miércoles, 28 de mayo de 2025

Tren nocturno (Martin Amis)

 

He cogido un nudo fuerte y compacto y lo he dejado reducido a un amasijo de cabos sueltos


Amis nos advierte desde el principio (y nos lo volverá a repetir en las últimas páginas de este MAGNÍFICO libro). Ahí está la columna vertebral de “Tren nocturno”, en ese nudo sólido, fortísimo que, al intentar deshacerlo, lo que queda son cabos sueltos. Así que no proceden las quejas si alguien siente que el cierre de este libro no es un cierre perfecto. Lo es, todo en este libro está milimetrado, engarzado impecablemente, una construcción narrativa inmejorable. Una joya que he aplaudido hasta con los pies.


Tenemos a Mike, una detective de la policía. Nombre, voz y aspecto masculino. Pero es una mujer. Mike es solicitada por un antiguo superior con quien mantiene una estrecha relación y casi familiar, Tom Rockwell, para que investigue el aparente suicidio de su hija Jennifer. Así pues, “Tren nocturno” se nos presenta con todas las hechuras de una novela negra. Pero a “novela negra” habría que añadirle algún apellido más: “novela negra metafísica”, “novela negra filosófica”. Aunque se desarrollan los elementos policiales tradicionales (investigación, autopsia, entrevistas,  procedimientos, etc.) sin embargo Amis trastoca los acuerdos y pactos establecidos en la novela negra, utiliza el formato de investigación policial para abordar temas profundos como la naturaleza del suicidio, la construcción de la identidad y la motivación humana. Bajo la apariencia de una novela policial Amis construye algo de gran transcendencia.


Mike es la voz narradora, en primera persona, así que nos adentramos en la intimidad de su mente y sus emociones, pero también de su confusión y sus dudas. La indagación sobre Jennifer confrontará a Mike consigo misma. Jennifer, perfecta, guapa, metódica, feliz, inteligente, una relación de pareja maravillosa, una vida que no tiene resquicios, todo en ella es luz. Pero un buen día se suicida (alguna grieta invisible habría). Se mete tres tiros en la cabeza. No uno, sino tres. Mike conocía a Jennifer. 


Mike es una mujer endurecida, encallecida, sobria y aparentemente rota. Pero también tiene la obstinada necesidad de entender. Investigar el suicidio de Jennifer la llevará a conocerla más pero también a conocerse más a sí misma. Aunque yo diría que no tanto a conocerse sino más bien a asomarse a agujeros internos a los que no se había atrevido a mirar. Lo que viene siendo confrontarse a una misma y a esos puntos ciegos que deliberadamente decidimos mantener ahí, fuera de la conciencia, de la mirada.


¿Por qué Jennifer, que aparentemente lo tenía TODO se suicida? ¿Y por qué Mike, que ha tocado fondo, sigue viva y queriendo vivir? El desconcierto de Mike es el nuestro también, toda lógica posible se resquebraja, lo que parecía una evidencia, una certeza, se convierte en una pregunta (un cabo suelto más). Mike, obstinada, se asoma al abismo de Jennifer e inevitablemente empieza a vislumbrar el suyo. 


¿Puede haber un suicidio sin motivo, sin razón aparente? El desafío de Amis a las convenciones del género es evidente: no estamos ante una investigación policial (aunque adopte esas hechuras), sino ante una clara exploración filosófica sobre el sentido de la vida, el suicidio, la identidad, la indiferencia… Ya no importa el cómo ni el qué ni incluso el quién, se trata del por qué.


Las dificultades de Mike para encontrar esos porqués y la limitación para acceder al mundo interior de Jennifer no deja de ser un reflejo de una opacidad para consigo misma, ese difícil acceso a un lugar íntimo vedado incluso para la propia Mike. Una verdad emerge con fuerza: no podemos saber lo que realmente ocurre en el interior de las personas. Mike, carente de herramientas emocionales, no puede apelar al procedimiento, ya no sirven las pruebas, las causas y consecuencias, los patrones. Esto la desarma. Si no hay un porqué ¿cómo enfrentarse al propio vacío?


No es que Mike no sea capaz de ver. Sí lo hace, pero lo que ve está vacío, hueco. No hay ninguna revelación sino un reconocimiento: hay límites infranqueables que nos impiden acceder al conocimiento del otro y esos límites adoptan la forma de un profundo agujero negro. En realidad hay mucha lucidez en Mike, en su aceptación de que no hay un por qué comprensible. Es en esta comprensión, en esa conciencia lúcida, donde “Tren nocturno” se despoja de la trama y se vuelve más ensayo: no hay respuestas. Una lucidez sin consuelo posible. Esa verdad tan oscura nos es presentada por Amis tal y como es: absurda, opaca y cotidiana. Este negarse a un consuelo me pareció muy honesto, ese énfasis en lo ambiguo y complejo de la experiencia humana.


Entiendo que haya lectores a los que desconcierte e incluso se sientan decepcionados, insatisfechos ante la (no) resolución de las razones del suicidio de Jennifer, sin encontrar un mapa que nos guíe. Entiendo que ante una historia de este calado (ante cualquier historia) queramos un cierre claro, un sentido, un alivio, una grieta por la que escapar. Pero de hacerlo Amis se traicionaría a sí mismo y a lo que ha planteado desde el principio (ese nudo que al intentar deshacer deja un montón de cabos sueltos). A veces hay que aceptar que no hay más fondo al que llegar, que hay lugares que nunca alcanzaremos pero que no por eso la vida (¡ni la literatura!) dejan de tener fuerza.


Y no solo me ha parecido honesto el (no) cierre de Amis, sino también me ha parecido profundamente compasivo porque no se juzga el suicidio: no es un crimen, ni un fracaso moral, ni una llamada de auxilio no atendida, ni un error. NO hay culpables.


En definitiva, y como dije: una joya de libro. Una novela contundente, con una estructura engañosa y una carga existencial y humana devastadora y con el coraje de no dar respuestas donde no puede haberlas. Una lectura que sigue creciendo en mí después de haberla finalizado.


Gracias, Martin Amis.


©AnaBlasfuemia

domingo, 25 de mayo de 2025

La acompañante (Nina Berbérova)


En su equilibrio había algo que me maravillaba hasta el espanto, hasta la repugnancia

La acompañante” es un claro ejemplo de cómo un relato corto puede contener más complejidad que una narración de más de 300 páginas. Y no hablo de complejidad narrativa, estructural o literaria. Más bien complejidad psicológica. Esa que promueve amplios debates en clubs de lectura o en el solitario lector que al cerrar el libro polemiza consigo mismo sobre lo que ha leído y cómo interpretarlo o cómo posicionarse ante la historia que acaba de leer.


La acompañante es Sónechka (Sonia para los amigos), hija única e ilegítima que no conoce padre. Pobre y fea pero con cierto talento para el piano. ¿A quién acompaña Sonia?: a María Nikoláievna (María para los amigos), que es justo todo lo contrario que Sonia: bella, segura de sí misma, sociable, con don de gentes, una soprano talentosa. Una diva con todas las de la ley. Sonia acompaña al piano a María en sus espectáculos de canto. 


Digamos que cuando María elige a Sonia para que la acompañe al piano también lo hace para que haga lo propio en sus viajes y en su día a día. Es decir, saca a María de la pobreza. Pero María es compleja. Y rencorosa con la vida.


“…y yo seré la causante; yo, a quien nadie escucha ni nadie ve, yo, que soy anónima, mediocre


Así habla Sonia de sí misma, que siente que no tiene nada y que además percibe que se diluye ante la arrebatadora vitalidad de María. No se dirige a sí misma un lenguaje de esos que revitalizan e inflan la autoestima. Sí, Sonia es compleja y piensa mucho, reflexiona constantemente. Pero la autointrospección se le da regulinchi (de hecho hay bastante ambigüedad en sus motivaciones). No analiza el por qué siente deseos de vengarse de la persona que la acogió. Yo diría que no maneja bien la admiración que siente por María y eso provocará una rivalidad insana y perniciosa


Está claro que la búsqueda de la propia identidad no es un camino de rosas para Sonia. Es un camino inseguro, subjetivo (¿qué no lo es?), lleno de contradicciones y ambivalencias. Una relación tan desigual como la que tiene con María (a quien admira y a la vez envidia) no es fácil de gestionar para ella.


Una crea, la otra… destruye. En cierta forma se autodestruye. Es lo que tienen los celos y la envidia. Muchos sentimientos en esta pequeña novela que, por ponerle un pero, quizás por esa nula capacidad que tiene Sonia para analizarse a sí misma no nos quedan claros los motivos de su inquina hacia la persona que admira. Quizás porque María es quien ella quisiera ser y no supo ser. Qué culpa tendrá María, oye, que además tiene sus propias debilidades, imperfecciones y desdichas.


Espera, he dicho que era un “pero” que la imposibilidad de autoanálisis y autoconocimiento de Sonia nos impida conocer la raíz de sus celos. ¿Y si la raíz estuviera precisamente en esa ceguera que Sonia tiene para sus propios sentimientos y emociones? Entonces puedo eliminar ese “pero”.


Resumiendo: narrativa concisa y personajes complejos. Ahí lo dejo y doy por bien leída esta pequeña, inteligente y elegante novela que me ha hecho pensar. Que también es verdad que pensar es gratis y yo tengo mucho tiempo libre.


Gracias, Nina Berbérova.


©AnaBlasfuemia

martes, 20 de mayo de 2025

El dedo en la boca (Fleur Jaeggy)


Si conviene callar lo que no se puede decir, entonces se puede también olvidar

¡Quieto parado todo el mundo! Que se pare el movimiento, los ruidos y sonidos, el bullicio, la agitación, las prisas y casi que hasta la respiración. Necesitamos toda la concentración posible, Jaeggy precisa de atención minuciosa, actitud atenta y reflexiva, ambiente de meditación profunda. Exclusividad. Todos los sentidos en alerta, focalizados en su lectura. Sí, Jaeggy, y este libro requieren de un esfuerzo notable por parte del lector, esto es así.


Si tuviera que concretar qué es “El dedo en la boca” diría que es sobre todo una atmósfera,  cerrada, densa y polifacética. No es una atmósfera emocional, porque la narrativa de Jaeggy no es sentimental, es una atmósfera mental. Y es esencial abordar la lectura desde ahí (al menos a mí me ayudó), con la evidencia de que nos vamos a adentrar en la mente de Lung (una joven de 20 años ingresada en una clínica que mantiene la costumbre infantil de meterse el dedo en la boca). Y la mente de Lung es una mente fragmentada, disociada, enigmática y sin un hilo conductor al que nos podamos agarrar. No nos queda otra que zambullirnos en su mente e intentar aferrarnos a ella sabiendo que es una mente distorsionada, alejada de una realidad que nos sirva de referencia.


Nada más empezar (no hay un momento de respiro ni un aflojar la multitud de simbolismos y señales e indicios, no hay nada gratuito en ningún momento) te percatas de que Lung alterna entre la primera y la tercera persona: un reflejo de la mente de Lung, una escisión evidente, una distancia del yo necesaria como estrategia de defensa. Este recurso es importante en la atmósfera que Jaeggy parece querer crear: una atmósfera onírica, delirante y claustrofóbica (la mente no deja de ser un espacio cerrado). La mente de Jung es un espejo roto en mil fragmentos que le impiden tener una imagen completa de sí misma.


He tenido que avanzar en esta lectura muy despacio, alerta a cada detalle. Ya en las primeras páginas aparecía en la mente de Lung un tren que me costó comprender qué significaba, hasta que me percaté que es un estado mental más de Lung, un espacio de introspección en el que no hay interacciones, una especie de fuga sin movimiento en la que todo queda suspendido para permitir a nuestra protagonista explorarse. El tren como viaje interior.


Será a su médico, un personaje silencioso que escucha, a quien cuente el primer relato, “Un petit vice contrarié”. Un relato dentro del relato en el que destaca un nuevo registro narrativo, ya no se trata de una narrativa fragmentada y alucinatoria, sino una narrativa más reconocible (pero igualmente espesa, oscura e intrincada) que consigue inquietar más por lo que sugiere que por lo que muestra. Este cambio de registro narrativo nuevamente parece un recurso de la mente de Lung para distanciarse de sus experiencias traumáticas y es continuamente utilizado en “El dedo en la boca”, lo que nos sirve también como clave para desentrañar a nuestra protagonista.


Como dije, nada en “El dedo en la boca” es casual ni anecdótico. Se trata de reseguir lo inconexo, el inconsciente, la mente quebrada, la cronología del trauma y la identidad confusa.


Y en ese mapa que intentamos (inútilmente) trazar de la mente de Lung seguimos atravesando simbolismos, como cuando habla de Armance, que parece ser una amiga a la que recuerda o  una compañera de la clínica. El nombre no es casual: “Armance” es una novela de Stendhal (que es mencionado por Lung) que nos ayuda a entender más a Lung. Armance es descrita (como todos los personajes del libro) de forma inconexa, desdibujada, trazos inconexos y velados que no nos ayudan a formar una imagen completa de ella. No sabemos si Armance es una confidente, una amiga o una rival, alguien de quien quiere alejarse o tal vez parecerse. Todo es velado. Pero Stendhal es la clave. No es Armance (a quien -en el libro de Stendhal- Octave, un hombre torturado, ama profundamente), sino Octave con quien Lung parece identificarse más (la mención al calendario nuevamente no es casual): Octave que llega a tachar los días del calendario, explicando su decisión sin necesidad de explicarla. La soledad de Octave, su desesperación, sus gestos mínimos, los deseos reprimidos, la imposibilidad de una comunicación plena…


La escena de “Fagocitación” en la que Lung se “encuentra” con una niña en un tranvía es devastadora e inquietante. La niña, que está llorando, no es vista por Lung hasta que la niña le muerde la mano. No es una niña inocente, parece acusar de algo a Lung (“¿Y si un ser no puede ya ejecutar su propio gesto irremediable?”). No consigo descifrar si es la niña que Lung fue a lo que no llegó a ser, en cualquier caso la niña tiene una seguridad y una fortaleza que Lung claramente no tiene.


Esta parte del libro, “Fagocitación”, es realmente increíble. Lung menciona a la niña, a su tío Jochim (a quien también se refiere como “padre”) y a su madre Marween. Dos personajes (Jochim y Marween) que han dejado en Lung una huella permanente, el uno por una proximidad invasiva y la otra por lo contrario, una indiferencia gélida, tal vez alguien “defectuoso”. Y la niña fagocitada, absorbida por esas dos figuras que la dejan sin un espacio propio. Esa niña que mira fijamente a Lung. Esta parte de “Fagocitación” es especialmente densa, pese a sus pocas páginas está llena de todo aquello que construye (o destruye) un yo patológico, lo que no se dice ni se comprende.


Reconozco que a estas alturas de mi lectura ya estaba agotada y consciente de que Jaeggy es un “ochomil” literario, pero ¿sabéis cuando una se pone cabezota y aunque esté sin aliento ni oxígeno sigue ascendiendo? Pues así yo. No es fácil, porque Lung no exterioriza sino que interioriza, se devora a sí misma sumergiéndose en su interior. Ahí, dentro de su cuerpo y su mente está todo. Cerrado al exterior porque Lung percibe que los afectos son contagiosos, infecciosos, vive los vínculos como una amenaza.


Otra figura inquietante (no hay nada que no lo sea en este libro) es la de “Neutral” que no queda claro si es un personaje real en la vida de Lung (tal vez un compañero) o una proyección de ella misma o de alguno de sus estados mentales. Lo inquietante de “Neutral” es que representa el vacío más absoluto, ese en el que ni se siente ni se padece ni se vive. No hay emociones, no hay pertenencia, no hay “contagio”, no hay empatía, no hay inquietud ni heridas. No hay nada, calma chicha. A mí me resulta amenazante, la verdad.


A partir de ahí el texto se me hace realmente cuesta arriba; en esa disolución del yo por la que avanza Lung ya me quedan pocos recursos mentales y poca energía para avanzar entre tanta, tantísima, simbología. Me recupero un poco al final, después de las pistas que me da el relato “La mona albina”, con la aparición de Nathan (¿otra proyección del yo fragmentado de Lung?). Un Nathan al que Lung estaría dispuesta a eliminar si llegara a los 30 años (“Su ausencia tal vez implicaría un vacío”) y tal vez eliminar también a esas otras figuras decisivas en la vida de Lung: Joachin, Marween, Armance…


El último texto, titulado “Diálogos para el final del libro” me recomponen ligeramente, lo suficiente como para finalizar con cierta dignidad personal. Es, realmente, un diálogo entre Lung y Nathan. No un diálogo habitual, claro:


L. Hablo por hablar.

N. Tú hablas sólo para hacer.

L. Pero hacer es una manera de decir.


Intuyo (ya al borde de la extenuación) que este diálogo final es un compendio de muchos de los temas abordados hasta ahora: el exceso de experiencias internas, los “contagios”, la disociación, la consciencia versus la inconsciencia, el aislamiento mental, la saturación, la inutilidad del habla, la voz fragmentada, los silencios y gestos que alteran el mundo interior… La inactividad.


Y hasta aquí mi lectura de “El dedo en la boca”, la primera novela que escribió Jaeggy. Y que NO recomiendo como lectura para empezar a acercarse a esta lectora. Es un libro muy para fans de Jaeggy y aún así supone un esfuerzo que si no llega a ser por la brevedad (86 páginas) hubiera sido casi imposible de llegar al final porque es tan fascinante como agotador (e incomprensible en ocasiones). Y la fascinación en este caso es provocada por la escritura de Jaeggy aunque se sostiene por la brevedad. Pero que estoy rendida a esta autora, sí, lo digo.


Gracias, Fleur Jaeggy.


©AnaBlasfuemia


domingo, 18 de mayo de 2025

En busca del cielo (Nathalie Léger)


 Avanzamos temblando

Dos palabras. Las dos primeras. Y empiezo la lectura temblando. No con ese temblor que produce el frío, ni el miedo, ni la inseguridad. No, es el temblor de lo vivo, el temblor que late y palpita, ese temblor invisible que provoca la respiración. Ese en el que los pelillos de la piel cimbrean con suavidad, como agitados por una brisa apenas perceptible salvo para quien decide observar meticulosamente, atento al detalle y al movimiento mientras avanza. Porque hay un trayecto que recorrer y lo vamos a hacer así, temblando.


¿Y hacia dónde avanzamos y por qué temblamos? Temblamos porque estamos de duelo. Nathalie Léger lo está. Y nosotros con ella porque inicialmente renuncia al uso del “yo” y se decanta por un “nosotros”, un uso del plural que nos implica pero a la vez desdibuja la emoción. Porque en principio no sabemos dónde vamos a llegar pero sí el lugar del que partimos: los recuerdos. Y si hay que avanzar (o retroceder) en ellos necesitamos calma. Una calma que el “yo” no permite, pero sí el “nosotros”. Ya llegará, de hecho llega pronto, el “yo”. Pero desde algún punto hay que empezar si queremos progresar, iniciar el movimiento y transitar por los recuerdos e inventariar la pérdida.


Hay una herida abierta que queda a merced de lo inconcluso, lo irrealizable. Y hay una súplica por encontrar un lenguaje. Un lenguaje para la muerte de un ser querido (su pareja y su madre en un breve período de tiempo). No quiere Léger repetir la liturgia que se repite cada vez, esos gestos y lamentos repetidos siempre, tantas genealogías en vena, practicando ritos que varían en la forma pero no en el fondo.


Avanzamos. El shock, esa calma que mantienes hacia fuera mientras enloqueces por dentro, porque hay palabras que de pronto te abruman, como si hasta entonces no hubieras comprendido su verdadero significado: nunca, jamás, ya no existes. Y el vacío pesa como un lugar frío, glacial.


He leído un número considerable de libros sobre el duelo. La pérdida de un ser querido y su duelo es universal pero a la vez personal. Cada persona tiene su duelo propio, privado, íntimo, no es intercambiable, apenas comparable con el duelo ajeno. Por eso me gustan este tipo de lecturas. Y es Léger quien me plantea directamente esta pregunta:


¿Qué es lo que puede saberse de la muerte en una vida?


Y, al igual que con las dos primeras palabras de este libro, me detengo, pensativa. Retomo recuerdos, aprendizajes, experiencias. Y atravieso emociones y sensaciones que percibo sólidas en mi interior, pero que no consigo transformar en la palpabilidad de las palabras. Las palabras tranquilizan, convocan, anuncian, ayudan. Pueden deshacer el miedo si son pronunciadas pero si no son dichas entonces traicionan


Y así avanzamos con tiento sobre lo que no se puede, no se sabe, decir. Pero mientras lo hacemos, decimos palabras que se piensan, se sienten, se deslizan, interrogan y a veces hasta se pronuncian o se escriben. Porque no sólo te duele el alma, el cuerpo sufre, sufre porque ya no puede tocar, abrazar, besar. 


Léger avanza ascendiendo y lo hace escribiendo porque las palabras dan forma a lo que ya no está, a lo que ya no es. Y encuentra la puerta y está abierta y entra, entra al cielo, al azul, a la belleza e inmensidad de la vida. No es un cierre del duelo, es un punto, un punto de amor, un trazo nuevo en el mapa vital, una apertura a nuevos itinerarios


En busca del cielo” tiene una densidad emocional abrumadora, explora el duelo pero también hay una búsqueda de sentido en medio de la pérdida. Léger se niega a seguir las convenciones narrativas del duelo literario y plantea un recorrido errático que se asemeja a la realidad emocional de quien sufre la pérdida, que continuamente reescribe la experiencia. Aquí el lenguaje tantea, tiembla, insinúa, traza sombras y luces. El duelo siempre es una emoción incierta y desconcertante, y las palabras no dejan de ser una brújula imperfecta y frágil pero necesaria para atravesarlo. Y es en esa imperfección en donde reside su belleza y supone un desafío para el lector, que precisa de una atención y disposición emocional adecuados.


Ya lo sabía, desde luego, pero ahora mismo lo acepto con una sensación general de gratitud, una dilatación, una adhesión al mundo tal cual es, efervescente, indiferente y alegre


Gracias, Nathalie Léger.


©AnaBlasfuemia

miércoles, 14 de mayo de 2025

El librero (Roald Dahl)

 

En este mundo no se trata de quién eres, mi niña. Ni siquiera se trata de a quién conoces. Lo que cuenta es lo que tienes


No habiendo sido yo lectora de Dahl, aunque sí he visionado (y disfrutado) varias de las películas que se han adaptado de algunas de sus obras, tenía curiosidad por leer algo de este reconocido y controvertido autor. Este relato, ilustrado por Federico Delicado, titulado “El librero” me parecía buena opción, por su escueta extensión y porque me gustan las novelas gráficas.


Tal vez no haya sido la mejor decisión, también lo digo, porque si bien llego tarde para su reconocida literatura infantil y juvenil, tenía esperanza en sus cuentos para adultos. “El librero” resultó no ser la mejor elección si pretendía conocer la fantasía y la magia característica de su literatura. Sí es cierto que hay cierto humor irónico y cierta irreverencia, características que parece definían a este escritor, pero en este caso nos encontramos delante de un relato más “mundano”, más alejado de la imaginación y la fantasía. Que tampoco es que lo mundano y terrenal sea un hándicap.


Pero vamos a ubicarnos: “El librero” nos sitúa en un lugar en el que muchos lectores tenemos un trozo de corazoncito: Charing Cross Road. En una librería. Pero aunque comparte calle, no es nuestra querida librería del nº 84, es otra de las muchas que pueblan tan reconocida calle londinense. 


Así pues, rápidamente nos situamos en una librería especializada en libros raros y de segunda mano. El dueño de la librería es regentada por el señor Buggage, junto con la señorita Tottle. Lo de señor y señorita son etiquetas de cortesía que les quedan grandes a ambos, como pronto el lector va a descubrir. Porque enseguida vamos a tener claro que esta librería es un tanto rara y el señor Buggage y la señorita Tottle unos libreros con los que no nos vamos a encariñar porque ambos son moralmente cuestionables. Ya hay que tener mala baba para retratarnos a unos libreros con los que los lectores no vamos a simpatizar


En esta librería lo que importa no son los libros ni su venta, ni el intercambio, ni la literatura. Lo importante es lo que se cuece en la trastienda, la actividad que ahí desarrollan el señor y la señorita. En fin, de esa actividad que utiliza la vulnerabilidad (y la hipocresía) de los demás es de lo que va “El librero”. Y también de cómo termina dicha actividad, que era uno de mis intereses con esta lectura (la resolución del relato), puesto que Dahl se caracterizaba por dar un final inesperado a sus cuentos para adultos. Tampoco me dejó así como boquiabierta, la verdad. A mí me pareció bastante previsible, además de deseable, qué le voy a hacer. Al menos hay que reconocerle a Dahl que reparta justicia.


Un relato que leí con agrado, además es cortito y se lee de una sentada porque la narrativa de Dahl dota de buen ritmo la lectura, ya con pocos trazos sitúa personajes e historia. Hay un claro humor negro y una aguda critica social para retratar a los personajes. Pero el final me ha dejado bastante indiferente y especialmente decepcionada (porque esperaba un giro más inesperado y sorprendente). Mi reconocimiento se dirige más a las ilustraciones de Federico Delicado, que realmente impulsan el atractivo del relato. A mí modesto entender, lo eleva (en el sentido de que se me hizo más interesante gracias a dichas ilustraciones): los dibujos estilizados y desgarbados, el fuerte colorido, intensifican el desprecio hacia los personajes de Buggage y la señorita Tottle.


Gracias, Roald Dahl. Gracias, Federico Delicado.


©AnaBlasfuemia


domingo, 11 de mayo de 2025

Tiempo curvo en Krems (Claudio Magris)


 Hoy y ayer, ahora y mañana, antes y después existen solo en el cerebro, voluble prepotente que pone el antes aquí y el después allá

Magris y Trieste. Magris y el mar. Magris y el tiempo. Magris y la nostalgia, tal vez también el desencanto. Magris fronterizo, como su ciudad (Trieste) y el mar y la vida y el crepúsculo.


Tiempo curvo en Krems” está compuesto de cinco relatos. Cinco relatos y cinco protagonistas también fronterizos, si entendemos lo crepuscular como la frontera entre el día y la noche, la noche y el día, cuando la luz del sol se expande en todas las direcciones y los contornos son más nítidos gracias a esa luz irradiada desde un único punto, una fuente lumínica poderosa que nos regala una breve pero intensa iluminación que permite ver contornos y estrellas.


Es curioso que se haya aceptado la expresión “el crepúsculo de la vida” para referirse a la edad de la senectud, tomando como referencia el crepúsculo vespertino y no al matutino. Un apagarse la luz después de ese canto del cisne que es un crepúsculo. El ocaso de la vida. El final sentido como algo no sólo inevitable, sino también cercano; la desaparición más o menos inminente, atisbada en el horizonte cuanto menos.


En cualquier caso, el crepúsculo siempre es un período de tránsito. Como lo es Trieste, ciudad fronteriza y, por tanto, de tránsito, un cruce de caminos. Al igual que lo son los protagonistas de “Tiempo curvo en Krems”, todos ellos en el “crepúsculo de la vida”, gestionando esa frontera, ese momento vital en el que has vivido más de lo que vas a vivir. La etapa en la que estaba (y sigue estando, afortunadamente) Magris cuando escribió estos relatos.


Parece inevitable que en esa etapa de la vida se haga un balance, una especie de peregrinación por los recuerdos, a los que observas, valoras, cuestionas y tal vez se llegue a algún tipo de pacto con ellos. Igual de inevitable que enfrentarse a la fragilidad y convertirla en vulnerabilidad, alcanzando un equilibrio estable en el que se pueda asentar la memoria y enfrentarse a la vida que te quede por vivir sin culpa, sin cuentas pendientes (sobre todo con uno mismo) y con la serenidad que te permita disfrutar de lo grande en lo pequeño. 


El relato que da nombre al libro (“Tiempo curvo en Krems”) sirve también de frontera entre los relatos restantes, dos previos y dos posteriores. No parece casualidad. Todos los relatos tienen vasos comunicantes que los atraviesan: Trieste, el crepúsculo, el mar (inmenso, extremo, casi amenazante). Y el tiempo.


No es verdad que se vaya a abolir el tiempo, como promete o amenaza el Apocalipsis hablando del futuro -un tiempo del verbo, no la abolición del tiempo, sino un proliferar, mezclarse, contradecirse de todos los tiempos posibles copresentes-; la vida, o la muerte, es una mota de polvo vertiginosa


Tiempo y causalidad. Cuestionarse el espacio-tiempo. ¿Lo que fue sigue siendo? El antes y el después. Tiempo circular, tiempo lineal, tiempo curvo, tiempo desordenado. Tiempo subjetivo, tiempo emocional, tiempo involuntario. ¿Quién llega a comprender la vida, la memoria, los recuerdos, el tiempo? Al final nos narramos a posteriori, con lo cual dejamos un resquicio inevitable a la ficción, al tiempo curvo y a la memoria curva.


Hay que habitar el tiempo, no el cronológico ni el biológico, sino el tiempo intangible, el de las experiencias, las emociones y los recuerdos. Habitar ese tiempo curvado como un río, nunca lineal, curvas inquebrantables desde las que replantearnos nuestra relación con el tiempo, la identidad y la memoria.


Siempre suma leer a Claudio Magris, que convierte su erudición en un anzuelo para capturar el interés, la curiosidad, el aprendizaje y la reflexión del lector (al menos de esta lectora). Hay en Magris una profundidad emocional e intelectual que siempre es una recompensa. Heridos pero no derrotados, así es el crepúsculo.


La verdad siempre es algo mentirosa


Gracias, Magris.


©AnaBlasfuemia