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miércoles, 20 de agosto de 2025

Vuelo a la sombra (Anna Ruchat)


Si le gusto lo suficiente, ¿volverá?, piensa la niña


Lo que duele busca lenguaje como un hueso roto busca escayola: algo que lo sujete mientras cruje. El duelo no siempre se supera, pero a veces encuentra cómo expresarse, por eso diversos lenguajes (música, pintura, cine) ofrecen formas de estar con la pérdida sin desaparecer en ella. También en la escritura hay muchas voces que han hablado desde el duelo… y no se parecen tanto como podría pensarse. Esa diversidad en un tema tan universal me fascina.


Entre todos los modos posibles de contar el duelo, Ruchat eligió uno en particular. Olvidémonos de la narrativa lineal, esa cómoda autopista que nos lleva de A a C pasando por B. Aquí hay una polifonía autobiográfica fragmentaria donde el trauma se reconstruye desde tres momentos: infancia observada desde fuera, la voz ficcionada del padre durante el accidente y luego la hija adulta. Ruchat sabe que el duelo merece su propio laboratorio narrativo


Ruchat elige un nombre distinto para la protagonista (Sofía, no Anna), un recurso que le permite distanciarse de su biografía y transformar la experiencia personal en materia narrativa. Ese nombre crea un alter ego que facilita la exploración con mayor libertad creativa, evitando la identificación total con el yo real.


Su infancia estaba atravesada por algo que nadie supo contar bien: la muerte del padre en un accidente de avión. La niña no hace preguntas pero percibe la ausencia, aunque las palabras que recibe no organizan la pérdida, solo la multiplican. Lo que se instala es una sospecha: lo roto no es la historia, sino la forma de transmitirla. Desde ahí se empieza a formar la voz que escribe. Ese desajuste no se corrige con el tiempo, sino que se convierte en forma de mirar. La ausencia del padre no es vacío dramático, es la presencia que moldea la identidad.


La niña tiene una doble herida: el dolor no escuchado y la culpa por sentirlo. Se le niega ese derecho porque era demasiado pequeña, ni siquiera tenía lenguaje. Ese sufrimiento se convierte en un conflicto de legitimidad emocional: no basta con sentirlo, hay que justificarlo, defenderlo. No solo no la autorizan a dolerse, sino que asume el deber de proteger a quien sí tenía derecho: la madre. A Sofía no la dejan ser huérfana del padre, se le impone ser testigo de un duelo ajeno que la deja sin espacio para sufrir. 


¿A quién pertenece un duelo? Esta pregunta no es un reproche, pero es una verdad emocional brutal: cuando alguien sufre de forma tan legítima, tan visible y devastadora, los demás duelos parecen menores. Se inhabilitan, se les niega lugar porque alguien decide que no había espacio para ellos. Pero existen y, además, nos moldean.


Esa niña observada desde fuera se convierte en figura doble: es sujeto de duelo, pero también objeto de narración. Lo que se narra no es lo que vivió, sino lo que se le ve vivir (ni siquiera en su recuerdo puede ser del todo ella). Decir que este libro es frío es no haber entendido nada: pocas cosas hay más obstinadas y tiernas que ese gesto de ir hacia el cuerpo del padre, hacia la espera de la niña. Esa espera es el centro.


El lenguaje técnico y la infancia conviven desde el inicio, la catástrofe está inscrita sin ser comprendida del todo. Las frases del informe no son documento externo ni cita dramática: son parte del tejido narrativo. El lenguaje oficial no basta pero no puede excluirse, de hecho convive con el duelo y sostiene su respiración. Por eso Ruchat juega con la tensión entre lo técnico y lo íntimo, entre el silencio y la palabra, entre la niña y la adulta. Nos obliga a navegar esa discontinuidad, a convivir con la ausencia y la incertidumbre que el texto exhibe con honestidad.


Cuando la narración parecía asentarse en la infancia de Sofía, irrumpe una voz nueva: la del padre. Esa voz funciona como una interrupción, no como una continuidad. Es una ficción construida desde la documentación. Y la hija adulta parece moverse entre ambas figuras como si intentara unir lo que no puede tocarse: la imagen inmóvil de la niña y la imagen ausente del padre.


Hacia el final hay un hallazgo que no ofrece una revelación, sino una colisión: una fotografía basta para interrumpir todo relato previo y permite, paradójicamente, lo que no había sido posible hasta entonces: decir que el padre era un hombre. La materialidad de esa imagen (inhumana en su crudeza) representa la imposibilidad de seguir esquivando la verdad, ya no hay nada más que buscar. Y ese es el verdadero fin del duelo.


En ese momento las tres edades de Sofía no se reconcilian: llegan juntas. La niña que no preguntó, la adolescente que buscó sin encontrar y la adulta que ya no puede dejar de mirar. Ninguna tiene toda la historia, pero una fotografía precipita la fusión. Y, juntas, sostienen el duelo hasta que puede cerrarse. Expediente cerrado, archivo concluido. Gran libro, gran lectura.


Gracias, Anna Ruchat. Gracias, Pablo Ingberg (traductor)


©AnaBlasfuemia




domingo, 17 de agosto de 2025

A corazón abierto (Elie Wiesel)


Pertenezco a una generación que ha aprendido que, cualquiera que sea la pregunta, la indiferencia y la resignación no constituyen la respuesta

A corazón abierto” no es solo el testimonio de una vida: es un latido de gratitud que no cesa, una pregunta que no tiene respuesta pero que debe seguir formulándose. Es también un acto de amor, una plegaria cargada de dudas, un llamado urgente a no permanecer indiferentes. Wiesel escribió estas páginas después de una cirugía cardíaca de urgencia, a los 82 años, con el cuerpo frágil y el corazón literalmente abierto, pero con la voz y la memoria intactas, encendidas. Y lo que deja en estas pocas páginas es un mensaje que conmueve hasta las lágrimas: una defensa radical de la vida, de la bondad, del otro, incluso en la oscuridad más absoluta.


No negué la existencia de Dios, pero dudé de su justicia absoluta


La relación de Wiesel con Dios es uno de los ejes más profundos y conmovedores del libro. No es la fe de quien repite dogmas ni es una fe pasiva, es una fe herida, marcada por el horror y la pérdida, llena de preguntas y gritos, llena de reproches, y sin embargo, presente. Una fe que no se entrega al consuelo, sino que asume la responsabilidad. Wiesel no niega a Dios, pero lo confronta. Su fe es una batalla: no es una certeza, es una lucha. Duda, pregunta, acusa. Y esa lucha no lo aleja de Dios, sino que lo mantiene en un diálogo abierto, doloroso, profundamente humano.


Wiesel no se refugia en su dolor sino que elige abrir el corazón. Elige el amor y la gratitud. Hay un momento que me desarma, cuando su nieto de cinco años le dice: “Abu, tú sabes que te quiero; y yo sé que te duele mucho. Dime: si te quisiera más, ¿te dolería menos?" Esta frase, tan inocente, es toda la ternura del mundo condensada en una pregunta. Wiesel no responde, pero en su libro está la respuesta: sí, el amor no borra el dolor, pero lo acompaña, lo abraza, lo hace más humano.


Optar por la gratitud no significa olvidar el mal ni negar el sufrimiento. Wiesel no es ingenuo: ha vivido el Holocausto, ha perdido a su familia, ha sufrido en su propia carne el horror. Y aun así (o precisamente por eso) opta por agradecer. Agradecer por estar vivo, por tener a su mujer, a su hijo, a su nieto. Agradecer por la palabra, por la memoria, por la posibilidad de seguir contando.


Creo en el hombre a pesar de los hombres. Creo en el lenguaje, aunque haya sido maltratado, deformado y pervertido por los enemigos de la humanidad. Y sigo aferrándome a las palabras, porque nos corresponde a nosotros transformarlas en instrumentos de comprensión más que de desprecio. Tenemos que escoger si deseamos servirnos de ellas para maldecir o curar, para herir o consolar


Leer esto hoy, cuando predomina el grito, el insulto, el desprecio, la manipulación y el engaño, es un recordatorio urgente: las palabras importan. El amor importa. La bondad importa. La bondad no es instinto: es decisión ética y por eso Wiesel cree en el hombre a pesar de los hombres y cree en las palabras a pesar de su corrupción. Y elige no callar, no resignarse, porque hay urgencia por no permanecer indiferentes.


Hoy, más que nunca, debemos gritar. No podemos entregarnos a la comodidad de la indiferencia. No podemos callar ante la injusticia, la violencia, el odio. Porque callar es traicionar, resignarse es rendirse y cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad de no cerrar los ojos. Wiesel eligió y yo también quiero hacerlo: no callar, no resignarme, no ceder terreno al horror. 


Este libro es una llamada a vivir despiertos, a mirar de frente, a aferrarse a la compasión y la memoria, incluso cuando duela. Nos emplaza a una responsabilidad: importa cómo usamos nuestras palabras. Las palabras pueden ser cuchillos o ser abrazos. Podemos elegir.


Un instante antes de morir, el hombre todavía es inmortal


Mientras hay aliento, hay posibilidad. Incluso al borde de la muerte, somos más que cuerpos: somos memoria, somos palabras, somos amor. Este libro me ha emocionado, no solo por lo que dice, sino por cómo lo dice: con una bondad que desarma, con una fe que no es ciega, con una ternura que es un bálsamo.


Y sobre todo, me quedo con esto: la gratitud como resistencia. La bondad como un acto revolucionario. La palabra como un instrumento de consuelo. La memoria como un deber. La vida, a pesar de todo, como una ofrenda.


Gracias, Elie Wiesel. Gracias, Mercedes Huarte Luxán (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 13 de agosto de 2025

Desde el jardín (Jerzy Kosinski)

 

Mientras los demás lo miran y se dirigen a uno, se está a salvo


Desde el jardín” es uno de esos libros que te recuerdan que la realidad es bastante más absurda de lo que creemos y que la mayoría no nos estamos enterando de nada. Jerzy Kosinski, que suena a polaco que te mueres (de hecho, lo era) no escribió un tratado de jardinería. Aunque, visto el panorama, tampoco habría estado de más.


El título puede despistar. Suena a bucólico, a mariposas y a ancianitos cultivando plantas y tomates y compartiendo sabiduría con los pájaros. Pero no. O sí, pero a la manera de Kosinski: con un pie en la farsa y otro en la demolición controlada del sentido común.


Chance es un hombre que ha pasado toda su vida encerrado en una mansión cuidando un jardín. Su mundo es el jardín. Si le hablas de economía, te responde hablando de la fotosíntesis. Si le mencionas la política, contesta algo de la poda de invierno. No ha salido jamás a la calle a comprar el pan, ir al médico o respirar aire que no huela a geranio. Lo poco que sabe del mundo es lo que ve en la tele. Es como si yo viviera mi vida viendo los telediarios y creyéndome que España es solo tertulias de Abascal, los delirios de Feijóo y las declaraciones de la Ayuso.


Y de repente, se muere el dueño de la casa. Y Chance, que no sabe ni cómo funciona un recibo de la luz, sale a la calle. Imaginaos el choque: como si a un concursante de Gran Hermano lo sueltan en la Bolsa de Wall Street. Un caos.


Por accidente, supervivencia o puro azar, ese simple jardinero es catapultado a los salones del poder. Lo atropella un chófer y lo recoge un pez gordo. Y por una serie de malentendidos de los que se alimenta la comedia humana, todo el mundo lo toma por un hombre profundísimo, un genio de esos que habla poco porque piensa mucho. ¿Por qué? Porque repite lo que ha oído en la tele, pero lo dice con la candidez de quien no tiene ni idea de lo que está diciendo. Y claro, para la élite eso es maná: “¡Qué profundidad! ¡Qué visión tan original! ¡No como los pelmazos de siempre!”


Cada frase suya, cada metáfora botánica, es interpretada como una gran reflexión filosófica. Él habla de podar rosales y ellos escuchan una disertación sobre corrupción política. Lo brillante del asunto es que Chance nunca ha querido decir nada. Pero ahí están los poderosos, dispuestos a entenderlo todo por él. Es como si yo ahora me pongo a repetir anuncios de lavadoras y me invitan a la radio para dar consejos sobre limpieza.


La genialidad de Kosinski está en mostrar cómo un hombre que no tiene ideas complejas de nada, más allá del conocimiento de su jardín, acaba convertido en referente. Si eso no es un retrato fiel de la sociedad que hemos fabricado, no sé qué lo será. Aquí el que menos sabe es quien más pontifica y al que más pontifica lo sientan el primero en el sillón con vistas a una puerta giratoria.


¿Somos todos como Chance, encerrados en nuestros pequeños jardines mientras el mundo nos interpreta como le conviene? ¿O somos los que interpretan, buscando sentido y profundidad donde solo hay alguien que riega sus petunias?


Desde el jardín” es una bofetada con la mano abierta a la vacuidad del poder, a cómo la imagen devora a la sustancia. Kosinski nos advierte: la realidad es una farsa, la verdad es interpretable. Y tú te ríes, pero es esa risa nerviosa que provoca la sátira cuando acierta demasiado. Porque a veces basta escuchar según qué discursos para preguntarse: ¿por qué aplauden? Si no ha dicho nada. O ha mentido más que las etiquetas de “light”.


Si después de leer “Desde el jardín” os da por cultivar geranios, pues al menos tendréis algo bonito que mirar mientras el mundo sigue girando... o yendo de culo y sin frenos, que es lo más probable.


Yo, por si acaso, me voy a buscar un jardín. A ver si me sale alguna frase profunda mientras quito malas hierbas, aunque lo más probable es que lo único que saque sea un dolor de espalda decente.


Gracias, Jerzy Kosinski. Gracias Nelly Cacici (traductora)


©AnaBlasfuemia




sábado, 9 de agosto de 2025

El señor peludo (May Sarton)

 

La casa, en su ausencia, no era exactamente un hogar


Lo de Nabokov y Vera cuidando a Tom Jones no es solo una anécdota excéntrica que aparece en el prólogo de la propia May Sarton: que esa historia la cuente con un tono tan despreocupado (como quien dice “y un día lo dejamos con los vecinos”) da una pista del tipo de mundo afectivo en el que vivía: uno donde la literatura, la amistad, la casa, el cuidado y el arte no estaban separados.


Bien es cierto que parece más bien una ficción delicadamente implícita, una especie de broma privada entre Sarton y el lector, donde el guiño no está en la veracidad, sino en la complicidad. Es una invención plausible y es parte del pacto de lectura que Sarton establece desde el prólogo, una especie de guiño mayéutico: “no me creas, pero créeme igual”. Creo entender el tipo de gesto que esa mención encierra: como si dijera “mi gato es digno de Nabokov”.


El señor peludo” empieza con un gato callejero, sin nombre, sin collar y con más independencia que un adolescente en verano, que un día decide que ya está bien de dormir en contenedores y que igual, solo igual, no está tan mal eso de tener una casa… siempre que la casa esté a la altura, claro. Así nace esta historia: con una elección.


El gato comienza a buscar un hogar. Prueba con una anciana amable, pero ya tiene gato. Lo intenta con una mujer que lo llena de besos, pero no respeta sus tiempos. Hasta que encuentra una casa silenciosa, con dos mujeres que lo dejan comer sin mirarlo y no le apretujan con abrazos no solicitados. El gato ha ido tanteando humanos y no se entrega por hambre, se entrega por criterio.


En el momento en que Voz Brusca propone “Tom Jones” como nombre, el gato se queda muy complacido al escucharlo. Y eso marca un gesto precioso: la dignidad no viene de recibir un nombre, sino de reconocerlo como propio. Y el hecho de que el nombre provenga del libertino literario de Fielding es un chiste culto y, al mismo tiempo, una señal de pertenencia: es un gato con historia, con linaje literario, con una mezcla de descaro y estilo. 


Y, así, Tom Jones se convierte, poco a poco, en el señor peludo. No porque alguien lo domestique, sino porque empieza a querer esa casa, esas voces, esa forma nueva de estar en el mundo. Sarton lo cuenta como si lo desmenuzara para un gato curioso: con lo justo, sin envolver y directo al plato. Al señor peludo le da pensamiento, dignidad y tiempo. Y es que Sarton tenía un máster en gatología. Y ojo, que tiene su punto de mala leche, su ironía fina. El tono un tanto brusco de Sarton evita que el libro caiga a veces en lo sacarino o infantil, lo cual es de agradecer. Porque un gato demasiado dulce es sospechoso.  


Convivir con un felino es una sucesión de negociaciones en las que siempre pierdes tú. ¿Quieres leer? Cleo y/o Cuquín se tumban en el libro. ¿Quieres dormir? Deciden que es hora de la carrera nocturna o que ya toca levantarse (aunque sean las seis de la mañana). ¿Quieres privacidad en el baño? Ambos opinan que mejor en compañía. ¿Quieres escribir en el ordenador? Cuquín decide que el teclado es un buen lugar para echarse una siesta y Cleo confunde el cursor con una mosca.


Amar no basta si no sabes cómo se deja amar el otro.


Post-scriptum gatuno:


Soñamos con tejados que no existen. No porque no podamos subir, sino porque ya no hay mundo arriba. Nacimos en la versión editada del caos: mantitas dobladas, platos que se llenan sin cazar. Pero algo nos repta por el lomo cada vez que leemos a un gato que sí conoció el abismo sin traducción.


Sabemos cuándo un lugar deja de ser territorio y empieza a ser tregua. No por el calor (aunque se agradece) ni por el cuenco lleno. Es otra cosa, es que te mires con alguien sin tener que justificarte. Que nadie te quite la silla aunque no tenga nombre. Que te dejen pasar el día en modo estatua sin acusarte de tristeza. Que un dedo se acerque, pero sin invadir. Que haya más juegos y juguetes que en una guardería. Tom encontró algo así. No diremos “hogar”. Diremos: espacio ganado.


No lo celebramos. Somos gatos. Pero alguien nos vio pestañear al mismo tiempo y eso es lo más cerca que vamos a estar de una ovación.


Cleo (con una uña fuera, pero solo una)

Cuquín (tumbado, pero procesando)


Gracias, May Sarton. Gracias, Blanca Gago (traductora)


©AnaBlasfuemia

domingo, 3 de agosto de 2025

Espía de la primera persona (Sam Shepard)


 “¿Hay algún modo de sanar el presente?”

Con frecuencia, vuelvo a visionar la película “París, Texas” casi como un ritual. No entiendo del todo la razón (o tal vez sí pero no quiero contarla), pero sé que algo en esa historia (la lentitud, el silencio, la dificultad de volver, el hombre que no recuerda, la mujer detrás del cristal) me daña sin que yo lo controle. El guionista de “Paris-Texas” es Sam Shepard. Cuando conocí la existencia de este libro, supe que tenía que acudir al encuentro de esa voz que narra la pérdida con contención y la búsqueda con pudor. Y aquí estoy, sabiendo que esa misma voz que prefiere dejar preguntas antes que explicaciones tenía algo que decirme y que me iba a tocar la fibra.


Shepard estaba enfermo cuando escribió este libro (falleció al poco de terminarlo). Y esa enfermedad (la ELA, que le fue apagando la voz, las manos, el cuerpo entero) se convirtió en parte misma de la escritura. Al principio aún podía escribir a mano; más adelante grababa pasajes con esfuerzo; al final dictaba frases que otros transcribían, en una especie de coreografía íntima entre el habla que resiste y la escucha que cuida.


El pulso rítmico de “Espía de la primera persona” es el de quien sabe que cada frase puede ser la última. La escritura se vuelve seca, breve, casi lacónica, pero no es un recurso de estilo: es la forma inevitable que toma un cuerpo que ya no puede extender el aliento, la respiración irregular de alguien que tantea un mundo que ya no obedece. 


Hay algo estremecedor en el desdoblamiento del yo, que salta de la primera a la tercera persona, del observado al observador. Como si Shepard necesitara alejarse de su cuerpo para poder soportarlo o para poder escribirlo sin robarle la verdad. La voz narrativa no es un monólogo, sino un diálogo tácito entre dos presencias: el yo enfermo, presente en cada respiración, y el ojo atento que escudriña con distancia.


Lo que conmueve no es la estructura, sino lo que esta deja al descubierto: una conciencia escindida, entre el agotamiento y la lucidez. Shepard se convierte en su propio espía, solo desde fuera parece posible soportar lo que le ocurre por dentro. Esa distancia no anestesia ni aleja, sino que da forma. Es una mente que observa, se observa, recuerda, duda, y salta.


En la obra de Shepard el desierto nunca fue solo geografía, supo hacer del terreno árido una especie de verdad desnuda y aquí esa aridez se interioriza. Ese paisaje vuelve como textura anímica: lo árido del terreno refleja lo que queda del cuerpo y, en lugar de enmarcar, se disuelve en la conciencia enferma. El mundo visible no parece describirse, sino que traduce lo que pasa dentro. Lo que Shepard parece decirnos es: “yo ya no sé dónde estoy, pero sigo colocando banderas” (escribir como forma de dejar migas). A veces no sabes si lo que lees es un recuerdo o una escena real, pero tampoco importa… así es el mundo cuando se va.


El texto pone en tensión dos temporalidades: el pasado como algo que “se desmenuza”, que no aparece de golpe, sino a retazos, por partes, con fisuras; y el presente como una experiencia extrañamente despersonalizada, de absoluto anonimato. Esto tiene una fuerza brutal porque no se trata de la nostalgia típica ni tampoco la exaltación del mindfulness, es una especie de vértigo ante la desintegración de toda cronología: un presente sin sujeto, un pasado sin continuidad. Los recuerdos son convocados como si el narrador ya no perteneciera del todo al mundo al que mira.


Shepard se pregunta: ¿en qué consiste exactamente la experiencia del presente? Y no es una pregunta retórica ni está filosofando por deporte: está buscando un punto de anclaje en una conciencia que se deshilacha. Es el escritor-guionista que sabe que tiene que dejar señales, como si cada frase fuera una piedra blanca en el bosque de su desmemoria. Shepard no escribe desde la metáfora del mapa porque ya hasta el paisaje es una brújula incierta, sino que escribe desde la urgencia de no perderse.


Él quería saber si se puede curar el presente. Pero no lo hace como víctima, sino como alguien que está desmontando la máquina del tiempo desde dentro. No hay respuesta y por eso lo suyo es un lamento contenido, un grito en sordina por la atención (y yo diría que por una vida que no quiere extinguirse): la atención entre los vivos. Del uno al otro. Del ahora al siguiente ahora.


Es, literalmente, una escritura en agonía, pero no una escritura agónica, porque hay ternura, cuidado por el lenguaje, deseo de precisión. Shepard escribió con una humildad admirable y lo hizo desde un cuerpo que ya no podía sostener las frases largas, pero aún quería sostener el mundo.


No escribió su último libro en soledad. En los meses finales, fue dictando sus frases a su familia, que transcribían con cuidado. Patti Smith estuvo cerca, revisando con él el manuscrito, en un acto que era más de amistad que de edición. Se creo un espacio de intimidad y cuidados: silencios que conversan, gestos pequeños, delicados, gracias a los cuales este libro existe. Esa presencia discreta se nota también en la escritura: alguien que puede seguir hablando no porque tenga fuerzas, sino porque hay una red de apoyo, una respiración común. Y porque otros le escuchan. 


Espía de la primera persona” es casi insoportable de hermoso y de triste. Algunas críticas han dirigido sus dardos a que esa voz rota, dictada entre respiraciones, juega al enigma estético y que la fragmentación es excesiva. Que es críptico o incluso pretencioso. A mí estas opiniones me parecen de una ceguera crítica tremenda. Como si los lectores no pudiéramos soportar que alguien muera sin pedir perdón por ser literario.


Gracias, Sam Shepard. Gracias, Mauricio Bach (traductor)


©AnaBlasfuemia