“Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas más fáciles y más difíciles. Ocurrió muy rápido, en unas semanas; pero también muy lentamente, a lo largo de varios decenios”
Creo que está bastante claro que no aprendemos a leer por encadenar letras, sílabas y palabras escritas. Desciframos lo que parece un enigma: una letra, otra, otra más, se agrupan en sílabas; las sílabas se rozan, se ordenan, se empujan, y al final dan frases. Traducimos signos, reconocemos sonidos, enlazamos un código visual con uno oral. Pero leer es otra cosa. Mucho más. Hay quien se pasa la vida entera sabiendo leer (y hasta presumiendo de ello) sin haber “leído” jamás. No es una acusación, pero sí una duda legítima: hay bibliotecas impecables que no han rozado nunca el nervio, pero sí la apariencia.
Desde que recuerdo (eso me lleva a los tres años, más o menos) me han fascinado las palabras. El lenguaje era un reto en todas sus formas: hablado, escrito, silenciado, cantado, distorsionado. Aprender a leer no tuvo mucho misterio; ya tonteaba con los libros bastante antes de los seis años, y de formas variadas. Pero no me bastaba: intuía que había algo más. Y tenía un mundo de libros a mano, sin que nadie me vetara lecturas tachadas de impropias o inapropiadas para mi edad. Supongo que mi padre, en esos momentos, confiaba en que la moral que me ofrecía mi familia sobreviviera a la ofrecida por la sintaxis.
Encontrarme con este libro de Desarthe y su honestidad ha sido una delicia rara porque explica con gran discernimiento y lucidez todo el proceso de lo que representa en verdad este aprendizaje. A ella tampoco le supuso ningún esfuerzo el hecho de aprender a leer (en su acepción primigenia).
“Aprendo a leer sin darme cuenta. Es tan fácil que no entiendo por qué nos animan, por qué nos felicitan. Es lógico, es sonido, es música”
Pero Desarthe tiene un problema con los libros: no le gustan. Le atrae más escribir, no consigue que su imaginación (fértil, dispersa, casi intransigente) se conecte con los libros. Y ahí empieza a atisbarse el enigma que se esconde detrás de esa aversión a los libros y que está en relación directa con la identidad. Porque construir la identidad individual hasta que puede empezar a servirnos de filtro para decodificar diversas situaciones cotidianas (y no tan cotidianas), es algo laborioso y enredado.
Construir la identidad es algo en constante movimiento, así que durante la infancia y la adolescencia se nos plantean muchas situaciones para las que no tenemos (aún) herramientas para comprender ni resolver, aunque actuemos ante ellas (con lo cual también nos ayudan a construir nuestra identidad, es un bucle precioso).
Ese trayecto que va del “no me gustan los libros” a aprender a “leer” es descrito por Desarthe con una lucidez obstinada con la que me he identificado hasta las trancas. Y no menos importante: Desarthe es muy divertida, hasta el punto de hacerme reír a carcajadas. Hay que reivindicar la importancia del humor, especialmente del inteligente, que siempre es una puerta abierta, una mano cómplice.
Y hay que decirlo claro desde el principio: no es que Desarthe no leyera durante todo el tiempo que transcurrió hasta que aprendió a leer de verdad. Leía. Leía avergonzada de que no le gustaran los libros, sobre todo los que se supone que le tendrían que gustar. Leía abochornada de pensar que su imaginación desbordante fuera la causa de su incapacidad para leer… Leía a escondidas de sí misma (“como no me gusta leer nunca comento mis lecturas”)
A Desarthe le fascinan las formas y la sonoridad y teme lo ordinario. Así que, en su intento de convertirse en lectora, lee poesía (¡poesía!). Y llega a ella en el último curso de Primaria, cuando estudian a Jacques Prévert, ninguneado por la crítica como poeta menor, demagógico, un poeta “para niños”. Yo pensé en Gloria Fuertes. El mismo sambenito, el mismo desdén. Pero muchas personas llegamos a la poesía de su mano, con sus fábulas sin domesticar y su ternura subversiva. Nunca se le dará a Gloria el lugar que se merece desde siempre.
“Todo lo que dice lo pienso yo también. Todo lo que yo pienso, lo escribe él”
Así se siente Desarthe al leer a Prévert. La poesía le sienta bien porque le “permitía permanecer en el solipsismo” No me extiendo más, aunque podría quedarme en este libro un buen rato. Prèvert fue el primero de muchos autores (Duras, Faulkner, Camus, Bashevis Singer, Ozick…) y de unas cuantas sacudidas más que acabaron provocando el click que la llevó al punto exacto en que dejó de ser cierto que no le gustaba leer.
Pero no puedo terminar sin mencionar otra de las claves en su proceso de “curarse” de la enfermedad de que no le gustara leer: la traducción. Y me fastidia no alargarme más, porque es un tema que me interesa y me persigue. Desarthe es escritora, editora y traductora (ha traducido a Virginia Woolf, Alice Munro o Cynthia Ozick) y la última parte del libro está consagrada a ese oficio. Leí esas páginas con una mezcla de respeto, entusiasmo y admiración.
La lectora que soy dice mucho de la persona que soy (y viceversa). Ambas han crecido juntas, sin jerarquías, empujándose, corrigiéndose, mezclando herramientas para entenderme y entender qué hago yo con lo que el mundo me tira. No exagero si digo que este libro de Desarthe, al contar lo suyo, me ha ayudado (también) a darle forma a lo mío.
“…la lectura, que es al mismo tiempo el lugar de la alteridad calmada y el de la resolución, nunca concluida, del enigma que constituye para cada uno su propia historia”
Gracias, Agnès Desarthe. Gracias Laura Salas (traductora)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este blog NO se hacen críticas literarias ni mucho menos reseñas. Cuento y me cuento a partir de lo que leo. Soy una lectora subjetiva. Mi opinión no convierte un libro en buen o mal libro, únicamente en un libro que me ha gustado o no. Gracias por comentar o, simplemente, leer