“Tened en cuenta que el tiempo no pasa; el tiempo empieza”
Hermida Editores tiene esa querencia por los márgenes, los libros raros y autores de culto que inevitablemente me atraen. “La ciudad amurallada” es una apuesta por ese tipo de libros que apuestan por lo emocional, lo filosófico y lo estilístico.
Iglesias no busca entretener a un lector que busca distopías de catálogo, sino plantear un dilema personal: cómo se vive cuando el mundo ha sido reducido a un experimento de control social donde incluso la nostalgia se gestiona desde arriba, cuando el Estado decide no solo lo que haces sino lo que imaginas, lo que recuerdas, lo que te permites desear.
La Ciudad Amurallada es un territorio en el que la obediencia ya ni siquiera se discute porque ha pasado al plano de lo natural, como si la muralla fuera una prolongación biológica del cuerpo, un límite asumido sin reflexión. Es decir, la distopía no como espectáculo, sino como anatomía de la pasividad. Una ciudad cerrada, explícitamente represiva, que se asume como prisión.
La Ciudad Abierta añade una ironía perversa: la libertad convertida en espectáculo retro, simulacro de ciudad del siglo XX donde se puede experimentar “días de libertad” como quien compra un pack turístico. La crítica de Iglesias no se dirige entonces solo a los totalitarismos explícitos, sino a las versiones dulcificadas con que las democracias contemporáneas venden su propia imagen. La libertad como consumo, la memoria como parque temático, la ciudad abierta como jaula transparente.
Esa duplicidad es brillante: la libertad clausurada y la libertad artificial son dos modos distintos de sometimiento. Iglesias no contrapone opresión y emancipación; contrapone opresión explícita y opresión edulcorada. Las dos ciudades son espejos de nuestros sistemas políticos contemporáneos: el totalitarismo que amenaza desde fuera y el simulacro que nos anestesia desde dentro.
El protagonista, J. Solo, es un detective que no es héroe ni antihéroe: es un hombre que carga con esa manera tan cansada de cruzar el mundo que tienen los personajes que no creen ya en el orden que defienden. Su búsqueda de Lara tiene algo de gesto iniciático, pero no iluminador. Veinte años después ya no queda de él más que un mito, una sombra instrumentalizada por otros, y entonces surge la idea de la identidad convertida en relato impuesto, la vida absorbida por la narración de quienes sobreviven.
El tiempo convierte a los personajes en trozos de memoria, en signos utilizados por otros, en cuerpos desgastados, en relatos compartidos. Ese salto temporal es una forma de decirnos que la resistencia (como la escritura, como la vida) nunca es lineal: deja restos, dudas, mitologías, traiciones, confusiones sentimentales.
Iglesias se separa de la distopía industrial al introducir (con los textos de Lara) una capa de intimidad simbólica que nos obliga a salir del argumento y entrar en una zona más incierta, más literaria, donde la historia se fragmenta y el sentido se desplaza. Es un recordatorio de que el poder se combate también desde la imaginación, desde la elaboración de una lengua que no se pueda administrar ni domesticar. Lara es el punto donde la trama política y la emocional se bifurcan y se contaminan.
Hay en Iglesias una desconfianza ante el relato oficial de la realidad y, al mismo tiempo, cierta melancolía por la posibilidad de un gesto individual que modifique algo, aunque no se vea. No hablo de esperanza, hablo de la insistencia en que seguir pensando, seguir escribiendo, seguir recordando, es ya una forma de resistencia.
“La ciudad amurallada” provoca la sospecha de que estamos más cerca de esa muralla de lo que nos gusta admitir; de que la vigilancia, la desinformación, las ciudades temáticas del bienestar, la nostalgia como anestesia, no son futuros remotos sino modos ya activos de nuestra vida cotidiana. Todo apunta a una sensación casi íntima: la de vivir en un mundo que exige obediencia y a la vez te priva de sentido.
Y es en esa intersección entre el relato distópico y la vida emocional donde el libro rasca más: esa mezcla de cansancio del mundo, de lucidez triste, de pregunta ética sin respuesta fácil. Ese lugar en el que una sabe que no va a cambiar el sistema, pero se niega a dejar de pensar por dentro. ¿Qué murallas hemos naturalizado, qué formas de control nos parecen “normales”, qué libertad consumimos sin cuestionar su procedencia?
Gracias, Eduardo iglesias
