miércoles, 10 de diciembre de 2025

Los países (Marie Hélène Lafon)

"País abandonado, abandonado como repudiamos a alguien, como desertamos. Para hacer la propia vida


No siempre hace falta cruzar fronteras para irse. A veces basta con alejarse lo suficiente (que siempre será insuficiente), sabiendo que hacer y vivir tu propia vida incluye también arrastrar con la ajena. En “Los países”, Lafon cuenta cómo se vive entre dos formas de estar: la que arrastras sin querer y la que elegiste sin saber. Ese desplazamiento de quien cambia de paisaje sin cambiar del todo de piel. 


Los territorios vitales de Claire (la protagonista) no están del todo separados, no son parcelas rotas, ni estaciones abandonadas. Son islas, pero unidas por algo más hondo que el mar: una raíz común, una savia que pasa de una a otra sin ser vista. Lo que vivió en un lugar deja huella en el otro por eso lo rural no se borra en París: permanece en el cuerpo, en los gestos, en la forma de mirar. Las lenguas, los silencios, incluso los nombres propios, se arrastran de un país al siguiente como hilos subterráneos. Algo persiste y se transmite, como si el cuerpo entero (ese cuerpo que es también memoria) fuera el verdadero país que conecta todas las islas.


Somos países en plural, pero a veces nos replegamos en islas. No por elección, sino para sostener algo que de otro modo se disolvería. No por soberbia, sino por necesidad. Cuando la pertenencia se vuelve incierta, cuando nada encaja del todo, nos replegamos, y es en ese titubeo entre el deseo de pertenecer y el miedo a desaparecer, donde nos volvemos tierra de nadie.


Lafon reconcilia y dibuja un archipiélago íntimo donde cada espacio vibra si otro se toca. Como si las campanas no doblaran solo por alguien, sino también por lo que fuimos, lo que somos y lo que aún no dejamos de ser.


Lo que aquí se narra no es superfluo pero tiene el pálpito de lo reconocible, todo sucede a una altura que no levanta polvo ni eleva el tono. Por eso el peso lo lleva la forma y Lafon escribe como quien escudriña lo cotidiano: sin buscar lo raro, pero con una inteligencia que revela lo que suele pasar desapercibido. Su prosa no fluye, es más como un martillo que le ha cogido cariño a un clavo, pero sin ensañarse. Cada frase parece dicha con la medida justa, no busca brillar pero deja claro lo que mira. Y sabe mirar.


Claire no se transforma de golpe: se desplaza apenas, por roce y por estar allí, cediendo un poco cada día. No son los hechos los que la deforman, es la repetición del vivir: un desgaste sutil que perfila otra silueta. Sucede en silencio, sin nada que lo anuncie. Se aferra a los libros no solo por sed intelectual, sino para mantenerse impermeable y porque la sostienen en pie, la aíslan sin romperla. Funcionan como un dique contra la sensación de ser intrusa permanente.


El final del libro no cierra, sino que transmite un recorrido. Claire, su sobrino y su padre comparten un paseo por el Louvre, un lugar que para ella no es un museo sino un continente habitable: no unívoco ni solemne, sino lleno de recorridos posibles, de barrios interiores, de extravíos que no exigen mapas. Claire lo nombra así (“el continente Louvre”) porque en ese lugar puede desplazarse entre fragmentos sin pedir raíces, moverse sin fijar pertenencia, dejar que el conocimiento se construya como se camina una ciudad: paso a paso.


El padre no entiende ese continente, pero no lo rechaza ni lo desacredita. Camina por él sin interrogarlo ni descifrarlo, solo observa y dice: “Qué bonitos son esos suelos, qué bonitos” Es la forma que tiene de decir: estoy aquí, contigo, aunque no comprenda del todo dónde estoy ni cómo habitas tú este lugar. Es su forma de reconocer sin apropiarse.


Y es en esa frase final donde hay un momento compartido en el que ninguno impone su lenguaje al otro. Lo que hay es un paso dado en común sobre un suelo que, en realidad, no pertenece a ninguno de los dos. Como si el libro entero hubiese caminado hasta aquí solo para decir que a veces no hace falta fundirse, ni explicarse, ni volver atrás, sino que basta con pisar el mismo suelo durante un rato. Y eso es lo importante. Porque este libro no nos facilita coordenadas, pero deja bajo los pies algo que a veces se parece a un país.


Gracias, Marie-Hélène Lafon. Gracias, Lluis María Todó (traductor)


©AnaBlasfuemia




martes, 2 de diciembre de 2025

Extravíos (Emil Cioran)

 La única esperanza del hombre es encontrar la esperanza


Cioran es un autor poco leído, pero al que se le cita muchísimo. Lo entiendo, no es precisamente la alegría de la huerta; lo suyo es más bien un pozo de lucidez malsana y extrema que produce un tipo de alivio que no es exactamente felicidad, pero sí una especie de complicidad con la condición humana. Está en mi naturaleza, esa que no puedo evitar, dejarme arrastrar a ese tipo de pozos.


Extravíos” es un libro breve de aforismos y fragmentos, en el que la desolación es una condición natural del pensamiento. Un pensamiento con fogonazos de pesimismo, intuiciones corrosivas, a veces casi crueles, y otras de una belleza devastada.


Se diría que el hombre sólo sobrevive porque se adiestra en dudar de todo lo que toca, como quien frota con desinfectante cada objeto de la conciencia para no contagiarse de sus propias ilusiones. Si bajara la guardia un instante, si dejara de ponerle mordazas al fervor y a la credulidad, bastaría el primer gesto ingenuo para que la furia del mundo le arrastrara como aluvión. Por eso inventamos diques: formas, hábitos, ese pudor extraño de sostener la compostura incluso cuando nos despeñamos. Llamamos elegancia a la capacidad de sostener el gesto mientras se incendia la casa. 


Por eso Cioran formula un programa de supervivencia mental: sin la disciplina del escepticismo y la ironía, el mundo (por su mezcla de injusticia y estupidez) nos desbordaría hasta la furia. La respuesta no es el consuelo, sino el dominio de sí y el decoro: conservar “el viso discreto” incluso en la aflicción. O damos forma a la vida (“hacer un soneto”), o nos despeñamos (“ahorcarnos”). Es una regla práctica para no anegarse.


Lo cierto es que la vida no tiene ningún sentido, pero aún más cierto es que nosotros vivimos como si tuviera uno


Para Cioran la tonalidad de la existencia es una mezcla inseparable de vodevil y réquiem. Lo cómico y lo fúnebre no se alternan, se mezclan en una melodía imposible. La naturaleza misma se convierte en anomalía: cuando el asco hacia los otros se enquista, es como si el calendario aboliera las estaciones y dejara al cuerpo sin ciclos de renovación. Y en medio de ese clima enfermo, lo único continuo es la marea de la desesperación, porque las esperanzas, como islas, se forman y se hunden, mientras el mar de fondo permanece incólume.


Del tedio absoluto no nos rescata la razón ni la costumbre, sino la irrupción sin causa, la anomalía que no tiene explicación y que, para incomodidad de los ateos más severos, solemos llamar milagro. Pero un milagro sin liturgia, sin incienso, más bien un cortocircuito que apaga por un segundo la maquinaria del vacío. Es entonces cuando entendemos que la vida no es pertenencia sino malentendido, prejuicio transmitido de generación en generación, y que una no pisa la tierra por derecho, sino por imposibilidad de no pisarla.


Y así, entre el hastío y la ironía, se aprende a vivir de costado: por encima de las verdades, más allá de las convicciones, con la conciencia mirando su propio espectáculo desde la última fila, riéndose con discreción de su empeño en parecer seria. Cioran empuja la filosofía hasta la frontera de la ineficacia y del ridículo, como quien hincha un globo sólo para verlo explotar. Y una termina entendiendo que el secreto no está en salvarse ni en perderse, sino en saber caerse con estilo.


En definitiva, “Extravíos” es un laboratorio de formas de resistencia: unas veces el escepticismo, otras la ironía, otras la forma poética, otras el humor negro. El resultado es un estilo de supervivencia. No es un libro que se lea buscando “qué piensa Cioran”, sino cómo hace para no ahogarse en lo que piensa. 


Amar la ceniza, cual un ave fénix que despreciara la resurrección…”


Gracias, Emil Cioran. Gracias, Christian Santacroce (traductor)


©AnaBlasfuemia




jueves, 27 de noviembre de 2025

La ciudad amurallada (Eduardo Iglesias)

Tened en cuenta que el tiempo no pasa; el tiempo empieza


Hermida Editores tiene esa querencia por los márgenes, los libros raros y autores de culto que inevitablemente me atraen. “La ciudad amurallada” es una apuesta por ese tipo de libros que apuestan por lo emocional, lo filosófico y lo estilístico.


Iglesias no busca entretener a un lector que busca distopías de catálogo, sino plantear un dilema personal: cómo se vive cuando el mundo ha sido reducido a un experimento de control social donde incluso la nostalgia se gestiona desde arriba, cuando el Estado decide no solo lo que haces sino lo que imaginas, lo que recuerdas, lo que te permites desear.


La Ciudad Amurallada es un territorio en el que la obediencia ya ni siquiera se discute porque ha pasado al plano de lo natural, como si la muralla fuera una prolongación biológica del cuerpo, un límite asumido sin reflexión. Es decir, la distopía no como espectáculo, sino como anatomía de la pasividad. Una ciudad cerrada, explícitamente represiva, que se asume como prisión.


La Ciudad Abierta añade una ironía perversa: la libertad convertida en espectáculo retro, simulacro de ciudad del siglo XX donde se puede experimentar “días de libertad” como quien compra un pack turístico. La crítica de Iglesias no se dirige entonces solo a los totalitarismos explícitos, sino a las versiones dulcificadas con que las democracias contemporáneas venden su propia imagen. La libertad como consumo, la memoria como parque temático, la ciudad abierta como jaula transparente.


Esa duplicidad es brillante: la libertad clausurada y la libertad artificial son dos modos distintos de sometimiento. Iglesias no contrapone opresión y emancipación; contrapone opresión explícita y opresión edulcorada. Las dos ciudades son espejos de nuestros sistemas políticos contemporáneos: el totalitarismo que amenaza desde fuera y el simulacro que nos anestesia desde dentro.


El protagonista, J. Solo, es un detective que no es héroe ni antihéroe: es un hombre que carga con esa manera tan cansada de cruzar el mundo que tienen los personajes que no creen ya en el orden que defienden. Su búsqueda de Lara tiene algo de gesto iniciático, pero no iluminador. Veinte años después ya no queda de él más que un mito, una sombra instrumentalizada por otros, y entonces surge la idea de la identidad convertida en relato impuesto, la vida absorbida por la narración de quienes sobreviven.


El tiempo convierte a los personajes en trozos de memoria, en signos utilizados por otros, en cuerpos desgastados, en relatos compartidos. Ese salto temporal es una forma de decirnos que la resistencia (como la escritura, como la vida) nunca es lineal: deja restos, dudas, mitologías, traiciones, confusiones sentimentales.


Iglesias se separa de la distopía industrial al introducir (con los textos de Lara) una capa de intimidad simbólica que nos obliga a salir del argumento y entrar en una zona más incierta, más literaria, donde la historia se fragmenta y el sentido se desplaza. Es un recordatorio de que el poder se combate también desde la imaginación, desde la elaboración de una lengua que no se pueda administrar ni domesticar. Lara es el punto donde la trama política y la emocional se bifurcan y se contaminan.


Hay en Iglesias una desconfianza ante el relato oficial de la realidad y, al mismo tiempo, cierta melancolía por la posibilidad de un gesto individual que modifique algo, aunque no se vea. No hablo de esperanza, hablo de la insistencia en que seguir pensando, seguir escribiendo, seguir recordando, es ya una forma de resistencia.


La ciudad amurallada” provoca la sospecha de que estamos más cerca de esa muralla de lo que nos gusta admitir; de que la vigilancia, la desinformación, las ciudades temáticas del bienestar, la nostalgia como anestesia, no son futuros remotos sino modos ya activos de nuestra vida cotidiana. Todo apunta a una sensación casi íntima: la de vivir en un mundo que exige obediencia y a la vez te priva de sentido.


Y es en esa intersección entre el relato distópico y la vida emocional donde el libro rasca más: esa mezcla de cansancio del mundo, de lucidez triste, de pregunta ética sin respuesta fácil. Ese lugar en el que una sabe que no va a cambiar el sistema, pero se niega a dejar de pensar por dentro. ¿Qué murallas hemos naturalizado, qué formas de control nos parecen “normales”, qué libertad consumimos sin cuestionar su procedencia?


Gracias, Eduardo iglesias


©AnaBlasfuemia




 

martes, 18 de noviembre de 2025

Trazo de tiza (Miguelanxo Prado)


 “El azar teje con casualidades y coincidencias esta historia extravagante”


Trazo de tiza” es una novela gráfica en la que el tiempo, la memoria y la realidad se entrelazan en un espacio insular extraño. El mar, la niebla, el faro, los personajes que aparecen y desaparecen: todo dibuja un escenario que parece claro en la superficie, pero que se deshace cuando una intenta atar los hilos. Es un cómic con vocación literaria, abierto a la interpretación, con un final que desconcierta porque no se pliega a la lógica de la narración lineal.


El enigma narrativo (quiénes son realmente los personajes, qué relación tienen entre sí, por qué los acontecimientos parecen repetirse o contradecirse) no se ofrece como un rompecabezas que deba resolverse, sino como una forma de experiencia lectora. Y lo curioso es que esa indeterminación no resulta frustrante, sino hipnótica: el dibujo envuelve tanto que la falta de cierre narrativo se vive más como misterio que como carencia. Hay que aceptar que no es una historia que haya que resolver, sino dejarte atrapar en la trampa atmosférica: la isla no es un escenario sino una especie de anomalía del tiempo y del relato. 


El argumento aparente es sencillo: un hombre joven, Raúl, llega en su velero a una isla apartada. Allí encuentra a otros personajes (la mujer del farero y su hijo, una mujer solitaria llamada Ana, algunos visitantes ocasionales) y empieza una trama de relaciones, encuentros y desencuentros. Pero lo que parece lineal se complica: los tiempos no coinciden, los mismos hechos se sugieren desde perspectivas incompatibles, los personajes parecen repetirse en versiones distintas de sí mismos.


La isla, entonces, se convierte en un territorio narrativo en el que las leyes de la causalidad se suspenden. Lo que importa no es qué ocurrió en orden cronológico, sino qué versiones posibles de lo ocurrido se superponen. En ese sentido, cada versión es válida y ninguna lo es del todo, y el lector tiene que aceptar que no hay una explicación única.


Prado dibuja con tanto detenimiento la luz y la niebla que una entra confiada en que lo que está viendo es estable, sólido, y sin embargo a medida que avanzas descubres que lo sólido es justamente lo que se resquebraja: los personajes no encajan, las cronologías no coinciden, los hechos parecen repetirse con variaciones. No es un dibujo meramente descriptivo: el estilo pictórico genera el mismo efecto que la trama, porque difumina, mezcla, impide que todo sea nítido. El mar no es telón de fondo: es presencia opaca, espejo de la ambigüedad narrativa.


En suma, Prado no solo cuenta un enigma temporal: lo pinta. La materialidad de las viñetas se convierte en metáfora visual del tiempo roto. Lo que la narración dice con diarios contradictorios o hechos repetidos, el dibujo lo muestra con horizontes borrados, colores velados y repeticiones de encuadre. Es un caso ejemplar de cómo la novela gráfica puede ser algo más que texto ilustrado: el tiempo narrativo se hace visible y táctil en la propia imagen.


Prado sembró en el álbum referencias literarias explícitas. En los epígrafes, en las citas dispersas y en la construcción misma de la trama se reconocen ecos de Borges, Bioy Casares y Tabucchi (la sensación de que los hechos pueden repetirse con variaciones mínimas, la sospecha de que el tiempo está duplicado o detenido, esa forma de construir atmósferas oníricas en las que el pasado y el presente se confunden…) Y esos procedimientos convierten la lectura en una experiencia de tiempo roto tangible: no es solo que “no entendamos”, sino que los propios objetos narrativos (diario, cartas, escenas repetidas) encarnan esa imposibilidad de fijar la cronología. La intertextualidad no es un guiño erudito, sino un modo de contagiar al cómic de esa tradición de la literatura del enigma metafísico.


En conjunto, la intertextualidad y los saltos temporales hacen de “Trazo de tiza” una obra maestra introspectiva, donde el misterio no está en la acción, sino en cómo el tiempo y las referencias literarias desestabilizan lo que creemos real. El efecto final es que te conviertes en habitante de la isla y quieres recomponer la secuencia, pero te encuentras siempre con huecos, repeticiones, contradicciones. El misterio no se resuelve: se convierte en estructura.


Eso es lo que yo veo en el libro: un experimento narrativo y visual que convierte al cómic en un espacio de indeterminación poética. Lo leí despacio, con la misma lentitud con la que se observa una marea. Me quedé mirando los colores más de lo que leía las frases. Sentí que los personajes estaban vivos y, al mismo tiempo, ausentes, como si pertenecieran a un tiempo distinto del mío. Cuando cerré el libro tuve la impresión de no haberlo terminado: de seguir allí, en ese puerto sin fondo, oyendo el rumor del mar y el leve chirrido del viento en el faro.


Tal vez esa sea la verdad del libro: un trazo que se borra, pero que deja el polvo blanco en los dedos.


Gracias, Miguelanxo Prado


©Ana Blasfuemia




jueves, 13 de noviembre de 2025

Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest (Gonçalo M. Tavares)


El desmoronamiento de la voluntad; qué extraño: es de lo más silencioso

Este libro contiene tres relatos y una nota final en los que Tavares compone una interesante constelación. Las ciudades que dan título a cada sección no son simplemente escenarios: son espacios simbólicos, contornos difusos donde se desdibujan las coordenadas. Tavares escribe desde los márgenes de la historia, desde los bordes del lenguaje, desde la materia ambigua de lo que no encaja.


Aquí no hay certezas ni destinos claros, lo que hay son desplazamientos. No sólo físicos, sino también éticos, estéticos, incluso ontológicos. Los personajes son figuras desgarradas por lo real, obligadas a actuar en un mundo que ya no responde a los viejos códigos. Tavares no representa el caos: lo organiza con la precisión de quien sabe que en la fragmentación también hay lógica.


En el primer relato (que da título al libro) dos vehículos recorren la misma carretera. Uno transporta la estatua de Lenin. Otro, el cadáver de una madre. Entre ellos, una distancia simbólica inmensa: la distancia entre lo monumental y lo íntimo, entre el espectáculo de la historia y el silencio del duelo. Pero ambos se mueven en paralelo, como si Tavares quisiera forzarnos a ver que esas dos realidades (la ideológica y la humana) no se excluyen, sino que se contaminan.


Bajo la superficie de una prosa ponderada, late una emoción profunda: la del hijo que insiste en llevar a su madre muerta hasta casa, en un gesto que no puede cambiar nada, pero que se niega a ser inútil. La estatua, por su parte, es arrastrada como un peso sin sentido, como si la historia ya no tuviera convicciones, sólo inercias.


El contraste no es banal. No se trata de oponer lo bueno a lo malo, lo humano a lo político. Tavares lo plantea de forma más compleja: en un mundo donde las ideas han perdido su fuerza simbólica, sólo queda el acto (ínfimo, privado, desesperado) que afirma lo humano sin necesidad de explicarlo. La verdadera resistencia no está en oponerse al poder, sino en seguir sosteniendo lo que el poder ignora: la fragilidad, el duelo, el cuerpo.


El segundo relato (“La fotografía. Historia del vampiro de Belgrado”) introduce otro plano de descomposición: el de la mirada. Aquí el foco está en la imagen, en la fotografía como documento ambiguo y como prueba imposible. Tavares no nos da un relato de vampiros. Nos da un relato sobre la imposibilidad de mirar, sobre la impotencia de la imagen para contener la violencia que representa. El horror no es sobrenatural: es radicalmente humano. Y lo más inquietante es que esa violencia ha sido absorbida por la normalidad. La fotografía, en lugar de denunciar, encubre, también documenta, sí, pero no transforma. La imagen queda suspendida, como una prueba muda de una verdad que nadie quiere o puede asumir.


Este relato traslada el eje narrativo del cuerpo al ojo. No se trata de enterrar a los muertos, sino de enfrentarse al acto de ver. ¿Qué vemos cuando miramos? ¿Qué elige mostrar la historia? ¿Y qué queda fuera del encuadre? La respuesta de Tavares es demoledora: lo esencial casi nunca aparece en la imagen. El mal se esconde en la trivialidad, en los gestos cotidianos, en los huecos del relato.


En el tercer relato (“Episodios de la vida de Martha, Berlín”), Berlín aparece como escenario de una soledad radical, la soledad como forma de existencia. Martha, la protagonista, vive una rutina de extrañamiento y desconexión. Nada parece excesivo, ni trágico, ni delirante, pero todo es desolador. El relato está compuesto de pequeñas escenas, mínimos desplazamientos, gestos casi imperceptibles, pero en ellos se va construyendo una figura humana cercada por la repetición, por la falta de sentido, por la imposibilidad de habitar un lugar.


Este texto, el más minimalista de todos, funciona como contrapunto íntimo a los anteriores. Lo que hay una mujer sola en una ciudad demasiado grande, demasiado quieta, demasiado indiferente. Su vida no se escribe con mayúsculas, pero su obstinación es tan valiosa como la del hijo que transporta a su madre. Martha no huye ni actúa: simplemente está, y esa forma de estar (sin pertenencia, sin relato, sin recompensa) es ya, en sí misma, una forma de insumisión.


Berlín aquí es el reflejo de una Europa en la que el pasado se adhiere como el moho y el presente no ofrece refugios. Y es en ese margen donde Martha se convierte en figura universal: la de quienes habitan el mundo sin encontrar su lugar.


El epílogo final (“Notas sobre el proyecto de Las ciudades”) aclara la lógica del proyecto de Tavares. Lo que se propone es “alcanzar cierta ciencia narrativa de las ciudades” porque son el escenario donde la humanidad revela sus formas más extremas. Leídas a la luz de esta nota final, las tres historias anteriores se revelan como experimentos éticos. Bucarest, Belgrado, Berlín: tres escenarios, tres modos de enfrentarse a la disolución del sentido. Y sin embargo, en todos hay una constante: la persistencia del gesto humano. No como refugio, sino como afirmación. No para aliviar, sino como ejercicio mínimo de dignidad.


Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest” no es un libro sobre ciudades, ni sobre política, ni siquiera sobre historia. Es un libro sobre lo que permanece cuando todo eso falla, lo que persiste cuando las estructuras simbólicas se derrumban. Tavares nos propone reconocer una forma de perseverancia.


Que no haya (o no se vea) luz al final del camino no quiere decir que no haya camino. Y hay quien lo recorre cargando a su madre muerta, transportando una estatua de Lenin, o mirando una foto que no puede olvidar, o simplemente observando Berlín como quien observa un museo. Ese es el corazón del libro. El resto es literatura.


Gracias, Gonçalo M. Tavares. Gracias, Rita da Costa (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 5 de noviembre de 2025

Carta sobre el poder de la escritura (Claude-Edmonde Magny)


Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido suficientemente de sí mismo


Todo empezó con un gesto sencillo y casi doméstico: un joven exiliado, Semprún, perdido entre el dolor de haber dejado atrás su país y el miedo de no saber si la escritura era un camino o una trampa, le confiesa a Magny sus dudas, sus vacilaciones, su atracción casi enfermiza por escribir y, al mismo tiempo, su desconfianza hacia esa pulsión que lo arrastraba siempre hacia la memoria y hacia la muerte.


Magny, que no era solo crítica literaria sino que también conocía de cerca la violencia, el exilio, la clandestinidad, le responde con esta carta. No es una carta complaciente, ni fácil de querer: discute, refuta, se interroga constantemente sobre la utilidad, la capacidad de incidencia, incluso la violencia de la escritura. Esta carta es un mapa difícil, árido, exigente, sobre lo que significa escribir de verdad.


Y ella le escribe para que él comprenda. Para que sepa que escribir no es un ejercicio de estilo, ni un refugio emocional, ni un adorno del alma sensible. Es un trabajo profundo, una ascesis, un despojo. Un acto que compromete no sólo el lenguaje, sino la vida entera.


Semprún, que había guardado la carta como quien guarda una brújula rota pero aún necesaria, acepta escribir un prólogo cuando la editorial Climats decide publicarla en 1993. Un prólogo en el que confiesa que durante años eligió vivir en lugar de escribir y que eligió el olvido antes que la memoria, porque sabía que escribir lo hubiera condenado a revivir el campo, la muerte, la oscuridad. Eligió el silencio como ejercicio de supervivencia. Pero nunca olvidó aquella carta. Y cuando volvió a la escritura, volvió también gracias a ella.


Para Magny escribir no es para impacientes, los que buscan consuelo o para quienes confunden habilidad con verdad. Para ella la literatura exige un trabajo de integración interior, una digestión lenta de lo vivido, una transformación del dolor en conocimiento, del caos en forma. Quien escribe sólo desde la herida abierta corre el riesgo del desbordamiento estéril y quien escribe sólo desde la cabeza cae en la aridez del artificio. Sólo quien ha hecho la travesía por el purgatorio ciego, esa zona oscura donde uno no sabe quién es ni a dónde va, puede después escribir con hondura, con verdad.


Ella opinaba que la prosa exige más que la poesía, puesto que el poema puede nacer de una chispa, de un hallazgo formal, no necesita atajos porque el poeta ya ha hecho el viaje entero. Pero la prosa arrastra consigo la experiencia humana como un lastre que no se puede disimular, no se sostiene en la pura forma. Si no está enraizada en lo humano, si no lleva en sus palabras esa masa pesada de lo vivido, lo sentido, lo sufrido, entonces no es nada.


Pone de ejemplo a Rilke, que escribe con esa naturalidad que engaña: como si su angustia hubiera fluido sola sobre el papel, como si la obra naciera sin trabajo, sin sufrimiento. Pero Magny sabe que no fue así. Que esa “facilidad” es la apariencia que queda cuando alguien ha logrado, a costa de mucho, arrancar de sí mismo el horror, sacarlo fuera, volverlo palabra. Y solo entonces, quizá, puede mirarlo sin que lo devore.


Nos advierte del peligro de la imitación (esa pendiente demasiado fácil por la que solo se deslizan quienes todavía no se conocen bien), del riesgo de escribir sin haberse despojado antes de la vanidad y de las máscaras. Escribir exige lucidez, y eso está reñido con la autocomplacencia. Quien está demasiado ocupado en admirarse a sí mismo, en sostener su imagen, en reafirmar su lugar, no puede mirar con claridad, ni el mundo ni su propia alma.


Lo que me ha gustado de Magny no es su tono solemne (porque no lo tiene), sino su mezcla rara de dureza y ternura intelectual. Escribió sabiendo que no iba a cambiar el mundo, pero que hacerlo le permitía no quedar destrozada por lo vivido. Lo que es evidente es que escribir es una forma de ponerse en riesgo, porque la literatura mide, implacablemente, el grado de realidad espiritual de quien escribe.


Por eso eso he vuelto a esta “Carta sobre el poder de la escritura”  y la he leído con la lentitud y la gratitud que exigen las cosas que duelen y equilibran a la vez. Y lo cuento aquí porque vivir es olvidar, pero escribir es recordar.


Gracias, Claude-Edmonde Magny. Gracias, Jorge Semprún (prologuista). Gracias, María Virginia Jaua (traductora)


©AnaBlasfuemia