lunes, 28 de mayo de 2018

Muerte de un apicultor (Lars Gustafsson)

Título original: En biodlares död
Traductor: Jesús Pardo
Páginas: 210
Publicación: 1978 (1986)
Editorial: Nórdica Libros
Sinopsis: Este libro recorre, a través de los apuntes recogidos en diferentes cuadernos, los últimos momentos de la vida de un enfermo en fase terminal de cáncer. Ésta es la excusa para hacer, con un estilo muy personal y poético, balance de una vida y de un modelo de sociedad: la cultura del bienestar socialdemócrata nórdico de los años 70.
Puedes empezar a leer la primeras páginas AQUÍ

La muerte y la vida son ciertamente cosas INIMAGINABLES.
El bloqueo a la hora de comentar algunas lecturas me arrastró, casi de forma inevitable, a un bloqueo lector. Mal asunto. Necesitaba los libros más que nunca. Me revolví, no podía seguir así. Los libros nunca me fallan, no podía fallarles yo a ellos (ni a mí misma). Pero no sabía cuál. Cogía un libro, lo volvía a dejar, hacía y deshacía mi torre de lecturas inmediatas sin ni siquiera empezar las primeras páginas. Hasta que se me encendió el faro mental: tenía en mis estanterías un libro especial, no solo por sí mismo, sino por cómo había llegado a mí. Alguien con quien comparto una especial y casi incomprensible conexión me lo envió, generosamente, con una dedicatoria: “Nada mejor que compartir las lecturas que nos marcan”.

Y empecé a leer.
El dolor es un paisaje
Y eso es Muerte de un apicultor (y yo misma cuando lo leí): un paisaje, un dolor, el paisaje del dolor. Con una falsa apariencia de sencillez lo cierto es que este libro es inclasificable: a caballo entre diario, poesía, aforismos, ensayo filosófico, viaje interior, libro de memorias… Gustafsson nos hablará, sí, del dolor. Pero porque nos hablará de la vida.

Lars Lennart, el protagonista de esta novela, un ex maestro jubilado anticipadamente que se dedica a la apicultura, tiene un cáncer mortal. Uy, lo he dicho: cáncer. Es probable que un 80% ya descartéis esta lectura. No seáis tan impetuosos. Dadme un momento. Dárselo a Gustafsson.
Yo no soy más que un cuerpo. Todo lo que tengo que hacer, todo lo que me es posible hacer, sólo lo puedo hacer dentro de este cuerpo.
El libro recoge los tres cuadernos que escribía Lennart: el cuaderno amarillo donde recoge tanto gastos diarios como recuerdos y notas sobre apicultura. Una delicada y equilibrada combinación entre lo personal y lo impersonal.

En el cuaderno azul nos encontraremos extractos de periódicos, extractos de lecturas y las historias que escribía Lennart. Y, finalmente, el cuaderno desgarrado, en el que nos encontramos con notas telefónicas, observaciones para él mismo y notas sobre el desarrollo de su enfermedad. 

Gustafsson es poeta y filósofo. Y recalco el es como contraposición al está. Transpira filosofía y poesía en su forma de escribir y espero que esto no haga huir al otro 20% de lectores, porque esta novela está embellecida por una sencillez abrumadora. La sencillez es un recurso narrativo menos fácil de lo que parece, y en Muerte de un apicultor prevalece esa sencillez con una gran fuerza emotiva pero también profundamente reflexiva.
Las cosas no tienen otro sentido que el que nosotros les damos
Simple. Fácil. Ese es el sentido de las cosas y eso es lo que hará Lennart, darle a lo que le sucede, a su presente, a su pasado y su futuro, a la sociedad y a los lugares y personas que ha vivido el sentido que siente que tienen: el del asombro y el desconcierto y, en cierta forma, la aceptación.

La aceptación de que cada persona es, en su esencia desnuda de autoengaños, un ser extraño a lo que le rodea, un espacio fragmentado de dolor en el que no cabe la tibieza. Pero del dolor también puede surgir el conocimiento, el aprendizaje, la conexión con nuestra propia naturaleza. Se trata de desaprender: desaprender ciertos términos absolutos, como la felicidad, la esperanza, el amor… O de re-aprenderlos para no convertirlos en armas arrojadizas contra una misma.
Mucho más importante que la existencia misma del dolor es conservarlo siempre escondido. ¿Pero por qué es tan importante esconderlo?
He dicho antes que Gustafsson era filósofo. Filósofo del lenguaje. Y eso me encanta porque compartimos una misma preocupación: los límites del lenguaje. Y si hay un lenguaje esquivo y limitado para expresarse a sí mismo es el del dolor. Dotado de una gran capacidad de observación  e introspección, Gustafsson pone en Lennart esa capacidad de modelar palabras que no escondan el dolor, y lo hará de una forma agradable, valiente, tierna, lúcida y en ocasiones hasta divertida, sin pretender que nos desangremos pero consiguiendo emocionarnos con ternura y muchísima dulzura, pero también con una importante carga de lucidez.

En su cuaderno azul, Lennart escribe una lista en la que clasifica las artes (hasta un total de 28) según su grado de dificultad. En primer lugar, el arte del amor. Reconoce, no obstante, que hay un arte que no acaba de clasificar: el arte de soportar el dolor, puesto que considera que es una forma de arte con un nivel de dificultad tan elevado que nadie es capaz de clasificarlo…

No hay un léxico para el dolor. Las palabras y su combinación no siempre son el reflejo de la naturaleza del dolor. Hace falta más que un vocabulario.
En el universo nadie está en su casa.
Casa. Hogar. Nido. ¿Quién está a salvo?, si al fin y al cabo el universo entero es inconsistente y nos hiere. Quizás, entonces, sea en la humildad de las pequeñas cosas, en esa mirada sencilla  y respetuosa hacia lo que nos rodea y nos sucede, donde encontremos esa luz que entra por la grieta y que, finalmente, será una luz que sale por esa misma grieta. Una forma de devolver y agradecer la belleza de pequeños instantes, de pequeños gestos, de regalos cotidianos que pasan desapercibidos. Quizás lo sublime esté más cerca de lo que pensamos.

Sí, es un libro que habla sobre el dolor y la muerte, y sobre cómo su protagonista aprende a vivir en ese proceso de morirse. Curioso que haya que recordar que la muerte es nuestra sombra más alargada para aprender a VIVIR. Comenzar de nuevo. Y no rendirse. Nunca.
Comenzamos de nuevo. Nunca nos rendimos.

lunes, 21 de mayo de 2018

Con rabia (Lorenza Mazzetti)

Título original: Con rabbia
Traductora: Natalia Zarco
Páginas: 288
Publicación: 1963 (2017)
Editorial: Periférica
Sinopsis: Penny, su protagonista, trasunto de la propia autora, crece en una época (la posguerra) donde están en crisis tanto la vida como la moral. Junto a su hermana gemela Baby, en el apogeo de su insurrección interior y rebelión juvenil, con la rabia y la exageración propias de su edad, descubre y se enfrenta a un mundo que no comprende. Ambas viven en la inmensa casa familiar que han heredado, a orillas del Arno, en Florencia, con Elsa, la cocinera de la familia. Su sed de amor y pureza es absoluta, como su rechazo total a la hipocresía de las convenciones sociales. Penny y Baby, además, vienen de un pasado que sienten todavía demasiado cerca: son las únicas supervivientes del exterminio por parte de los nazis de sus tíos y primas, su familia adoptiva.

Como puede ser la realidad algo tan extraño, imprevisible e incomprensible, y que nadie nos explique nada.
Son varias las razones que me desconectaron de las redes sociales, blog incluido, pero si hubo un libro que me provocara bloqueo e incapacidad para comentarlo, fue precisamente este. Y no porque me rasgara por dentro, sino justamente por lo contrario.

Con la rabia propia de la adolescencia escribe Lorenza Mazzeti este libro de ficción autobiográfica. Y un recorrido por esa adolescencia rabiosa, desconcertante, volcánica, inquieta, rebelde, es lo que haremos los lectores al transitar por Con rabia.

La extrañeza es un estado que se ha instalado en mí como una segunda piel, o tal vez una primera. La diferencia con Penny, la protagonista de Con rabia, es que ella transforma toda esa extrañeza e incomprensión en rabia. Aplaudo la rabia, es un motor, un aguijón, una especie de “hasta aquí hemos llegado”. Y rabia, mucha rabia, es la que transpira cada página de este libro, en el que una joven Penny se inflama y encoleriza ante un mundo y una vida que no termina de comprender, en el que no termina de encajar. Y nadie le explica nada. Hay que escuchar a la vida para que se te explique. 
¿Qué quiere hacer en la vida, señorita Penny? 
- Vivir consciente, ¡vivir sabiendo vivir!
Si Penny se hiciera un eneagrama sería un tipo cuatro (y aquí un guiño cariñoso, incluso amoroso, a todos los eneagrama cuatro): emocional, intensa, dramática, sensible… Se siente/sabe diferente  y busca la pertenencia con la misma constancia que incompetencia. A mí me resuena muchísimo. Con matices, claro, que para eso existen (los matices).

Mazzetti detalla con precisión escrupulosa la peliaguda y compleja etapa de la adolescencia dentro de un contexto infame como es una posguerra, en la que la protagonista ha perdido a su familia por segunda vez (primero a su familia biológica y posteriormente a su familia adoptiva). Y es que la vida es cruel, no nos engañemos. Vivir es extraordinario y único, pero la vida juega una partida demoniaca contra la que tienes que echar un pulso inagotable y grandioso si quieres vivir, vivir sabiendo vivir. Incluso vivir queriendo vivir. Tienes que jugar esa partida, no se puede, no se debe de evitar.
No tenía ninguna intención de ser sometida también en el pensamiento, aunque les hubiera concedido ya mi cuerpo.
Ay, esta declaración de intenciones en las que el reconocimiento previo conlleva asumir que ya has concedido tu cuerpo nos dice bien a las claras que en temas de reivindicaciones feministas hace mucho, demasiado, que el papel del cuerpo (femenino) tiene un papel significativo en cómo nos han (y nos hemos) cosificado.

Y es que parte de esa extrañeza que siente Penny tiene que ver con el hecho de ser mujer. Por ese feminismo innato que poseen algunas mujeres, como si lo llevaran en su genética, siendo consciente de que esa misma genética no nos ha aportado un manual para entender y descifrar este mundo tan insólito y chocante, que no hay explicaciones que se ajusten a una lógica, y es por eso por lo que Penny termina por llenarse de una terca y obstinada rabia, una furia que la desborda constantemente y que llega incluso hasta a cegarla.
Los largos silencios que me fascinan y a la vez me preocupan. El silencio puede hacer pedazos a una persona.
Comentaba al principio que este libro me provocó un bloqueo a la hora de comentar. Y es que ya ha llovido desde que lo leí hasta ahora, que lo comento. Y ha llovido mucho, por cierto. Con esa lluvia que limpia el barro, pero no de forma indolora, porque había barro muy incrustado y antiguo en mi epidermis. No lo ha limpiado, pero lo ha ablandado. La lluvia me ha dejado blanda, muy blanda.

Lo que me sucedió es que, aunque disfruté este libro escrito desde las entrañas y que combina drama humano con ironía, amargura y cinismo, sin embargo me mantuvo a una distancia que a veces rozaba la indiferencia. Una lectura que me gustó, pero desde un desapego inesperado. ¿Era yo? ¿era el libro?

El desapego tiene mucho que ver con esa rabia melodramática de la adolescencia de Penny, ese furor incontrolado y sin filtro, aunque con unos mimbres terriblemente honestos y necesarios, pero que me mantenía a una temperatura invernal. Fría. Porque la rabia descontrolada de Penny le impedía ver esas explicaciones que reclamaba, le impedía la reflexión y toda ella era impulso, impulso, acción, grito.

Pasado el tiempo, pasadas muchas lecturas, pasada una distancia con muchas cosas (que no son cosas), me doy cuenta que soy yo, claro, y no sé porqué me sorprendo, si al fin y al cabo mis lecturas son personales, desde la cutícula y desde las entrañas, y nunca han pretendido otra cosa ni he pretendido convencer a nadie ni subirme a ningún púlpito ni plataforma para hacer apología de buenas o malas lecturas y buenos o malos libros. Así que si un libro me gusta o no, me rasguña o me deja indiferente, lo disfruto o lo sufro o no… siempre tiene que ver conmigo, además de con el libro. Es mi forma de leer y de contarlo. Si pierdo eso me pierdo a mí y pierdo el blog.
Entre la indignación y la indiferencia elijo la indignación.
Siempre he pensado que esto de las distancias es algo curioso: en realidad es necesario alejarse, tomar distancia, perspectiva, para poder acercarse a algo o a alguien, para enfocar y ver con precisión. Es por ello que, de acuerdo con lo que pienso, hice lo que tenía que hacer: alejarme, enfocar, ver con nitidez. Y lo más difícil: aceptar lo que veía. Aceptar el lugar en el que estoy, el espacio que ocupo, la distancia a la que pertenezco, las afueras que soy. No tiene nada que ver con la resignación, sino con la aceptación, un paso previo a la transformación. En ello estoy.

Dicho lo anterior, que poco o nada o tal vez mucho tiene que ver con el libro, decido retomar este pequeño espacio con la imperiosa necesidad de volver a mi bitácora, al diario personal y de lecturas que es mi blog, porque ni he dejado de vivir, o sobrevivir, ni he dejado (ni mucho menos) de leer.

Con muchas dudas pues, porque las dudas también son necesarias y son pálpito, con los miedos de siempre y alguno nuevo, pero con la urgencia de hablar(me) a través de los libros, las ventanas de mi blog vuelven a abrirse para que entre la luz y el aire y los sonidos de la brisa, de los pájaros y del mar y la puerta… la puerta siempre ha estado abierta y yo dentro.

Necesitaba este alejamiento de redes sociales, como persona, pero también como lectora, para volver a comentar mis lecturas como siempre he hecho: como si nadie fuera a leerlo. Para mí, solo para mí.