lunes, 14 de julio de 2025

Calabobos (Luis Mario)

 

Los chismes van más rápido que la gente chismosa


En Asturies de mitos andamos sobraínos, que pa eso llevamos sieglos escuchando falar de xanes, cuélebres, trasgus y demás parentela del monte. Eso por non mentar al diañu burlón, que ye como l’espíritu oficial de cualquier fiestorru o espicha qu’acabe mal. Pero si daqué sabemos de verdá, más allá del folclore, ye lo que pesa la rumorología nos pueblos. Esa manera de falar quedu, d’enredar por lo baxo, qu’empieza como quien nun quier la cosa y acaba calando más qu’el orbayu.


Por eso, cuando lleí “Calabobos” bien quietina, nun pude evitar sentir que canta la mesma toná, anque sople dende Cantabria. Al final compartimos mar y el Cantábricu tién eses cosines: cala’l tuétanu y nunca se quita de enriba. Ye prestoso sintonizar desde la mesma raíz. 


Aunque “Calabobos” no trace mapas ni quiera clavar su historia en un calendario, ya desde el título nos sitúa sin remedio en un paisaje conocido. Luis Mario juega con esa ambigüedad para no cerrar del todo su marco, pero deja suficientes migas para que cualquier lector intuya el norte oliendo a salitre. Ese espacio a medio dibujar abre la lectura: no es solo ese pueblo, es todos los pueblos; no es solo ese tiempo, es cualquiera que haya conocido la superstición, la violencia a escondidas, la lengua que se retuerce para no decir del todo. Así, lo local se convierte en materia literaria universal.


De ahí que tenga sentido hablar de cierto realismo cántabro. No hay magia en “Calabobos” (¿o sí?), pero sí superstición, memoria, ecos de lo fantástico que se aceptan sin extrañeza. Los nombres que se repiten como quien invoca algo antiguo, la mezcla entre lo real y lo que se finge creer. El norte se cuela por cada grieta de esta historia como una forma de estar en el mundo: paisaje y personas confundiéndose, las olas guardando memoria y los silencios pesando tanto como los cadáveres que devuelve el mar.


Y en ese paisaje el rumor es la moneda corriente. Lo que se sabe y lo que se inventa, lo que alguien oyó y otro repitió, lo que cambia según quién lo cuente y cómo. “Calabobos” entiende bien esa lógica de aldea: no hay hechos fijos, sólo versiones. Y así, lo que parece cierto se resquebraja, lo que parecía inventado cobra cuerpo, lo que nadie dice retumba más que lo dicho.


Por eso la oralidad no es aquí adorno ni recurso fácil, sino esqueleto mismo de la novela. Luis Mario escribe como quien habla, como quien recuerda hablando. Hay en su prosa esa cadencia cántabra, montañesa, que parece torpe y es precisa, que parece descuidada y está pulida hasta parecer natural. No podría estar escrito de otro modo: traicionaría su raíz si intentara sonar literario o pulcro. Es un libro que habla como se habla allí, porque sólo así puede contar lo que cuenta.


Esa voz, que parece tan natural, tan hablada, es en realidad un monólogo interior muy bien medido, donde lo que no se dice pesa tanto como lo que se enuncia. El narrador no se expone del todo, pero las fisuras están ahí: en lo que repite, en lo que evita nombrar, en lo que cuenta a medias. A través de esas grietas revela más de lo que quisiera, sobre todo en lo que respecta a su deseo, su culpa, sus miedos. Es un discurso que se desnuda sin quererlo, como quien cree estar hablando de otros y acaba hablando de sí.


Mariuca, su hermana, ofrece otro camino: sus frases, pocas, lucen como los destellos de un faro, sus conversaciones con los mejillones, su manera de buscar belleza, sus puños cerrados, sus pañales…


En “Calabobos”, recordar es hacer visible lo invisible, igual que esa lluvia fina que empapa sin que te des cuenta. El recuerdo activa una violencia latente, una opresión que opera en lo pequeño, en lo doméstico, en lo no contado. Es una forma de narrar que no avanza, sino que rodea, vuelve, insiste. Como la lluvia que nunca cesa del todo, el recuerdo tampoco concluye. Es un clima narrativo, no un argumento. Es resistencia contra el olvido.


El narrador recuerda, o cree recordar, o inventa mientras recuerda. La frase inconclusa como reflejo de una experiencia que no puede cerrarse, una memoria que no puede completarse. Fragmentar no es romper; es respetar la forma en que la memoria trabaja: dispersa, sesgada, a veces obsesiva. Los “me acuerdo” y “recuerdo” no son anécdotas inocentes, sino maneras de fijar lo que se escapa. Es una forma de traer a la superficie lo que en los pueblos no se nombra abiertamente.


Todo eso converge en la imagen que da título al libro: el calabobos. Esa lluvia menuda que parece no mojar y acaba calándote hasta los huesos. Así es la violencia de este mundo: no estalla, no grita, no da portazos, pero te va empapando hasta que un día descubres que no te queda ropa seca. El machismo funciona igual y aquí Luis Mario a veces opta por la vía más directa, más visible. Algunos personajes parecen estar construidos ex profeso para ilustrar esa violencia de lo cotidiano. Aunque eso refuerza la idea de que la violencia es parte del ambiente, hay momentos donde lo caricaturesco asoma, como si el autor necesitara subrayar lo que ya se había entendido.


Sin embargo, no es un fallo grave. Es un eco de lo mismo que narra: el miedo a que no percibamos algunas cosas porque estamos demasiado acostumbrados. Y en los pueblos a veces se habla así, con brochazos, con lugares comunes, con esa violencia que se acepta porque siempre estuvo ahí, como el calabobos. La novela lo retrata y lo reproduce.


Como en la vieja paradoja del gato de Schrödinger, hay en “Calabobos” un miedo a levantar la tapa. Mientras no se mire al fondo del acantilado, mientras no se pregunte, mientras se pueda alargar la caminata hacia la madre, la hermana sigue estando y no estando, vive y no vive. Mientras no se confirme lo peor, todo sigue siendo posible. La realidad permanece suspendida en esa posibilidad doble, y es ahí donde la novela se instala: en el intersticio entre no saber y no querer saber.


Quizás por eso el mar sigue ahí, como un recordatorio de que lo que cala no siempre se ve, pero nunca se quita. El Cantábrico que une más que separa, que no respeta fronteras ni idiomas, que siempre te llama y no se va nunca. 


Porque al final, y perdonái qu'acabe volviendo al asturianu, ye lo que compartimos. Que tantu en Cantabria como n'Asturies, el mar cala hasta’l alma, l'orbayu pápanos hasta'l túetanu, y les palabres siguen pasándose quedes, de boca en boca, como si nun nos importara saber si son verdá o mentira. Porque lo que queda, ye esi agua que va de baxo escontra riba o de llau. Siempre moyaos, siempre moyándonos.


Gracias, Luis Mario


©AnaBlasfuemia



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