miércoles, 16 de abril de 2025

Basada en hechos reales (Delphine de Vigan)


Aunque eso haya sucedido, aunque haya ocurrido algo que se le parezca, aunque los hechos estén demostrados, siempre nos contamos una historia. Nos la contamos […] En el fondo lo que nos interesa, lo que nos fascina, puede que no sea tanto la realidad como en qué la transforman quienes intentan mostrárnosla o contárnosla

Recuerdo “Nada se opone a la noche” como una lectura que me convulsionó y en la que admiré la capacidad de Delphine de Vigan para reconstruirse y repararse a través de la escritura. Leí tiempo después las secuelas que para la propia Delphine tuvo la publicación del libro, un éxito en cuanto a ventas y reconocimiento, una astilla entre la uña y la piel en cuanto a cómo recibieron algunas personas de su entorno y su familia la publicación del libro. Y una consecuencia contundente: Delphine sufrió durante años un bloqueo creativo.


¿Estaba basado “Nada se opone en la noche” en hechos reales? ¿Era realidad o ficción? A Delphine la abrumaron con esta cuestión. Escribes sobre tu propia vida, te desangras para cauterizar una profunda fisura a través de la escritura y la gente te apabulla preguntándote si aquello era real.


No tengo dudas al respecto, la ficción no deja de ser una respuesta a la realidad. Puede ser un calco de la misma, una versión, una deconstrucción, una transformación, un invento… pero siempre hay un poso de realidad en la ficción, al igual que siempre hay un poso de ficción en la realidad. En literatura es casi una cuestión de porcentajes: cuánto hay de realidad y cuánto de ficción. Pero ¿cómo cuantificarlo? ¿Y por qué vamos a cuantificarlo?¿Qué le interesa al lector: la realidad, la ficción? ¿Qué es más verdad: lo real o la ficción? En cualquier caso, existe el pacto ficcional, ese gracias al cual el lector acepta que sea ficción aquello que se nos narre siempre que se mantenga una coherencia en la narración. 


Nada se opone a la noche” era autoficción. Como ya he dicho, Delphine se basaba en su propia vida para escribir una novela a través de la cual pretendía reconstruirse. Así que preguntarle  reiteradamente sobre si era una novela basada en hechos reales parecería más bien una pregunta retórica lanzada con el afán de destacar o de mostrar una incredulidad ante una realidad que para algunas personas parece inexistente o lejana cuanto menos.


Delphine de Vigan coge el toro por los cuernos y sale de su bloqueo creativo planteando precisamente esta cuestión de los límites entre realidad y ficción. Y plantea un juego al lector a partir de la delgada línea de ¿separación? ambas. El tema me interesa, acepto su propuesta, ese juego de la narración y el contarse historias, de cómo ficcionamos la realidad o cómo convertimos en realidad una ficción. 


Pero habemus problema. Y tal vez el problema tenga que ver precisamente con las expectativas que como lectora tengo ante un libro en el que me recluyo buscando una intimidad compartida. Una comunión entre el libro y yo. Y no, mis expectativas en este caso no se han visto satisfechas. Así que intento ahondar en esa insatisfacción. Argumentarla. Porque en este caso el pacto ficcional se ha ido al carajo.


Los libros pueden tocarte (o al menos rozarte) de muchas maneras, en varios ámbitos: el emocional, el afectivo, el mental, el intelectual, el memorístico, el creativo… Y en ninguno de ellos me he sentido satisfecha con “Basada en hechos reales”. Salvo la curiosidad inicial, esa aceptación de los elementos con los que juega Delphine: una amalgama de hechos reales y constructos imaginarios, claramente ficticios, en los que el lector se va a ver implicado y tal vez confuso si intenta delimitar qué parte es real y cuál ficción. El problema es que en “Basada en hechos reales” esa línea es clara, y que, oh cielos, la parte ficcional me cojea por todos los lados, hace aguas, lo siento forzado, deliberado. Hay una descompensación entre lo real y lo ficticio, los dos elementos que son la base de este libro.


Quizás, lo que hay de intencionado en el planteamiento de Delphine me obstaculice claramente, tanto a nivel emocional como intelectual, porque se me hace demasiado explícito. Hay mucho control en la narración pero a la vez cierta ligereza en la resolución del dilema, cargada de artificio. No me convence el relleno, la falta de sangre. No me refiero a sangre derramada, la sangre roja que salpica y que se vierte fruto de una laceración. No, me refiero a la sangre que brinca, la que galopa por las venas, la que circula a raudales por las venas, la que es bombeada por el corazón y se expande por todo el cuerpo. No, no circuló esa sangre. Se espesó y me produjo mucha fatiga.


Para mí, como lectora, la vida no debe desvanecerse en la literatura, no debe anularse. Al menos no es el tipo de literatura que busco, esa en la que la vida desaparece y no está presente. Entre que la literatura sea un testimonio de realidad o una ficción premeditada, hay una opción que pasa porque sea una creación a partir de una realidad en la que no necesariamente se imponga la propia experiencia, aunque no deje de estar (creo que inevitablemente) presente. Es un juego, sí, y me gusta que sea así. Un juego que la realidad nos permite porque es tan escurridiza, tan inasible, tan poliédrica y sorprendente que cualquier propuesta ficcional que nos planteemos seguramente tenga un correlato en la realidad, una conexión insólita pero verdadera. Y porque evidencia los grises, los matices de la realidad, de los hechos, de la vida misma.


En “Basada en hechos reales” me interesan las cuestiones más metaliterarias, aquellas en las que intenta ahondar sobre las obligaciones de la literatura, la relación autor-lector, el proceso creativo, la necesidad del Otro, la resonancia de lo silencios, las fisuras que nos hacen vulnerables… Todo ello me atrae, pero un ritmo lento, a veces frívolo, me lleva a desconectar muchas veces en la lectura y a que me quede un poso de insatisfacción. Los ingredientes están ahí pero no terminan de cuajar y solidificarse porque los temas profundos que me atraen del planteamiento de Delphine se me desmoronan por un exceso de control de los elementos que plantea, un algo deliberado y premeditado que me estrecha el margen como lectora. 


Tal vez no me he explicado bien, pero yo me he entendido. Es lo que me ha pasado a mí y lo que siento que le ha pasado a Delphine.


Gracias, no obstante, Delphine.


©AnaBlasfuemia


viernes, 11 de abril de 2025

La Tejonera (Cynan Jones)

 

Es tiempo y tacto, pensó. Es esas dos cosas. Es porque somos conscientes de ellas […] Me pregunto si es por eso que actuamos con tal desesperación en todo. Es como si estuviéramos tocando algo que nunca deberíamos haber sentido.


Las primeras páginas de “La tejonera” son tan violentas que dan ganas de dejar caer el libro de las manos y casi que de darle luego un puntapié. Pero con la misma facilidad que esas primeras páginas te agreden, a continuación el libro se te queda pegado a los dedos, como buscando cobijo en las manos. Toda una declaración de intenciones: entre la violencia y la ternura, entre lo brutal y lo conmovedor, es en lo que nos vamos a mover al leer “La tejonera”.


Tenía ganas de leer a Cynan Jones. No recuerdo porqué, la verdad. En cualquier caso no se ha hecho esperar. Y anticipo que las ganas se han visto recompensadas con una escritura que te apresa al igual que lo hace una voz radiofónica de esas que son hipnóticas para los oídos. Sí, esas voces tan atractivas, dulces, acogedoras, que con el mismo tono te dicen algo que sientes como muy tierno y dulce que va y te suelta un monólogo agresivo y repelente, pero siempre manteniendo esa voz aterciopelada y seductora que te arrulla como a un bebé. Pues así es la escritura de Cynan, suave y profunda, moviéndose entre la delicadeza y lo feroz sin alterarse y sin solución de continuidad.


La tejonera” tiene dos protagonistas, dos voces, la de Daniel y la de un individuo del cual desconocemos el nombre. Son dos caras de una misma moneda. Sería fácil decir que uno es la bondad y el otro la maldad, que uno da vida (un granjero que ayuda a sus ovejas a parir) y el otro la quita (un cazador de tejones que luego vende para que otros los torturen), pero lo fácil no siempre representa la realidad, no al menos TODA la realidad. 


Ambos comparten un mismo paisaje, una naturaleza, una vida en el campo. Muy MacCarthy y Denis Johnson: hombres empapados en sudor a cuya piel húmeda se les adhiere la tierra, el polvo, la sangre, el esfuerzo, la lucha de cada día. La única mujer que aparece está muerta. Los recuerdos de ambos, el hombre tierno y el hombre rudo, se nos van presentando mientras transcurre la “maquinabilidad” de la vida, recuerdos que se entremezclan con detalladas y punzantes (pero imprescindibles) descripciones de las tareas de ambos. Y, mientras, el tiempo transcurre de esa forma única que tiene el tiempo de suceder: imparable, inmutable, casi arrollador. Y veloz, aunque quizás la sensación de celeridad del paso del tiempo nos la provoca el que nunca hay vuelta atrás. El tiempo siempre avanza. Y en cierta medida eso hace que tú también tengas que avanzar, quieras o no.


No nos dejemos engañar: Daniel y el hombre rudo y corpulento, insisto, son dos caras de la misma moneda. Hay una violencia que se transmite de padres a hijos. Pero hay, también, otra violencia que te transmite la sociedad y que cada vez nos aleja más de la posibilidad de una vida en el campo en la que la agricultura pueda ser un medio de vida. Y no, la naturaleza no es idílica, ni el campo (y menos aún trabajar y vivir en él) es bucólico. Quien conoce bien la naturaleza lo sabe y nunca intenta conquistarla. Nunca estás a salvo en ella. Pero tampoco estamos a salvo de la humanidad que, al igual que la naturaleza, puede infligir daño además de recibirlo.


Así, las dualidades que nos presentan Cynan están destinadas, como casi todas las dualidades, a colisionar, a impactar entre sí para fusionarse en (y por) aquello que en realidad unía a las dualidades, como polos opuestos que cumplen a rajatabla lo que creo que se llama Ley de Ampere. Porque hay una conexión ancestral con la tierra, con los animales, con la naturaleza que concilia las dualidades. La vida y la muerte no es una dualidad, no son entidades opuestas, separadas.


La tejonera” es un libro sutil, que admite varias lecturas si te decides a rascar la superficie. Cynan nos muestra una violencia en la que no se recrea, pero cuyas descripciones tienen la suficiente contundencia como para que algo se (re)mueva dentro de ti. Lo hace sin estridencias pero con la firmeza y la suficiente persuasión como para saber que te está mostrando una realidad atemporal.


Gracias, Cynan.


©AnaBlasfuemia

martes, 8 de abril de 2025

Luz (Elisabet Riera)

 

El amor también es eso: conocer los límites, medirnos


El amor… qué sentimiento más universal. Y, sin embargo, que sentimiento más impreciso y voluble, más personal. ¿Dónde están los límites del amor? ¿Quién pone esos límites? ¿Necesita límites o solo una forma definida, cerrada? No seré yo ni quien le ponga límites al amor ni quien cuestione a quienes los pongan. Mi obstinación es tener claro si los límites que yo pueda poner son límites propios o ajenos. Es decir, si están basados en mis valores y criterios o en imposiciones externas (sociales). Hasta ahora he sido bastante respetuosa conmigo misma sin dejar de serlo con los demás (algo que ni ha sido fácil ni se ha entendido).


No podía negarme, aunque por aquel entonces yo siempre decía que no. No, no y no. No a todo, un no universal”


Una se cree que tiene ya todos los libros que necesita para leer el resto de su vida, dejando un margen estrechito a novedades de autores a los que se es fiel, o a recomendaciones de personas muy concretas. Y de repente alguien a quien conozco de hace mucho, lo suficiente como para mantener en el tiempo y la distancia una cercanía estrecha, de cuidados mutuos y de confianza, me recomienda un libro. Siendo ambas lectoras pero de universos literarios diferentes (aunque con raíces comunes) una recomendación de la una hacia la otra o de la otra hacia la una sólo puede ser un libro especial, concreto, un rara avis, la excepción a la regla. Y me habló (sin decirme nada de él) de este libro.


Si hay una palabra que defina esta lectura es “perturbación”. Si hay dos palabras, la siguiente sería “desasosiego”. Porque es así, lees, avanzas en la lectura y deambulas entre la perturbación y el desasosiego. Pero sigues leyendo, porque esas emociones son externas a mí, son sociales, educativas, también morales. Estructurales. Impuestas. Pero me gusta rascar en la superficie, utilizar ese hacha que rompa el mar helado. Además Elisabet Riera lo pone fácil, eso de avanzar pese a la desazón. Lo pone fácil porque (d)escribe muy bien: transparente, poética, nítida. Desenmaraña aquello que para muchas personas puede ser un ovillo difícil de deshacer. Maneja los tiempos, te da respiro, te coge de la mano sin apretarla ni exigirte. Y te dejas llevar, con lo que a mí me gusta  (a veces) dejarme llevar…


No es fácil la delicadeza con ciertos temas, mantener ese difícil equilibrio del funambulista que camina por una cuerda muy floja, muy inestable, una cuerda que tiende a expulsarte (hacia un lado o hacia el otro). Riera te ayuda a caminar por esa cuerda y avanzar por ella, como si nos dijera “vamos hasta el final y, entonces, sólo entonces, juzgas”. Así que avanzas con vértigo pero también con determinación.


Oh, Lolita de mi corazón. ¿Alguna vez te había hablado de Nabokov? Mucho me temo que sí


Habrá quien se quede (quien quiera quedarse) con que “Luz” es una versión lésbica del “Lolita” de Nabokov. Es lo fácil, también lo demagógico. Pero “Luz” es más que eso, es más que el deseo. Es el origen del deseo, es el vacío que hay detrás de ese deseo. Es el silencio arrasando con todo lo hablado, lo que se calla imponiéndose a las palabras. Esos silencios familiares impuestos por un pacto que nunca fue acordado ni escrito pero que pesan como una losa y lastran vidas. 


El abandono es un sentimiento muy poderoso, difícil de digerir. Te deja para siempre una mancha en el corazón, un punto oscuro que no suele verse y que sale a la luz precisamente cuando se ama. Con quién más se ama


La necesidad de matar al deseo antes de que se agote, antes de que se muera o que te abandone. Y luego seguir buscando un amor puro, muchas veces en relaciones fallidas. Porque estás herida y no puedes encontrar las respuestas porque desconoces las preguntas adecuadas.


Y de eso, de dónde nace el deseo, de la fuerza demoledora de las palabras no pronunciadas, de los silencios familiares, de penetrar en el dolor para entender el deseo y para entenderse a una misma, es de lo que va “Luz. Del amor, de la culpa, del perdón, de atravesar el dolor para encontrarse a una misma, de encontrar las palabras y poder pronunciarlas.


Con el amor no basta


Gracias, Elisabet


©AnaBlasfuemia


viernes, 28 de marzo de 2025

La hierba roja (Boris Vian)

 


A la gente inteligente no se la quiere


Las razones por las que he elegido esta cita del libro para iniciar mi comentario son lo bastante variopintas como para que ni se me ocurra exponerlas aquí. Pero sí me gustaría matizar que, aunque hay muchos tipos de inteligencia y por tanto una gran diversidad de personas inteligentes, en gran medida estoy bastante de acuerdo con la cita.


Boris Vian era una persona inteligente, con vastos conocimientos sobre distintas disciplinas. Un polímata que se dice. Novelista, poeta, ingeniero, periodista, traductor, músico de jazz. Apenas vivió 39 años y tuvo 37 identidades (27 contrastadas y el resto supuestas). No es que padeciera personalidad múltiple, eran heterónimos (Pessoa llegó a utilizar 70). Lo cierto es que la versatilidad de Vian hace difícil quedarse únicamente con su faceta de escritor y no considerar sus distintas dimensiones a la hora de leerle.


Me pregunto quién lee a Boris Vian hoy en día. Releerle seguro lo hacemos unos cuantos. Pero no tengo tan claro que haya muchos lectores que se acerquen actualmente a Vian por primera vez. Cierto que tampoco va a aparecer como novedad editorial, aunque haya editoriales dedicadas (o que tienen un apartado destinado para ello) a autores considerados “clásicos”. Tampoco voy a meterme en este berenjenal, únicamente lo dejo aquí.


El caso es que mi camino lector últimamente camina entre los libros que sé con certeza que me van a encantar, los que es probable me puedan gustar entre bastante y mucho y volver a los ya leídos. Releer libros es releerme a mí y también comprender porqué soy el tipo de lectora que soy. En ese camino de libros y autores que me han hecho esta lectora que soy estaba Boris Vian. Hola de nuevo, Boris.


Un resumen tramposo de “La hierba roja” sería el siguiente: El ingeniero Wolf construye, junto a su ayudante Folavril, una máquina del tiempo que le permite volver a su pasado y de esta forma enfrentarse a sus recuerdos, no tal como los recuerda, sino tal y como sucedieron. Y así, exorcizando y borrando esos recuerdos podría disfrutar más de los instantes de felicidad que la vida nos ofrece (generosa ella).


Digo que sería un resumen tramposo porque ávidos lectores de ciencia ficción y viajes en el tiempo podrían lanzarse a leer “La hierba roja”. Tranquilidad. Casualmente, hice esta relectura a la vez que vi la serie “Materia oscura (Dark Matter)” (que sí recomiendo a esos lectores de ciencia ficción y viajes en el tiempo), lo cual me ralló bastante la cabeza. Sobreviví.


La maquina del tiempo de “La hierba roja” no deja de ser como el sofá del psicoanalista. Venga, a hundirte en tu pasado y tus recuerdos. Eso sí, Vian no se eterniza en ellos, quiere finiquitarlos. Pero aprovecha esos viajes a su pasado para cuestionar los propios recuerdos (cómo los recordamos, cómo sucedió realmente aquello que recuerdas) y satirizar sobre la educación, los conocimientos, la religión, la familia, las mujeres…


No es spoiler, es realidad: intentar olvidar está destinado al fracaso más absoluto. Recordar no está mal, nada mal, si miras directamente a los ojos de eso que recuerdas. Gracias Boris Bian por enseñarme algo que tardé años en poner en práctica. 


La hierba roja” es el libro más autobiográfico de Vian, lo escribió mientras se separaba de su mujer (que le era infiel con Sartre). Como escritor, Vian se caracterizaba (entre otras cosas) por su humor mordaz y su surrealismo. De ambos (ese humor corrosivo y aspectos absurdos) está lleno “La hierba roja”, también de filosofía e introspección, pero siempre teñido por esa irrealidad surrealista típica de Vian: la hierba es roja, los perros hablan, los lugares son bizarros, las pitonisas son olientes y a la entrada de sus casas los cuervos ofrecen ratas a los visitantes, se disparan cerbatanas a niñas y jóvenes, un negro baila en una caverna custodiada por un guardián.. Todo así.


Si entre tus lecturas no te planteas el género del absurdo y del surrealismo como una de las múltiples herramientas de ahondar en el existencialismo ni se te ocurra acercarte a este libro ni a este autor. Si disfrutas de meterte en camisa de once varas, dejar de lado la lógica racional y aceptas la juguetona, experimental y provocadora narrativa de Vian, adelante.


Todos los profetas comenten el mismo error: tener razón


Gracias, Vian.


©AnaBlasfuemia

sábado, 22 de marzo de 2025

Las iras (Pilar Adón)


 

Todos necesitamos pensar que los demás nos quieren, que nos miran con los ojos del cariño


¿Y si no nos quieren? ¿si SENTIMOS/CREEMOS que no nos quieren/ven/comprenden? ¿si sentimos la traición, la grieta en la confianza, lo injusto, el miedo, el dolor, la frustración? Entonces puede aparecer la ira. Sus causas y sus consecuencias.


En la contraportada de “Las iras” nos preguntan si puede surgir la belleza tras el horror, si es posible el sosiego después de la venganza extrema. Cuando se plantea este debate sobre si es posible la belleza después de la devastación y el espanto siempre acudo a Rachel Carson, que hablaba de una de las paradojas de las tierras y los océanos: que de un fenómeno catastrófico y destructivo (por ejemplo una erupción volcánica) pueda producirse un acto de creación del que surja la belleza.


Vamos por partes. Los lectores de Pilar Adón conocemos los elementos constantes, transversales y estructurales de su literatura. De Pilar se podrá decir que es de lectura exigente, oscura, inquietante, críptica, asfixiante, incluso poco misericordiosa con los lectores (yo pienso lo contrario), pero Pilar es como el algodón: no engaña. Pacta con el lector, nos presupone inteligentes y libres, así que su narrativa no nos la ofrece desmenuzada porque acepta que tenemos mandíbula suficiente para masticar. Por eso sus historias suelen comenzar en la mitad (in media res). Para mí eso es respeto. Ella da el callo escribiendo y nosotros debemos darlo a la hora de leer. Es lo justo (y necesario). Una interacción deseable, al menos para mí.


Como no deja nada al azar ni a la casualidad (los títulos de los relatos lo confirman), Pilar titula a su libro “Las iras”. En plural. Porque la ira será una, pero (al igual que su génesis) sus manifestaciones pueden ser múltiples y variadas. Pilar es toda ella polisémica y por eso su narrativa tiene numerosos significados y lecturas, por eso nada es casual en sus libros, como no lo es el lenguaje que utiliza ni sus títulos, ni la estructura ni el tiempo narrativo. Todos los relatos de “Las iras” (un total de 18) tienen una pluralidad de interpretaciones, de posibles significados


Las protagonistas de los relatos son todas mujeres. Adolescentes o niñas. Y todas ellas son pozos (me he dado cuenta en este libro de la importancia de lo circular en Pilar), esconden agujeros, una abertura a quién sabe qué grieta: oscuridad, agua estancada, un vacío, una amenaza, una presencia, una ausencia, un lamento, una perdida. De estas protagonistas se espera (por la edad, por los clichés) inocencia.


Últimamente se me cruzan las series que veo con las lecturas que estoy haciendo. En este caso, mientras leía “Las iras”, estaba viendo la miniserie “Adolescencia” e inevitablemente se dieron la mano de forma muy sutil (o no tanto): protagonistas jóvenes, inocentes, tímidos, de apariencia dulce. La violencia no es explícita, no es mostrada. Se presentan sus causas y sus consecuencias. No se juzga, únicamente se expone, se muestra. Y eso es lo que incomoda: no la ira y sus manifestaciones, sino su origen y su consecuencia. Sobre todo su origen.


Hay numerosas referencias literarias en “Las iras” (Garcilaso de la Vega, Ernestina de Champourcín, Circe Maia, Bukowski…) pero la clave está en sus numerosas referencias bíblicas. Y esas referencias nos sitúan en el tipo de ira que nos plantea Pilar: hay una ira justa, no caprichosa sino que se produce como respuesta a lo injusto, al pecado. La indignación no es el pecado, sino la respuesta al mismo. Pero claro, esto es así respecto a la ira divina, en cuanto a la ira humana el cantar es otro: ya no es un acto de justicia, sino un comportamiento destructivo. Sentir ira no es necesario algo negativo ni maligno, pero exige una razón que la justifique y un control que la dome. Pilar pone la mirilla (una de ellas) en ese confuso límite entre la ira divina y la humana, puesto que las protagonistas de estas historias son en su mayoría (creo que todas) creyentes. Rezan, rezan mucho.


El Dios al que rezan las protagonistas de “Las iras” no es un Dios que castiga y amenaza, sino un Dios bondadoso, generoso, justo, sencillo y sobrio a la vez que incendiario, sin prejuicios, que acoge, protege, comprende. Explora una religiosidad bondadosa en oposición a la religión pervertida por las instituciones y que está llena de normas represoras, una religión (el catolicismo en este caso) amenazante, controladora, castigadora y opresiva que nos deja la culpa como regalo envenenado. Casi de por vida. Así que (es mi interpretación) las causas de la ira de las protagonistas son divinas, pero las consecuencias de su manifestación son humanas.


Esa dualidad entre lo divino y lo humano provoca una incomprensión terrible en estas niñas/adolescentes que reniegan de las consecuencias de sus actos y tratan de encontrar la belleza en el horror causado. Los personajes aspiran a esa belleza del “después”: la belleza es la calma, el sosiego, el espacio propio, tu lugar en el mundo. En este sentido, para mí (siempre para mí) el relato más largo de “Las iras”, el titulado “Roca blanca, fondo azul”, es también muy esclarecedor. Porque si todos los relatos dan la sensación de estar relacionados entre sí, el relato que parece troncal y a la vez raíz de todas esas ramificaciones interconectadas, es precisamente ese (además de conectarse con la Betania de “De bestias y aves”) en el que el encierro y la soledad no es sinónimo de opresión y encarcelamiento, sino de libertad, de protección de un exterior que nos entristece, agrede, controla, exige… El estallido de la ira se produciría en ocasiones para provocar que el tiempo cese y poder reiniciarse (lo cual me recuerda los tiempos de la pandemia) en un espacio propio. 


Repitiéndose que es digna. Digna de tener una casa en su tierra y guardarse en ella para descansar y dejar de tener miedo


Una de las muchas reflexiones a las que me llevó la lectura de “Las iras” es que si es una evidencia que no podemos domar la Naturaleza ¿por qué pensamos que podemos domesticar, amaestrar, amansar, controlar la infancia/adolescencia? Si los intentos de dominar a la Naturaleza suelen tener por lo general resultados catastróficos ¿por qué iba a ser diferente con niños y adolescentes? Todo intento de dominar y someter lo salvaje tiene secuelas. Consecuencias.


Andaba yo leyendo, a la par que “Las iras”, a Adrienne Rich y me encuentro (¿casualidad?) con un poema titulado “Fenomenología de la ira” en el que dice Rich: “La libertad de la que está completamente loca/de ensuciar y jugar con su propia locura/de escribir en las paredes del cuarto/embarrándose los dedos/que no es la libertad que gozas, por supuesto,/al caminar por Broadway/al detenerte y regresar o continuar/10 cuadras, 20 cuadras/pero que podría parecer envidiable a los que se han comprometido/libertad torcida en las entrañas de aquella realidad/que debiera alimentarla y la estrangula”. Ahí lo dejo.


Gracias, Pilar.


©AnaBlasfuemia



lunes, 17 de marzo de 2025

Un amor cualquiera (Jane Smiley)

 

Les he dado a mis hijos los dos regalos más crueles: la experiencia de una felicidad familiar perfecta y la absoluta certeza de que tarde o temprano se acaba


He estado un buen rato pensando en qué comentar de esta lectura y no hubo manera de que me saliera nada. Me he dado cuenta que todas las reflexiones que me surgían eran en torno a Jane Smiley y no tanto sobre el libro. Así que he pensado que eso es lo que tengo que compartir, porque sobre “Un amor cualquiera” tengo poco que decir. Así que a eso voy.


Es el segundo libro que leo de Smiley (el anterior fue "La edad del desconsuelo") y percibo que es una narradora notable. Amena, inteligente, lúcida, con las ideas muy claras sobre lo que quiere contar y cómo quiere hacerlo para llegar al máximo de lectores posibles. Así que es claro que no va a retorcer su narrativa, que lo va a poner fácil al lector, que nos lo va a dar masticado, pero no tanto como para proporcionarnos un puré o una sopa. Una dieta blanda pero no excesivamente flácida para que nuestras mandíbulas no se adormezcan pero tampoco se lastimen.


La dieta blanda no implica que la degustación no sea de calidad y la nutrición saludable. Porque eso lo hace muy bien Smiley: nos quiere alimentar, quitar el hambre, pero también que nuestro paladar no se aletargue ni se acostumbre a la comida basura (lectura basura en este caso). 


Es muy hábil en lo suyo. Si algo parece caracterizar la narrativa de Smiley es su fluidez y su destreza para desenvolverse en lo cotidiano, lo reconocible y los entresijos de las familias y las relaciones familiares. Se mueve como pez en el agua en ese terreno. No va a hacer reflexiones deslumbrantes ni profundísimas, pero sí muy perspicaces y de cierto calado. 


Ahora que pienso sí que puedo decir algo concreto de este libro, acabo de darme cuenta: el cómo cuenta la historia, la estructura de la misma, es especialmente ingeniosa. Detonar una bomba de relojería muuuuuuchos años después de que suceda una traumática separación (traumática para los hijos) es una forma muy inteligente de mostrarnos cómo nuestra protagonista ofrece a sus hijos esos dos regalos tan crueles que se mencionan en la cita inicial (que, por cierto, corresponde al último párrafo del libro).


En fin, que Smiley no va a estar en mi Olimpo de escritoras pero que es una autora que respeto y a la que volveré (probablemente) porque es de ese tipo de escritoras necesarias en la literatura actual, porque en cierta manera eleva la nota media, aunque no entre en mi concepto de LITERATURA (con mayúsculas) excelsa. Accesible para muchísimos lectores potenciales a los que puede rescatar de esa “literatura” basurilla y masificada que tanto repelús me da. Pues ya estaría.


En mi caso, será de ese grupo de escritores a los que acudir cuando bien por bloqueo lector o bien porque estoy muy tiquismiquis y exigente con lo que leo, descarto libros uno detrás de otro. Para esos momentos, Smiley es ideal: lectura fluida pero no insustancial, inteligente pero no ininteligible, bien escrita pero no críptica, con profundidad pero sin pasarse, con mensaje y contenido reflexivo suficiente como para que no te quedes en una lectura frívola e intranscendente. Y que, al poco tiempo de su lectura, olvidaré.


Gracias, Smiley.


©AnaBlasfuemia