jueves, 26 de junio de 2025

Horas de invierno (Mary Oliver)


El ser humano que no conoce la naturaleza, que no camina bajo las hojas como bajo su propio techo, es parcial y está herido

A veces un libro necesita pausa, tiempo calmo, no porque sea intrincado o críptico, sino porque disfrutas de cada paso que das dentro de él. Y no tienes prisa por avanzar, sino deseos de estar, de permanecer en cada página, en cada párrafo, en cada frase e incluso en cada espacio en blanco. Este es uno de esos libros. Lo terminé porque no pude evitarlo, con una sonrisa lumínica, de esas que te llenan de paz, de conciliación, de reconocimiento. Terminé reconfortada.


Horas de invierno”, de Mary Oliver, es mucho más que un conjunto de ensayos, poemas y aforismos, es una declaración de intenciones, una manera de vivir, una meditación lúcida sobre la vida, el arte, la escritura y la espiritualidad, tejida con una prosa melódica y sin estridencias. Todo en este libro es un estado del ser, un estado de ánimo: un tiempo de pausa, calma, observación y admiración. Introspección clarividente.


Sin grandes aspavientos, Oliver nos invita a detenernos, a observar y a dejarnos transformar por el mundo que nos rodea. Para ella lo ordinario es extraordinario, lo normal ya es más que notable. La vida no es una empresa limitada. En cada texto, en cada párrafo, encontramos una mirada que une y convierte lo cotidiano en revelación inesperada. No hay un abuso de la metáfora (pese a que es consciente de que tanto el relato como la vida son metáfora), pero cuando lo hace la utiliza con precisión, dejando que los hechos hablen por sí mismos y se conviertan en un símbolo.


El primer capítulo del libro (dividido en tres secciones) establece el tono de “Horas de invierno”: no se trata de habitar una casa, sino de habitar el acto de construirla, el énfasis está en el proceso y no en el resultado. Esta actitud atraviesa todo el libro, un recordatorio de que cada instante, cada pequeño esfuerzo, es valioso por sí mismo porque alberga algo incalculable: EXISTE.


En los diferentes textos Oliver muestra su capacidad para observar la naturaleza sin interferir, para dejar que el mundo natural sea tal y como es, sin imponerle una narrativa humana. Se muestra coherente y ética, incluso cuando observa la violencia inherente a la vida salvaje. Esta actitud de respeto casi reverencial hacia la vida y la naturaleza es una constante en Oliver.


Somos el destino de los demás


Hay una sección dedicada a cuatro poetas: Edgar Allan Poe, Robert Frost, Gerald Manley Hopkins y Walt Whitman. No parece una elección casual, puesto que los cuatro comparten con ella una sensibilidad hacia el misterio y la profundidad de la vida, una visión de la naturaleza como reflejo de la condición humana, una espiritualidad que se mueve entre la celebración y la melancolía y una honestidad poética que no teme la verdad, por dolorosa que sea.


Otra sección, “Interludio”, es una pausa reflexiva en la que comparte varias “lenguadinas”. Este concepto me encantó, porque diríamos que son aforismos (lo son) y que son gotas de sabiduría, joyas condensadas, pero ella los llama así, “lenguadinas”, que es “un pez pequeño, flacucho, no muy significativo pero bien hecho”. ¿Se puede ser más bonita que Mary Oliver?


Tanto estas “lenguadinas” como el resto de textos de esta sección continuan siendo ventanas que nos permiten acceder a la mente de Oliver, a su permanente esfuerzo por mantener la curiosidad y la humildad, su rechazo a quedarse en lo superficial y su constante búsqueda de significado. Es una visión de la vida como espacio sagrado, donde cada instante tiene su peso.


Una puede engañarse en gran medida a sí misma, pero no puede engañar su alma. La muy sufridora


El último capítulo, que da título al libro, “Horas de invierno”, es una meditación profunda y honesta sobre la vida, la naturaleza y la escritura. Oliver no elude en ningún momento la oscuridad como una presencia en la naturaleza, en la vida, en los acontecimientos y en el alma. No se trata de una oscuridad desesperada, sino una oscuridad que invita a la introspección y a la observación. Es una oscuridad en la que hay espacio para la fe (maleable, cordial, serena y silenciosa) y la esperanza (gritona, peleona, dulce e insolente).


El verdadero corazón de esta último capítulo está en su reflexión sobre la naturaleza. Oliver rechaza verla como un mero adorno o como un recurso, la ve como una presencia sagrada, dotada de alma. Y esta visión no es una metáfora ni una mirada romántica o poética: es una creencia profunda, una convicción absoluta. La espiritualidad de Oliver en ningún momento es dogmática, sino que es una actitud ante la vida, una forma de mirar.


Hay otro concepto, clave para mí, que en cierta forma también atraviesa el libro. Me refiero a la distinción entre conocimiento y descubrimiento. Mientras que el conocimiento es sólido y acumulativo (y dice haberle fallado en ocasiones), el descubrimiento es dinámico, una chispa que surge de la observación, del asombro y el agradecimiento ante la vida. Creo que esta distinción es esencial para entender la poesía, la vida y la ética de Mary Oliver: no se trata solo de saber, sino de estar atenta, de ver, de escuchar, de sentir, tanto al mundo que nos rodea como a nosotros mismos.


Es un libro hermoso y un auténtico testamento vital. Oliver nos recuerda que cada instante puede ser un milagro si sabemos verlo/mirarlo. Lo importante es estar presente. Su prosa, al igual que su vida, está marcada por la pausa, la calma y la observación. Es una prosa aparentemente sencilla pero con cargas de profundidad que no puedes ni quieres eludir. Para Mary Oliver la vida es un regalo y en cada una de sus palabras late la gratitud de quien ha vivido con los ojos (y el alma) abiertos. Leerla sí que es un regalo.


Gracias, Mary Oliver. Gracias, Regina López Muñoz (traductora)


©AnaBlasfuemia


lunes, 23 de junio de 2025

Algo alrededor de tu cuello (Chimamanda Ngozi Adichie)


Lo que le importaba no era dónde vivían sino en qué se habían convertido


Algo alrededor de tu cuello” se mueve en el terreno incierto de las transiciones: entre dos lenguas, dos mundos, dos geografías… Este libro es un territorio de tensiones en el que la identidad no es un punto fijo, sino una oscilación incómoda entre lo que se es, lo que se espera ser y lo que se ha perdido para siempre (y ya no será). Cada historia respira con la nostalgia del hogar perdido y la inquietud del nuevo mundo. 


Chimamanda fija la mirada en el interior de sus personajes, en cómo los hiere y moldea el viaje, en qué se han convertido después de cruzar todas las fronteras visibles e invisibles. Calibra los bordes que separan una cultura de otra, una conciencia de otra, una vida de otra, y lo hace con mucha precisión emocional y narrativa. Lo que buscan sus personajes es una suerte de legitimidad íntima: la posibilidad de habitar su experiencia sin necesidad de explicarse o justificarse ante nadie. Esa aspiración apenas confesada es el hilo invisible que une a muchas de estas mujeres.


Las protagonistas arrastran las raíces arrancadas de su tierra natal, esa tierra todavía adherida a las palabras que van dejando de pronunciar. La pérdida de la lengua propia se vive como una imperceptible muerte cotidiana. Estos exilios físicos y lingüísticos fracturan a los personajes, que quedan suspendidos entre dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno. Pocas cosas hay más crueles que esa.


Además, sobre sus hombros pesa el fardo de las expectativas ajenas (y esto no es menos cruel). Cada protagonista carga con sueños que no son del todo propios: la familia que las empuja a “salir adelante”, la comunidad que espera de ellas un triunfo, el mandato de ser buena hija, buena esposa, buena nigeriana incluso en la diáspora. Pero la realidad se impone: esa ilusión forjada por otros es una burbuja iridiscente de expectativas; basta un leve roce con la realidad para que reviente sin ruido, pero dejando una herida muda y devastadora.


Es en ese choque con la realidad donde Chimamanda deja entrever otro tema medular: el racismo cotidiano que no grita pero hiere. Lejos de los estallidos estridentes, aquí el prejuicio actúa con voz baja y punzante, no necesita proclamas para denunciar esta violencia sutil; le basta con mostrarnos a sus personajes encajando esas injurias menudas con la dignidad contenida, como quien aprieta los dientes y sigue adelante. Mujeres que han aprendido a intuir el desprecio incluso antes de que ocurra. A leer en el escrutinio blanco una amenaza implícita. Y ese aprendizaje no es una forma de defensa, sino de desgaste brutal.


Hay una soledad muy honda que atraviesa todos los relatos: la de no poder narrarse plenamente.¿Cómo narrar el sufrimiento de la pérdida a quien no la conoce? ¿Cómo explicar el desarraigo a quien nunca ha tenido que inventarse una patria nueva? En un relato, una madre aguarda ante una ventanilla burocrática sabiendo que poner en palabras su tragedia la desgarrará de nuevo y quizás no cambie nada. En otro, una joven emigrada escribe cartas a casa llenándolas de mentiras piadosas, incapaz de traducirles su decepción. Son personajes que atesoran historias irrenunciables pero incomunicables: verdades que arden dentro sin encontrar salida. 


Chimamanda ofrece un espacio para alzar la voz aunque sea en susurros. Con una prosa sobria, limpia de afectación y llena de empatía, la autora logra que escuchemos esas voces silenciadas. Hay una lucidez casi cruel en su forma de mostrar cómo las decisiones de sus personajes no siempre responden a una lógica moral, sino a una necesidad de supervivencia emocional, incluso cuando esa supervivencia suponga pactar con lo intolerable. En algunos casos, hay gestos de afirmación. En otras, lo que hay es simplemente una retirada digna, una forma de protegerse sin pregonarlo.


La fuerza de este libro está en que muestra (como una pequeña presión sobre el pecho) la conciencia de estar viviendo en el umbral. Como si lo que flota alrededor del cuello no fuera solo silencio, sino el peso exacto del desarraigo, de las expectativas que deforman, del racismo que daña sin ruido, del deseo que no encuentra cauce, del idioma que se deshace antes de decirse. Ese es el silencio más dañino: el que no se impone, pero se aprende.


Cuesta no preguntarse cuántas veces (por ser pusilánimes, por cansancio o por miedo) decidimos no ver lo que tenemos delante. Y me pregunto si ese gesto de no ver, tan pequeño como una rendija cerrada, no es también una forma de violencia. No hay neutralidad posible cuando las heridas están abiertas.


Gracias, Chimamanda Ngozi Adichie. Gracias, Aurora Echevarría (traductora)


©AnaBlasfuemia


domingo, 22 de junio de 2025

Conversaciones con una impresora o el arte de interrumpir lo sagrado por falta de tinta

 


Todo estaba listo. Había corregido el texto con ese tipo de atención que se parece más a una vigilia que a un trabajo: no era revisión, era exorcismo. Las frases habían pasado por sus crisis, sus renuncias, sus entusiasmos momentáneos y sus arrepentimientos a destiempo. Yo creía haber llegado al punto justo: el lugar donde por fin las palabras aceptaban ser dichas sin demasiado ruido, ni afectación, ni esa duda que suele perseguirme cuando algo me importa demasiado. Así que me dispuse a imprimirlo.


En mi cabeza, la escena tenía el aire de un rito menor, íntimo, casi mecánico. Nada grandioso, apenas la satisfacción de convertir lo escrito en materia: ver salir el texto en papel, tocarlo, incluso olerlo, de no ser por mi persistente anosmia. Confirmar que eso que durante horas había sido apenas vibración delante de una pantalla ahora era algo físico, tangible, sometido a gravedad. Le di al botón con esa seriedad doméstica que reservo solo para los gestos finales. Y la impresora, con un sigilo que ya debería conocerle, decidió no hacer nada.


Ni sonido. Ni queja mecánica. Ni siquiera esa respiración breve que antecede al zumbido. Solo un folio que asomaba a medias, detenido como un bostezo incompleto. La miré. Esperé. Y luego, claro, le hablé. Como si fuera una vieja conocida que, justo en el momento clave, ha optado por retirarse sin explicaciones. La llamé por su nombre (ese que no tiene, pero que invento cada vez que me traiciona), y le pregunté si de verdad iba a hacerme esto ahora, después de todo. No respondió. Se limitó a mostrarme esa luz intermitente, casi insultante, como un guiño pasivo-agresivo que, sin decir palabra, susurraba: ”yo ya he hecho bastante por hoy, cariño. Compra tinta”


Desde el sofá, Cuquín alzó la cabeza con desgana. Me observó en silencio, con ese aire entre paciente y escéptico que sólo los gatos saben sostener sin parecer condescendientes. Cleo ni siquiera se movió. Estaba encima de una torre de libros (los que esperan su destino como yo espero el mío cada vez que algo falla) y su cuerpo entero parecía decir que este drama ya lo conoce, que es mío, que lo repito con la obstinación de quien aún cree que imprimir es una forma de salvación.


Así que ahí estaba yo, de pie, con la hoja interrumpida en la mano, intentando razonar con una impresora muda. Había algo cómico en la escena, lo sé. Pero también algo profundamente íntimo. Porque no era solo el fallo técnico. Era el corte abrupto de una ceremonia. Era la imposibilidad de terminar lo que ya sentía concluido. Era (aunque suene excesivo) una forma diminuta del colapso. El reconocimiento de cómo lo nimio afecta cuando te rompe una rutina que te sostiene.


Me senté, escribí esto. Porque si no puedo imprimirlo, al menos puedo contarlo. Y ahora que he ido a comprar la tinta (ahora que todo podría seguir su curso como si nada), no sé si me atrevo a darle otra vez al botón. Me gustaría pensar que sí, que la máquina obedecerá, que la hoja saldrá completa y que esta historia quedará atrás como una anécdota más del archivo doméstico. Pero una parte de mí sospecha que la impresora me ha entendido. Y que ha querido recordarme, con su silencio, que incluso lo sagrado puede interrumpirse. Que todo texto es provisional. Y que a veces, justo cuando creemos que ya hemos dicho lo esencial, el papel se detiene a mitad de camino para recordarnos que aún falta algo. Que siempre falta algo incluso cuando lo tienes todo.


©AnaBlasfuemia

jueves, 19 de junio de 2025

El agua del lago nunca es dulce (Giulia Caminito)

 

Todo se basa en el equilibrio de lo que está a punto de derrumbarse, pero que con una última raíz se aferra a un suelo friable” 


Friable: que se desmenuza fácilmente. No se me ocurrió que la mejor definición de la lectura de “El agua del lago nunca es dulce” la fuera a encontrar en el interior de sus páginas. Porque así ha sido este libro: un equilibrio que pasa demasiado tiempo a punto de derrumbarse y que, al final, se desmenuza por estar la raíz en un suelo más friable que fiable. Me temo que voy a ser una voz desafinada en el coro de voces que han ensalzado este libro, así que estoy dispuesta a explicarme con argumentos y toda la extensión necesaria.


Esta lectura ha sido como zambullirse en un lago con los ojos cerrados. Al principio el agua parece fresca, prometedora, pero a medida que nadas empiezas a notar que ese lago no es tan profundo como parecía, que hay mucho barro y el agua ya no es tan transparente. Y al salir, el agua deja sobre la piel una película que no  sabes muy bien si es frescor o un lodo pegajoso. Eso ha pasado con “El agua del lago nunca es dulce”: un libro que arranca con fuerza, con personajes y párrafos que parecen prometer una sacudida, pero que termina desinflándose, dejando más frustración que hondura.


Empecé la lectura con ilusión. El planteamiento inicial tenía todo lo que a mí, como lectora, me suele atraer: la historia de Gaia, una joven que crece en la periferia de Roma, en una familia obrera, luchando contra la precariedad, la exclusión social, la falta de oportunidades. Una madre, Antonia, que es una fuerza de la naturaleza: fuerte, mandona, inflexible, dispuesta a limpiar casas ajenas y a imponer su ley en la suya. Un hermano mayor, Mariano, rebelde y explosivo. Dos gemelos pequeños, casi como cachorros a los que proteger. Y un padre ausente, roto por un accidente laboral, que se desliza en el silencio de su silla de ruedas.


Antonia es, sin duda, el pulmón más potente del libro. Caminito se inspira en una mujer real, lo que le da un poso de verdad: una madre que sostiene, que grita, que limpia, que educa, que impone, que no roba, que no miente, que enseña a sus hijos a sobrevivir. Es la heroína a su pesar, la superviviente, la que no se permite el lujo de caer. Sus apariciones son uno de los grandes aciertos del libro.


El agua del lago nunca es dulce” no se empieza a desmoronar en la historia de Antonia (es la que te atrapa en cuando empiezas a leer), sino en la de su hija Gaia, que es la protagonista y narradora. Caminito ha contado en entrevistas que esta fue su primera novela escrita en primera persona. Y esa elección, que a priori busca cercanía e intimidad, termina siendo una trampa. Porque Gaia no es una narradora viva: es una voz que enumera, que se queja, que lanza pensamientos contundentes, pero no deja entrever su conmoción interior (al menos su evolución íntima). No hay un proceso emocional interiorizado real.


Lo que debería ser un relato de aprendizaje (con sus contradicciones, sus caídas, su rabia justificada y también injustificada) se convierte en una lista de agravios: Gaia como víctima de todo Sí, hay escenas potentes, escenas que deberían ser demoledoras, que deberían desgarrar, que deberían dejarte sin aliento. Todo se cuenta y se narra, pero no se siente ni se vive.


La ambientación en el lago de Bracciano podría haber sido un personaje más, como ocurre en tantas novelas donde el paisaje refleja los estados emocionales. Aquí el lago es un decorado, una postal, que no consigue llegar a ser un símbolo vivo pese a que Caminito lo intenta.


Me lo pregunté muchas veces mientras avanzaba entre sus páginas: ¿por qué no me llega? ¿Por qué no siento el dolor de Gaia? ¿Por qué no me remueve el suicido de una amiga de Gaia, la enfermedad de otra, el desencuentro con su madre, la violencia, el desarraigo, la rabia de clase? Y creo que la respuesta es esta: porque no hay un movimiento interior visible, porque Gaia es una voz que dice pero no progresa, sólo acumula. Es una narradora que no se habita a sí misma. ¿O será que he perdido la empatía? ¿Que mi lago interior también se ha vuelto decorado de postal? Me entraron ganas de hacerme una PCR emocional (aunque sospecho que habría salido negativa en sentimentalismo y positiva en escepticismo).


El suicidio, la depresión, la enfermedad, el desarraigo, la traición, la asfixia, la pérdida, la furia adolescente,  la desigualdad, la precariedad de clase… todos esos temas están. Pero es como si se hubieran puesto en una lista de temas importantes que había que tocar, aunque sin darles el tiempo, la profundidad emocional y la vivencia que merecen.


He leído críticas elogiosas, sobre todo en redes sociales, donde parece que la estética de la prosa y la fuerza de las frases impactantes deslumbra, y sobre todo donde se suele proyectar una identificación emocional simplificada. Pero lo que para algunas personas es intensidad e identificación, para mí es reiteración y ausencia de profundidad.  Gaia repite una y otra vez que es víctima, que es incomprendida, que nadie la quiere ni la escucha, que el mundo es hostil… pero no abre un resquicio para interrogarse, ni se pregunta si también ella tiene responsabilidad. Cada capítulo es una reiteración del anterior: más rabia, más quejas, más resentimiento.


Es como si Giulia Caminito sintiera la necesidad de subrayar, de enumerar, de explicar, de dar más datos de los necesarios; como si temiera que lo que quiere contar no se entendiera o no fuera suficiente. Y lo hace por superposición: acumula páginas de acontecimientos y sucesos que son más de lo mismo, que ya hemos captado, que se nos dice explícitamente y de distintas maneras, pero ninguna literariamente correcta o innovadora o inteligente. Además se añaden personajes impostados, metidos con calzador, escenas que superponen capas y capas y capas de pintura a la misma pared.


No quiero ser injusta: Caminito es una autora con voz, tiene una prosa potente, sabe crear imágenes impactantes y bellas. Tiene intuición, tiene sensibilidad, tiene coraje para meterse en temas espinosos. Tiene párrafos que brillan. Tiene un personaje (Antonia) que está vivo de verdad. Tiene algo. Escribe frases bellas, sonoras, frases que parecen importantes… y que no se sostienen cuando las miras de cerca. Es como un vestido bien cortado con una tela que no tiene peso. La  narración se queda en el esqueleto, en la estructura, y no traspasa la piel porque los procesos emocionales no están bien trasmitidos


¿Sabéis esas pompas de jabón que crecen, revolotean, irradian formas, colores y sensibilidad, y de repente hacen “pum” y ya no queda nada? Eso pasa con este libro: Caminito no consigue remontarlo. Algo, no obstante, he aprendido de esta lectura, como se aprende a veces en la vida: por las carencias, por las ausencias. En este caso por carencias narrativas y ausencia de valentía narrativa. Los mimbres son buenos, eso no lo niego. Pero algo había que hacer con ellos y no vi un resultado consistente ni original.


Y esta ha sido mi opinión: cruda, sentida y sincera. 


PD: No descarto que en una relectura todo esto me parezca menos friable. Pero no me hagáis zambullirme otra vez en ese lago sin gafas.


Gracias, Giulia Caminito. Gracias, Carlos Gumpert (traductor).


©AnaBlasfuemia


domingo, 15 de junio de 2025

Mitad (Julieta Valero)

 

(68)


“Mitad.


Qué de lo partido debe

conformarla.


El daño es

decidir, no poder

decidir así partida. Mitad.”


La mitad no es una medida,

es la forma de habitar el daño

No duele el desgarro 

sino tener que moverse como si no existiera.

¿Decidir desde la costura?

Caminar así es avanzar

ladeando el cuerpo, inclinada,

como si la mitad que falta 

pesara más que la que queda.


Te parten, y luego te piden que elijas.


(72)


“Atlántida la pérdida hacia dentro

se habita no se habita se

lleva siempre por delante lo que fuimos

en ella cabe nadar cabe

la explicación mayor pero el misterio

del amor y el desamor, que se adquiere”


La pérdida tiene un idioma

que te arrastra como una fuerte marea.

A veces creemos saber algo

solo porque estamos dentro.

Pero dentro no es saber,

es flotar entre restos

y tener la boca llena de agua 

cuando aún creemos que hablamos.


(92)


“Persiste, extrañeza

hasta que vuelva a inventar mi lugar”


Eres tú, extrañeza, la que no se retira.

Sabes que ya no puedo volver,

y que tampoco me has dejado ir.


Estoy a salvo de la costumbre.

Cuando vuelva a inventar mi lugar

tal vez ya no duela tener que llamarlo mío


(6)


“Del camino no me asusta la forma

me asusta que sea el mismo que emprendí.


Como nuestros cuerpos van por delante sé

que de verdad es un camino.


Tú lo haces por acompañarnos,

para mí existe como existen tu mano

y esta distancia por recorrer”


No me asusta el trayecto

sino el bucle.


Pero si tu mano sostiene,

si caminas a mi lado,

como si supieras que sin ti

el camino se borraría.

Entonces, volvería a existir.


Gracias, Julieta Valero.


©AnaBlasfuemia