a una contra el cielo para que alguien se diera cuenta de que aquí abajo tiene obligaciones. Quizá me condene a mí misma con estas palabras, pero a mí me corresponde escribirlas.
En el manicomio hay momentos en los que todo se iguala, se unifica, hay como un sentimiento común y no individual, una pérdida de una misma que a la vez implica pertenecer al grupo. Sutil, ¿verdad?
Pese a lo que suponían las instituciones mentales de aquella época, y también las creencias que había en torno a la enfermedad mental y la mujer (le aconsejan en varias ocasiones que se busque un novio y que trabaje para curar su “histeria”), Lavant no busca en ningún momento hacer una crítica del sistema sanitario o psiquiátrico. Aunque en ocasiones añora un poco más de comprensión y que los médicos y las enfermeras usaran palabras adecuadas en lugar de inyecciones y camisas de fuerzas, sin embargo es consciente de la dificultad de que los médicos empaticen y comprendan a todos y cada uno de los enfermos porque entonces ¿qué les quedaría para ellos mismos?
Todo el sufrimiento que aquí hay está tan por encima de todo lo humano que es imposible que pueda ser afrontado sólo con medios humanos.
No, si a alguien responsabiliza Lavant es a quien está en las alturas. Es a Dios a quien en ocasiones reclama más justicia, más amor, más compasión, más responsabilidad. En cualquier caso, no tira Lavant de ningún dedo moral y acusador que juzgue o etiquete, y esa es precisamente su legitimidad: no hace juicios severos sobre los personajes que la rodean. Su mayor mérito es no poner sal en la herida ni añadir drama a una situación que ya de por sí es bastante insoportable y trágica. Lavant solo quería escribir. Una autora más en busca de un cuarto propio y en este caso recuperada y a nuestro alcance gracias a la editorial Errata Naturae y a la traducción de Nieves Trabanco.