viernes, 3 de octubre de 2025

El papel pintado amarillo (Charlotte Perkins Gilman)


Hay cosas en ese papel que nadie, salvo yo, conoce ni conocerá jamás


Charlotte Perkins Gilman escribió este relato no para que nadie enloqueciera, sino para evitar que algunas personas fueran llevadas a la locura. Habla de un encierro, pero no de ese que se mide en barrotes ni en candados sino de otro más sutil, más cotidiano, más difícil de señalar porque se disfraza de cuidado, de amor, de reposo necesario, de prescripción médica. 


Una mujer encerrada para que no piense demasiado, para que no se fatigue, para que no escriba, para que no moleste, para que no quiera. La encierran porque otros han decidido por ella. Encerrada en una habitación donde las paredes llevan un papel pintado amarillo, sucio, repetitivo, absurdo. Y lo mismo que ese papel horrible y amarillo se pega al cuarto donde está confinada, el relato se te pega a la piel según lo vas leyendo.


El horror no está en el papel de la pared ni en el color, sino en la quietud forzada. Está en la voz del marido, en la del médico, en todas esas voces que dicen lo mismo disfrazadas de preocupación: lo mejor para ella es que se quede quieta, que no se altere, que no haga caso a lo que siente porque lo que siente no cuenta. Eso es lo peor: no hay castigo visible, no hay maldad consciente. Solo rutina, hábitos, normas dictadas desde la costumbre y la seguridad de quien nunca ha tenido que mirar demasiado tiempo una pared.


La protagonista se va quedando sola con ese papel pintado hasta no distinguir lo que es imaginación, lo que es deseo, lo que es resistencia, lo que es agotamiento. El dibujo parece moverse, retorcerse, esconder figuras que se arrastran detrás. Mirarlo demasiado es empezar a creer en él, es empezar a confundirse con lo que encierra. 


Es la historia de un desgaste mental. Es la mente que al final deja de sostenerse porque ha aprendido que no puede hacerlo. El final es tan lógico que ni siquiera sorprende: no podía acabar de otro modo. Nadie puede quedarse tanto tiempo quieta frente a una pared sin terminar por arrastrarse dentro de ella.


Gilman no escribe desde el espectáculo de la locura llamativa, sino desde algo más común y más incómodo, desde el desmoronamiento invisible, el que sucede despacio, en voz baja, detrás de puertas cerradas. Su relato no necesita explicitar ninguna denuncia porque la trama es ya suficiente ironía, suficiente sarcasmo: una mujer aislada por su propio bien, mientras a su alrededor el papel pintado se vuelve más real que la propia realidad.


Aquí no se pide empatía, sino que se muestra lo que sucede cuando alguien es borrado poco a poco en nombre del amor, de la ciencia, del orden. Lo escribió porque no había otra forma de decirlo. Porque ella también supo lo que era estar encerrada en una habitación que no parecía una cárcel pero lo era.


Gilman escribió este cuento desde la experiencia vivida, y eso se nota porque nadie habla así de la herida si no ha sentido antes el filo. Hay rabia contenida en sus palabras, pero también una precisión implacable, una ironía fina que atraviesa sin piedad al poder médico, a los maridos bienintencionados, a las voces que desde afuera explican cómo debemos ser, cómo debemos sentir, cómo debemos sanar. Habla de la suavidad con la que se imponen ciertas violencias: no con gritos, no con golpes, sino con diagnósticos, con palabras dulces, con cuidados que no permiten respirar.


Sentí que esta breve narración no hablaba solamente de la protagonista ni del siglo XIX ni de las mujeres encerradas por diagnósticos crueles y paternalistas. Habla también de la textura engañosamente amable de algunos consuelos vacíos, la rutina repetida hasta la náusea, el mandato de descanso cuando lo que pide el alma es vida, movimiento, libertad de sentir hasta el fondo, hasta la incomodidad y más allá.


No hay salida porque todavía no la hemos encontrado. Solo queda mirar esa pared y entender que sigue ahí, que no ha dejado de existir. Y que otros siguen diciendo lo que es mejor para las mujeres, para las que sienten demasiado, para las que escriben demasiado, para las que no aceptan quedarse quietas. En esto no hay ninguna metáfora, es la realidad que había, la que todavía hay.


Gracias, Charlotte Perkins Gilman. Gracias, María Tabuyo y Agustín López (traductores)


©AnaBlasfuemia