“El desmoronamiento de la voluntad; qué extraño: es de lo más silencioso”
Este libro contiene tres relatos y una nota final en los que Tavares compone una interesante constelación. Las ciudades que dan título a cada sección no son simplemente escenarios: son espacios simbólicos, contornos difusos donde se desdibujan las coordenadas. Tavares escribe desde los márgenes de la historia, desde los bordes del lenguaje, desde la materia ambigua de lo que no encaja.
Aquí no hay certezas ni destinos claros, lo que hay son desplazamientos. No sólo físicos, sino también éticos, estéticos, incluso ontológicos. Los personajes son figuras desgarradas por lo real, obligadas a actuar en un mundo que ya no responde a los viejos códigos. Tavares no representa el caos: lo organiza con la precisión de quien sabe que en la fragmentación también hay lógica.
En el primer relato (que da título al libro) dos vehículos recorren la misma carretera. Uno transporta la estatua de Lenin. Otro, el cadáver de una madre. Entre ellos, una distancia simbólica inmensa: la distancia entre lo monumental y lo íntimo, entre el espectáculo de la historia y el silencio del duelo. Pero ambos se mueven en paralelo, como si Tavares quisiera forzarnos a ver que esas dos realidades (la ideológica y la humana) no se excluyen, sino que se contaminan.
Bajo la superficie de una prosa ponderada, late una emoción profunda: la del hijo que insiste en llevar a su madre muerta hasta casa, en un gesto que no puede cambiar nada, pero que se niega a ser inútil. La estatua, por su parte, es arrastrada como un peso sin sentido, como si la historia ya no tuviera convicciones, sólo inercias.
El contraste no es banal. No se trata de oponer lo bueno a lo malo, lo humano a lo político. Tavares lo plantea de forma más compleja: en un mundo donde las ideas han perdido su fuerza simbólica, sólo queda el acto (ínfimo, privado, desesperado) que afirma lo humano sin necesidad de explicarlo. La verdadera resistencia no está en oponerse al poder, sino en seguir sosteniendo lo que el poder ignora: la fragilidad, el duelo, el cuerpo.
El segundo relato (“La fotografía. Historia del vampiro de Belgrado”) introduce otro plano de descomposición: el de la mirada. Aquí el foco está en la imagen, en la fotografía como documento ambiguo y como prueba imposible. Tavares no nos da un relato de vampiros. Nos da un relato sobre la imposibilidad de mirar, sobre la impotencia de la imagen para contener la violencia que representa. El horror no es sobrenatural: es radicalmente humano. Y lo más inquietante es que esa violencia ha sido absorbida por la normalidad. La fotografía, en lugar de denunciar, encubre, también documenta, sí, pero no transforma. La imagen queda suspendida, como una prueba muda de una verdad que nadie quiere o puede asumir.
Este relato traslada el eje narrativo del cuerpo al ojo. No se trata de enterrar a los muertos, sino de enfrentarse al acto de ver. ¿Qué vemos cuando miramos? ¿Qué elige mostrar la historia? ¿Y qué queda fuera del encuadre? La respuesta de Tavares es demoledora: lo esencial casi nunca aparece en la imagen. El mal se esconde en la trivialidad, en los gestos cotidianos, en los huecos del relato.
En el tercer relato (“Episodios de la vida de Martha, Berlín”), Berlín aparece como escenario de una soledad radical, la soledad como forma de existencia. Martha, la protagonista, vive una rutina de extrañamiento y desconexión. Nada parece excesivo, ni trágico, ni delirante, pero todo es desolador. El relato está compuesto de pequeñas escenas, mínimos desplazamientos, gestos casi imperceptibles, pero en ellos se va construyendo una figura humana cercada por la repetición, por la falta de sentido, por la imposibilidad de habitar un lugar.
Este texto, el más minimalista de todos, funciona como contrapunto íntimo a los anteriores. Lo que hay una mujer sola en una ciudad demasiado grande, demasiado quieta, demasiado indiferente. Su vida no se escribe con mayúsculas, pero su obstinación es tan valiosa como la del hijo que transporta a su madre. Martha no huye ni actúa: simplemente está, y esa forma de estar (sin pertenencia, sin relato, sin recompensa) es ya, en sí misma, una forma de insumisión.
Berlín aquí es el reflejo de una Europa en la que el pasado se adhiere como el moho y el presente no ofrece refugios. Y es en ese margen donde Martha se convierte en figura universal: la de quienes habitan el mundo sin encontrar su lugar.
El epílogo final (“Notas sobre el proyecto de Las ciudades”) aclara la lógica del proyecto de Tavares. Lo que se propone es “alcanzar cierta ciencia narrativa de las ciudades” porque son el escenario donde la humanidad revela sus formas más extremas. Leídas a la luz de esta nota final, las tres historias anteriores se revelan como experimentos éticos. Bucarest, Belgrado, Berlín: tres escenarios, tres modos de enfrentarse a la disolución del sentido. Y sin embargo, en todos hay una constante: la persistencia del gesto humano. No como refugio, sino como afirmación. No para aliviar, sino como ejercicio mínimo de dignidad.
“Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest” no es un libro sobre ciudades, ni sobre política, ni siquiera sobre historia. Es un libro sobre lo que permanece cuando todo eso falla, lo que persiste cuando las estructuras simbólicas se derrumban. Tavares nos propone reconocer una forma de perseverancia.
Que no haya (o no se vea) luz al final del camino no quiere decir que no haya camino. Y hay quien lo recorre cargando a su madre muerta, transportando una estatua de Lenin, o mirando una foto que no puede olvidar, o simplemente observando Berlín como quien observa un museo. Ese es el corazón del libro. El resto es literatura.
Gracias, Gonçalo M. Tavares. Gracias, Rita da Costa (traductora)
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