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jueves, 31 de julio de 2025

Amada y perdida (Susie Boyt)

 

No puedo soportar que ella no quiera ser mi hija


Ese es el drama: el amor que duele, la imposibilidad de soltar y la paradoja de querer a alguien que no puede corresponder. “Amada y perdida” se adentra en la siempre compleja dinámica de dar y recibir cuidados, la deuda emocional entre madres e hijas y la posibilidad de reparación a través de la crianza de la siguiente generación.


Durante bastantes páginas pensé que iba a ser un buen libro. Ruth parecía saber cómo medir el dolor porque hablaba desde la preocupación serena y la ternura tozuda que solo una madre cansada y fiel puede sostener. Criaba a su nieta mientras su hija, Eleanor, lidiaba con una adicción que la había alejado de todo. 


El enfoque en un universo femenino, donde los hombres son figuras marginales o ausentes, es una elección que subraya la ambivalencia de los vínculos maternofiliales. El tema no es menor: la ruina emocional que deja la adicción en quienes rodean al adicto. La maternidad atravesada por el vacío de una hija viva pero inalcanzable. Es un duelo ambiguo, nadie está muerto, pero la persona está y no está, un duelo sin cuerpo ni ritual, donde la pérdida se filtra en cada gesto diario, en la cotidianeidad del día a día. Ahí el libro se sostenía con dignidad, en ese velatorio sin cadaver.


El lenguaje figurado, muy presente en toda la narración, ayuda a sortear el dramatismo sin diluir el peso real de lo vivido. Hay comparaciones ágiles, inesperadas a veces, pero nunca pretenciosas. Permiten que Ruth piense con libertad, sin quedar atrapada en el dolor. Eso me hizo leer con soltura, sin la sensación de estar metida en un lodazal sentimental. Y en ese tono confié.


Pero, a medida que leía, empecé a sentir una especie de desinterés narrativo por lo que, en teoría, era el núcleo emocional de todo: Eleanor. No porque no estuviera presente (su ausencia, su adicción, sus decisiones marcan cada gesto de Ruth), sino porque el libro no parecía querer mirar más allá. Se contaba su deterioro desde fuera, como si ahondar en ese sufrimiento y en su origen hubiera sido un exceso. Parecía que Boyt no quería mancharse las manos en las causas de la adicción y ahondar en ellas. 


Claro que podemos aceptar que no hay explicación fácil para la adicción, y no se trata de justificarla, pero tampoco de borrarla. Si lo que está en juego es el dolor de una madre ante una hija ausente por adicción, pero esa hija se mantiene todo el tiempo como una sombra, es que algo falla.


La estructura que al principio parecía firme fue dejando atrás lo más importante por falta de decisión narrativa. La debilidad de este libro, para mí, fue esa indecisión entre dos núcleos temáticos que exigen, cada uno, una profundidad distinta y una lógica emocional propia: el duelo inacabado por una hija viva, arrasada por la adicción; y el vínculo de cuidado con la nieta, que era una vía de reparación, una forma de sostener el amor cuando el daño con la hija se vuelve irreversible.


El problema no es la coexistencia de ambos temas, sino que Boyt no termina de decantarse: no profundiza en la oscuridad de Eleanor ni en la complejidad real del vínculo con Lily. Lo que en teoría podría ser una tensión fecunda se convierte en dispersión y esa dispersión emocional, lejos de enriquecer el relato, lo debilita. Tuve la sensación de que lo esencial se escapaba por no darle el espacio necesario.


Por eso me fui distanciando, no fue de golpe ni con rabia, sino como cuando se abandona algo que pierde credibilidad. Una lectura que empecé con interés sincero y terminó con decepción creciente. Lo terminé, eso sí, pero ya desconectada. No se trata de juzgar un libro, sino de escribir con honestidad lo que me hizo sentir, pero también lo que me dejó de hacer sentir.


No era decente recibir las dificultades de otras personas como si fueran una afrenta o un arma


Gracias, Susie Boyt. Gracias, Magdalena Palmer (traductora).


©AnaBlasfuemia

domingo, 27 de julio de 2025

Dos vidas (Emanuele Trevi)


Las verdaderas revoluciones son transformaciones: de lo que ya sabemos, de lo que siempre hemos tenido delante. Porque solo es verdadero lo que nos pertenece, aquello de lo que venimos


No llegué a “Dos vidas” buscando a Trevi ni a Rocco. Llegué siguiendo una semilla: la de Pia Pera. Había leído “Aún no se lo he dicho a mí jardín” y quise saber más de ella, como si su jardín me llamara desde lejos. Me había conmovido su manera de mirar la muerte, no como un abismo, sino como una raíz que se hunde en la tierra.


Terminada la lectura, me siento a escribir mientras suena de fondo el Concierto para violín y orquesta en D Major, opus 61, de Beethoven. Es como si cada recuerdo de Rocco, Pia y Trevi se ordenara, se atenuara o se desbordara al compás de ese violín que no impone, pero acompaña. Mientras escribo, la música crea una cámara interior donde las palabras encuentran su tono justo, su latido.


Lo que Trevi escribe no es una biografía doble ni una elegía. Es algo más más íntimo: una forma de presencia. No reconstruye a través de la escritura, sino que da forma a lo que se desvanece. En este caso, dos voces que ya no están: la de Pia Pera y la de Rocco Carbone. Amigos, compañeros de ruta que marcaron una época de la vida de Trevi y que se han ido antes de tiempo.


Hay en “Dos vidasuna meditación íntima sobre la amistad, la escritura y el modo en que habitamos (y somos habitados por) las vidas ajenas. Trevi no pretende reconstruir el pasado, lo que hace es escucharlo, con una atención tan afinada que parece que cada frase ha sido escrita para no romper algo frágil. Porque se habla de dos fallecidos (Pia y Rocco), pero no para clausurar su memoria sino para dejarla vibrando, como una música que sigue sonando aunque no sepamos ya quién la toca.


Trevi no une a Rocco y Pia por sus semejanzas, sino que los contrapone. Pia es la reserva espiritual, la interioridad contemplativa, la que convierte la enfermedad en jardín. Rocco es la energía incandescente, el escritor de estilo puro, casi doloroso, que persigue una autenticidad sin concesiones. Y él, Trevi, se sitúa en medio, intentando comprender sin juzgar. No los convierte en figuras ejemplares: los mantiene humanos, contradictorios, hermosos en su imperfección.


Rocco Carbone irrumpe con una intensidad que no admite término medio. En su retrato hay vértigo, fuerza, una tensión perpetua entre lucidez y precipicio. Trevi no lo idealiza, sino que lo revive, lo examina, lo deja arder. Con Rocco, la relación fue eléctrica porque era brillante pero errático; culto, pero insaciable. Excesivo, contradictorio, desordenado y desarmante, Rocco era exceso y búsqueda, radicalidad, una ética feroz de la literatura. Había en él una incapacidad de fingir lo que no sentía, de negociar con lo mediocre, de tolerar el adormecimiento. Era tensión pura.


Trevi no intenta embellecerlo. Nos lo presenta con sus aristas, con su velocidad, esa mezcla de agresividad intelectual y necesidad de reconocimiento que lo hacía magnético y exasperante. Su muerte no clausura esa intensidad: la cristaliza. Pienso en lo difícil que debió de ser corregir un manuscrito póstumo sin traicionar al amigo. Convertirse, como dice Trevi, en su “prótesis”, su médium involuntario, la mano que sigue escribiendo por él. Es un acto de fidelidad extrema y  honesto: cuidar la voz de quien ya no puede defenderla.


La figura de Pia Pera irradia otro tipo de presencia. No es menos honda, pero sí más callada. La música se ha hecho más lenta ahora, el violín parece retroceder, como si respirara con la tierra. Pia es esa respiración. Su jardín, sus últimos libros, su manera de mirar la vida mientras el cuerpo se debilitaba, son una forma de resistencia sin épica. Pia se volvió jardín, no solo como metáfora, sino como modo de estar. Trevi la mira con la delicadeza de quien ha comprendido que hay verdades que solo florecen en silencio. Escribe sobre ella con una devoción que es también pudor. Hay entre ella y el mundo un acuerdo tácito: no hablar de la enfermedad, seguir cuidando lo vivo. Pia permaneció junto a su jardín hasta el final, no para aferrarse a algo, sino para entregarse con lucidez a lo que aún vivía.


Trevi admira en Pia una integridad que no necesita afirmarse. Una belleza interior que se intensifica a medida que el cuerpo declina. Encuentra en su escritura una forma de poesía que no depende del verso, sino de la mirada. Esa escritura, donde se mezclan jardinería, filosofía, dolor y ternura, es para él una cima, no por su perfección estilística, sino por su verdad. Pia nunca embellece su decadencia y Trevi, al recordarla, no la idealiza: la sigue como quien escucha una música que aún resuena, aunque el instrumento haya callado. Trevi extrae de esa forma de estar en el mundo una lección: hay maneras de desaparecer que son, también, formas de permanecer.


Y está, por supuesto, el propio Trevi. No como narrador, sino como tercera vida: la que escribe, recuerda y duda. El violín se detiene un instante, hay una pausa, luego vuelve con una nota larga, sostenida. Ahí, justo ahí, se instala Trevi. Ya ha vivido más que sus dos amigos, ya los ha perdido, ya ha intentado nombrarlos. Pero lo que queda no es certeza, es pregunta: ¿Existieron de verdad? ¿Qué queda de ellos más allá de sus nombres? ¿Y si lo que creemos recordar no es más que el eco de lo que ya no somos?


La imagen de ir dejando atrás las islas de lo que fuimos, tiene ahora para mí un murmullo distinto. Con la música aún sonando, imagino ese mar lleno de luces tenues, de sombras antiguas. No hay nostalgia, hay una aceptación grave. Para Trevi escribir no es cerrar heridas, sino mantenerlas abiertas sin que sangren, permitir que sigan latiendo. 


El largehtto va muriendo lentamente. Una nota se alarga como si no quisiera desaparecer del todo. Y en ese desvanecerse (sin solemnidad, sin ruido) se cuela también lo que este libro deja en mí. No sé si he entendido mejor a Rocco, a Pia o a Trevi, pero sí sé que, mientras escribía esto, todo seguía latiendo. Que había una música que no era solo de Beethoven. Era la música del recuerdo, de lo que persiste, de lo que ya no está y sin embargo se escribe.


La música marcó el ritmo de mi escritura de la reseña y aparece en el libro como editora emocional, un gesto que es acompañamiento íntimo del pulso narrativo compartido entre autor y memoria de amigos. El violín se apaga. La escritura también.


Gracias, Emanuel Trevi. Gracias, Juan Manuel Salmerón Arjona (traductor)


©AnaBlasfuemia



miércoles, 23 de julio de 2025

Medianoche de amor (Michel Tournier)

 

Tal vez lo que nos faltaba era una casa de palabras en la que habitar juntos


Voy a intentar poner en palabras la experiencia de leer a Michel Tournier. La premisa es sencilla: una pareja a punto de separarse, una cena con amigos y un conjunto de relatos que flotan como signos de exclamación lanzados por una mano literaria invisible. Pero no es tan fácil, Tournier, que sabe trenzar mitos sin tensar nudos, utiliza esas historias para construir una “casa de palabras”, un refugio donde sus personajes puedan reconocerse, reconstruirse y reconciliarse.


La cena no será solo un banquete, sino una escena intersticial entre lo que iba a ser y lo que finalmente será. Yves y Nadège están al borde de la disolución, han aceptado que no tienen nada que decirse y recurren a la palabra ajena, como si ya no hubiera salvación entre ellos, pero aún quedara esperanza en la escucha, lo compartido.


Ahí entra Tournier: convierte la palabra en acto, en ceremonia. Al final, tras esa noche de relatos, deciden no separarse. ¿Por qué, qué ha pasado? No es que de pronto se amen más, ni que sus problemas se esfumen con una conversación y algo de vino. Lo ocurrido es más sutil, más profundo y muy Tournier.


Tuve que buscar una clave para entenderlo: la estructura de parejas y dobles, el principio de repetición, la performatividad de la palabra. “Medianoche de amor” está tejido a base de dúos. No solo la pareja, sino otros pares que se forman en cada narración, los reflejos, las oposiciones, los personajes que se miran en otros y se descubren distintos o iguales.


Tournier ya insinúa esta estructura dual en los títulos de muchos relatos: Théobald o El crimen perfecto, Pirotecnia o La conmemoración… Cada título invita a leer en clave de diálogo entre dos polos: un personaje y un concepto, un individuo y un acontecimiento simbólico. Esto conecta con las parejas y los dobles, que son la forma en que Tournier construye el sentido. Cada historia es una variación de la misma pregunta: ¿qué pasa cuando somos dos? ¿cómo nos miramos, necesitamos, desgastamos, apoyamos? Esa repetición no es redundancia: es ritual y es lo que hace que cada historia sea única y, a la vez, parte de un todo.


Medianoche de amor” es un espejo narrativo donde el primer relato y el último comparten el mismo párrafo final. Cuando terminas y vuelves al inicio, entiendes que ese final que al principio parecía abierto e incomprensible, solo cobra sentido después de haber leído el conjunto. Yves y Nadège no habían dicho nada a sus amigos sobre su separación y deciden seguir juntos tras escuchar esas historias que al inicio desconocemos. Pero al terminar el libro entiendes que ese final ya estaba ahí desde el principio, y que todo el viaje narrativo es un círculo que se cierra, un cierre que exige releer para comprender.


Esto es profundamente Tournier: no es una circularidad simple, sino diferida, donde el sentido se despliega solo cuando recorres el ciclo completo (no como las indemnizaciones en diferido de Cospedal). El principio refleja el final y el final devuelve al principio. Todo invita a volver a empezar, a releer, a descubrir que la palabra no se agota en su primer sentido.


En este libro la palabra no es solo comunicación: es acto. Cada historia contada esa noche es una creación de sentido que sostiene a Yves y Nadège, que no han resuelto sus problemas, pero han encontrado un lugar donde quedarse: una “casa de palabras”. Una casa simbólica, frágil como las esculturas de arena hechas para durar lo que dura una marea, pero real por lo compartido. El amor, aquí, se mantiene por la posibilidad de habitar juntos el lenguaje. Por eso no se separan: porque descubren que aún pueden vivir bajo el mismo techo narrativo.


Pienso en cómo las palabras que compartimos nos salvan. Que contar historias no es solo entretenimiento, sino una forma de mantenernos en medio del caos. Que los finales a veces no son finales, sino un tránsito para volver a empezar o un apaño para no tener que admitir que seguimos dando vueltas como idiotas.


Este libro exige detenerte, releer, aceptar que no se ha entendido del todo hasta que se vuelve a empezar. Y eso, para mí, es una lección preciosa sobre lo que significa leer, contar, escuchar y seguir. Porque no queda otra y porque he hecho de seguir una costumbre, como leer a deshoras o hablarle a los gatos.


Gracias, Michel Tournier. Gracias Santiago Martín Bermúdez (traductor)


©AnaBlasfuemia



domingo, 20 de julio de 2025

El invencible (Stanislaw Lem)

 

No todo, ni en todas partes, es para nosotros


No todas las frases necesitan explicación, solo asentimiento. Todo el libro sostiene esa verdad: hay formas de vida y mundos (reales o inventados, humanos o inanimados, íntimos o externos) que no esperan ser comprendidos. Ni por la ciencia, ni por el lenguaje, ni por la voluntad. Simplemente no nos incluyen.


Desde las primeras páginas, Lem desactiva cualquier tentación de pensar el universo como una extensión colonizable de la razón humana. No hay líderes carismáticos, conquistas gloriosas ni victorias triunfales: solo fracaso y límites. Hay un paisaje que se impone por su ajenidad y su absoluto desinterés hacia lo humano.


La fuerza de este libro no está (que también) en la creación de tecnologías futuristas ni en la construcción de un mundo extraterrestre, sino en cómo nos confronta con nuestra impotencia. El conocimiento humano, el lenguaje, la voluntad y la lógica quedan anulados. No por una violencia más poderosa, sino por algo más sutil y devastador: una forma de vida que no nos ve ni nos teme, simplemente nos anula.


El verdadero conflicto no es entre especies, sino entre formas de existencia inconmensurables. Ahí es donde Lem roza una veta de pensamiento filosófico casi oriental: no hay confrontación posible porque no hay plano compartido. No hay lucha, sino desactivación; no hay victoria, sino desconcierto.


Lem escribe como un ingeniero del pensamiento: por eso su estilo rehúye la metáfora, la sorpresa verbal o el quiebre formal. Su lenguaje es visual y preciso, levanta desde cero lo que no tiene referentes humanos. No describe lo que existe, sino que construye estructuras mentales (casi arquitectónicas, casi cinematográficas) para nombrar lo que aún no sabemos ver. Fabrica escenarios lo bastante sólidos para soportar preguntas radicales: ¿Qué es la conciencia? ¿Qué ocurre cuando nos enfrentamos a lo que no podemos codificar?


No construye personajes para que los comprendamos, sino para que pensemos a través de ellos. No le interesa lo individual, sino lo que nos define como especie. Y, sin embargo, hay algo profundamente conmovedor en el personaje de Rohan, no por su complejidad emocional, sino por su forma de resistir sin sentido, sin drama, sin testigos. En su marcha absurda y sin gloria, ajena a la victoria o la derrota, se adivina un tipo de dignidad que no necesita espectador. 


Rohan podría haber salido de “El innombrable” de Beckett con su paso arrastrado y su resistencia sin fe. “No puedo seguir. Seguiré”. Porque “El invencible” es también el relato de un hombre que avanza incluso cuando ya no hay sentido, que no necesita comprender para seguir. Una marcha que, precisamente por su absurdo y su falta de lógica, es lo más humano que queda. En ese gesto, tan desnudo, tan terco, tan sin aplauso, tal vez se cifra la única dignidad posible.


El invencible” es también una crítica brutal al antropocentrismo tecnológico. Las máquinas humanas, por sofisticadas que sean, fracasan ante lo que no pueden entender; la tecnología no es garantía de supervivencia, sino a veces su propia trampa. Lem no propone soluciones, solo deja interrogantes: ¿y si la inteligencia más desarrollada no fuera consciente? ¿y si la evolución ya no necesitara un yo? ¿y si lo más eficiente fuera no preguntar nada?


Con una claridad inquietante, Lem sugiere que no todo está hecho para ser entendido por nosotros. Nuestra inteligencia no es un modelo, es una rareza. Y lo humano, lejos de ocupar el centro, apenas cuenta como nota secundaria. Lem no solo trata de imaginar futuros posibles, sino de exponer los límites de nuestro presente mental.


Lem era un filósofo disfrazado de escritor de ciencia ficción, por eso no daba respuestas, sino el vértigo de saber que quizás nunca las tendremos. Lo que tenemos, al final, es una forma serena de retirada: aceptar que hay mundos donde no tenemos lugar y que eso también está bien. Algunas inteligencias no buscan diálogo y su silencio no es amenaza, sino otra manera de estar. Tal vez lo más humano sea eso: no hay que dominar ni conquistar, sino seguir observando con asombro.


Gracias, Stanislaw Lem. Gracias Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz (traductores)


©AnaBlasfuemia

jueves, 17 de julio de 2025

Manual para enrollarse con dignidad

Alguien me ha recordado (con la mejor de las intenciones) que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Como si existiera un termómetro para saber cuándo el pensamiento empieza a ser sospechoso por no ir directamente al grano, como si escribir de lo que una lee no fuera ya en sí mismo una forma de resistencia contra esa manía de la síntesis que tan poco tiene que ver con los libros y tanto con la prisa.


No es culpa suya, no me lo ha dicho con mala intención, es un amigo y lo quiero. A mí lo que me ha encendido es recordar esa norma no escrita con la que tantos parecen coincidir: mejor breve, mejor rápido, mejor sencillo, mejor no cansar, mejor no pensar demasiado, mejor no escribir demasiado, porque el tiempo es escaso y la atención más todavía y nadie quiere perder ni una cosa ni la otra en algo tan poco rentable como leer a alguien que escribe sobre lo que ha leído.


No lo discuto. Hay cosas que agradecen la brevedad. Un semáforo, una llamada comercial, un dolor de muelas. Incluso algunos libros. Incluso algunas conversaciones. Pero yo no comparto para decir si algo me ha gustado o no, no es un veredicto sobre lo que se debe leer  o sobre cómo debe leerse. Para eso ya hay quien lo hace mejor y más breve. 


Lo que escribo es una forma de sostenerme, de conversar con lo que he leído aunque el libro ya se haya cerrado, de no soltar tan rápido lo que ha sido importante para mí aunque sea solo por un rato. Porque lo que leo también es mi forma de habitar y entender el mundo y de quedarme en él  un poco más.


Escribo porque necesito encontrar el ángulo correcto de lo leído, no por inseguridad ni por falta de síntesis, sino porque me gusta pensar despacio, sin atajos, sin prisas, sin obedecer a esa voz que dice basta cuando yo sé que todavía no he llegado donde quería llegar. Porque a veces no sé lo que pienso sobre lo leído hasta que lo escribo y a veces ni siquiera entonces. Es mi modo de prolongar la lectura hasta que se confunda con la memoria, con mi propia memoria, con esa autobiografía que voy escribiendo sin darme cuenta cada vez que hablo de lo leído. Como si contara algo que me hubiera pasado. Porque me ha pasado.


Cuando levanto la vista, sé que no estoy sola, me acompañan aunque no digan nada, porque en esta casa mía llena de libros hay presencias que no se han ido y que entienden por qué no quiero aprender a resumir lo que no se resume.


Virginia Woolf está ahí, paciente pero no complaciente, con su ironía intacta, y sé que me entiende porque ella también escribió para seguir pensando, para no dejar que el pensamiento se le muriera por falta de palabras, para no aceptar que lo breve fuera siempre mejor. Ella se habría encogido de hombros y habría seguido escribiendo a su ritmo, que no era breve ni pedía disculpas.


Kafka sigue en su sitio, con esa cara de quien espera siempre algo que nunca llega, como si temiera que si me alargo demasiado venga alguien a cerrarme la puerta, pero él no va a reprocharme nada, él entendía los rodeos, los pasillos largos, las frases que no acaban nunca de llegar a su destino porque si algo temía era lo definitivo, lo cerrado, lo que clausura sin dejar salida.Ninguno de los dos quiere escribir la última palabra tan pronto.


Pessoa escribe, o finge que escribe, o escribe a través de otro que escribe por él, Lisboa mediante. Eso da igual, porque con él siempre ha sido así, decir y no decir, escribir y no acabar nunca Me dice que a estas alturas no vamos a fingir prisa, que hay cosas que se dicen cuando se pueden y como se pueden y que lo breve o lo largo no son medidas, son accidentes.


Anne Carson levanta la cabeza como quien decide si intervenir o va a seguir a lo suyo. Ella sabe que lo fragmentario no es prisa disfrazada, que hay pausas que también escriben, que no todo cabe en tres líneas o 2000 caracteres, por mucho que Instagram insista.


Clarice Lispector me observa con esa mirada suya de no estar del todo conforme con nada  y con esa mezcla de asombro y desdén por las cosas demasiado claras, demasiado directas, demasiado fáciles.


Tolstói no se inmuta. Inmenso, intacto, sin prisa, sin disculpas. Nadie espera de él brevedad. Es un continente entero. Su sola existencia me absuelve.


Lobo Antunes remueve ideas que se resisten a asentarse, mascullando verdades repetidas mil veces: que no hay que explicar lo que no quiere entenderse, que quien no escucha no entenderá, que escribir largo no es un error si es la única forma que uno tiene de decir la verdad. Lo suyo nunca fue dar tregua ni pedirla.


Walser está en su esquina, pequeño, discreto, casi invisible, con sus papeles y sus caminatas lentas. Me recuerda que lo breve no es lo mismo que lo rápido, que lo pequeño puede contener lo infinito si se le mira de cerca, que la lentitud también es una forma de atención, que demorarse es un arte y una cortesía.


Bernhard refunfuña como siempre, repite lo que ha dicho y lo que volverá a decir, que todo está podrido, que no hace falta explicar, que el mundo no entiende ni entenderá, pero sigue escribiendo. Y eso es lo que cuenta, no la novedad ni la brevedad ni la eficacia, sino la obstinación de no callarse.


Y Carmen Martín Gaite sonríe desde su mesa, con esa complicidad suya que entendía que escribir sobre lo que una lee es prolongar la conversación cuando el libro se ha callado, que es otra forma de no estar sola, o inventarse un interlocutor que no tenga prisa.


Así que sigo. No por llevar la contraria, no porque me moleste lo breve, no porque crea que haya una forma mejor que otra. Sigo porque me gusta quedarme un rato más en lo leído, porque me ayuda a pensar y a entender, porque es mi manera de asentarme en el mundo, de no dejar que se mueva bajo mis pies, de no pedir permiso para ser quien soy, de no enmascararme en lo normativo para que me acepten. Porque no quiero cambiar el mundo, pero sí quiero quedarme en él como me da la gana, con mis parrafadas, mis rodeos, mis palabras que a veces tardan pero llegan. Y porque escribir sobre lo leído es, en el fondo, mi forma de querer, de cuidar, de decir aquí estoy, todavía, con mis libros, con mis palabras, con mi no saber ni querer sintetizar.


Si no te paras a leerme no me inquieta, no me ofende, no cambia nada. Yo seguiré aquí, rodeada de libros que no tienen prisa, escribiendo para no olvidar, para no olvidarme, para no perder la costumbre de pensar despacio lo que me importa. 


A mí me gusta enrollarme. Qué le voy a hacer. También las persianas se enrollan, y no por eso dejan de hacer su trabajo. No espero que nadie lea lo que escribo. Pero me alegra mucho cuando alguien lo hace. Y me alegra aún más si no tiene prisa.


©AnaBlasfuemia