viernes, 12 de septiembre de 2025

El arte de ser feliz (Arthur Schopenhauer)

Lo que uno representa, es decir, la opinión de los demás sobre nosotros, no parece, ya a primera vista, algo esencial para nuestra felicidad; por eso se llama vanidad, vanitas


¿Y qué hacía Schopenhauer (que pensaba que vivir es un error) escribiendo un manual con cincuenta reglas para la felicidad? Pues eso: no lo hacía. El título se lo pusieron otros, él lo llamó Eudemonología (que ya suena como suena, a filosofía para no volverse loco en esta vida absurda).


No es un libro para leer del tirón. Es un libro de cucharada y marcha atrás, que se lee de la misma manera que se aprende a vivir: ensayo, torpeza, retorno. Algunas reglas te obligan a pensar, parar, dejar el libro, mirar por la ventana, incluso ponerte a silbar. O volver a empezar porque lo que parecía simple resultó ser un nudo.


Sin decirlo del todo, el libro se articula en torno a una estructura clásica: lo que se es, lo que se tiene, lo que se representa. Y ahí siguen algunas reglas funcionando como relojes sin pila: sin hacer ruido, pero exactos.


Evitar compararse. No envidiar lo que no ves por dentro. No esperar que tu estado de ánimo dependa de la atención ajena… Parecen consejos de sentido común, y lo son. Schopenhauer  lo resume: evita la envidia, cuida tu salud mental porque sin ella da igual lo demás, aprende a sostenerte solo, pero no por orgullo sino porque puede que no siempre haya nadie cerca. Todo esto sin cursivas, sin emoji, sin TikTok.


Hay aquí algo extraño: un señor que hace más de un siglo nos dijo que te conozcas sin drama, que cuides lo que piensas cuando estás solo y que no te fustigues más de lo necesario. Que no compres felicidad en cuotas. Arrasaría hoy en día, menudo coaching espiritual sería Schopenhauer ¿verdad?


El mero querer, y también poder, por sí mismos aún no bastan, sino que una también debe saber lo que quiere, y debe saber lo que puede hacer


Basta esa frase para dejar en el suelo toda la industria del “si quieres, puedes”: mensajes motivacionales, agendas con frases inspiradoras, vídeos de sonrisas profesionales y metas en tres pasos.


Schopenhauer tenía claro que poseer no es acumular. Que el tener de verdad no pasa por la cuenta bancaria ni por la estantería de libros leídos. Hoy en día el tener se ha vuelto una identidad escurridiza: tengo tiempo, tengo estrés, tengo seguidores, tengo ansiedad. Él, en cambio, hablaba de otra cosa: se tiene lo que nadie puede darte ni quitarte.


Cada vez más, lo que una representa se convierte en mercancía: número de seguidores, marca personal, visibilidad, estética emocional. Y todo eso entra en colisión directa con lo que propone este libro: todo eso no es esencial, es espuma, humo. Vanitas.


No todas las reglas de Schopenhauer han envejecido igual. Algunas piden una lectura más alerta, y otras cierta distancia irónica. Algunas reglas, si se aplican sin respirar, te pueden llevar a la trampa opuesta: la renuncia disfrazada de sabiduría, la soledad elevada a principio, la desconfianza como refugio. Si el coaching moderno vende ilusión hueca, aquí el riesgo es confundir lucidez con retraimiento sin salida. Una cosa es no esperar demasiado y otra no esperarlo nunca. Como todo manual, este también exige leer entre líneas, no para desmentirlo, sino para no convertirlo en evangelio.


Así que no: este no es un libro que puedas transformar en reels motivacionales. No hay promesas, lo que hay son advertencias. Y si las escuchas con atención, valen más que cien cursos de “liderazgo emocional con propósito consciente”. Lo que en el siglo XIX era vanidad, en el XXI es sistema. Por eso leer a Schopenhauer es como beber agua del grifo después de horas tomando bebidas energéticas: de pronto recuerdas cómo sabía lo real.


Cuando piensas cuántos se te adelantan, ten en cuenta cuántos te siguen.”


Y si un día descubres que no hay nadie ni delante ni detrás, quizás sea buen momento para dejar de correr. Porque, a veces, no avanzar también es una forma de saber dónde estás.


Gracias, Arthur Schopenhauer. Gracias, Angela Ackermann Pilári (traductora)


©AnaBlasfuemia



lunes, 8 de septiembre de 2025

Para mayores de cuarenta (Willa Cather)


La novela fabricada para entretener a grandes multitudes debe ser considerada exactamente como una sopa barata o como un perfume barato

Willa Cather, con “Para mayores de 40”, nos regala una obra que se mueve entre el ensayo y el relato, una suerte de híbrido literario donde la reflexión sobre la creación y la vida se entrelaza con semblanzas de autores y personajes históricos. El libro está concebido como un espacio de encuentro para quienes han vivido el cambio radical que supuso la Primera Guerra Mundial, ese punto de inflexión que partió el mundo en dos.


Cather, una mujer que, sospecho, tenía más mala leche de la que dejaba ver en sus retratos, nos entrega aquí una colección de sus pensamientos más punzantes y, por qué no decirlo, algo desengañadas. “Para mayores de 40” es un viaje a la mente de una escritora que ya había visto mucho y que no se callaba ni una.


El ensayo más conocido de este libro es "La novela démeublée". ¡Madre mía, qué claridad! Imaginaros a Cather viendo las novelas contemporáneas de su época, llenas de descripciones de cortinas, cubiertos, el color exacto de las baldosas del baño. Pues ella va y les da un buen repaso a esa manía de llenar las novelas de descripciones hasta el último tornillo. Cather dice que hay que "desamueblar" la novela, quitarle lo superfluo, dejar que la imaginación del lector haga su trabajo. Es como si te dijera: "A ver, que no estamos montando un piso piloto, estamos contando una historia". Es una lección magistral de cómo escribir con alma, no con inventario. Y esto es aplicable a la vida misma: a veces hay que desamueblar el alma de tonterías para ver lo que realmente importa.


Otros relatos son semblanzas de mujeres que, para Cather, son auténticas supervivientes: Caroline Grout (la sobrina de Flaubert), la señora Fields (que conoció a Shelley y a los cubistas) y Sarah Orne Jewett (que prefería pasar desapercibida antes que dejar de ser ella misma). No son homenajes, ni estampas, ni semblanzas formales. Son presencias contadas desde el recuerdo, mujeres que dejaron huella no por lo que escribieron, sino por cómo vivieron su escritura. Cather, que nunca fue sentimental, les da un lugar con una ternura que no necesita adjetivos.


Escribir sobre otras es también escribir sobre una misma. Pero aquí la primera persona se retira un paso. No hay exhibición, hay gratitud y en esa gratitud se juega algo más profundo: una forma de genealogía literaria que no depende del canon, sino de la complicidad.


Cather se da cuenta de que el mundo que conocía está cambiando y no precisamente para bien.  Hay una melancolía palpable, una sensación de que los tiempos dorados se fueron y que ahora toca lidiar con una realidad más compleja. Cather defiende el arte como un refugio, como una retirada necesaria de la vulgaridad y la fealdad del mundo. Y no es una huida cobarde, no, es una fuga estratégica para mantener la cordura. Porque, seamos sinceros, ¿quién no necesita escapar un poco de la realidad de vez en cuando? Yo misma lo hago cada vez que leo los periódicos o veo los telediarios.


El estilo de Cather en estos ensayos es, al igual que en su ficción, accesible, elegante, preciso y evocador. El título del libro ya sugiere una madurez en la perspectiva, indicando que las ideas y reflexiones contenidas son el resultado de la experiencia y la sabiduría acumulada a lo largo de la vida, y quizás insinuando que algunas verdades solo son apreciables después de cierta edad. Su prosa es tan elegante que parece escrita con pluma de ganso y un poco de ironía.


Tal vez Cather no buscara lectores, sino interlocutores. No se trataba de escribir para dejar algo, ni para contar su vida, sino porque ciertas cosas solo pueden pensarse al escribirlas. Y cuando esas cosas ya no se prestan al entusiasmo, ni al manifiesto, ni al afán de estilo, lo que queda no es una confesión, ni una teoría, ni un legado: es una manera de resistirse a desaparecer. Pero sobre todo hay una verdad. La literatura no empieza cuando una aprende a escribir, sino cuando decide que asumir el riesgo de no gustar es menos aterrador que seguir escribiendo para parecer interesante.


Gracias, Willa Cather. Gracias, Alejandro Palomas (traductor)


©AnaBlasfuemia




jueves, 4 de septiembre de 2025

Las frías noches de la infancia (Tezer Özlü)

Intento que mis amigos no lo noten. Ellos buscan una “yo” bromista y libre. No la encuentran. En su mundo, las subidas y bajadas no son tan intensas. En su mundo, la exaltación no llega al grado de la locura. En su mundo, el malestar no se convierte en miedo a la muerte, quizá incluso en un deseo de morir. A ellos siempre les apetece comer. Comen de forma regular. No se alimentan de emociones y sentimientos


En esta cita se condensa el desbordamiento, la lucidez amarga de quien vive en un régimen emocional que otros ni siquiera alcanzan a imaginar. Özlü padecía trastorno maníaco-depresivo, hoy llamado bipolar. Y este libro (oh, sí) es autoficción. Si llegas a él a ciegas, te vas a encontrar con una narrativa confusa, no lineal, alternando tiempos cronológicos, con personajes que entran y salen abruptamente, vivos o muertos según el párrafo. “Las fría noches de la infancia” es un flujo de conciencia en el que las emociones de la protagonista desbordan la lógica narrativa.


Fue una niña turca educada primero en la tradición musulmana y luego, a partir de los diez años, en un colegio de monjas católicas muy rígidas y disciplinadas ellas. Allí le inculcaron que la muerte es el momento más sagrado porque permite la unión con Dios. No sé si es buena idea enseñar a los niños que la muerte es un anhelo, una meta, y menos a una niña que ya tenía con la muerte una relación un tanto especial. Nadie la ayudaba a ordenar su pensamiento. La vida se le presentaba como un desorden sin promesas.


Me obsesiona la idea de la muerte. Día y noche pienso en matarme. No tengo ninguna razón específica. Si vivo, bien; y si no, también. Es sólo una inquietud. Una inquietud que me impulsa a intentar matarme


Así, sin razón aparente salvo que era de noche y hacía mucho frío, siendo adolescente, Özlü se atiborra de pastillas. Tal vez para vengarse, tal vez para probar hasta dónde podía llegar. Sobrevive y es ingresada en su primer centro psiquiátrico. Su padre, maestro de férrea disciplina, se limita a preguntar: “Habiendo comida tan rica, ¿cómo puede pensar uno en morir?”. Su madre, también maestra, calla.


Özlü era libre, libre su mente y libre su cuerpo. Lo que pensaba, lo hacía y lo que deseaba, lo decía. Y eso no lo hace todo el mundo. No le gustaban las normas, ni las apariencias, ni la insignificancia burguesa. Creció entre rabia y frío: calles, barrio, colchones de lana. Le importaban los cuerpos, la calidez de otros cuerpos. Su lucha, su ideología, su placer: todo formaba parte de esa libertad feroz y a contracorriente.


Su escritura era igual que su mente: un flujo imparable de ideas, de sensibilidad a flor de piel. Esa mente enferma, bipolar, la arrastró por distintos centros psiquiátricos. Pastillas, electroshocks, violaciones. Tanto dolor, tanto cansancio de enloquecer, recobrar el juicio y volver a empezar. El bucle de la locura y la lucidez brutal de saber qué no hay cura y que sí:


Lo que me cura no es el tratamiento electroconvulsivo. Ni los medicamentos. Lo que me cura es el inmenso y profundo miedo que me da que me encierren de nuevo en esas clínicas


El miedo como medicina y como último refugio. Özlü falleció en 1986. No se suicidó, fue un cáncer lo que pudo con su vida intensa y dislocada. No os quedéis tristes: sufrió mucho, sí, pero también sintió y disfrutó en abundancia. Vivió libre, escribió honesta, buscó sentido en medio de una sociedad represiva y alienante.


Es inevitable recordar a Unica Zürn. Ambas partieron de vivencias psíquicas devastadoras, pero sus escrituras habitaron en planos muy distintos. Zürn convertía el desgarro en forma, la locura en lenguaje: visionaria, delirante, atravesada por símbolos y pulsiones, casi sagrada. Özlü, en cambio, escribía desde la insistencia del malestar, desde lo que no se sublima, lo que no se transforma: desde la pura resistencia. No hay arquitectura en su escritura, solo flujo. No es lo que el lenguaje hace con la locura, sino lo que la locura le hace al lenguaje.


Leerlas es escuchar otra lengua: la del desborde, la del miedo, la de la euforia que no cabe en los diccionarios de la cordura. No es literatura de síntomas, es literatura de umbrales. No se puede afrontar la locura únicamente desde lo racional, hay una identidad lingüística en ella que tenemos que ser capaces de interpretar.


La mayoría de las veces nos pasamos la vida con el recuerdo de la felicidad pasada. Pero en determinados momentos de nuestra existencia, ese mismo entusiasmo cobra vida en una forma concreta y envuelve nuestro ser día y noche. En una canción. En un cuadro. En un largo bulevar. En las caricias a un ser humano. En un árbol de hojas susurrantes


Gracias, Tezer Özlü. Gracias, Rafael Carpintero Ortega (traductor)


©AnaBlasfuemia