jueves, 28 de mayo de 2015

Asombrada

La primera vez que la vi me recorrió un escalofrío. Me asusté, me asusté como hacen los niños, con ese miedo de quien siente que alguien le está tomando el pelo. Pero el miedo inicial pronto se tornó en extrañeza, luego en sorpresa y finalmente en juego.

Decidí quedármela para siempre, porque la intuí fiel e insobornable. Me prometí serle leal y así, cuando desaparecía (y le gustaba hacerlo sin avisar), rápidamente la re-creaba, en una especie de juego de luces y sortilegios, con una facilidad intangible pero muy meditada. Nunca sin ella, real o ficticia. La necesitaba a mi lado.

Y hoy, después de tanto tiempo de inquebrantable unión… me ha abandonado. Así, sin más. Sin avisos, sin pistas, sin advertencias. Debería haberlo imaginado. Tantas desapariciones misteriosas, ahora estás y ahora no…

¿Cómo pudiste hacerme esto a mí? Yo que te hubiera querido hasta el fin…

Han sido muchos días, y más días, entrelazando nuestros comunes denominadores, intercambiando azares y casualidades, creando letras que formaban palabras que a su vez formaban frases y que nos (con)formaban a nosotras.

Es cierto, llevabas tiempo enseñándome tu camino, aquel que tú querías trazar pero que yo no podía seguir. Y cada vez con más frecuencia iniciabas tus pasos en dirección contraria, pero yo conseguía retenerte con un abrazo y algunas palabras. Confiaba en ti como una quimera o un río de estrellas.

… Sé que te arrepentirás.

Fue así: al principio pensé que era una de esas locas, divertidas e imaginarias carreras peatonales que tanto me gustan. Creí que alguien me había desafiado, acelerando el paso, presto a adelantarme. No tardé ni un nanosegundo en entrar en competición, pero mi rival era rápido, muy rápido…

Apresuré mis pies hasta el límite, pero algo pasaba, pese a la velocidad de crucero que parecía llevar mi contrincante, no acababa de adelantarme nadie. ¿Me estaba tomando el pelo? Así que desaceleré mis pasos, atenta, alerta, y entonces lo vi… no era su sombra lo que yo estaba viendo, la sombra de un rival… ¡¡era mi sombra!! ¡¡Mi propia sombra!!.


Y mientras la observaba, atónita, mi sombra echó a correr. Se fue. Aceleró sus movimientos, dejó de coordinarse conmigo, adquirió su propio ritmo, sus propios pasos… Su propia vida. Tal vez harta de la mía. Y me ha dejado. Mi sombra me ha a-sombrado. No vuelve. Soy una mujer sin sombra. Pero asombrada.

¿Cómo va a abrazarse ahora mi sombra con la tuya?

(©AnaBlasfuemia)



jueves, 21 de mayo de 2015

La grandeza de la vida (Michael Kumpfmüller)


Título original: Die Herrlichkeit des Lebens
Traductora: Belén Santana
Páginas: 272
Publicación: 2011 (2015)
Editorial: Tusquets

ISBN: 9788490660447
Sinopsis: En el verano de 1923, durante una estancia a orillas del Báltico, Franz Kafka, enfermo de tuberculosis y conocido como escritor sólo por unos pocos iniciados, coincide con la cocinera Dora Diamant, una joven de veinticinco años. En el transcurso de pocas semanas, Kafka hará lo que jamás habría imaginado: decide irse a vivir con una mujer y compartirlo todo con ella. En un Berlín inmerso en la hiperinflación de la República de Weimar, se atreve a disfrutar de una vida en común con Dora. No importan los precios, que aumentan cada día, tampoco las sucesivas mudanzas ni el recelo de sus padres: hasta su muerte, en junio de 1924, y a excepción de unos días, Franz Kafka y Dora Diamant ya no se separarán.



Si digo Franz Kafka, es probable que inmediatamente penséis en La metamorfosis. Pero en mi cabeza se añaden, sin atropellarse pero con firmeza, Carta al padre, Cartas a Milena y Cartas a Felice. Que es una forma de decir que, una vez más, me interesa el autor casi más que la obra. Kafka fue un hombre débil, física y mentalmente. Ninguneado, tiranizado y despreciado por su padre, él mismo terminó por flagelarse considerándose… nada (La verdad es que no soy nada, lo que se dice nada). Se trató a sí mismo con gran desprecio y desdén. Se arreó duro. Fue un hombre solitario, acomplejado, angustiado, que mantuvo relación con varias mujeres (con algunas de ellas principalmente una relación epistolar): Felice Bauer, Grete Bloch, Julie Wohryzek, Milena Jesenskà… y Dora Diamant, de la que dicen fue su gran amor, la persona que le rescató de la soledad. Rescatar a alguien de la soledad son palabras mayores.

Las mujeres de Kafka: Arriba, de izquierda a derecha: Felice Bauer, Hedwig Weiler y Julie Wohryzek. Abajo, Grete Bloch, Dora Diamant y Milena Jesenská
La grandeza de la vida es una novela sobre la relación de Kafka y Dora en la que se engarza realidad y ficción. Fue eso lo que me llevó a esta lectura, mi interés por la vida atormentada de Kafka y que se centrara en el último año de su vida, justo el que compartió con Dora.

En sus sueños hay fases en las que ella no aparece. Pero  él no la pierde mientras duerme, por la mañana sabe enseguida que está en alguna parte, como si hubiese entre los dos una cuerda que les permite volver a acercarse tirando de ella lentamente.

Y la lectura la inicié con entusiasmo, encantada de ver cómo Franz y Dora se asombraban de descubrirse, saberse, amarse antes de apenas conocerse. Ese entendimiento prodigioso y casi mágico de dos almas que se reconocen. Y el milagro de encontrarse.

Esta es Dora, dice él, y a Dora le parece que suena como si dijera: Mirad, este es el milagro que me ha sucedido.
A Ottla ya le he hablado de ti, le he contado que existes y el bien que me haces.

Bien, bien. Me suena. Reconozco esa sensación. Hasta las palabras reconozco. Y me alegro, porque eso quiere decir que, en algún momento, la he vivido. Así que avanzo, ligera, encantada y pizpireta, página tras página.

Hasta que llegamos a Berlín. Ahí se me enreda la lectura, percibo un bucle que se me atasca ligeramente. Y mira que me gusta Berlín. Pero no es problema de la ciudad. Es problema del ritmo narrativo, que me lleva de una lectura de piel a una lectura con menos alma en la que se suceden traslados, preocupaciones por el dinero, toses, fiebre, visitas… Los traslados en la mayoría de los casos están provocados por el rechazo a los judios que empieza a ser visible y descarnado, pero que ellos no alcanzan a valorar adecuadamente ni mucho menos a intuir la barbarie que se estaba gestando. No deja de ser llamativo este hecho, ese no “verlas venir”. Da tanto qué pensar…

En Berlín Kafka se me desdibuja, se nos esconde en sí mismo y Dora se transmuta a enfermera, secretaria… Y sí, también amante, pero sólo hacia el final es cuando vuelve a conmover y la lectura a recuperar latido. Porque al final también la sensación es que Kumpfmüller pone más de Dora que de Kafka, no porque esté ausente, no porque esté enfermo, sino porque nos muestra menos de él que de ella. De su interior. Detalles, ráfagas, es cierto, pero como si Kumpfmüller pretendiendo ser objetivo, sutil, pretendiendo mostrar sin dirigir (al lector), se hubiera quedado corto a la hora de transmitir a partir de cierto momento.

Todo apunta a que Dora le insufló unos deseos de vivir a Franz que en el libro no se palpa con intensidad, no se respira, sólo se intuye, se apunta, se inicia y luego se difumina... Algo falló ahí. Me faltó cercanía. Quizás el tono de Kumpfmüller peque de paternalista con el lector, de exceso de amabilidad. Como si dudara entre decantarse por la historia de amor o por la de la agonía de Kafka. Dudando entre la sal y el azúcar se queda finalmente en tierra de nadie, manejando mal los contrarios, muerte y amor, vida y enfermedad, la juventud y pasión de Dora y la soledad y los fantasmas de Franz, la transparencia de ella y el enigma de él…

He podido leer un fragmento de un libro que no localizo en ningún lado: Mi vida con Franz Kafka. Recuerdos de Dora Diamant. En él Dora dice que Kafka estaba siempre de buen humor. Algo que no aparece de forma contundente en este libro, donde se asoma más bien un Kafka poco apasionado y tristón. Creo que en La grandeza de la vida hay más de Dora que de Franz, y por ahí cojea. Me ha faltado más Kafka. En el fragmento de Mi vida con Franz Kafka, hay mucho más de ambos que en todas las páginas de La grandeza de la vida.

Salvo las primeras páginas, aquellas que transcurren en Müritz, lugar donde se conocieron, y la escena en la que se describe la célebre anécdota del encuentro con la niña que perdió su muñeca (a la que Kafka dice que no está perdida sino que se ha ido de viaje y a la que, durante unos días, escribe cartas en nombre de la muñeca), la narración va de más a menos, con remontada en las últimas páginas.

Creo que es un libro que gustará a mucha gente, es una lectura sosegada, tranquila, ni siquiera hace falta conocer quiénes eran los protagonistas, pero yo me he encasillado en una sutil decepción, por aquello de lo que pudo haber sido y no fue, por no mantener el pulso durante todas las páginas. Aun así, no ha sido mala lectura ni muchísimo menos, es un libro que  merece la pena leer. Kumpfmüller consigue evitar los recursos que hubieran sido más fáciles (sentimentalismo, tremendismo, sensiblería, afectación…) y aplaudo ese tacto, que aplica de forma precisa y firme. Quizás Kumpfmüller pretendía (y consigue) mantener un equilibro entre ficción y realidad para dotar a la historia de credibilidad, y lo logra, pero soy rarita y personalmente hubiera preferido que arriesgara algo más en el juego de combinar ambas (ficción y realidad). Pasión, creo que eché en falta pasión, deseo, ardor, vibrar más… Bah, ¡soy yo, soy yo, soy yo! (que diría Silvia Plath). Es una buena lectura.

Echa de menos las noches con ella. ¿No es increíble que uno pueda elegir a alguien con quien pasar la noche en una cama y dormir, como si eso fuese una pequeñez?

lunes, 18 de mayo de 2015

La granja (John Updike)





Título original: Of the farm
Traductor: Carlos Mellizo
Páginas: 192
Publicación: 1965 (2013)
Editorial: RBA
ISBN: 9788490065020
Sinopsis: Durante unos días Joey Robinson, un consultor de empresas neoyorquino, hace un paréntesis en su vida cotidiana para regresar a la granja donde creció y donde aún vive su madre, viuda y ya demasiado mayor para realizar ella sola algunas tareas domésticas. En su viaje lo acompañan su segunda y sensual esposa, con la que se acaba de casar, y el hijo de ella, de once años. Los asuntos pendientes, las diferencias, la tensión, los fantasmas del pasado y las confesiones van emergiendo a lo largo de una visita que difícilmente podrán olvidar.



Todo escritor es un observador. Del exterior y también del interior. Pero observar no es suficiente. Hay que saber mirar. Y luego hay que contarlo. Y hacerlo bien. John Updike lo hacía bien.

Tenemos un exterior: la granja y el paisaje que la rodea. Y varios interiores: el de Joey, el de su madre, el de Peggy (su segunda esposa) y el de Richard, el hijo de Peggy. También, aunque no presenciales, la primera mujer y los hijos de Joey. Tenemos también el tiempo en el que transcurre: un fin de semana. Ya tenemos todos los ingredientes necesarios. ¿Sucede algo? No. Es una mirada. Updike nos cuenta un momento, unos días, y un encuentro entre varias personas. Relaciones interpersonales, familia, de nuevo el binomio mundo urbanita/mundo rural… Suficiente para contar una historia, escribir un libro y hacerlo bien. Porque todas las vidas tienen elementos más que de sobra para que se escriba sobre ellos. Pero, insisto, hay que hacerlo bien.

Hace unos días, en una charla con Enrique Redel y Pilar Adón, hablábamos de que preferimos los libros que no nos lo dan todo masticado, que permiten que el lector sea parte activa de la historia. Pilar Adón decía que no hace falta escribir “es una chica sexy”, sino que hay que inducir al lector a que perciba esa sensualidad sin necesidad de ser explícito. Supongo que le encantaría algo así:

Tiene una amplitud pelviana que me afecta como si fuera un destello cegador y que da a sus pasos una amplitud alentadora, un sentido espacial de muslo a muslo.

Y si lo cuento es porque creo que hay libros que no es lo que cuentan, es el cómo. Una idea que ya he comentado en más ocasiones. Y en ese cómo, Updike no admite réplica ni seré yo quien le cuestione. Sus descripciones, el uso de adjetivos, las imágenes que crea en la mente del lector, su lírica para describir gestos, emociones y sensaciones, son de un calibre considerable.

Que de cualquier cosa se puede escribir es un hecho, pero luego hay que escribirlo… así (por ejemplo):

Desde mi tractor adiviné una vez más lo dramáticas que podían ser las nubes en este pequeño montículo: dardos diagonales de sol y sombra y corrientes de vapor deslizándose hacia la tierra provenientes de los cúmulos, que, como fortalezas incandescentes, se distribuían estratégicamente en el espacio; el espectáculo tenía semejanzas con el de los grandes acontecimientos de la historia. La transformación, la combinación y la desaparición de las nubes sugerían situaciones políticas: el cirro aristocrático, el nubarrón demagógico al ataque de un parlamento de cielo aborregado.

Hecha una aproximación al cómo, quedaría hablar del qué. Pues de gente corriente en situaciones corrientes. Un hombre recién casado en segundas nupcias con una mujer a su vez separada y con hijo incorporado. Los tres acuden a la granja donde vive la quisquillosa madre de Joey, nuestro protagonista, que desea que suegra y nuera se lleven bien. Sencillo. Corriente. Pequeños proyectiles que estallan todos los días en cualquier familia.

En los intervalos entre aquellos garfios que se me lanzaban sin aviso (que se me clavaban en la cabeza dolorosamente y que arrancaban de mí palabras de reconciliación, de autodefensa o de impaciencia) fui consciente de una conversación de voluminoso caudal en cuyo fondo oscuro se debatían dos espíritus torpes, tratando de buscarse el uno al otro, cada vez a mayor profundidad.

La tensión que se producirá durante ese encuentro es igual de implícita que todo lo que nos cuenta Updike. Pero se palpa afilada como una cuchilla porque la reconocemos, la sentimos y la hacemos nuestra gracias a la capacidad narrativa tan poderosa de Updike.

No busquéis una trama con final cerrado. La vida es una trama constante, enrevesada, profunda, compleja. Y sin fin. No se detiene ante nada, y pocas veces da respiro. Siempre suceden cosas. Por eso a veces cerramos los ojos creyendo que así se para. Pero no. El deleite de la lectura está, entonces, además de en el estilo poético y visual de Updike, en su habilidad para diseccionar las relaciones interpersonales y las emociones humanas, siempre tan complejas como sugerentes. Como si de una cebolla se tratara, Updike nos va mostrando las diversas capas de las relaciones entre los personajes. A veces, es cierto, las situaciones son algo forzadas y eso las desnaturaliza ligeramente.

Si tuviera que hablar de este libro recurriendo a una descripción visual del mismo diría que es una pequeña obra de teatro que transcurre en una pintura, en un lienzo. Y eso es arte ¿no? Hasta le perdono cierto tufillo teológico y misógino. Era 1965. El final es algo abrupto (me pareció la parte menos elaborada) y el niño a veces es poco creíble en sus conversaciones. Pero ¿a quién le importa cuando saboreas la lectura?

Ya siento que Norman Mailer pensara que John Updike es el autor preferido de los que no saben nada de literatura. Y, es cierto, no sé de literatura, sólo de libros que me gustan o no me gustan. Y este me ha gustado. No es el mejor libro de Updike, pero su estilo está ahí. Y el menos bueno de sus libros sigue siendo un libro bueno. También es verdad que no sé si pondría a Updike entre mis autores favoritos, probablemente no, pero sí entre los autores que disfruto leyendo.

martes, 12 de mayo de 2015

Un altar para la madre (Ferdinando Camon)

Título original: Un altare per la madre
Traductor: Miquel Izquierdo
Páginas: 132
Publicación: 1978 (2014)
Editorial: Minúscula
ISBN: 9788494145711
Sinopsis: «Una persona buena -afirma Ferdinando Camon en el prefacio-, por más que sea miserable, inculta, analfabeta, malhablada, vaya mal vestida y descalza, sea casi anónima, alguien a quien nadie fotografió, escuchó, ni agradeció nada, puede merecer la inmortalidad más que caudillos, banqueros, políticos, aventureros. No es la fuerza lo que salva a la humanidad, sino esa particular forma de amor que se llama "bondad". No me cabe ninguna duda de que el personaje que describo aquí se haya salvado, merezca el recuerdo y esté en la gloria. No sé cuántos personajes de la gran historia oficial, los plutócratas, los superganadores, los amos del mundo, se han salvado y merecen el recuerdo. Quizá ninguno.»


Cada libro que traigo aquí tiene su historia. No siempre la cuento, pero es así. Este libro tiene tres historias. Una, hace tiempo que sigo a Sofía en A cubierta libros y ya iba siendo hora de traer aquí algún libro de los que le he “robado” allí. Dos, tenía que haber sido una lectura conjunta con alguien que estoy (estamos) deseando leer algo a la vez. Pero mis despistes ponen inevitablemente a prueba a la buena gente y a los buenos amigos. No perdí una amistad, es evidente, porque entre otras cosas es muy sólida. Pero sí la ocasión de compartir la lectura de este hermoso relato.

La tercera historia es que en realidad no elegí yo la lectura. Una mano, digamos inocente, me fue guiando por las estanterías y libros que las habitan: izquierda, 8, izquierda, 33. Y ahí estaba el altar. Bien, después de la intensidad de Anaïs Nin parecía una lectura más sosegada, pero a la vez no alejada de aquello que me toca la fibra.

Frente a la iglesia se había formado una pequeña multitud, muchachos, mujeres y  hombres de todas las edades, que se iban agrupando según el grado de parentesco o por casualidad: bastaba con que uno dijera una palabra y otro respondiera para que se hicieran compañía. Yo me encontré solo, y el último.

Así comienza, con el autor acompañando el ataúd de su madre. Y podemos pensar que nos enfrentamos a unas páginas llenas de dramatismo y dolor. Y no. Más bien estamos ante el homenaje de un hijo a su madre. Pero no sólo a ella, también a la familia, a las tradiciones, a las buenas gentes del campo, a la cultura de lo rural… A la esencia de lo que somos y que se va perdiendo según nos alejamos más y más de la tierra y lo que ella nos da mientras deambulamos como fantasmas por el asfalto, lleno de luces, móviles, ruidos, apariencia, hipocresía…

No hay fotografías de su madre. Sí de la mujer que fue antes de ser madre. Pero no de la madre. Por eso, Ferdinando la devuelve a la vida a través de las palabras, la rescata, al igual que su padre lo hace construyendo de forma casi agónica un altar para la mujer que tuvo a su lado y cuya presencia fue soslayada hasta que se transmutó en ausencia. Un altar que, como el propio autor menciona, es un puente, es una cercanía.

Hay mucha sensibilidad en este libro. No me refiero a una sensibilidad lacrimógena, impostada. No. Es una sensibilidad delicada y tierna, profunda como las raíces del ser humano.

De crío oí a un niño que le decía a su madre: “Lávame pero no me mojes”
Un hombre estaba a punto de matar a un perro y su hijo le rogó: “Mátalo pero no le hagas daño”. Hay algo aquí que debo aprender.
Un niño jugaba con otros al escondite. Cerraba los ojos y así creía que no lo veían. Ahí hay algo que debo evitar.

Uauuu… Qué párrafo más esclarecedor… Me gusta mirar así las historias que nos cuentan algunos libros y cómo las cuentan. Sin cerrar los ojos. Viendo. Exactamente igual que a las personas. La vida es más, el miedo debería de ser menos.

El caso es que yo vivía sabiendo que ella estaba, ahora debo cambiar de vida. En algún momento he pensado que temía quedar expuesto: como si la presencia de la generación anterior, la que me parió, fuera una garantía para mí y toda mi generación interpuesta, que  nos esconde, la muerte no nos ve, nosotros no podemos morir todavía.

La muerte, claro, reflexiones en torno a ella. Reflexiones sin dramatismo, más bien al contrario, un acercamiento a la misma desde la conciliación. Sin temor, un acontecimiento que nos iguala a todos pero sobre todo que nos congenia con la vida, aportándole el prisma adecuado para dotarla de su auténtica valía, esa que se nos pasa desapercibida con las prisas, las rutinas, la dichosa zona de confort, los miedos, las renuncias con tal de proteger la red que nos proporcione tranquilidad…

Es una equivocación cómo nacemos, cómo bautizamos, cómo nos casamos, cómo trabajamos, cómo tenemos hijos, cómo se va al hospital, cómo se hace la guerra, cómo se muere: todo está equivocado por ese error que es la falsedad

Ferdinando Camon reescribió varias veces este relato, hasta 19. Tal vez no fuera lo suficientemente objetivo, o justo, consigo mismo y con lo que había escrito y le costó darse cuenta de que es un relato que ensambla, hermana, y sobre todo recupera la bondad natural, la sencilla, la esencial de tantas personas anónimas que son inmortales porque desde esa bondad salvan y se salvan.

Libros pequeños que contienen mucho. Qué bello es leer. Así.

martes, 5 de mayo de 2015

Henry y June (Anaïs Nin)

Título original: Henry and June
Traductora: María José Rodellar
Páginas: 224
Publicación: 1986 (1987)
Editorial: Plaza & Janés
ISBN: 9788401380969
Sinopsis: El libro nos sitúa en el centro mismo de la vida sexual de la autora, en los “días tranquilos de Clichy” cuando interrumpen en su vida la figura apasionada y turbulenta de Henry Miller y la de su bella y excéntrica esposa June: los dos polos de una atracción erótica que trata de explorar de modo principal los misterios del sexo, como iniciación al conocimiento y a la sensualidad. Una vida erótica que vemos moverse en múltiples direcciones –desde la apacible vida conyugal con su marido Hugo, pasando por la pasión física e intelectual por Henry Miller, hasta la seducción por la belleza turbadora de June, o bien la experiencia psicoanalítica con el doctor Allendy-, y que Anaïs Nin nos desnuda con extrema franqueza sexual, de la que no obstante se halla exenta la morbosidad.

El impulso de crecer y de vivir intensamente es tan imperioso en mí que me es imposible resistirme a él.

Antes de tener el blog ya leía. Perogrullada, lo sé, pero necesaria. Hay muchos libros y autores que me gustaría ir trayendo poco a poco aquí, a mi cuarto propio que es este blog. No me recuerdo a mí misma sin un libro al alcance de la mano. Es algo que debo a mi padre. Fue por él que un día descubrí en casa una colección de libros eróticos, con mi adolescencia apenas recién estrenada. Sí, así como os cuento. No era cualquier colección: ahí estaban los trópicos de Henry Miller, el Decamerón, Lolita, D.H. Lawrence, Colette, Pauline Réage, el marqués de Sade… y Anaïs Nin. Me devoré la colección. De arriba a abajo. Y quedé fascinada por la relación entre Henry Miller y Anaïs Nin, especialmente por el carácter y la personalidad de Nin. Pocos autores me conmocionaron tanto en la adolescencia como lo hizo ella. Curioso cómo luego Anaïs regresó a mí. En cualquier caso tenía que hacerle hueco en este blog, sí o sí o también, porque es una autora injustamente invisibilizada en la blogosfera, desconocida y olvidada por ávidos lectores, y muy poco reeditada (aunque Siruela ha editado recientemente Diarios amorosos, que precisamente son la continuación de Henry y June). Y no se lo merece.

He conocido a Henry Miller.
En sus escritos es ostentoso, viril, animal, magnífico. “Un hombre que se emborracha de vida -pensé-. Como yo.”

Desde 1914 hasta 1977 Anaïs escribió un diario tras otro, que se iniciaron como una carta a su padre (que la abandonó, a ella y su familia, cuando Anaïs tenía 11 años). Cuadernos y cuadernos en los que Anaïs no filtraba, puesto que en principio eran unos diarios personales, y de esa forma al leerla sientes que eres su confidente y la ves desnuda, su cuerpo y su alma. En sus diarios era mucho más libre y auténtica contando que en sus otros libros. Tampoco ponía límites a su fantasía. Límites y Anaïs son dos palabras que combinan fatal en la misma frase.

Podría haber escogido cualquiera de sus libros, cualquiera de sus diarios. Pero decidí hacerlo con este, que leí por primera vez en la cama de un hospital, porque mientras mi cuerpo libraba batallas por su cuenta, Anaïs consiguió devolverle y devolverme el placer de los sentidos, me volvió a atrapar su mente, su alma, su forma de sentir y vivir. Su intensidad tiró de mí cual suero en vena. A chorros.

Si algo me cautiva de Nin es que no se puso barreras, ni a ella, ni a su sensualidad, ni a la vida, ni siquiera a su neurosis. ¿Que detecta que hay algo inalterado en ella? No lo ignora, al contrario, hace que se mueva, lo explora, lo palpa, lo agita, lo analiza, lo libera. No se asustó. Esa falta de miedo, esa introspección fácil y profunda, abriéndose puertas sin pudor, fueron detalles que no sólo no me pasaron inadvertidos, es que me convirtieron en incondicional de Anaïs.

Hay dos modos de llegar a mí, mediante los besos o la imaginación. Pero existe una jerarquía; los besos por sí solos no bastan.

Ya en su momento cuando leí esta frase la grabé a fuego en mi memoria. Quizás ahora cambiaría besos por abrazos pero sigue siendo una de mis citas preferidas de todos los tiempos, esas que siento que me definen. No, los besos no bastan. Ni los abrazos. Y el amor, tampoco.

Aunque a Anaïs Nin se la relaciona con la literatura erótica, al despertar y el juego sexual, sin duda fue mucho más que una exacerbada y libre relación con el sexo. Su personalidad era sumamente atractiva, vulnerable emocionalmente, profunda, inteligente y sensitiva, vivió su vida como hay que vivirla, como una aventura, con plenitud. Intensa, intensa Anaïs.

Y sus contrastes: fuerte y débil, narcisista e insegura, egoísta y generosa, indiferente y extrovertida, frágil y enérgica, honesta y dramática, desvergonzada y digna, leal y mentirosa, ingenua y autodestructiva... Una cosa y su contraria, sin ahogarlas ni ahogarse. Los contrastes que habitaban en Nin se me han hecho más claros al volver a leerla ahora, que vale que es primavera y la sangre altera, pero una ya está un tanto alejada de la adolescencia y mis hormonas están más experimentadas, aunque no dóciles, así que la lectura actual le aporta una serenidad en la que Anaïs vuelve a salir ganadora, ella la cautivadora y yo la cautivada. Nin es… incendiaria.

Hay algo en mí intocado, inalterado, que me gobierna. Será preciso hacer que se mueva si he de moverme plenamente.

Las zonas de confort me ponen nerviosa, las siento como una cárcel. Cómoda. Tranquila. Segura. Pero cárcel. Con sus barrotes y su espacio limitado y limitante. Por eso siempre me ha gustado salirme de esa zona de confort, suelo encontrar más vida. Mejor y peor. Más insegura a veces, incluso más dolorosa, pero también intensamente vital, mágica y extraordinaria. Salirse de la zona de confort es vivir sin red, aunque el alma se fracture en mil pedazos. Siempre merece la pena. Y si alguien vivió así, alejada de esa zona de confort, explorando todo lo que hay fuera, fue Anaïs Nin.

Nin se construía a sí misma, se deconstruía, volvía a reconstruirse, se creaba, moldeaba, experimentaba… Decía Simone de Beauvoir que “una mujer libre es justo lo contrario de una mujer fácil”. Anaïs Nin vivió libre y no fue una mujer fácil. Pero su imaginación, sus deseos, sus análisis de sí misma y de quienes la rodeaban, sus ideas sobre el amor, la infidelidad, el sexo... es una auténtica orgía para los sentidos y la mente. Un estímulo necesario. Creadora, artista, mentirosa, temperamental, experimentada, insegura, alocada, observadora, delicada… volver a leerla ha sido volver a sentir el latido en las venas.

Se mueve dentro de las sinfonías de Proust, de las insinuaciones de Gide, de los enigmas de opio de Cocteau, de los silencios de Valéry; se mueve hacia la sugestión, los espacios; hacia las iluminaciones de Rimbaud. Y yo ando con él. Esta noche lo amo por la hermosa manera en que me ha puesto en contacto con la tierra.

La relación de Henry Miller y Anaïs Nin tenía todos los ingredientes necesarios para ser un amor volcánico, una relación incendiaria: inteligencia, literatura, pasión, sexo. Energía. ¡Vida!. Una batalla de dos inteligencias, dos talentos, que se influyeron mutuamente, en sus vidas y en sus escritos. Hacían el amor, escribían juntos, se leían uno al otro, se escribían notas y cartas, hablaban de (y con) otros escritores… La pasión iba más allá de la cama y el trajín sexual. Henry Miller despertó a Anaïs Nin, liberó sus sentidos, su plenitud, sus instintos, su sensualidad… La despiadada inquietud de Nin encontró en Miller el aliado necesario para darle sentido a la palabra vivirse.

En Henry y June, vamos a encontrar sobre todo la relación de Anaïs con Henry Miller (también con su marido Hugo, su primo Eduardo, su psicoanalista Allendy…). Henry por aquí, Henry por allá… Pero también está ella, la bella June, la mujer de Henry Miller, el vértice necesario en el triángulo.

Había soñado contigo, deseaba que existieras. Formarás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido en algún momento las mismas fantasías, la misma locura, el mismo escenario.

June, posiblemente un espejo de la propia Anaïs y a quien dedica las más hermosas y sinceras palabras. Quizás por lo que de sí misma reflejaba al hablar de June, es por lo que lo hace en menos ocasiones, pero nunca en un tono menor y siempre con esa pureza que atraviesa los escritos de Nin.

Por otra parte, tampoco tiene tanta importancia que me ame. No es su papel Yo estoy rebosante de amor hacia ella. Y al mismo tiempo siento que me estoy muriendo. Nuestro amor sería la muerte. El abrazo de las imaginaciones.

La literatura erótica está de moda. ¿He dicho literatura? Más bien los libros eróticos. ¿He dicho eróticos? Digamos libros con contenido sexual, llenos de tópicos dañinos para la mujer y muy poca creatividad. Son libros menores, en serio. No sé qué pensaría Anaïs Nin de 50 sombras de Grey y adláteres. Pero si alguien quiere, de verdad de la buena, LITERATURA ERÓTICA, así con mayúsculas olímpicas casi, por favor, cojan un libro de Anaïs y lean, por ejemplo, Delta de Venus.

Y si alguien quiere conocer a una mujer fascinante que se conocía y analizaba a sí misma como pocos, lean sus diarios. Una mujer que tomó las riendas de su sexualidad. Poliédrica, deslumbrante, seductora, dramática, excitante, libre, incómoda, sutil, profunda, sensual…

La edición que he leído contiene diversas (y dolorosas) erratas y una traducción deficiente. Incluso así, el espíritu indomable de Nin se apodera de la lectura. Alabada sea.

Anoche lloré. Lloré porque el proceso a través del cual me he hecho mujer ha sido doloroso. Lloré porque he dejado de ser una niña con una fe ciega de niña. Lloré porque he abierto los ojos a la realidad, al egoísmo de Henry, al ansia de poder de June, a mi insaciable creatividad, que ha de mezclarse con otros y no se basta a sí misma. Lloré porque ya no puedo creer y me encanta creer. Todavía soy capaz de amar apasionadamente, pero sin creer. Eso quiere decir que amo humanamente. Lloré porque de ahora en adelante lloraré menos. Lloré porque ha desaparecido el dolor y todavía no estoy acostumbrada a su ausencia.
Henry va a venir esta tarde y mañana salgo con June.

Qué placer volver a leer y sentir a Anaïs Nin, y traerla aquí, a mi cuarto propio.