miércoles, 22 de octubre de 2025

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (Raymond Carver)

…y un día se sintió al borde de una suerte de descubrimiento trascendental acerca de sí mismo. Revelación que nunca tuvo lugar


Yo, buscadora profesional de citas en todo aquello que leo (citas a las que me agarro como si fueran un hueco en el que quedarme pensando) solo he subrayado UNA frase en este libro. ¿Cómo subrayar lo que se calla, lo que se aplaza, lo que pesa más por su ausencia que por su forma? Hay atmósferas, silencios, pausas… ¡y a ver como se subraya eso!.


No, Carver no es un escritor de frases para subrayar ni de citas brillantes. Carver es el escritor de los silencios, de lo ausente, de los gestos apenas esbozados, de las frases que se quedan flotando a medias. Y esa frase subrayada es, quizá, el resumen de todo su universo: la vida como la espera de una revelación que nunca llega, como una pregunta que nadie contesta, como algo que casi comprendemos pero no del todo, como un eco que se desvanece. Sus relatos son aquello que intuimos pero no sucede. Este libro es Carver en estado puro: la vida como un desgarro callado, la comunicación fallida, el deseo que no se cumple, la palabra o el acto que no llega.


Carver retrata a menudo a hombres grises, atrapados en una vida que no entienden; marcados por la pérdida de trabajo (o con trabajos precarios), de propósito y de poder. Son personajes que no saben estar en el mundo: han perdido su lugar, han sido expulsados de la seguridad del trabajo, de la casa, del amor. Y los muestra sin compasión, pero también sin juicio: son hombres que se quedan atrás, no porque no quieran avanzar, sino porque no saben cómo hacerlo


Esa mirada de Carver, sin juicio pero profundamente humana, es una de las claves que hace que sus cuentos sigan resonando con tanta fuerza. Lo que sugiere es que esta crisis de masculinidad es también una crisis social y cultural: son hijos de una época en la que el rol masculino se definía por el trabajo y el sustento económico. Y cuando ese pilar se derrumba, ¿qué queda?: nada que puedan reconocer como propio. No tienen herramientas para reconstruirse y la intimidad (frágil, exigente) también se desmorona. El desempleo es el síntoma; la soledad y la desconexión emocional, las consecuencias. El hogar deja de ser refugio y se convierte en frontera.


Las mujeres, en cambio, tienen un papel más complejo. A veces son figuras activas, que toman el timón y que, a menudo, poseen una claridad emocional que les permite reconocer las grietas en sus relaciones y en sus vidas. Pero también están las mujeres que callan, las que se resignan, las que se apartan hacia su lado de la cama o las que quieren hablar y no encuentran con quién. En Carver, las mujeres son a menudo las que cargan con el peso de lo que se silencia, las que sienten antes y mejor que algo se está rompiendo, aunque no siempre tienen el poder o los medios para cambiar su situación, pero su conciencia de la realidad les otorga una forma de resistencia casi afónica.


El estilo de Carver es inconfundible: frases cortas, como si le pesara cada palabra de más. Sus diálogos funcionan más como defensa que como intercambio: se habla, sí, pero para rodear lo esencial, no para nombrarlo. Carver escribe con un oído finísimo para las conversaciones reales, esas en las que lo que se dice parece ir por un carril distinto al de lo que se siente. Usa el minimalismo como herramienta porque no escribe para explicar: escribe para que miremos.


El último relato, que da título a la colección (“¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”), destaca respecto a los demás por su profundidad emocional y su exploración de la fragilidad humana. Sin dramatismos, pero hay una mayor introspección y una reacción emocional más evidente por parte del protagonista. De hecho parece que este relato marcó una evolución en la obra de Carver, empezando a mostrar una mayor profundidad en la caracterización y una exploración más compasiva de sus personajes. 


Carver nos lanza estos relatos como piedras en un lago: las ondas se propagan solas y reverberarán distinto en cada lector. Pueden desconcertar, pero eso es una señal inequívoca de que Carver quiso dejar ese hueco para que nos sintamos interpelados. Escribe como si la vida real fuera suficiente y bastara con mirar con atención.


Leer a Carver es un ejercicio de paciencia, de empatía, de apertura. Te obliga a completar el relato justo donde no hay palabras, sino silencios y gestos. Cada relato es como una pieza de puzzle incompleta: te pide que entres y la completes con tu propia experiencia y por eso su lectura no es cómoda ni cerrada, es un espacio abierto para sentir, para pensar, para ser parte. Carver recurre de forma constante al uso del punto de vista limitado: no nos da toda la información, solo lo que ve un personaje, lo que siente en un momento dado, y esto nos obliga a leer entre líneas, a reconstruir lo que falta, a ser lectores activos. Y eso es un arte al alcance de pocos escritores.


Gracias, Raymond Carver. Gracias, Jesús Zulaika (traductor)


©AnaBlasfuemia



martes, 14 de octubre de 2025

Aún nos queda el teléfono (Erica Van Horn)


Ella quiere contar su vida a su manera. Yo necesito recordarla a mi manera. Necesito aferrarme a las partes de ella que me generan ternura y necesito recordarme aquellas cosas que me resultan molestas. A mi madre le interesa su versión de los hechos. A mí me interesan los detalles. Estoy recopilando las cosas que puede que llegue a olvidar

Esta cita me conmovió y me tocó profundamente, por eso leí este libro. Pero no fue suficiente.


Van Horn trabaja con una confianza radical en lo mínimo: objetos, gestos, repeticiones domésticas que, por acumulación, deberían trazar la silueta de una madre sin necesidad de escena magna ni gran discurso. Registra sin subraya, dejar que el detalle sea el portador del afecto, mantiene el pulso bajo para no traicionar lo observado. Hay sobriedad: economía de medios, humor seco, ternura vigilada.


La apuesta es clara y funciona cuando lo minucioso, por modesto que sea, vibra con el resto, cuando el gesto anodino (un sobre, un huevo, una lista…) se vuelve un signo de carácter y no un mero apunte de libreta. Pero no funciona cuando el apunte queda suelto y no encuentra eco, como si la vida estuviera hecha solo de enseres desplegados sobre la mesa sin una corriente subterránea que los ligue. Y en esa alternancia se decide la lectura: a veces toca la fibra con precisión contenida, otras el mismo recurso se queda corto y deja sensación de irrelevancia.


Van Horn consigue que su logro sea también su limitación. Es decir, eleva las pequeñas obsesiones y rituales domésticos de su madre a la categoría de tema central. Hay una belleza lírica del detalle y de lo trivial que en ocasiones resulta demasiado ensimismada. Y también hay una voluntad consciente de evitar el dramatismo que se agradece, pero roza la distancia emocional con frecuencia. La madre nos puede resultar entrañable por su excentricidad y vitalidad, pero la relación madre-hija queda excesivamente atenuada.


No logra que el relato sea universal, aunque la experiencia materno-filial se detalle con cierto afecto y humor no se eleva a una reflexión más amplia porque queda demasiado cerca de lo anecdótico, de las peculiaridades idiosincrásicas de sus personajes.


Cuando la serie de anécdotas no arma constelación y queda como papeleo, entonces el mismo método, repetido sin variación suficiente, se transforma en riesgo. Es un problema de modulación. Tiende a un registro único (observación breve, remate discreto, corte) y esa monocromía embota. Hay páginas que tocan la fibra con una puntería impecable, pero hay otras que no añaden sombra ni relieve. La miniatura exige una precisión brutal: cuando se pierde una décima, el conjunto lo nota.


Van Horn parece confiar en que los lectores completemos, que la fragmentación sea suficiente para generar sentido. Pero esa apuesta exige una complicidad que no siempre se da. El resultado es un libro que se lee con facilidad, pero que deja una sensación de ligereza excesiva, como si se hubiera evitado deliberadamente cualquier profundidad incómoda.


Pero su propuesta literaria tiene un valor innegable al reivindicar la memoria como línea de transmisión, celebrar la excentricidad e ingenio de la vejez y curar las heridas de la distancia física con la ternura del ritual telefónico. La intención es clara: mostrar que la vida se compone de gestos mínimos, que el vínculo entre madre e hija se revela en lo cotidiano.


Se puede admirar la proeza en esa mirada que ve galaxias en cosas pequeñas, la rara lealtad a lo mínimo y, sin embargo, no terminar de entrar, porque la música no siempre vibra, la cadencia se bloquea y la economía de medios, tan limpia, corre el riesgo de parecer simple inventario al faltarle variación rítmica o densidad asociativa para que el detalle deje de ser dato y se convierta en motivo (o en emotivo).


No puedo llamarte y, aun así, marco. La conversación ya no está; el acto de marcar, sí. A veces me gustaría poder llamarte sabiendo que no me vas a escuchar ni te va a importar, y aun así oírme decir algo irrelevante sobre el tiempo, que ojalá lloviera o que he hecho un huevo con carácter y que tú me contestaras que el mando de la televisión no funciona y yo te replicara que le cambies las pilas y que no fumes en la cama y que te quiero y me quieres. Ese mínimo me bastaría.


Gracias, Erica Van Horn. Gracias, Ana Flecha Marco (traductora)


©AnaBlasfuemia




martes, 7 de octubre de 2025

Autorretrato en el estudio (Giorgio Agamben)

Si pienso en los amigos y en las personas a las que he amado, me parece que todas tienen algo en común que sólo podría expresar con estas palabras: lo indestructible en ellas era su fragilidad, su infinita capacidad de ser destruidas. Y quizá sea esta la más justa definición de lo humano


Giorgio Agamben escribió “Autorretrato en el estudio como quien se detiene a mirar los objetos que han estado a su lado mientras pensaba. Como Sócrates en su última hora, Agamben se presenta como alguien que ha hecho de su estudio un campo de batalla contra el tiempo. No es una autobiografía sino una suerte de instantáneas de los espacios que ha habitado, de los libros, imágenes, objetos y personas que le han acompañado. Un autorretrato, sí, pero sin figura central.


El protagonista aquí no es el “yo”, sino el umbral entre el pensamiento y las cosas, entre la vida y su forma. Agamben convierte estos espacios (que son refugio, laboratorio, trinchera y santuario a la vez) en un espejo oblicuo de su forma de estar en el mundo. Cada objeto nombrado, cada estante, cada fragmento convocado, actúa como un disparador que enlaza lo cotidiano con lo conceptual, sin necesidad de argumentar nada. Simplemente mostrando, como si el pensamiento pudiera dejarse ver mejor cuando no se dice directamente. Porque si algo ha rechazado siempre Agamben es la espectacularización del pensamiento y ese gesto es el signo de una ética: la ética de la retirada (sin huir, pero sin exhibirse).


El libro se organiza como un atlas interior, dispuesto más por afinidades secretas que por lógica discursiva. Agamben lo ha dicho de muchas formas, y en este libro lo reitera sin subrayarlo: un filósofo no es alguien que impone su voz, sino alguien que escucha. Alguien que trabaja con palabras ajenas, con imágenes prestadas, con conceptos que ha heredado y a los que intenta, apenas, dar forma. Para él la filosofía es escribir entre la lengua y el silencio, entre la palabra y aquello que la excede.


"Autorretrato en el estudio" podría leerse como una forma bartlebyana de narrarse: rehusando a la narración misma, prefiriendo no contar, pero dejando que las cosas hablen por él. El libro no se abre fácilmente: hay que entrar en él como quien cruza el umbral de una habitación en penumbra, sin saber muy bien qué se busca. Esa opacidad puede resultar excluyente, también lo digo.


Es evidente el tono contenido, elegíaco, sin desgarro: Agamben despliega una erudición vastísima (una constelación erudita que recorre siglos, disciplinas, lenguas, nombres), pero evita el quiebre emocional. No hay confesión ni sentimentalismo, sino que elige la gravedad serena, la evocación y afinidad, frente a la intimidad desgarrada. Esa sujeción es parte de su compromiso con el pensamiento y el lenguaje.


Es una escritura que se mueve entre la memoria intelectual y el gesto litúrgico, pero que rara vez baja a lo afectivo o a lo íntimo como desbordamiento. Agamben convoca a sus muertos, pero no los llora; los nombra con la gravedad de quien prolonga una voz, no con la fragilidad de quien se derrumba ante la pérdida. Incluso sus elogios más intensos están medidos, casi ceremoniales. No cede nunca a la sentimentalidad exhibicionista. Es una manera de mantener la dignidad del pensamiento, de oponerle al flujo emocional constante una forma de gravedad antigua, casi monástica.


En este autorretrato melancólico, un mundo cultural desaparecido vuelve a hablar y al hacerlo deja al descubierto la intemperie de nuestro presente. Así, a través de un lenguaje literario y filosófico, Agamben consigue dos cosas: retratar una comunidad en extinción y, al mismo tiempo, lanzar una crítica poética a la pobreza espiritual de la época actual. Leer este libro exige atención, paciencia,  la voluntad de quedarse en lo no evidente. No es una lectura que se ofrezca, hay que ir a su encuentro. Y la pobreza humanística y cultural de nuestros tiempos requiere (urge) ir a ese encuentro.


Gracias, Giorgio Agamben. Gracias, Rodrigo Molina-Zavalia y Mª Teresa D’Meza (traductores)


©AnaBlasfuemia

viernes, 3 de octubre de 2025

El papel pintado amarillo (Charlotte Perkins Gilman)


Hay cosas en ese papel que nadie, salvo yo, conoce ni conocerá jamás


Charlotte Perkins Gilman escribió este relato no para que nadie enloqueciera, sino para evitar que algunas personas fueran llevadas a la locura. Habla de un encierro, pero no de ese que se mide en barrotes ni en candados sino de otro más sutil, más cotidiano, más difícil de señalar porque se disfraza de cuidado, de amor, de reposo necesario, de prescripción médica. 


Una mujer encerrada para que no piense demasiado, para que no se fatigue, para que no escriba, para que no moleste, para que no quiera. La encierran porque otros han decidido por ella. Encerrada en una habitación donde las paredes llevan un papel pintado amarillo, sucio, repetitivo, absurdo. Y lo mismo que ese papel horrible y amarillo se pega al cuarto donde está confinada, el relato se te pega a la piel según lo vas leyendo.


El horror no está en el papel de la pared ni en el color, sino en la quietud forzada. Está en la voz del marido, en la del médico, en todas esas voces que dicen lo mismo disfrazadas de preocupación: lo mejor para ella es que se quede quieta, que no se altere, que no haga caso a lo que siente porque lo que siente no cuenta. Eso es lo peor: no hay castigo visible, no hay maldad consciente. Solo rutina, hábitos, normas dictadas desde la costumbre y la seguridad de quien nunca ha tenido que mirar demasiado tiempo una pared.


La protagonista se va quedando sola con ese papel pintado hasta no distinguir lo que es imaginación, lo que es deseo, lo que es resistencia, lo que es agotamiento. El dibujo parece moverse, retorcerse, esconder figuras que se arrastran detrás. Mirarlo demasiado es empezar a creer en él, es empezar a confundirse con lo que encierra. 


Es la historia de un desgaste mental. Es la mente que al final deja de sostenerse porque ha aprendido que no puede hacerlo. El final es tan lógico que ni siquiera sorprende: no podía acabar de otro modo. Nadie puede quedarse tanto tiempo quieta frente a una pared sin terminar por arrastrarse dentro de ella.


Gilman no escribe desde el espectáculo de la locura llamativa, sino desde algo más común y más incómodo, desde el desmoronamiento invisible, el que sucede despacio, en voz baja, detrás de puertas cerradas. Su relato no necesita explicitar ninguna denuncia porque la trama es ya suficiente ironía, suficiente sarcasmo: una mujer aislada por su propio bien, mientras a su alrededor el papel pintado se vuelve más real que la propia realidad.


Aquí no se pide empatía, sino que se muestra lo que sucede cuando alguien es borrado poco a poco en nombre del amor, de la ciencia, del orden. Lo escribió porque no había otra forma de decirlo. Porque ella también supo lo que era estar encerrada en una habitación que no parecía una cárcel pero lo era.


Gilman escribió este cuento desde la experiencia vivida, y eso se nota porque nadie habla así de la herida si no ha sentido antes el filo. Hay rabia contenida en sus palabras, pero también una precisión implacable, una ironía fina que atraviesa sin piedad al poder médico, a los maridos bienintencionados, a las voces que desde afuera explican cómo debemos ser, cómo debemos sentir, cómo debemos sanar. Habla de la suavidad con la que se imponen ciertas violencias: no con gritos, no con golpes, sino con diagnósticos, con palabras dulces, con cuidados que no permiten respirar.


Sentí que esta breve narración no hablaba solamente de la protagonista ni del siglo XIX ni de las mujeres encerradas por diagnósticos crueles y paternalistas. Habla también de la textura engañosamente amable de algunos consuelos vacíos, la rutina repetida hasta la náusea, el mandato de descanso cuando lo que pide el alma es vida, movimiento, libertad de sentir hasta el fondo, hasta la incomodidad y más allá.


No hay salida porque todavía no la hemos encontrado. Solo queda mirar esa pared y entender que sigue ahí, que no ha dejado de existir. Y que otros siguen diciendo lo que es mejor para las mujeres, para las que sienten demasiado, para las que escriben demasiado, para las que no aceptan quedarse quietas. En esto no hay ninguna metáfora, es la realidad que había, la que todavía hay.


Gracias, Charlotte Perkins Gilman. Gracias, María Tabuyo y Agustín López (traductores)


©AnaBlasfuemia




martes, 16 de septiembre de 2025

La perfección del tiro (Mathias Enard)


Lo más importante es el aliento. La respiración tranquila y lenta, la paciencia del aliento

El rececho del francotirador: este es un libro escrito con la mira puesta en el alma humana, pero a través del ojo metálico de un fusil. Hay un muchacho que, a los dieciocho años, ha entendido que matar puede dar sentido a una vida estropeada desde la infancia.

Este chico (sin nombre, pero con voz propia) no quiere ni busca salvación, ni para él ni para nadie. Tiene una madre demenciada, una figura femenina que es más símbolo que cuerpo (Myrna) y un fusil que lo nombra mejor que cualquier documento de identidad. La guerra le da permiso para hacer lo que en otro contexto sería impensable, pero Enard no permite que nos escudemos en esa excusa.


El protagonista no es un soldado, es un francotirador. Y eso es importante: el francotirador no combate, no participa en batallas; observa, elige, ejecuta: está separado del mundo. Y eso es lo que le hace tan inquietante, que el horror se calcula. El lenguaje, como él, es seco, rítmico, ritual. Frases breves, puntuación medida, respiración contenida. La guerra como gimnasia del desapego.


El protagonista habla como quien no se escucha, pero sin embargo, es un narrador elocuente. Lo que cuenta no es solo la técnica del disparo (esa obsesión casi zen por la trayectoria perfecta) y lo que ajusta no es solo la puntería, sino la relación entre cuerpo, deseo y control. No mata porque está desbordado, sino porque solo así consigue no desbordarse. Cada disparo es una forma de mantenerse dentro de una línea de control técnico que lo separa de todo lo que podría hacerlo humano. No dispara por impulso, odio o ideología: dispara por método. Porque es lo único que sabe hacer que no lo traiciona.


La gran tragedia no es que mate, es que encuentra belleza en matar, que convierte la puntería en identidad y que mide su autoestima por la limpieza del disparo. Lo que tiene no es solo una psique descompuesta, sino un canon estético distorsionado. Y en esa perversión técnica está el centro moral del libro: cuando la precisión sustituye a la compasión, ya no hay retorno. Ni madre, ni Myrna, ni dios que lo rescate.


Ay, Myrna. Esa niña-mujer con cuerpo de deseo y rostro de humanidad. La pobre Myrna aquí es símbolo, espejo y objeto de deseo. Pero no olvidemos que es, simplemente, una adolescente de quince años. Me parece importante no perderlo de vista en esta verbena de metáforas. Porque una cosa es analizar el deseo del protagonista y otra muy distinta es no advertir lo profundamente repulsiva (y real) que es su mirada.


Él no puede amar sin violencia, no sabe poseer sin matar. En su cabeza, sexo es dominio, castigo y resentimiento; el deseo siempre roza la violencia. Por eso las escenas de deseo se mezclan con fantasías de violación y de muerte. Y lo que podría ser un atisbo de amor se convierte en una amenaza para su sistema. Él la pasea del brazo como quien enseña un trofeo recién cazado. La desea, la sueña, la imagina violada y asesinada… y Enard no lo disimula. No porque lo apruebe, sino porque no quiere que apartemos la mirada.


El gesto final es la confesión de alguien que nunca supo pedir nada y que ahora pide un imposible: ser devuelto a un tiempo en que no estaba dañado. Pero no hay madre que baste para eso


Lo que hace que este libro no sea una pornografía del sufrimiento es que no cae en la trampa del espectáculo, no convierte el horror en un ejercicio de estilo. Cada frase está pensada como un disparo y, sin embargo, la belleza de la escritura está ahí, en su negativa a edulcorar. Es como si Enard dijera: “te voy a mostrar lo peor, pero no te voy a dejar mirar desde lejos”.


Es un libro extraordinario por su equilibrio: entre el lenguaje lírico y el control técnico, entre la violencia explícita y el pudor narrativo, entre el nihilismo existencial y una leve sombra de deseo de amor. Enard quería que miráramos el mal desde dentro. No el mal espectacular, ni el político, ni el filosófico, sino el mal minúsculo, técnico, eficiente, banal. El que se forma cuando un niño quiere que su padre muera, cuando se entrena para matar, cuando reemplaza el dolor por el cálculo. Cuando no queda más dios que la bala.


Enard nos pone dentro de la cabeza del protagonista no para que lo entendamos, sino para que no podamos ignorarlo. Porque ignorar lo que hay en esa cabeza (esa mezcla de técnica, testosterona, violencia, melancolía y misoginia) es lo que hacemos todos los días con los hijos de la guerra. Y los de la paz también, no nos engañemos.


Gracias, Mathias Enard. Gracias, Manuel Serrat Castro (traductor)



©AnaBlasfuemia




viernes, 12 de septiembre de 2025

El arte de ser feliz (Arthur Schopenhauer)

Lo que uno representa, es decir, la opinión de los demás sobre nosotros, no parece, ya a primera vista, algo esencial para nuestra felicidad; por eso se llama vanidad, vanitas


¿Y qué hacía Schopenhauer (que pensaba que vivir es un error) escribiendo un manual con cincuenta reglas para la felicidad? Pues eso: no lo hacía. El título se lo pusieron otros, él lo llamó Eudemonología (que ya suena como suena, a filosofía para no volverse loco en esta vida absurda).


No es un libro para leer del tirón. Es un libro de cucharada y marcha atrás, que se lee de la misma manera que se aprende a vivir: ensayo, torpeza, retorno. Algunas reglas te obligan a pensar, parar, dejar el libro, mirar por la ventana, incluso ponerte a silbar. O volver a empezar porque lo que parecía simple resultó ser un nudo.


Sin decirlo del todo, el libro se articula en torno a una estructura clásica: lo que se es, lo que se tiene, lo que se representa. Y ahí siguen algunas reglas funcionando como relojes sin pila: sin hacer ruido, pero exactos.


Evitar compararse. No envidiar lo que no ves por dentro. No esperar que tu estado de ánimo dependa de la atención ajena… Parecen consejos de sentido común, y lo son. Schopenhauer  lo resume: evita la envidia, cuida tu salud mental porque sin ella da igual lo demás, aprende a sostenerte solo, pero no por orgullo sino porque puede que no siempre haya nadie cerca. Todo esto sin cursivas, sin emoji, sin TikTok.


Hay aquí algo extraño: un señor que hace más de un siglo nos dijo que te conozcas sin drama, que cuides lo que piensas cuando estás solo y que no te fustigues más de lo necesario. Que no compres felicidad en cuotas. Arrasaría hoy en día, menudo coaching espiritual sería Schopenhauer ¿verdad?


El mero querer, y también poder, por sí mismos aún no bastan, sino que una también debe saber lo que quiere, y debe saber lo que puede hacer


Basta esa frase para dejar en el suelo toda la industria del “si quieres, puedes”: mensajes motivacionales, agendas con frases inspiradoras, vídeos de sonrisas profesionales y metas en tres pasos.


Schopenhauer tenía claro que poseer no es acumular. Que el tener de verdad no pasa por la cuenta bancaria ni por la estantería de libros leídos. Hoy en día el tener se ha vuelto una identidad escurridiza: tengo tiempo, tengo estrés, tengo seguidores, tengo ansiedad. Él, en cambio, hablaba de otra cosa: se tiene lo que nadie puede darte ni quitarte.


Cada vez más, lo que una representa se convierte en mercancía: número de seguidores, marca personal, visibilidad, estética emocional. Y todo eso entra en colisión directa con lo que propone este libro: todo eso no es esencial, es espuma, humo. Vanitas.


No todas las reglas de Schopenhauer han envejecido igual. Algunas piden una lectura más alerta, y otras cierta distancia irónica. Algunas reglas, si se aplican sin respirar, te pueden llevar a la trampa opuesta: la renuncia disfrazada de sabiduría, la soledad elevada a principio, la desconfianza como refugio. Si el coaching moderno vende ilusión hueca, aquí el riesgo es confundir lucidez con retraimiento sin salida. Una cosa es no esperar demasiado y otra no esperarlo nunca. Como todo manual, este también exige leer entre líneas, no para desmentirlo, sino para no convertirlo en evangelio.


Así que no: este no es un libro que puedas transformar en reels motivacionales. No hay promesas, lo que hay son advertencias. Y si las escuchas con atención, valen más que cien cursos de “liderazgo emocional con propósito consciente”. Lo que en el siglo XIX era vanidad, en el XXI es sistema. Por eso leer a Schopenhauer es como beber agua del grifo después de horas tomando bebidas energéticas: de pronto recuerdas cómo sabía lo real.


Cuando piensas cuántos se te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen.”


Y si un día descubres que no hay nadie ni delante ni detrás, quizás sea buen momento para dejar de correr. Porque, a veces, no avanzar también es una forma de saber dónde estás.


Gracias, Arthur Schopenhauer. Gracias, Angela Ackermann Pilári (traductora)


©AnaBlasfuemia