domingo, 18 de mayo de 2025

En busca del cielo (Nathalie Léger)


 Avanzamos temblando

Dos palabras. Las dos primeras. Y empiezo la lectura temblando. No con ese temblor que produce el frío, ni el miedo, ni la inseguridad. No, es el temblor de lo vivo, el temblor que late y palpita, ese temblor invisible que provoca la respiración. Ese en el que los pelillos de la piel cimbrean con suavidad, como agitados por una brisa apenas perceptible salvo para quien decide observar meticulosamente, atento al detalle y al movimiento mientras avanza. Porque hay un trayecto que recorrer y lo vamos a hacer así, temblando.


¿Y hacia dónde avanzamos y por qué temblamos? Temblamos porque estamos de duelo. Nathalie Léger lo está. Y nosotros con ella porque inicialmente renuncia al uso del “yo” y se decanta por un “nosotros”, un uso del plural que nos implica pero a la vez desdibuja la emoción. Porque en principio no sabemos dónde vamos a llegar pero sí el lugar del que partimos: los recuerdos. Y si hay que avanzar (o retroceder) en ellos necesitamos calma. Una calma que el “yo” no permite, pero sí el “nosotros”. Ya llegará, de hecho llega pronto, el “yo”. Pero desde algún punto hay que empezar si queremos progresar, iniciar el movimiento y transitar por los recuerdos e inventariar la pérdida.


Hay una herida abierta que queda a merced de lo inconcluso, lo irrealizable. Y hay una súplica por encontrar un lenguaje. Un lenguaje para la muerte de un ser querido (su pareja y su madre en un breve período de tiempo). No quiere Léger repetir la liturgia que se repite cada vez, esos gestos y lamentos repetidos siempre, tantas genealogías en vena, practicando ritos que varían en la forma pero no en el fondo.


Avanzamos. El shock, esa calma que mantienes hacia fuera mientras enloqueces por dentro, porque hay palabras que de pronto te abruman, como si hasta entonces no hubieras comprendido su verdadero significado: nunca, jamás, ya no existes. Y el vacío pesa como un lugar frío, glacial.


He leído un número considerable de libros sobre el duelo. La pérdida de un ser querido y su duelo es universal pero a la vez personal. Cada persona tiene su duelo propio, privado, íntimo, no es intercambiable, apenas comparable con el duelo ajeno. Por eso me gustan este tipo de lecturas. Y es Léger quien me plantea directamente esta pregunta:


¿Qué es lo que puede saberse de la muerte en una vida?


Y, al igual que con las dos primeras palabras de este libro, me detengo, pensativa. Retomo recuerdos, aprendizajes, experiencias. Y atravieso emociones y sensaciones que percibo sólidas en mi interior, pero que no consigo transformar en la palpabilidad de las palabras. Las palabras tranquilizan, convocan, anuncian, ayudan. Pueden deshacer el miedo si son pronunciadas pero si no son dichas entonces traicionan


Y así avanzamos con tiento sobre lo que no se puede, no se sabe, decir. Pero mientras lo hacemos, decimos palabras que se piensan, se sienten, se deslizan, interrogan y a veces hasta se pronuncian o se escriben. Porque no sólo te duele el alma, el cuerpo sufre, sufre porque ya no puede tocar, abrazar, besar. 


Léger avanza ascendiendo y lo hace escribiendo porque las palabras dan forma a lo que ya no está, a lo que ya no es. Y encuentra la puerta y está abierta y entra, entra al cielo, al azul, a la belleza e inmensidad de la vida. No es un cierre del duelo, es un punto, un punto de amor, un trazo nuevo en el mapa vital, una apertura a nuevos itinerarios


En busca del cielo” tiene una densidad emocional abrumadora, explora el duelo pero también hay una búsqueda de sentido en medio de la pérdida. Léger se niega a seguir las convenciones narrativas del duelo literario y plantea un recorrido errático que se asemeja a la realidad emocional de quien sufre la pérdida, que continuamente reescribe la experiencia. Aquí el lenguaje tantea, tiembla, insinúa, traza sombras y luces. El duelo siempre es una emoción incierta y desconcertante, y las palabras no dejan de ser una brújula imperfecta y frágil pero necesaria para atravesarlo. Y es en esa imperfección en donde reside su belleza y supone un desafío para el lector, que precisa de una atención y disposición emocional adecuados.


Ya lo sabía, desde luego, pero ahora mismo lo acepto con una sensación general de gratitud, una dilatación, una adhesión al mundo tal cual es, efervescente, indiferente y alegre


Gracias, Nathalie Léger.


©AnaBlasfuemia

miércoles, 14 de mayo de 2025

El librero (Roald Dahl)

 

En este mundo no se trata de quién eres, mi niña. Ni siquiera se trata de a quién conoces. Lo que cuenta es lo que tienes


No habiendo sido yo lectora de Dahl, aunque sí he visionado (y disfrutado) varias de las películas que se han adaptado de algunas de sus obras, tenía curiosidad por leer algo de este reconocido y controvertido autor. Este relato, ilustrado por Federico Delicado, titulado “El librero” me parecía buena opción, por su escueta extensión y porque me gustan las novelas gráficas.


Tal vez no haya sido la mejor decisión, también lo digo, porque si bien llego tarde para su reconocida literatura infantil y juvenil, tenía esperanza en sus cuentos para adultos. “El librero” resultó no ser la mejor elección si pretendía conocer la fantasía y la magia característica de su literatura. Sí es cierto que hay cierto humor irónico y cierta irreverencia, características que parece definían a este escritor, pero en este caso nos encontramos delante de un relato más “mundano”, más alejado de la imaginación y la fantasía. Que tampoco es que lo mundano y terrenal sea un hándicap.


Pero vamos a ubicarnos: “El librero” nos sitúa en un lugar en el que muchos lectores tenemos un trozo de corazoncito: Charing Cross Road. En una librería. Pero aunque comparte calle, no es nuestra querida librería del nº 84, es otra de las muchas que pueblan tan reconocida calle londinense. 


Así pues, rápidamente nos situamos en una librería especializada en libros raros y de segunda mano. El dueño de la librería es regentada por el señor Buggage, junto con la señorita Tottle. Lo de señor y señorita son etiquetas de cortesía que les quedan grandes a ambos, como pronto el lector va a descubrir. Porque enseguida vamos a tener claro que esta librería es un tanto rara y el señor Buggage y la señorita Tottle unos libreros con los que no nos vamos a encariñar porque ambos son moralmente cuestionables. Ya hay que tener mala baba para retratarnos a unos libreros con los que los lectores no vamos a simpatizar


En esta librería lo que importa no son los libros ni su venta, ni el intercambio, ni la literatura. Lo importante es lo que se cuece en la trastienda, la actividad que ahí desarrollan el señor y la señorita. En fin, de esa actividad que utiliza la vulnerabilidad (y la hipocresía) de los demás es de lo que va “El librero”. Y también de cómo termina dicha actividad, que era uno de mis intereses con esta lectura (la resolución del relato), puesto que Dahl se caracterizaba por dar un final inesperado a sus cuentos para adultos. Tampoco me dejó así como boquiabierta, la verdad. A mí me pareció bastante previsible, además de deseable, qué le voy a hacer. Al menos hay que reconocerle a Dahl que reparta justicia.


Un relato que leí con agrado, además es cortito y se lee de una sentada porque la narrativa de Dahl dota de buen ritmo la lectura, ya con pocos trazos sitúa personajes e historia. Hay un claro humor negro y una aguda critica social para retratar a los personajes. Pero el final me ha dejado bastante indiferente y especialmente decepcionada (porque esperaba un giro más inesperado y sorprendente). Mi reconocimiento se dirige más a las ilustraciones de Federico Delicado, que realmente impulsan el atractivo del relato. A mí modesto entender, lo eleva (en el sentido de que se me hizo más interesante gracias a dichas ilustraciones): los dibujos estilizados y desgarbados, el fuerte colorido, intensifican el desprecio hacia los personajes de Buggage y la señorita Tottle.


Gracias, Roald Dahl. Gracias, Federico Delicado.


©AnaBlasfuemia


domingo, 11 de mayo de 2025

Tiempo curvo en Krems (Claudio Magris)


 Hoy y ayer, ahora y mañana, antes y después existen solo en el cerebro, voluble prepotente que pone el antes aquí y el después allá

Magris y Trieste. Magris y el mar. Magris y el tiempo. Magris y la nostalgia, tal vez también el desencanto. Magris fronterizo, como su ciudad (Trieste) y el mar y la vida y el crepúsculo.


Tiempo curvo en Krems” está compuesto de cinco relatos. Cinco relatos y cinco protagonistas también fronterizos, si entendemos lo crepuscular como la frontera entre el día y la noche, la noche y el día, cuando la luz del sol se expande en todas las direcciones y los contornos son más nítidos gracias a esa luz irradiada desde un único punto, una fuente lumínica poderosa que nos regala una breve pero intensa iluminación que permite ver contornos y estrellas.


Es curioso que se haya aceptado la expresión “el crepúsculo de la vida” para referirse a la edad de la senectud, tomando como referencia el crepúsculo vespertino y no al matutino. Un apagarse la luz después de ese canto del cisne que es un crepúsculo. El ocaso de la vida. El final sentido como algo no sólo inevitable, sino también cercano; la desaparición más o menos inminente, atisbada en el horizonte cuanto menos.


En cualquier caso, el crepúsculo siempre es un período de tránsito. Como lo es Trieste, ciudad fronteriza y, por tanto, de tránsito, un cruce de caminos. Al igual que lo son los protagonistas de “Tiempo curvo en Krems”, todos ellos en el “crepúsculo de la vida”, gestionando esa frontera, ese momento vital en el que has vivido más de lo que vas a vivir. La etapa en la que estaba (y sigue estando, afortunadamente) Magris cuando escribió estos relatos.


Parece inevitable que en esa etapa de la vida se haga un balance, una especie de peregrinación por los recuerdos, a los que observas, valoras, cuestionas y tal vez se llegue a algún tipo de pacto con ellos. Igual de inevitable que enfrentarse a la fragilidad y convertirla en vulnerabilidad, alcanzando un equilibrio estable en el que se pueda asentar la memoria y enfrentarse a la vida que te quede por vivir sin culpa, sin cuentas pendientes (sobre todo con uno mismo) y con la serenidad que te permita disfrutar de lo grande en lo pequeño. 


El relato que da nombre al libro (“Tiempo curvo en Krems”) sirve también de frontera entre los relatos restantes, dos previos y dos posteriores. No parece casualidad. Todos los relatos tienen vasos comunicantes que los atraviesan: Trieste, el crepúsculo, el mar (inmenso, extremo, casi amenazante). Y el tiempo.


No es verdad que se vaya a abolir el tiempo, como promete o amenaza el Apocalipsis hablando del futuro -un tiempo del verbo, no la abolición del tiempo, sino un proliferar, mezclarse, contradecirse de todos los tiempos posibles copresentes-; la vida, o la muerte, es una mota de polvo vertiginosa


Tiempo y causalidad. Cuestionarse el espacio-tiempo. ¿Lo que fue sigue siendo? El antes y el después. Tiempo circular, tiempo lineal, tiempo curvo, tiempo desordenado. Tiempo subjetivo, tiempo emocional, tiempo involuntario. ¿Quién llega a comprender la vida, la memoria, los recuerdos, el tiempo? Al final nos narramos a posteriori, con lo cual dejamos un resquicio inevitable a la ficción, al tiempo curvo y a la memoria curva.


Hay que habitar el tiempo, no el cronológico ni el biológico, sino el tiempo intangible, el de las experiencias, las emociones y los recuerdos. Habitar ese tiempo curvado como un río, nunca lineal, curvas inquebrantables desde las que replantearnos nuestra relación con el tiempo, la identidad y la memoria.


Siempre suma leer a Claudio Magris, que convierte su erudición en un anzuelo para capturar el interés, la curiosidad, el aprendizaje y la reflexión del lector (al menos de esta lectora). Hay en Magris una profundidad emocional e intelectual que siempre es una recompensa. Heridos pero no derrotados, así es el crepúsculo.


La verdad siempre es algo mentirosa


Gracias, Magris.


©AnaBlasfuemia

miércoles, 7 de mayo de 2025

Réquiem por un campesino español (Ramón J. Sender)

Mosén Millán no conocía el vicio de la ingratitud”


Claro que no, Mosén Millán no era ingrato, ¡cómo iba a tener el vicio ese, podió!. El problema era a quién o a qué le debía gratitud: al poder, al dinero, a la jerarquía.Y así es cómo una virtud se convierte, ya no en vicio, sino en iniquidad.


Si hay un réquiem entonces hay un difunto por medio, hay una misa y hay un cura. Esta misa en concreto nadie la ha solicitado, ni siquiera los familiares del difunto. Es cosa del cura, Mosén Millán. El difunto era Paco el del Molino. Paco, así sin apellido, el del Molino. Paco, que ni tenía apellidos ni amistad con las familias pudientes de la aldea. Tres eran las familias pudientes. Pudientes: que tienen poder y riqueza (y tierras, aunque no papeles que lo demuestren). Tenía amistad, eso sí, con el resto de la aldea. 


El cura espera, espera rezando, a que familiares y amigos acudan al réquiem. El monaguillo recuerda bien a Paco: lo vio morir. Y recuerda que Paco no lloraba. Mosén Millán no solo recuerda la muerte de Paco. También recuerda su bautizo, su comunión, su boda. 


Mientras espera y reza el cura no comprende que nadie acuda ¡pero si todo el mundo quería a Paco! Bueno, tal vez don Gumersindo, don Valeriano y el señor Cástulo Pérez no le querían tanto. Oye, que casualidad: las tres familias “pudientes”.


El cura espera, reza y recuerda. Se querían, el Paco y el cura. De niño Paco hasta se sentía seguro a su lado. Pero Paco empieza a hacerse preguntas. Preguntas lógicas, inocentes, piadosas, sobre la pobreza (porque los aldeanos eran pobres, pero los que vivían en las cuevas lo eran aún más) y los arrendamientos de pastos. Preguntas sanas, justas, bondadosas, humanas. Y entonces ya no se siente tan protegido por el cura, no lo admiraba ya tanto. Hay una quiebra de confianza ahí, porque ¿qué tiene que decir nuestro cura sobre todo esto? Que por algo serán pobres, que hay desgracias peores que la pobreza, que si Dios permite la pobreza y el dolor será por algo. Por algo será, claro.


Había oído decir que aquellos señoritos de la ciudad iban a matar a todos los que habían votado en contra del rey


En fin, sucede lo que ya es historia de España. Y a Mosén Millán no le preocupa que maten a campesinos, a mujeres (“Como el médico estaba encarcelado, no era fácil que se curaran todas”), que dejen sus cadáveres en las cunetas, que las ejecuciones se produzcan siempre de noche… No, a este cura lo que le preocupa es que los maten sin darles tiempo para confesar. En cuanto “consienten” que les de la extremaunción ya le debe parecer suficiente… A mí todo esto me suena a lo que Arendt llamaba “la banalidad del mal”.


Paco se esconde. ¡Cómo se le ocurre suprimir los bienes de señorío, que los montes sean de todos y no se pague por ellos, que el arriendo de pastos vaya al municipio y mejore la vida de los aldeanos!. Así que ahora los señoritos de la ciudad buscan a Paco. Y Paco tiene que esconderse, no queda otra. Y recordemos quelos curas no mienten ni engañan y además tienen la virtud de la gratitud. Gratitud a quienes le regalaron una verja de hierro de forja para la capilla, a quienes le pagaban las reparaciones de la bóveda del templo (¡hasta dos veces!, cuánta generosidad, calderilla de rico)


Mosén Millán descubre el escondite de Paco y le promete que lo llevarían a un tribunal y lo juzgarían (con justicia, se supone). Y Paco, qué inocente, se entrega (cuántas veces la inocencia es castigada). Conocía Mosés a Paco el del Molino de toda la vida: le bautizó, le dio la primera comunión, le casó… Solo le faltaba algo: darle la extremaunción. 


En el pecado llevas la penitencia, Mosén Millán. Ni un réquiem te librará de la culpa y los remordimientos por tu complicidad con las fuerzas del poder y tu pasividad ante la injusticia. No hay redención. No, no acudirán al réquiem exculpatorio quienes querían a Paco. Solo quienes le mataron.


En “Réquiem por un campesino español” no hay lirismo ni sutilezas literarias. Es una narrativa llana, simple, sobria y directa. Una narrativa que relata casi de forma esquemática, con la fuerza y contundencia del realismo no carente de toda una profunda simbología, una alegoría en toda regla que resiste el paso de los años y las relecturas.


Gracias, Ramón J. Sender.


©AnaBlasfuemia

sábado, 3 de mayo de 2025

Sinsonte (Walter Tevis)

 


Todos esos libros -incluidos los aburridos y los casi incomprensibles- me han hecho comprender más claramente lo que significa ser humano. Y valoro asimismo el temor reverencial que experimento al sentir que entro en contacto con la mente de otra persona, fallecida hace mucho tiempo, y que me hace saber que no estoy solo en este mundo. Ha habido otros que sintieron lo mismo que yo, y que, en ocasiones, acertaron a expresar lo inexpresable


¿Os imagináis un mundo sin libros? Walter Tevis lo imaginó e intentó ahondar en las razones que llevarían a un mundo así. “Sinsonte” se sitúa (no se quiso pillar los dedos Tevis) en el siglo XXV, así que estamos ante un libro de ciencia ficción distópico, que no apocalíptico. Digamos que estamos ante una sociedad colapsada, pero no ha habido una gran catástrofe que haya provocado esa situación, más bien se ha llegado a ella de una forma bastante sibilina y torticera.


Sinsonte” tiene tres voces claramente diferenciadas que nos van a narrar los hechos: Spofforth, un androide perfecto, poderoso y atlético de duración ilimitada (ya ha vivido unos cuantos siglos cuando le conocemos). Es un robot perteneciente a la serie Máquina Nueve, las más inteligentes, fuertes y lúcidas creadas por el ser humano. Spofforth es el único que queda de toda la serie, el único programado para continuar con vida. Porque el resto se suicidaron o se volvieron locos. Todos habían sido equipados con copias modificadas de un mismo hombre, un científico tan brillante como (¡ay!) Melancólico. Eso lo sabemos nosotros, pero no lo sabía Spofforth. Que por cierto, es la única voz de las tres que se nos presenta en tercera persona. Supongo que por poner cierta distancia emocional con el personaje.


Distancia emocional que no se tiene en el primer capítulo en el que la cercanía con Spofforth es de una cercanía tremenda. ¿Cómo no amar a este robot que cada año asciende el Empire State en Nueva York para intentar suicidarse porque está fatigado, fatigado de pensar y de no poder evitar sentir melancolía por una vida que sospechaba estaba enterrada dentro de él, una vida llena de emociones, una vida humana real? Pero está programado para vivir. Su cuerpo no responde a su mente cuando intenta quitarse la vida.


Así pues, tenemos a Spofforth, un robot triste y deprimido, por el que sentimos empatía visualizando su bella figura en lo alto del Empire State, incapaz de dar un paso que termine con su vida, una vida que se le ha impuesto (en esto no difiere mucho de los humanos, he de decir, que a nadie se nos pregunta si queremos nacer). Luego empezamos a sospechar que Spofforth oculta algo y nuestra empatía entrará en conflicto con sus intenciones (deliberadamente escondidas por Tevis).


Luego está Mary Lou. Una rebelde que vive al margen de la sociedad (aunque la sociedad de “Sinsonte” ya es de por sí una sociedad bastante marginal) porque no acepta las normas. Ha sido educada por un hombre que quizás fuera de los pocos con sentido común en esa sociedad del siglo XXV. El hombre, Simón, ya no vive, pero Mary Lou mantiene vivas muchas de sus enseñanzas que la llevan a ser ese espíritu rebelde necesario en cualquier sociedad (más aún en una sociedad en decadencia). Mary Lou es una narradora en primera persona, por lo cual comprendemos mejor sus pensamientos, intenciones y motivaciones. No serán muchas veces las ocasiones en las que Mary Lou nos cuente cosas, pero es un personaje necesario en “Sinsonte” (los tres personajes lo son) porque es el detonante, la conexión con Spofforth y con el tercer protagonista, Paul. Mary Lou es la inconformista, la que se salta las normas, la que intenta mantener una mente libre y curiosa, descontenta y descreída de la sociedad en la que vive.


Y finalmente tenemos a Paul Bentley, también un narrador en primera persona, que será de hecho quien más lleve el peso de la narración y quien más nos va a acercar a esa sociedad a la que nos ha llevado el desarrollo tecnológico. 


Antes de continuar con Paul, hablemos un poco de esa sociedad. Si es que se puede hablar de sociedad, porque aunque sí que hay cierta “convivencia” y normas comunes, también hay ciertas características que se dan (al menos a fecha de hoy) en la sociedad humana que digamos que no están muy presentes en esta sociedad de “Sinsonte”: empatía, sentimientos, cooperación, cariño, emociones… Cultura.


Efectivamente, estamos ante una sociedad claramente idiotizada, que lo han dejado todo en manos de los robots. No es necesario tomar decisiones importantes, ni pensar, para qué los problemas. Así que todo el mundo a drogarse para vivir en esta sociedad en la que no hay robos ni asesinatos y es todo muy pacífico, pero con cero emociones. Gracias a las drogas no hay dolor, ni mental ni físico, de hecho quienes deciden suicidarse lo hacen casi con alegría porque no les duele nada, aunque decidan hacerlo ¡prendiéndose fuego! Y además en compañía.


En fin, que esta sociedad lleva tantas generaciones en manos de las máquinas que tanta automatización de actividades ha desembocado en una vida apática, sin interés, sin pensamiento crítico, sin capacidad de reflexiones, sin emociones, sin ningún propósito. ¿A qué nos ha llevado todo esto? A que las relaciones humanas sean prácticamente inexistentes, no existan familias, amor, intimidad, el sexo sea rápido y sin sentimientos, no haya dolor, penas, alegría, conversaciones, abrazos… Y tanta automatización y dejarlo todo en manos de los robots lleva también al olvido, ya no se recuerda la historia de la humanidad, las generaciones anteriores, ni siquiera hay memoria de la propia vida de cada uno. El analfabetismo instaurado borra la propia historia de la humanidad. La indiferencia es tan absoluta que no sólo la sientes hacia el otro, sino también hacia uno mismo.


Tanta negligencia lleva a “la muerte de la curiosidad intelectual” (un suicido, ya os lo digo) y las consecuencias no pueden ser más desoladoras: no existe el arte ni la cultura ni la filosofía ni la historia ni los libros… Ya no se sabe apenas ni sumar ni restar porque solo hay ocho precios para todo y muchas cosas (como el transporte) son gratis.


Peeeeero, volvamos a Paul Bentley, que como he comentado es con el que más tiempo vamos a pasar y quien más nos haga avanzar por esta historia. Porque Paul, casualmente, ¡¡aprende a leer!! Un descubrimiento casual, un método global de lectoescritura para niños, hace que Paul aprenda nada menos que a leer. En una sociedad en la que enseñar a leer está prohibido. 


No quiero extenderme mucho más. Leer hace que Paul sustituya las drogas vigentes por otra droga: la de la lectura. Pero mientras las primeras adormecen (dan “sopor”) y atontan en una bobalicona felicidad de pacotilla, la droga de la lectura estimula emociones, sentimientos, reflexiones, pensamientos… Y una añoranza brutal por una vida que se perdió. Una en la que la sociedad no estaba paralizada por la tecnología. No se me olvide decir que la religión también tiene su papel en “Sinsonte”, contribuyendo a la idiotización, aunque sea por otros caminos que no sean los tecnológicos, sino más bien los del fanatismo. Qué desperdicio.


Solo el sinsonte canta en la linde del bosque


¿Por qué el título de “Sinsonte”? No lo sabemos, yo al menos no lo sé, aunque la frase anterior es una de las primeras que aprende a leer Paul y que le conmueve profundamente. Es una frase enigmática y bella, muy poética, y que se siente como un eje en torno al cual gira todo el libro. El sinsonte es el pájaro de “Matar a un ruiseñor”, el célebre libro de Harper Lee (y hermosa película). El título original era “Matar a un sinsonte”, pero en Europa los sinsontes apenas existen, así que se tradujo por ruiseñor. En cualquier caso, el libro de Harper Lee hablaba entre otras cosas, de la perdida de la inocencia de una forma injusta (y por ahí conecto con Spofforth). 


¿Es el sinsonte inocente? Es un pájaro, un animal, así que bueno, sí, puede ser inocente. O no. En cualquier caso su habilidad es su capacidad de imitación (ya, los loros también lo hacen, pero no tanto ni tan variado como los sinsontes). Imita a otros pájaros, sonidos ambientales e incluso otro tipo de ruidos (como alarmas, teléfonos…etc), es capaz de aprender hasta 200 cantos diferentes a lo largo de su vida. Y es un pájaro muy territorial. Y como ataques a uno de ellos, le atacas a él y a todos los sinsontes cercanos, que irán en su defensa.


Dicho lo anterior el sinsonte de la frase es como la última voz viva, alegre y optimista, en un mundo en el que las palabras, la música, la belleza, tienen poco valor. Quizás el bosque sea el límite entre el abismo al que se encamina la sociedad ¿humana? por un lado, y la esperanza que llega de la mano de la capacidad de leer y de Paul y Mary Lou por otro. 


Termino ya, aunque podría seguir. “Sinsonte” bebe de fuentes reconocidas y reconocibles pero Tevis le da un toque personal, una combinación diferente, y gracias a una narrativa directa, amena y ágil, vas fluyendo a través de una historia que, al finalizar, terminas pensando que en realidad tal vez el siglo XXV de “Sinsonte” no esté tan lejano o nos sea tan ajeno, no al menos algunos de los elementos y parámetros sobre los que gira la novela, que está claro que el avance tecnológico es imparable y que tampoco hay que cuestionarlo, pero sí al menos detenerse a entenderlo y pausarlo (se me ocurre) un poco, o al menos acompasar el avance tecnológico con el avance del ser humano porque mientras que uno evoluciona (y rapidito) el otro involuciona (muy rapidito también).


Gracias, Tevis


©AnaBlasfuemia


viernes, 25 de abril de 2025

La perla (John Steinbeck)


Había perdido un mundo y no había ganado otro

Tengo una deuda de gratitud con Steinbeck. Cuando (años ha) empezaba a tomar conciencia de la enorme dimensión de la literatura, leer “Las uvas de la ira” inflamó mi conciencia social y mi alma revolucionaria. Le tengo cariño a Steinbeck, así que saqué de mis estanterías “La perla”.


No esperaba encontrarme con nada parecido a “Las uvas de la ira”, sí al autor icónico de la novela realista norteamericana. “La perla” es una especie de cuento, una parábola en la que claramente se nos intenta revelar alguna enseñanza moral.


En esta pequeña novela Steinbeck nos va a contar la historia de Kino, un pescador pobre entre pobres, que un día encuentra LA perla. No una perla cualquiera, no, sino LA perla. Y la encuentra cuando más falta le hacía: su hijo Coyotito necesita ayuda médica porque le ha picado un escorpión. La perla en cuestión, enorme y bella, facilitaría esa ayuda, permitiría que Kino y Juana puedan tener su boda, que Coyotito aprendiera a leer, tuvieran ropa nueva, un rifle… En fin, ya conocemos el cuento de la lechera. Le permitiría dejar de ser pobres. Pobres de dinero. 


El estilo directo de Steinbeck, suficientemente poderoso como para construir imágenes sensoriales y el uso medido de metáforas, paradojas, preguntas retóricas, símiles y distintos recursos literarios que Stenbeick maneja con precisión, provocan que avances en la historia sintiendo la tensión, el miedo, las dudas, la rabia… de Kino. Sus sensaciones van a ser las nuestras, nos mete en la piel de Kino y, tangencialmente, en la de Juana (su mujer). 


Desde luego “La perla” no tiene el vigor de “Las uvas de la ira” y está más centrada en la responsabilidad moral individual que en la colectiva, una moralidad más dirigida hacia sí mismo que hacia la comunidad. Y quizás (digo “quizás” porque cada lector tendrá su interpretación) por ahí iban los tiros de esta parábola que es “La perla” y que se resume en la cita con la que inicio el comentario.


Ay, la codicia. Uno de los siete pecados capitales. La codicia está ahí, al alcance de todos nosotros. Se lleva mal con lo justo. Tengo para mí que la codicia va de la mano del poder. Y no tengo buen concepto del poder. El caso es que Kino tenía deseo y tenía necesidad, mucha necesidad, puesto que el buen doctor se niega a atender a Coyotito si no le pagan, menudo codicioso el médico. Pero no sólo Kino tiene necesidad.


La noticia removió algo infinitamente negro y maligno en el pueblo; el negro destilado era como el escorpión, o como el hambriento ante el olor a comida, o como el solitario al que se revela el amor. Los sacos de veneno del pueblo empezaron a fabricar ponzoña, y el pueblo se hinchó y soltó presión a bocanadas


En los mundos de Yupi todos los vecinos y amigos se habrían alegrado por Kino, Juana y Coyotito. Pero en los mundos del pueblo descrito por Steinbeck, allá en La Paz (México) en una época sin precisar, los pobres eran muy pobres y los ricos muy ricos, dos mundos separados por un abismo. Sí, algunos se alegraron por Kino y su familia, quizás hasta pensaban que podría ser bueno para el pueblo. Pero lo que en realidad todos codiciaron era a LA perla, más que el bien común (común de comunitario). Porque la comunidad esconde avaricia, envidia y ambición. Incluso los valores del propio Kino llegan a tambalearse ligeramente, pese a que la dichosa perla le aportaba más problemas que soluciones, aunque intenta mantener a la familia unida pese a la crueldad de quien ambiciona su perla y a la fatalidad del destino.


Al principio de esta historia en la cabeza de Kino había una canción, la Canción de la Familia, que era una canción clara y dulce (“Era una mañana como cualquier otra mañana y, sin embargo, era perfecta entre todas las mañanas”). La familia se despierta unida, Juana aviva el fuego y muele maíz para el desayuno, Coyotito duerme, Kino observa a su mujer y a su hijo y sale a contemplar el amanecer en el Golfo. También al final de esta historia suena la Canción de la Familia que ya no es una canción, es un grito, quizás ya nunca vuelva a sonar esa canción en la cabeza de Kino, quizás la Canción de la Familia se haya ido con la música de la perla, que ya no es bella, es fea, gris y ulcerosa. Tal vez una vida sencilla pero inocente y verdadera tenga más valor que una perla. Tal vez.


Gracias, Steinbeck


©AnaBlasfuemia