sábado, 26 de septiembre de 2020

El mar indemostrable (Ce Santiago)

 

… y cierto día encaras un cúmulo de ciertos días que equivalen a la asunción de que moverse es lo mismo que ir a ninguna parte, y que eso es peor que, al menos, estar en algún lugar”.

Decía Borges que somos lo que leemos, aunque también se puede decir que leemos lo que somos. De algunos traductores bien se podría decir que son lo que traducen. No conozco personalmente a Ce Santiago, así que no puedo afirmar rotundamente que él sea aquello que ha traducido, pero sí que probablemente lo que traduce es la literatura que le gusta leer pero también la que le gustaría escribir. Pues bien, lo ha hecho: ha escrito un libro. De esos que se quedaron varados en plena pandemia, sin poder salir a navegar por las librerías. Hasta que el mar pandémico lo ha permitido. Ahora.

Si has leído algunas de las traducciones de Ce Santiago (William H. Gass, Gilbert Sorrentino, Djuna Barnes, Nicholson Baker, T.C. Boyle, Claire Vaye Watkins…) habrás hecho todo lo posible por hacerte con su primera novela, que es lo que yo hice, con muchas expectativas sobre qué esperaba encontrar.

No sólo no me ha defraudado. Es que hasta me ha emocionado el derroche de escritura excelsa, de riesgo, atrevimiento y autoexigencia. Ce Santiago exprime y experimenta con el lenguaje, deconstruyéndolo para volverlo a construir, insuflando vida a un lenguaje moribundo, dando forma a lo informe… haciendo literatura de esa que me hace aplaudir con las orejas.

El título del libro “El mar indemostrable” es toda una declaración de intenciones, o cómo una afirmación que asumimos como cierta (que el mar, al igual que la vida, no se puede demostrar) puede expresarse y, por tanto (en una curiosa paradoja), demostrar lo indemostrable.

La escritura de Ce Santiago es una escritura a borbotones, casi escupida, sudada como quien suda construyendo una catedral piedra a piedra con sus propias manos. Pulso, detalle, precisión, pasos seguros, ni un resquicio para lo inútil, superfluo, sobrante o innecesario.

El mar indemostrable” es un fluir controlado del lenguaje (si es que el lenguaje se puede controlar): Ce Santiago saca del corsé a las palabras, las frases, los párrafos, la narración, los libera de ese contorno ceñido, apretado y limitado, con el que se construyen muchos libros. Pareciera que desdibuja las formas, pero no puede decirse desdibujar cuando crea imágenes, sensaciones, experiencias, pensamientos y emociones que reverberan y se amplían en el lector.

Ce Santiago tensa el lenguaje hasta encresparlo, juegos literarios con forma brumosa sobre los que avanzas palpando con las manos hasta topar con lo tangible y aferrarte a algo, aunque sea al agua. Porque agua (mar, el mar, la mar) es este libro (“sin forma y a la vez con todas”), agua salada con la cadencia de las mareas que nos deja a merced del oleaje y de las corrientes de la resaca, orillas que no son idílicas, porque este mar no tiene nada de romántico y sí de cruel, no hay sentimientos en el mar.

Nada en este libro es casual y si su autor pretendía transmitir el mar, la relación del hombre con el mar y del mar con el hombre, lo ha conseguido con creces, no solo a través del lenguaje, sino también a través del ritmo y la cadencia que a veces te llevaba y otras te traía, que pocas veces te mecía y más bien te bamboleaba, que te llevaba del silencio más espeso y a la vez respetuoso a leer fragmentos en voz alta, con una sonoridad contundente que te hacía recordar toda la inclemencia del mar y la rudeza inhóspita de la humanidad.

Cuando terminé de leer el libro me sobrevino una especie de mareo cinético, el que sientes al desembarcar: durante un instante bajo tus pies la tierra ya no es firme, la sensación de inestabilidad te fuerza a echar las manos al suelo, como sujetando un mundo que se mueve demasiado rápido para sostener a aquellos que lo habitan.

Generoso, Ce Santiago no escatima sus referencias literarias y las comparte a pie de página. He dicho antes que probablemente Ce Santiago ha traducido aquello que le gusta leer, pero también aquello que le gustaría escribir. Y, como esperaba, ha escrito a una altura elevada. Su primera novela es una novela experimental, trabajada, pero de una frescura y un vigor que renueva el panorama literario nacional, muy necesitado de escritores así. Qué bárbaro, Ce Santiago.

©AnaBlasfuemia

martes, 22 de septiembre de 2020

Corazón de perro (Mijaíl Bulgákov)


"Lo terrible es que ya no tiene el corazón de un perro, sino precisamente uno humano. El peor de todos los que existen en la naturaleza"

Conocer el contexto histórico en el que se escribe un libro es importante, aunque luego su lectura confirme que lo transciende. Bulgákov escribió "Corazón de perro" en Rusia en 1925, en pleno apogeo del comunismo, ya muy asentado y por tanto en la deriva de la dejadez y el delirio del poder absoluto, Bulgakov (con un par) escribe una sátira socarrona y lúcida sobre la eugenesia y el ideal del nuevo hombre soviético.

La búsqueda del hombre perfecto es un tema recurrente de la humanidad desde el principio de los tiempos. Hay ejemplos recientes y no hay poder político, a diestra o siniestra, que no busque ese ideal del ser humano inmejorable que, curiosamente, suele ser siempre joven e inmortal, despreciando los valores de lo efímero. Un nuevo hombre pletórico en belleza, juventud, ideales y valores, inmortal y magnífico. Un intelectual, claro.

La Rusia de Lenin también quería perpetuar sus valores, porque los ideales hay que inocularlos así, en la glándula pituitaria, y se dio a los científicos instrucciones al respecto, o al menos se alentó la teoría de la eugenesia (la positiva, la que transmite valores “buenos”).

"Huy, sí, los ojos son algo primordial. Son como un barómetro. Puede verse todo: quien tiene una gran sequedad en el alma, quien por nada del mundo va a clavarte la punta de las botas en las costillas, y quien tiene miedo de cualquiera"

Corazón de perro” es una sátira muy “bulgakoviana” sobre el nuevo hombre soviético, un esperpento en el que destaca su capacidad para engarzar detalles realistas y cotidianos con elementos de la fantasía, habilidad que redunda en beneficio del lector, hasta el punto de que lo he leído como si fuera una obra de teatro que visualizaba al detalle, espectadora privilegiada en un teatro de esos que ahora nos necesitan (¡consumamos cultura!).

A partir de lo disparatado, Bulgákov construye una crítica sarcástica sobre la construcción de ese hombre ideal, acreditando su escepticismo al respecto y sin dejar títere con cabeza: desde lo absurdo de las teorías del nuevo hombre soviético, que olvidaba los valores del proletariado para transmitir los de la intelectualidad, a la denuncia de la explotación histórica y constante sufrida por el pueblo ruso, a los que prácticamente se les negaba su condición de seres humanos, pasando por evidenciar la peculiaridad de la individualidad del ser humano y el rechazo a cualquier forma de violencia.

Qué placer leer a Bulgákov.

"Explíquemelo, por favor, ¿por qué es necesario fabricar artificialmente a Spinoza cuando cualquier mujer puede parirlo cuando le venga bien?"

©AnaBlasfuemia 


viernes, 18 de septiembre de 2020

Otro mar (Claudio Magris)

 


Siempre creemos necesitar algo [...] y nos matamos por alcanzarlo. Reducir las necesidades, ser felices con el propio yo, ahí está la solución del acertijo

Hay un tipo de literatura considerada culta, erudita, que conlleva una lectura profunda y minuciosa. Quizás un tipo de lectura difícil de comentar y compartir, pero a la que llego con devoción y fruición, como una decisión irrevocable e íntima de la persona y la lectora que soy y a la que no voy a renunciar por un quítame allá ese like o ese postureo.

Aunque estamos aparentemente ante una novela, no hay acción, no se trata de eso sino de arte lingüístico y búsqueda de valores, armonía y diálogo con uno mismo. De lenguaje creando y recreando mundos, de demiurgos.

Otro mar” requiere de la complicidad del lector y no me refiero a una disposición a favor de obra sino a una complicidad intelectual y también de información previa. Abordo a Magris poniendo de mi lado los conocimientos que poseo y los que no (que son muchos, pero busco, me informo, curioseo) y entonces Magris te devuelve esa complicidad con creces.

En este caso necesitaba conocer el contexto y saber (no se facilita esa información) que los personajes de los que habla Magris existieron realmente, que quiere compartir con nosotros la recreación de la vida del mejor amigo de Carlo Michelstaedter (filósofo italiano cuyo pensamiento giraba en torno al deber de ser uno mismo), Enrico Mreule, considerado por Carlo como la representación de su filosofía, una herencia espiritual que pesará sobre los hombros de Enrico como una losa.

Así como el mar no se puede explicar, tampoco la vida se puede dilucidar ni evitar. La herencia espiritual que Enrico deja en Carlo, el compromiso y la fidelidad con su pensamiento, llevan a Carlo a una soledad brutal en su búsqueda de la vida, sin retorno posible.

Nunca se vuelve al mismo mar, no hay huellas posibles que retomar. Nunca se vuelve a la misma vida. Se vuelve a otro mar. A otra vida. Vida y mar son inalcanzables para Carlo y su firme búsqueda de la pureza le lleva a olvidarse de sí mismo y a una destrucción implacable de la vida.

Un libro tan poderoso y magnético como humanista y exigente.

©AnaBlasfuemia

martes, 15 de septiembre de 2020

El alma perdida (Olga Tokarczuk y Joanna Concejo)


Si alguien pudiera contemplarnos desde arriba, observaría que el mundo está lleno de personas apresuradas, sudorosas y exhaustas, y que sus almas también están perdidas

El alma perdida” es un texto brevísimo de Olga Tokarczuk. Con palabras precisas y una idea clara hace una alegoría contundente sobre la vida apresurada e irreflexiva que supone la cotidianeidad con la que transcurren los días (y la vida): prisas, falta de tiempo, exceso de trabajo, responsabilidades y actividades…

En sí mismo el texto pasaría desapercibido, quizás se desdibujaría hasta perder la fuerza de su contenido, de una efímera solidez, como esas ondas expansivas que se forman cuando lanzas una piedra al agua: surgen con un trazado ágil, contundente, y va perdiendo la grafía de su forma hasta desaparecer a medida que se alejan de su centro.

Pero cuando dos personas conectan surge una unión armoniosa destinada a que aquello que quieren transmitir se complemente y se fusione, adquiriendo una fuerza definitiva que se expande y crece en lugar de diluirse. Y así, las ilustraciones de Joanna Concejo se abrazan al texto de Tokarczuk y estalla la magia. Magia que es belleza y nos pide detenernos, deleitarnos en lo que podemos ver, tocar, sentir… y nos invita a reflexionar.

Todas las personas sin alma se parecen: son intercambiables. Se nos va cayendo el alma por aquí y por allá mientras vamos corriendo de un sitio a otro de una actividad a otra, de una reunión a una fiesta a un trabajo a ir de compras ir de cañas he quedado con fulanito o menganita tengo una fiesta hacer fotos para las redes sociales voy al cine a comer de vacaciones tengo que cocinar limpiar llevar los niños al colegio ir a clase mañana trabajo y pasado y el otro también… Y así, va pasando la vida, sin darnos cuenta que un día nuestra alma no pudo seguir nuestro ritmo y nos fuimos alejando de ella.

El alma perdidanos proporciona justo aquello que reclama: pausa, tranquilidad, paz. Entras a través de las imágenes, nostálgicas y melancólicas, te encuentras con el breve texto, meditas, y sigues avanzando en las ilustraciones que van tallando el mensaje de Tokarczuk hasta darle un contenido pétreo, sólido como una roca, rotundo y concluyente, con unos trazos delicados y tiernos.

Ambas narrativas, texto e ilustraciones, se ponen una al servicio de la otra y se dan la mano, el abrazo que funde dos almas en una, sin ponerse una por delante de la otra, destilan armonía y nos alejan de la inquietud de las prisas y de las personas sin alma. La conexión entre ambas se traslada a “El alma perdida” y la fuerza cósmica de esa unión y entendimiento hace el resto.

viernes, 11 de septiembre de 2020

El cerebro de Andrew (E.L. Doctorow)


También esto es la astucia del cerebro, el hecho de que uno está condenado a no conocerse

Todos tenemos un cerebro, aunque a veces no lo parezca. El cerebro obtuso, con fisuras, con su conciencia e inconsciencia, su inmensidad imprevisible. El cerebro interrogándose a sí mismo ¿Qué sabemos cada uno de nosotros de nuestro propio cerebro? ¿Y del cerebro de Andrew?

Lo que podamos llegar a saber del cerebro de Andrew lo vamos a saber (o no) a través de un monólogo dialogado, trágico y teatral. ¿Qué es verdad y qué memoria cuando todo es mero recuerdo? Andrew está solo. Y lo está porque lleva al desastre y a la desgracia a todos los que se le acercan. Andrew, el inepto. Preguntas y más preguntas, ¿cuál es el origen del mal? El que causa el mal ¿cómo interpreta el daño que hace a otros? ¿o lo reinterpreta? ¿cómo se justifica? ¿cuál es la raíz del mal?.

No es fiable Andrew ¿cómo va a serlo si ni él se fía de sí mismo? Pero reclama a los demás que se pongan en un lugar en el que él es incapaz de ponerse: el lugar del otro. Reclama la empatía que él no siente, demasiado ocupado en escudriñarse a sí mismo, un exceso de ruido interno que le impide escuchar con nitidez lo que llega del exterior. Andrew es un error, una disonancia.

El cerebro de Andrew” es, como poco, una curiosa y extraña novela. Un castillo de naipes. Una autoexploración cuyo trazado a veces me ha desconcertado y otras muchas me ha fascinado. Quizás Andrew está demasiado al servicio de E. L. Doctorow quien, al dotarle de una memoria manipulada, no otorga mucha verosimilitud a la voz del protagonista.

Pese a la mezcla de desconcierto y fascinación, estamos ante un libro hábil en el que igual hay demasiado cerebro y se echa en falta alma, quizás confinada en ese exceso de autoexploración. No deja indiferente leer a E. L. Doctorow porque, además de una excelente y personal técnica narrativa, desazona e inquieta.

Y el amor es la conmoción cerebral que nos deja insensibles a la desesperación

lunes, 7 de septiembre de 2020

El rostro ajeno (Kôbô Abe)


Sin duda la belleza es algo así como la fuerza con que los sentimientos humanos rechazan la posibilidad de destrucción, y se oponen a ella

Tengo la sensación de que últimamente nos estamos autodestruyendo mientras nos miramos el ombligo, repartimos selfies y sonrisas a diestro y siniestro, nos creemos influyentes, las opiniones son dogmas inexpugnables e incluso inentendibles, se miente, se manipula y se falsea sin rubor, se promueve el individualismo más brutal… Dudo mucho que la belleza sobreviva a tanto despropósito y que, en verdad, estemos rechazando con firmeza la posibilidad de destrucción.

¿De dónde nos viene este afán por autodestruirnos (individual y colectivamente)? No lo sé. Soy incapaz de comprender la falta de empatía, la extraña distorsión cognitiva que nos impide ver, comprender, aceptar y cuidar al otro (sin el otro no sería posible mi propia existencia individual). Yo sólo observo, entre atónita y paralizada, lo cual no deja de ser otra curiosa manera de participar de esta paulatina e impecable autodestrucción.

Y así, atónita, he leído este libro de Kôbô Abe, autor al que llego por primera vez y del que voy a leer todo lo que llegue a mis manos. La única explicación que tengo para no haberlo leído antes es que, a poco que quieras vivir la vida, el tiempo no te alcanza para acceder a tanta literatura que está a nuestra disposición y que deberíamos preservar como uno de los pocos lugares habitables que nos quedan. Todo lo demás es tierra inhóspita.

Vamos al meollo: el protagonista tiene la cara desfigurada debido a un accidente en el laboratorio en el que trabaja. Cubre su rostro con vendas. Qué horror, pensaremos. Y sin embargo ¿qué importancia le damos a la cara? Mucha más de la que aceptamos. A la nuestra y a la de los demás. ¿Qué papel juegan las caras en la interacción, en la comunicación con los demás? ¿Es en la cara, en la piel, donde está el alma? ¿Es la cara el espejo del alma? Así lo piensa nuestro protagonista, por lo que decide construirse una máscara, un rostro, para poder tener una cara que restaure el pasadizo de comunicación con los demás.

Con el rostro desfigurado, el protagonista es objeto de prejuicios que le golpean individualmente, puesto que no puede coaligarse a otros “sin rostro”, ¿cómo rebelarse contra unos prejuicios que sólo te afectan a ti? Con la máscara puede exponerse a los demás, pero a la vez constituye una barrera para ocultar su propia individualidad. Con la máscara nace (o más bien asoma sin obstáculos) otro nuevo “yo”, provocando una inevitable disgregación de la persona. El “yo” con máscara, el “yo” sin máscara. La apariencia construyendo una identidad.

Estamos ante un libro introspectivo y denso, una densidad de textura gelatinosa, elástica y fuerte, a la que te vas adaptando despacio. No es un libro para impacientes, es de degustación lenta. Cuando superas el desconcierto inicial y cierto tedio provocado por la detallada descripción del proceso de elaboración de la máscara, caes de lleno en el asombro de la admiración.

El largo monólogo del protagonista está plagado de reflexiones filosóficas y psicológicas de gran calado y profundidad que habría enmarcado y puesto en la pared. Sin duda la máscara es una gran metáfora sobre la identidad, la otredad, la soledad… que, en estos tiempos de mascarillas, resulta especialmente inquietante.

Estos son los cargos de que se les acusa: el pecado de haber perdido la cara, el pecado de haber obstruido el pasadizo de comunicación con los demás, el pecado de haber perdido la comprensión hacia la pena y la alegría ajenas, el pecado de haber perdido el temor y el gozo inherentes a descubrir lo desconocido de los demás, el pecado de haber olvidado la obligación de crear algo en favor de los otros, el pecado de habernos perdido esa música que pudimos escuchar juntos…

domingo, 30 de agosto de 2020

Ballena (Paul Gadenne)


Había dejado de oponer la resistencia que opone todo lo que vive; había dejado de alzarse contra el viento, de domeñar las olas y sacar provecho de esa misma resistencia

Cuando, deslumbrada y abrumada, terminé de leer esta maravilla me encontré a mí misma sosteniendo el libro como quien sostiene a un pajarillo caído en el suelo, con ambas manos en forma de cuenco remedando un nido que cobije lo roto, lo frágil… lo puro. Estuve así horas, días, aún os escribo con el libro entre las manos. No sabía dónde depositarlo, qué hacer con esta inmensidad tan quebradiza que contiene todo el universo y su inevitabilidad, toda la verdad, simple y escurridiza, toda la existencia y su sentido, toda nuestra suciedad y también nuestra belleza.

Siento que hay un latido en lo muerto, una corriente de vida en lo inerme, una advertencia que está clamando, silenciosa y coral, en lo que mantengo entre mis manos. Quiero darle un aliento, o tal vez respirar el suyo, aspirar el último suspiro de lo putrefacto, abandonarme al horror para empaparme de lo puro, descifrar los silencios de las ballenas, los códigos de las mareas, el misterio del frío. Romper, destruir, aniquilar la indiferencia. Explotar como un átomo.

Sigo con el libro entre las manos, con esta ballena que se me derrama por la comisura de los ojos, manantial de mar en la mirada.

Ya sé qué hacer con él. Os lo voy a pasar a vosotr@s, con toda la delicadeza de la que soy capaz. Y os voy a pedir que lo sostengáis con ternura y con cuidado, que no dejéis que se rompa, que no se rompa, que no se rompa…Y que luego lo paséis a otras manos que sigan resguardando y protegiendo este vidrio tan quebradizo y frágil. Pasadlo de unas manos a otras y preservar la pureza.

Y entonces podré deshacer este nudo en el corazón que se desliza de arriba hacia abajo y vuelve a ascender por la garganta, como buscando un camino del que me han expulsado. Somos cristal fino, que las lágrimas broten desde la conmoción, “con esa indolente obstinación de las cosas que se hacen sin saber”. Pero que no nos impidan cambiar el mundo.

martes, 25 de agosto de 2020

Del caminar sobre hielo (Werner Herzog)


La Eisnerin no puede morir, no morirá, no lo permitiré. No morirá, no lo hará. Ahora no, no puedo. No, no morirá ahora porque no morirá. No puede. No lo hará. Si llego a París, vivirá. Así será, porque no puede ser de otra manera. No puede morir. Quizá más adelante, cuando lo permitamos

A finales de 1974, Werner Herzog es informado de que su amiga Lotte Eisner (una de las primeras mujeres críticas de cine, a la que Herzog consideraba “la conciencia del Nuevo cine alemán”) estaba enferma de gravedad y que probablemente moriría. Herzog creyó que si iba a verla caminando, desde Múnich hasta París, la “Eisnerin” (apodo que le puso Bertolt Brecht) seguiría viva. E inició su camino, un paso y otro y otro. Solo.

Cuando caminas mucho, muchísimo, tu cabeza estalla, brama y arde y los pies aúllan de dolor. Con un frío que no es capaz de expresar, Herzog siente a las personas irreales y busca la emoción en el trayecto: el olor de los campos, la sombra del día, la rabia silvestre, el endrino y los cipreses, los resquicios de las nubes. Ya no camina: vaga.

Lluvia, tormenta, nieve, frío, frío, mucho frío. Durmiendo a la intemperie, asaltando casas vacías, caminando cada día hasta perder la razón y deseando que le crezcan unas alas. Sintiendo una soledad tan profunda como el intenso dolor de pies y de todo el cuerpo, Herzog vuela para que no se note que su cuerpo está destrozado. Las piernas caminan, él vuela con la mirada atraída por las formas vacías y lo desechado, embriagándose de una soledad que ya no tiene que ver con lo terrenal, la sintonía brutal con uno mismo, una soledad que te vacía del habla, voz sin sonido, palabras sin vínculo.

Herzog llegó a París y las primeras palabras que le dijo a Eisner fueron: “Abra la ventana, desde hace unos días puedo volar”. Eisner sobrevivió. El epílogo, las palabras que Herzog le dedicó ocho años después, en 1982, cuando le entregaron a Eisner el premio Helmunt Käutner, es brillante, emotivo e intenso, un cierre precioso. Con una prosa sencilla y emocionada Herzog la exime de vivir para siempre. Lotte Eisner, la Eisnerin, fallecería un año después.

Todos deberíamos caminar

sábado, 22 de agosto de 2020

La nieve estaba sucia (Georges Simenon)


Todo el mundo tiene miedo

Y al final siempre el miedo mueve nuestras piernas: nos hace andar, correr, retroceder, quedarnos quietos. Nos atraviesa. Podemos llamarlo de mil maneras, incluso destino o ausencia, pero su verdadero nombre es ese: miedo. Un único nombre con infinitas caras. Cada persona con su miedo, carne de nuestra carne. Nieve sucia.

Simenon fue un autor prolijo pero de gran oficio. Muchos de mis veranos han tenido la forma de Agatha Christie y de Georges Simenon. Las novelas de Christie eran un reto, como resolver un crucigrama, buscaba pistas y los personajes, estereotipados, formaban parte de esas pistas. Las de Simenon tenían forma de literatura, de novela policiaca en donde los personajes tenían más relevancia y profundidad humana y la mente del criminal se retrataba con precisión psicológica. Tanto tiempo después, paso unos días de verano con Simenon y vuelvo a rendirme ante este peculiar autor y su grandeza literaria.

La nieve estaba sucia” es una extraordinaria muestra del talento de Simenon para construir personajes cuya psicología se disecciona con sutileza, escrupulosidad y rigor apoyándose en una prosa exacta, clara, comprimida y descriptiva en la que no hay nada inútil. También hay un depurado e inclemente retrato de una sociedad y una época que aun reconocemos en el presente.

El protagonista es agotador, un buitre en permanente y escudriñadora tensión. Un ser depravado que se mueve con la seguridad que da saber que la gente calla, que nadie dirá la verdad. Que maneja su propio miedo y utiliza el de los demás. Quizás, sólo quizás, la inocencia le incomode, apenas una inquietud imperceptible pero con la eficacia de una gota malaya.

Nos irrita Frank, su asombrosa frialdad, su aparente carencia de motivaciones (las motivaciones son escurridizas e imprecisas), sus actos violentos y miserables. Pero hay algo que nos incomoda todavía más: su huida hacia adelante provocando un destino que sabe ineludible. Nos incomoda porque siempre es inquietante reconocer lo que hay de humano detrás del monstruo: la ausencia del padre, la necesidad de reconocimiento, de redención. No hay compasión, ni siquiera para con uno mismo.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Atrapados en el hielo (Caroline Alexander)


La lucha se establecía entre el hombre y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia

Aquello que leo suele hacer las veces de termostato emocional. Lo que elijo leer (o lo que me elige a mí) es una especie de sensor de mi momento personal. Por eso siempre digo que NO hago reseñas: cuento lo que leo porque es una forma de contarme. Una especie de diario personal a través de mis notas de lecturas. Dicho esto y volviendo a esa función termostática de lo que leo, en este caso quería leer algo que me hiciera más soportable este calor paralizante que cada verano padecemos por tierras manchegas. Y soy de Asturias, mi genética no está diseñada para el calor: está hecha para la folixia, la sidra, la lluvia, la chaqueta en pleno agosto “por si acaso”, las nubes, el fresquito, noches con sabana y manta…

Resulta que hay muchos temas que me fascinan. Es lo que tiene no tener personalidad: todo entusiasma. Y uno de esos temas son las legendarias expediciones a la Antártida. Así que buscando temperaturas gélidas que contrarrestaran este calor desértico y dejándome empujar por quien comparte fascinación, cogí de la estantería este libro que nos cuenta la considerada última expedición de la llamada Edad heroica de la exploración de la Antártida.

No soy experta pero creo que no existe una expedición más documentada que la realizada por Shackleton entre 1914 y 1917. Y esto es así por dos razones: todos los tripulantes del Endurance sobrevivieron (y a estas alturas no creo estar haciendo spoiler) y por las fotografías de uno de los participantes: Frank Hurley. Como la mayoría de los participantes en esta aventura llevaban un diario, también se conservan numerosas anotaciones.

El Endurance quedó atrapado en el hielo que, poco a poco, fue estrujando al barco hasta que lo hundió. ¿Qué pasó con su tripulación? Que estuvieron aislados más de dos años. En la Antártida. Y sobrevivieron. ¿Cómo?: lean “Atrapados en el hielo”. Y disfruten de las increíbles fotografías de Hurley.

Esta historia épica tiene mucho de los mimbres que ahora necesitamos: unión, actitud, colaboración. Y, en este caso, un líder natural: Ernest Shackleton.

Pd: Manda narices que en la edición número 13 se mantengan tantas erratas (siempre la misma). No quiero cebarme en esto porque no quiero perder el tiempo y prefiero centrarme en las cosas buenas de la vida (y mira que nos lo están poniendo difícil)

domingo, 16 de agosto de 2020

A través del espejo (VV. AA., Andrés Ibáñez comp.)


Todos los ojos son temibles: el que nos mira nos domina

Y nos exponemos a las miradas ajenas, inconscientes de ese poder. ¿Qué sucede cuando es nuestra propia mirada la que nos mira? Espejos. Estamos rodeados de espejos que nos devuelven nuestra imagen hasta verla con cierta indiferencia o con un leve coqueteo que esquiva mirar la mirada para quedarnos en una panorámica general.

¿Cuántas veces al día vemos nuestra propia imagen? ¿en cuántas ocasiones hemos sentido que alguien era como un espejo, un alma gemela? ¿no buscamos en los libros sentimientos propios que se nos devuelven como si fueran un espejo? ¿quién no ha deseado atravesar el espejo o, tal vez, que la imagen en él atrapada hiciera esa travesía hacia nosotros y nos diga quien somos? ¿no nos proyectamos en los demás en un juego de espejos?¿acaso no vemos en los demás aquello que nosotros somos?

Tengo que decir dos cosas de este excelente libro:

1) Tiene el prólogo (de Andrés Ibañez) más largo que he leído nunca (casi 90 páginas). El prólogo podría ser, por sí mismo, un libro sobre la historia, la mítica, la literatura y la cultura del espejo. Y sería un magnífico libro que se inicia con una obsidiana y sigue con los espejos negros que estimulan más la imaginación que la mirada, los primeros espejos de cobre, continúa con el mito de Narciso, el espejo azteca, los espejos caleidoscópicos, el espejo en la Edad Media, en el Renacimiento, una amena bibliografía especular, espejos en la literatura… Una absoluta maravilla que he disfrutado tanto como los textos compilados por Ibañez y que componen esta antología.

2) Y aquí la segunda cosa que quería deciros. Nunca he visto un prólogo tan largo pero tampoco recuerdo una compilación de textos y relatos más completa y certera que la de “A través del espejo”. No ha habido ni un solo texto que no me pareciera memorable. Y volver al Narciso de Ovidio me ha deslumbrado tanto como retomar a la Blancanieves original (no la distorsionada por Disney) o descubrir textos de Lovecraft, Angela Carter, Borges, Woolf, Bioy Casares, Schwob, Kiš, Petrović o autores desconocidos que me han dejado rendida a sus pies por la perfección y la fuerza de sus textos. 

jueves, 13 de agosto de 2020

La rosa (Robert Walser)


Jamás se vengaba de una injusticia padecida, y tal vez así se vengaba suficientemente

Robert Walser siempre mantuvo intacta su capacidad de desconcierto y asombro, de contar cada detalle de aquello que observaba con la mirada profunda de quien tiene la paciencia y el matiz para descifrar todas las posibilidades que ofrece la vida y siempre elige sorprenderse.

No hay nada trivial en Walser porque nada lo era para él, con su inmensa capacidad para transformar en poesía lo banal y para concebir la felicidad bajo otras formas que no sean únicamente las del buen humor y el buenrollismo

Walser, “melancólico, aunque también alegre, desprejuiciado y a la vez tímido”, mira a su alrededor y parece no comprender comprendiéndolo todo. Noble de mirada triste, triste de mirada noble, deliberadamente torpe, intentando escabullirse del terrible sobresalto que provoca ser capaz de descifrar palabras y señales. Alma sensible abierta al azar y el detalle, el plácido prodigio de la fatalidad y la escritura destilada que perpetúa lo volátil.

Leer a Walser y su literatura improvisada es dejarte llevar por su mente errante, observadora y clarividente en el detalle y con capacidad para detectar multiversos en las cosas pequeñas.

No me asusta el ruido ni el silencio. Solo hay que temer los temores

domingo, 9 de agosto de 2020

El verano sin hombres (Siri Hustvedt)


Un poco de ironía, niña, un poco de distancia, un poco de humor, un poco de indiferencia

Pues indiferencia, ironía (de ahí la foto), bastante distancia y poco humor es lo que me ha provocado esta lectura. Que no pasa nada, de verdad, si no fuera porque no me lo esperaba. Aunque qué se yo, que sólo me he leído tres libros suyos y trozos de sus ensayos. Es algo emocional, creía en Siri (de hecho sigo creyendo) y esta lectura ha sido un zasca a mano abierta a mi devoción por ella.

Quiero volver a dejar claro que un libro que no me guste no convierte ese libro en un mal libro sino sólo en un libro que a mí no me ha gustado. A la inversa también vale: un libro que a mí me guste… etc.

Este libro me ha parecido de una languidez increíble, demasiados clichés, escasez de juego literario, de lo implícito, de lo que sugiere, provoca e incita. Es verdad: hay una amalgama de lo que me gusta de Siri (porque lo hay) pero con mucho de lo que no. Y el resultado es un “ay, no me fastidies, Siri”. Los ingredientes no mezclan bien.

No veo brío ni esfuerzo. Escribiendo como escribe Siri me sorprende que dé la impresión de que para ella escribir este libro ha tenido que ser fácil y cómodo.

Me ha gustado más cuando más se ha alejado Siri de la historia de Mia y se acerca a la no ficción, cuanto más se aleja del relato convencional y se acerca a la reflexión no lineal. Ahí es cuando siento que remonta: cuando renuncia a contentar al lector, a todo tipo de lector, aunque finalmente intente reconciliarse con un cierre tan condescendiente que vuelve a trastabillar y el armazón resulta demasiado tambaleante e incoherente. Y banal, muy banal. Ese final es una rendición.

Siri cuenta una historia en la que entra y sale, pero no siempre con motivos y argumentos que el lector pueda entender. Que tampoco tenemos que entenderlos, no está escrito en ningún sitio que deba de ser así. No me importa que el hilo narrativo se rompa, de hecho me gusta cuando la narración no es lineal y se aproxima más al discurrir del pensamiento. Pero el libro padece de flojera crónica y, pese a los tímidos esfuerzos por remontar, a mí no me han sido suficientes como para sostener la lectura.

Ay, Siri…

miércoles, 5 de agosto de 2020

Nuestra necesidad de consuelo es insaciable (Stig Dagerman)


“… Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable

No voy a descubrir la pólvora (todo está ya inventado, todo está ya escrito) si hablo de la importancia de la primera frase o del primer párrafo de un libro. De hecho, hay autores que dejan para el final escribir esa primera frase o párrafo, conscientes de lo determinante que puede ser. Es el paso que marca los siguientes, una declaración de intenciones, una puerta que se abre o se cierra.

Pero ¿qué sucede cuando no es la primera frase, ni el primer párrafo, ni la primera página, sino TODO el texto de un calibre tal que te deja sin respiración? De acuerdo, estamos ante un texto corto, poco más de tres o cuatro folios (que se acompañan de un anexo con dos textos más de Dagerman, un texto de Marc Tomsin y otro de Federica Montseny hablando del propio Stig Dagerman, todos ellos también de extraordinario interés). Pero estamos ante uno de los textos más brutales que he leído en mi vida, de una magnificencia exquisita.

Con una prosa de una fuerza arrasadora y desbordante este testamento (lo es, en verdad) de Dagerman es como el arco de un violín que, al entrar en contacto con las cuerdas (los lectores), provoca vibraciones ineludibles. Un arco tenso y flexible a la vez, fuerte y dulce, ligero y pesado, que siempre encuentra la posición, el movimiento y el contacto idóneo para producir una melodía bella y dolorosa, difícil y necesaria.

Nuestra necesidad de consuelo es insaciable” es un texto trágico, ardiente y desgarrador que al terminar de leer, releer y digerir, solo era capaz de decir una y otra vez “¡madre mía, madre mía!”… Sacude donde tiene que hacerlo y te retuerce de forma conveniente (“la ayuda en la necesidad, el estremecimiento ante la belleza”).

No es un texto para quedarse en él (no se puede, no se debe) pero sí un texto por el que es necesario pasar, detenerse, tal vez dañarte, pero sobre todo liberarte para poder seguir caminando con más fortaleza y lucidez.

Necesitamos consuelo. Mucho.

lunes, 3 de agosto de 2020

El majestuoso libro de los animales marinos (Val Walerczuk y Tom Jackson)


Llevo la mar en las venas y sin embargo siempre he vivido lejos de ella. Muy yo esa poética del alejarse de aquello que amas. Soy como un salmón que remonta ríos desde el océano para morir en el lugar en el que nació, pero a la inversa: remonto por tierra en dirección hacia el mar abierto.

Con mi rosa de los vientos, cuyo único horizonte es el mar, doy vueltas en círculo esperando una liberación. Mientras, busco el mar en tierra de secano. Aprendo. Aprendo sobre el mar en la distancia. Respiro curiosidad e interés por cada poro, miro mi vida con la fe de quien siempre comienza, cada día.

Mientras todo sucede, a cada respiración, miro, toco, acaricio ilustraciones como las de “El majestuoso libro de los animales marinos”, aprendo como una niña pequeña, extasiada y dando palmas con la mirada. Y aprendo cosas como:

El corazón de una ballena azul puede pesar lo mismo que un coche (mi corazón pesará alrededor de los 200 gramos, siendo generosa conmigo misma)

Cada manada de ballenas tiene una “canción” propia que usan para llamarse unas a otras (mi banda sonora sigue siendo sólo mía)

Hace mucho tiempo, los marineros daneses vendían los colmillos del narval asegurando que eran cuernos de unicornio (yo perdí mi unicornio azul hace varias vidas).

El pariente vivo más cercano del manatí es el elefante (nuestro pariente vivo más cercano es el chimpancé…)

El tiburón ballena nunca deja de nadar (nunca dejes de creer, Ana Blasfuemia)

El caballito de mar es uno de los pocos animales macho que pueden dar a luz (…)

Todos los peces payaso jóvenes son machos. Los que al crecer se hacen más grandes se transforman en hembras (no pierden el tiempo en agrias polémicas transgénero)

La almeja ofrece protección a las algas, y estas le suministran azúcares (las redes de protección y cuidado mutuo que tanto nos cuesta a los humanos…)

Si una langosta pierde una pata, le vuelve a crecer otra (y así deberíamos hacer cuando nos rompen el corazón). ¡Ah! y se comunican entre ellas bombeando orina unas sobre otras (el caso es comunicarse)

Y todo así.

sábado, 1 de agosto de 2020

Los tiempos del esplendor (Lídia Jorge)


Sólo donde no hay amor no hay culpa

Y así, con una sola frase de ocho palabras, se desmonta el bucle de la culpa, de culparse de sentirse culpable. Una frase y la culpa se vuelve redentora. La identidad construida también a golpe de culpa porque hacernos habitables incluye la belleza, pero también lo que nos atormenta. Ser habitable es convivir con todo aquello que somos y a lo que pertenecemos.

Qué maravilla descubrir a Lídia Jorge (de nuevo literatura portuguesa), qué historias más asombrosas las de este libro, qué voz narrativa tan vigorosa en cada relato. Qué placer

En los libros de relatos una de las mayores dificultades para el lector puede ser el tránsito de uno a otro, soltar una historia y dejarte atrapar por la siguiente. Si bien la voluntad y la gestión de la lectura de los relatos está en manos del lector, no cabe duda de que quien los escribe ha de tener la capacidad para atraparnos en cada historia, mantenernos ahí, despedirnos de una historia y unos personajes, y mantener esa capacidad en uno y otro relato, en un enredo cómplice. Lídia Jorge lo consigue, vaya si lo hace.

Seamos claros, seamos extensos, seamos enteros

La sencillez del lenguaje narrativo es una herramienta de apariencia engañosa (pero muy eficaz) para penetrar en toda la enmarañada complejidad de las personas, la sociedad… la vida, y poder así desbrozar el caos mostrando de qué está hecho. Clarificar la memoria para no olvidar. De eso va también la vida.

El último relato es (también, o además de otras cosas) una fina e irónica metáfora sobre el carácter y la literatura holandesa, francesa, checa e inglesa… narrado por una autora portuguesa. Y también es un gran cierre en el que, de nuevo, lo esencial puede contarse sin artificios, con el poder de una síntesis inteligente

¿Quién decide? ¿Cómo separar este momento del que vendrá después, para poder decir: y entonces fue así?

martes, 28 de julio de 2020

El coleccionista (John Fowles)


Pero todo el mal que existe en el mundo se ha producido precisamente así: por acumulación de gotas. Sería absurdo decir que no tienen importancia las pequeñas gotas. Las pequeñas gotas y el océano son exactamente lo mismo

Uno de mis mayores sufrimientos de niña era ver que alguien mataba una mariposa. Creía, más que en cualquier otra cosa, salvo en la inmensidad del mar, que cuando se mataba una mariposa al día siguiente el cielo lloraba y llovía. Una lluvia triste y empapadora. Por eso la lluvia me llueve siempre. Por eso me inquieta quienes atrapan mariposas, las encierran y las dejan morir. Por eso hace años leí este thriller sobre un coleccionista de mariposas. Y vete tú a saber la razón pero ahora he vuelto a releerlo.

Alternando puntos de vista (secuestrador y secuestrada), Fowles vuelve a espeluznarme en esta relectura. Me pregunto qué me inquieta pero es una pregunta retórica, conozco la respuesta: la ignorancia del protagonista del daño y dolor que causa a su víctima, permanecer ajeno al mal que uno mismo causa, indiferente a las consecuencias de sus acciones, la lejanía con el otro, la condescendencia con uno mismo.

Las excusas del protagonista me repelen profundamente de la misma forma que me admira la capacidad de Fowles para dotar al protagonista de una consistencia real, así como para traspasar esa atmosfera claustrofóbica al lector, hasta el punto de apreciar con agradecimiento renovado cada gesto sencillo de libertad que poseemos, como poder abrir una puerta y atravesarla.

Quizás sea una gran habilidad de Fowles plasmar con aparente sencillez esos dobles raseros de la realidad o esas realidades que conviven en una misma supuesta realidad. Y desde esa sencillez para transmitir todas esas aristas profundas en la psicología de ambos personajes (el deseo de poseer, la lucha por la supervivencia) Fowles construye con maestría una mente capaz de construir una realidad paralela, una mente en lucha por la que, en algún momento, llegamos a sentir pena. Y eso es lo que realmente me turba.

La intertextualidad entre “El coleccionista” de Fowles y “La tempestad” de Shakespeare es puro deleite y un regalo para el lector.

Te perdono