miércoles, 26 de julio de 2017

A través de la noche (Stig Sæterbakken)

Título original: Gjennom natten
Traductores: Cristina Gómez-Baggethun y Oyvind Fossan
Páginas: 296
Publicación: 2011 (2017)
Editorial: Mármara
Sinopsis: La peor pesadilla del dentista Karl Meyer se hace realidad cuando su hijo, Ole-Jacob, se quita la vida. Esta tragedia es el punto de partida para que el narrador, en una especie de genealogía de la culpabilidad, comience a plantear preguntas esenciales sobre la experiencia humana: ¿Qué hacer para mitigar el dolor de una persona?, ¿cómo se puede vivir con el dolor ocasionado por una pérdida insoportable?, ¿hasta cuándo puede un hombre soportar el sufrimiento causado por la muerte de su hijo?



El título del primer capítulo y el primer párrafo es tan abrumador y potente que me hizo entrar en apnea, aferrada a mi lápiz como si fuera una baliza, un faro salvador en medio de la tormenta. No solté el lápiz ni siquiera cuando terminé la última página. Pero en ese momento ya no me aferraba a él, sino que directamente lo mordía a dentelladas. Cuando terminé el libro lo primero que salió por mi boca, literalmente y por este orden fue: hostia, joder, uauuu…

Un libro que empieza así es una luz de advertencia, un cartel luminoso que te está informando de qué te vas a encontrar. Es una especie de tamiz. El lector peligroso (el que busca lugares secretos, íntimos y oscuros en los libros) pasará la criba, cruzará el Rubicón asumiendo el riesgo. Y se encontrará con un libro de los que te re(requetere)enamoran de la literatura, de los que te dan ganas de besar en la boca a estas pequeñas editoriales (Mármara Ediciones en este caso) que nos descubren a estos autores y libros que no estarán nunca en las mesas de novedades de las grandes superficies ni las grandes editoriales, pero que son las que sostienen a los lectores ávidos de buena literatura, de la que perdura, la no pasajera ni novedosa ni olvidadiza.
Lo estoy viendo todo. Y no me entero de nada.
Pero volvamos al principio, a la apnea con el inicio de A través de la noche, después de la cual pasé a dar brazadas ligeras, rítmicas y constantes, a flote todo el tiempo, la fosa abisal tirando de mí hacia la profundidad del océano. A veces me sumergí hasta tocar con la punta de los pies el Abismo de Challenger. Pero volvía a salir a flote. Mis apneas en el sofá me han proporcionado una dilatada experiencia…

Sé que este símil oceánico tiene mucho que ver con la resonancia de un libro leído y comentado aquí hace año y medio: El nadador en el mar secreto, un libro que habla también del fallecimiento de un hijo. En ambos el dolor, el duelo, la pérdida, el amor al hijo. Hasta ahí las coincidencias, porque El nadador en el mar secreto es un libro que su autor, Kotzwinkle, escribió cuando su primer hijo nació muerto. Pero A través de la noche es una ficción en la que el hijo del protagonista se suicida (no desvelo nada, es el punto de partida del libro)…
Cuando decides quitarte la vida, estás solo en el mundo -continuó Caroline-. No tienes dónde meterte. Es una decisión que se toma mucho antes de llevarla a cabo. Un día pasa algo y decides morir.
¿Ficción? Tengo muchas dudas sobre cuánto hay de ficción y cuánto de biográfico en este libro. Vale, no me consta que Stig Sæterbakken (Stig a partir de aquí…) tuviera hijos, no sé nada de su vida familiar. Solo sé que se suicidó apenas un año después de que se editara este libro. Poco más. Ni menos.

Pero Stig era hábil, muy habilidoso escribiendo, un escritor enorme, y te hace sentir lo que siente su protagonista, transmite tan bien, tan fácil, tan lúcido; su prosa es tan áspera, intensa y directa, que sientes todo, comprendes todo, llega todo.
El dolor es un regalo. Las personas que no son infelices no tienen nada que decir.
El suicidio del hijo de Karl, el protagonista, no es, en sí mismo, el tema sobre el que gira el libro. Y a la vez sí. Porque después del suicidio de alguien no solo viene el dolor. Viene la culpa, los interrogantes, los recuerdos, las razones, las causas… Karl inicia un recorrido hacia atrás y luego hacia delante (eso nos parece inicialmente). El recorrido de la cobardía y la culpa. Un magnífico juego con los recuerdos, qué recordamos y cómo, qué hacemos con los recuerdos.

Después de unas primeras páginas brutales y desgarradoras, Karl nos ofrece el cuento que inventó para su hijo Ole-Jakob cuando era pequeño, El príncipe Sinsaberlo, que a mucha gente le puede parecer prescindible pero que a mí me pareció muy tierno, significativo y, tengo que decir, me hizo reír a momentos, con lo que me encontré a mí misma preguntándome ¿cómo puedo estar sonriendo después de que las primeras páginas me convulsionaran de una forma tan bestia?
Y luego, la certeza de que lo que lograba recordar no representaba más que una parte ínfima del pasado, nada en comparación con todo lo que había olvidado.
Karl nos muestra y reflexiona sobre la infidelidad, recordando la primera vez que abandonó a su mujer y sus hijos, buscando razones y motivos, dando explicaciones, especulando, justificando. Luego vuelve con su familia para posteriormente volver a abandonarlos (otra vez la alquimia del abandono)

Quizá para mí una clave de este libro sea precisamente los tiempos que maneja Stig: ahora despacio y reflexivo, incisivo, ahora un zasca, ahora brutal, ahora descarnado, ahora tierno, ahora inteligente, ahora un asombro, ahora un escalofrío, ahora unos aguijones, ahora todo a la vez…
Yo quería vivir y ahogarme al mismo tiempo.
[…] Una mitad solo quería ahogarse, la otra solo quería vivir. ¿Volvería alguna vez a estar entero?
La muerte siempre nos parte en dos. Pero también la vida. La muerte de su hijo, las razones de su suicidio, dejan a Karl sumido en la ambigüedad de desear permanecer sumergido en el dolor y a la vez vivir. Vivir tranquilo, vivir sin sufrimiento. Y en ese querer vivir, se desliza hacia otra ambigüedad: vivir en el equilibrio, restando intensidad a la propia vida, perdurando sin más; o vivir… peligrosamente. Vivir con riesgo, pero sin ahogarse. Vivir sin intensidad, pero ahogándose.

Y en un momento de la lectura volví a sentir cómo de nuevo dos libros se conectaban entre sí. La sombra de La vegetariana ha resultado ser más larga de lo que sospechaba. Lo que me llevó a leer el libro de Han Kang fue el texto en su portada: Hay una mujer, un ser humano que ya no quiere formar parte de la humanidad. Un ser que pone en juego su vida para no dañar a nadie ni a nada, un ser a quien un día deja de importarle en absoluto vivir o morir. Yo quería (quiero) desaparecer, busco formulas. Estoy en ello. Han Kang me ofreció una alternativa, lo que no sospechaba es que Sting me iba a dictar, sin desviarse una letra de mi sentir actual, otra alternativa a mi dilema:
Y de nuevo me asaltó aquella vieja idea, ese viejo sueño inalcanzable de dejarlo todo, de abandonar lo que se tiene entre las manos y marcharse a algún sitio, de convertirse en otro, de comenzar desde el principio, de dejarlo todo atrás, de empezar de cero sin ataduras, sin conservar un solo vínculo con lo anterior. No desaparecer sin dejar rastro, sino aparecer de la nada. […] Romper con todas las ataduras y llegar a algún lugar como un forastero desarraigado, arrancado de todas tus penas, de todo lo que te pesa y te mantiene subyugado, con el propósito de renacer en la rejuvenecedora luz del nuevo mundo.
Esto es lo que se dice encontrarse brutalmente con una misma en un texto. O cuando un libro hace su función de espejo, deletreándote palabra a palabra y frase a frase lo que te bulle dentro.

Stig se pregunta en este libro (o a través de él) lo mismo que se preguntaba Virginia Woolf en Al faro: ¿Qué sentido tiene la vida? Una pregunta peligrosa (ambos se suicidaron) si no encuentras las respuestas adecuadas. O si las encuentras.

La parte final del libro (después de unas páginas en las que la altura alcanzada en la primera parte desciende ligeramente, manteniéndose aun así en cotas elevadas) es magnífica, brillante, y a la vez desconcertante e inquietante. Exquisita y tensa nos sumerge, en un giro asombroso, en el terror. Un terror tan humano, tan cercano y reconocible, que resulta pavoroso. Pone el foco en ese lugar íntimo y personal que mantenemos entre bambalinas, a oscuras, con esa venda autoimpuesta que nos permite vivir en un ensueño, que nos permite vivir.
Puedo hacer lo que quiera, pero tampoco mucho más. Todo aquello en lo que he creído y en lo que he participado, no han sido más que mis propias ilusiones, creadas para cubrir el vacío con el que he vivido, un vacío en el que no había nada, en el que nunca hubo nada más que lo que no me quedó más remedio que imaginarme para soportarlo. Fantasmas, no eran más que eso, fantasmas que podrían haber sido sustituidos por otros sin que cambiara nada. Mi pensamiento es libre, yo mismo puedo elegir cómo quiero que sea el mundo. Pero eso es todo. Se queda dentro de mí. Todo se queda dentro de mí. El mundo está en mi interior. Vive y muere conmigo. De la misma manera que vive y muere dentro de los demás, sin que lo que hay dentro de mí y lo que hay dentro de los demás llegue nunca a relacionarse. Vivimos por separado. Cuando creemos que compartimos la vida con alguien, nos equivocamos, en realidad vivimos solos, rodeados por otros que también viven solos. Nada de lo que hay en mí pasará jamás a formar parte de los demás. Lo que tienen ellos nunca será mío. Eva, Ole-Jakob, Stine, nunca los alcancé y ellos nunca me alcanzaron a mí, no éramos más que imágenes en los sueños de los demás, los sueños sobre cómo queríamos que fueran las cosas.
De verdad hay libros como este de los que no quiero hablar, solo quiero quedarme con ellos dentro mientras miro a algún lugar indeterminado del horizonte sobre el mar. Pero algún día, si me vuelvo a perder, revisaré mi vida acudiendo aquí, releyendo lo que escribí de los libros que leí, y volveré a recordar lo que no quiero olvidar.

miércoles, 19 de julio de 2017

Piel de lobo (Lara Moreno)




Páginas: 272
Publicación: 2016
Editorial: Lumen
Sinopsis: Un viejo caballito de plástico blanco y azul espera a las dos hermanas cuando entran en casa del padre, un hombre solo que murió hace un año, dejando tras de sí pocos recuerdos y algunas manchas de café en el mantel. Sofía y Rita han venido al pueblo para recoger lo poco que queda de aquellos años en que eran niñas y pasaban los veranos allí, en el sur, cerca de la playa.
Puedes empezar a leer las primeras páginas AQUÍ

No se te ocurra intentar convencerme de que no te quiero.

Quiero detenerme en la imagen de la portada, de la fotógrafa Bia Ferrer, porque me parece un gran acierto, especialmente después de terminar la lectura. De entrada es una imagen inquietante, muy turbadora. Todo en ella sugiere apnea, tensión, la imposibilidad de moverse para no dar un paso en falso. Parálisis del cuerpo y del espíritu. Cualquier gesto será una cisura. 

Cegada la mirada, autocegada, lo que no se ve no existe, si no ves te escondes mejor, si no ves no te ven… Pero ligeramente relajados los dedos, dejando un resquicio, tal vez una grieta, una mirada que atisba para ver el peligro, para prevenir, para protegerse, para saber el movimiento que sucede fuera. Ahí fuera. No se miran. Las mentiras se camuflan mal en la lona de la confrontación de miradas (mirada con mirada).

En silencio. Están alertas. Tensas como el león antes de saltar, poderoso, formidable, vertiginoso, al cuello de su víctima. Tensas como la gacela un segundo antes de sentir que las zarpas le desgarran el cuello, lejos ya el instante anterior, apenas un segundo, en el que pastaba con la placidez de la inocencia. Tensión. Distensión. Un segundo, la vida deja de ser lo que era. Esa tensión previa. 

Unidas, no pueden estar de otra forma. Como las relaciones fraternales, unidas por la sangre, sangre compartida, no hay divorcio posible, podemos dejar de ser amiga de, compañera de, pareja de, pero nunca podemos renunciar a los lazos familiares, a ser hija de, hermana de, madre de. 

Las manos juntas, la tirantez, la resistencia, el pulso sostenido, manteniendo un único eslabón, la trenza fraterna, hecha con los mimbres de la convivencia, los recuerdos, la infancia, las huidas, los encuentros, reencuentros y desencuentros, la familia, los silencios, las entrañas…

Bien podría Lara Moreno haber escrito la historia de Sofía y Rita a partir de esa imagen. En cualquier caso, mi enhorabuena a quien la seleccionó. Esa imagen refleja todo lo que contiene el libro de una forma espléndida; todos los detalles, todo, está ahí, en la portada.
Tenía miedo del espíritu santo, por ejemplo, una paloma tétrica de pico sucio y garras afiladas que entraba volando en un oscuro pajar, aleteando a traición, robándote algo muy valioso que había dentro de ti, algo irrecuperable. Era más que un misterio, era una amenaza. También sentía un vértigo que me revolvía las tripas cuando pensaba en el infinito […] porque detrás de todo eso inabarcable estaba dios, la única teoría, la única incógnita, una razón que me apretaba hasta el insomnio.
No solo estamos hechos de historias. También de miedos. La cita anterior describe a la perfección algunos de mis (muchos) miedos infantiles: el miedo al espíritu santo, a dios, al infinito. Curioso cómo la educación católica en vez de aportarme sosiego me generó temor casi desde que tengo uso de razón. Encontrar esos miedos definidos tan certeramente en la primera página me ganó para la causa de Lara Moreno desde el minuto cero.
La casa del amor y del veneno. La casa donde fuimos infancia y donde siempre lo seremos, a pesar de todo. En el fondo la casa eran los adultos, esos ojos cargados que eran nuestros ojos, que velaban por nosotros, casi siempre sin vernos.
Sofía vuelve. Vuelve a la casa donde transcurrió su infancia y sus veranos. La casa que pretende ser despedida y se convierte en refugio, la meta de su huida, el vientre en el que renacer y donde deshacer los abandonos. La abandona su marido, su madre, su hermana. Hay tantas fórmulas para el abandono, tantas formas de abandonar, de abandonarse, de que nos abandonen. La alquimia del abandono. Pero su hermana, Rita, también retorna a la casa. Y ambas se agarran fieramente a esa trenza, hecha de ambas, que las mantiene (des)unidas. 

Pero Sofía no solo es abandonada, también abandona. A su hijo, madre desnaturalizada, quién sabe. La maternidad puede ser un lugar inseguro, borroso, un territorio en el que todo encaja y a la vez todo se desmorona. Sofía también renuncia a sí misma, sobre todo a sí misma. El dolor es egoísta. ¿Por qué se duele Sofía? Quizás porque de repente se ha detenido, algo vibra dentro, y las huidas y los silencios buscan su lugar, son piezas que hay que encajar, necesitan salir a la luz, brillar, gritar su mensaje. Tienen un recado para Sofía.
Porque no importa al final quien clavó la bandera en qué levantamiento del terreno, quién apretó el cuchillo en la carne con ese movimiento final de valentía, quién dio la vuelta a la carta que llevaba posada media vida sobre la mesa, oscura como una promesa, un tesoro vacío: la verdad. Eso qué importa cuando durante años has arrastrado tu vida con suspicacia, sin él suficiente empeño, no basta con abrir las ventanas y ventilar cada mañana la casa donde te asfixias.
Sofía, que sentía que algo la separaba del mundo, y señala a todo el mundo, se señala a sí misma. Siente que los demás no la han dejado ser ni sufrir, que ahora es su momento, el momento de sentir, de ser, de sufrir. ¿Pero cómo hacerlo si aún sin moverse sigue huyendo?
Nada interrumpe la colisión entre dos personas cuando sucede.
Las colisiones son ineludibles, el impacto visible, el instante previo inadvertible. Sofía y Rita tienen que chocar, que chocarse. Es inevitable y lo sabemos desde el principio. Que ahí está el núcleo. La portada me lo dice, cada línea me lo indica.

Por las venas de este libro corren los silencios. Los silencios en las relaciones familiares, en todas las relaciones. Tanto silencio, tantas conversaciones que nunca se producen terminan por ser cuchillas voladoras a las que más tarde o temprano tienes que domesticar. Ordenar el caos. Coger las piezas del puzle, encajarlas.
Con qué lisura convierte el verdugo a la víctima en cómplice.
Me ha gustado mucho la voz de Lara Moreno, su lenguaje descriptivo de lo invisible, lo íntimo, su musicalidad introspectiva, su cadencia en el lenguaje. Sin excesos pero plagado de matices, que a su vez se pliegan y superponen. 

Es una voz joven todavía, se está haciendo, afinando como si fuera la cuerda de un violín. No cuenta ninguna historia que no esté ya contada (¿hay algo nuevo que contar?), pero ha encontrado el tono, su tono. A veces sentí que estaba leyendo un libro de relatos con los mismos personajes como protagonistas. Le faltó quizás esa cohesión a la historia, a la trama, aunque no fue obstáculo porque estaba fascinada por la voz de Lara, a la que sin duda no pienso perder de vista.
… qué tonta eres, me dice, eres muy tonta, y yo le digo por qué no me has llamado, y ella me responde, dejé la puerta abierta, solo tenías que entrar.
(Qué tonta eres, qué tonta fuiste… 
qué tonta soy, qué tonta fui…
dejé la puerta abierta...)


jueves, 13 de julio de 2017

Las defensas (Gabi Martínez)

Páginas: 496
Publicación: 2017
Editorial: Seix Barral
ISBN: 9788432229916
Sinopsis: Gabi Martínez reconstruye la historia real del doctor Escudero, un neurólogo que sufrió un brote de locura durante el cual trató de hacer daño a sus seres queridos. Sólo él cree que su diagnóstico es erróneo. La historia del doctor Escudero es la historia de este país desde la Transición hasta hoy; es la visión del sistema de salud, un sistema completamente corporativo y centrado en intereses económicos; es la historia de gente que lucha por conseguir fondos para la investigación médica y también la historia de un hombre corriente, de un luchador que se llevó por delante a su familia en su obsesión por la medicina, y que tuvo que abrirse camino en el sistema médico español contra el bullying, la burocracia y el estrés, para pasar de ser considerado un loco a convertirse finalmente en uno de los médicos más eminentes en su especialidad.

Las etiquetas suelen estar mal colgadas, el drama aparece cuando alguna de ellas te condena más de lo esperado.
La portada: Así, de entrada, no llama mi atención. ¿Un libro sobre boxeo? No, no es para mí. 
De mis dos primos presuntamente bipolares, uno resultó ser poeta.
La contraportada: ¡Ahá! No era lo que parecía. Me interesa la neurología, me interesa la enfermedad mental. Empiezo a ver por las redes sociales muchos elogios sobre el libro y me animo a leerlo. 

Debo de decir que la sinopsis la he tenido que recortar porque la facilitada por la editorial dice más de lo que debe.
La realidad es tan viscosa que no puedo articularla. Hacia afuera, no. Vivo adentro de un modo más extenso que  nunca, porque no aspiro a comunicar. Soy un espectador de mí. Un espectador convencido, sin necesidad de compartir, con el único objetivo de recuperarme. Aunque algunos opinen lo contrario, la recuperación no pasa por hablar demasiado con nadie.
La intrahistoria: He dicho más de una vez que estamos hechos de historias. De muchas historias. Yo no sabría contarme en una sola, tendría que remitirme continuamente a las historias previas, porque todas están concatenadas de una forma u otra. Todas me hacen. Todas ellas soy yo (Las historias son mapas…) Un día alguien me dijo en este blog: “Escribe tu historia, Ana” (Cuéntame una historia…) En verdad muchas veces he pensado, no en escribirla yo, sino en contársela a alguien que la escribiera por mí. Todas las historias que soy. Lo que viene siendo una historia en busca de una autora.

Hace unos años, día de Sant Jordi, Domingo Escudero se acerca a Gabi Martínez y le dice “Tengo una historia que podría interesarte”. Y se la contó. Y Gabi Martínez la escribió. Eso es este libro: la historia ficcionada de Domingo Escudero. 
Quería pensar mi vida sin otras voces. Comprender un poco mejor dónde estaba. Lo entendí al final aunque lo quise desde el principio.
El título: Una vez leído el libro, el título tiene todo su sentido en una doble vertiente: las defensas que nuestro organismo pone en marcha ante una enfermedad autoinmune, y las defensas que nuestra mente pone en marcha ante los sucesos que nos acontecen.

Lo que no me gustó: Demasiadas páginas. No es que no me guste que tenga casi 500 páginas. Es que le sobran unas cuantas en las que repite conceptos y reflexiones o el relato no aporta ni añade ni suma.

Durante casi 180 páginas sentía que no llegaba a ningún sitio, que la historia no avanzaba aunque aparentemente lo hacía. A partir de ahí, también tengo que decirlo, empecé a devorar el libro a un muy buen ritmo, que volvió a declinar en las últimas páginas.
Tu problema es que destacas. La mejor forma de crearse enemigos.
¿Cuál es el problema? A mi modo de ver, Gabi Martínez nos lo quiere dar tan masticado que muchas páginas se van en detalles que terminan por ser repetitivos o innecesarios. No concede nada al lector, esa aportación de quien lee, al que le basta aceptar la sugerencia para dar cuerpo, peso y contexto a lo sutil. No, en este caso no es necesario: todo está explicitado, detallado, digerido y masticado. Quizás, en mi opinión, demasiado.
Hay cinco emociones universales. Felicidad. Tristeza. Miedo. Ira. Asco. Cuatro invocan a lo oscuro. Y sólo una se podría considerar netamente positiva.
Lo que sí me gustó: Sin duda alguna, la visión que aporta de la enfermedad mental. La amplía, nos recuerda que somos algo más que conciencia, alma, esencia, que también está ahí nuestro sistema inmune, nuestro tejido nervioso, nuestra biología, neurología, química… Y nuestra vida.

El enfrentamiento entre neurología/psiquiatría/psicología, sin duda, también me ha resultado muy atractivo y en muchos puntos no he podido menos que asentir.
Hay que preservar la pureza. Es una lección de la poesía.
Hay que preservar la cordura. Es una lección de la vida. Y no es una tarea fácil, no. Obstáculos, todos. Zancadillas, demasiadas. Presiones, infinitas. Demasiado finos los contornos que separan a la cordura de la locura. Demasiado endeble la distancia entre ambas.

Pero más allá de todo esto, también estamos las personas, lo que hacemos con nuestro cuerpo, con nuestros trastornos, rendirnos o luchar, encauzar o descarrilar. Tenemos opciones. ¿Las tenemos? Interesantes reflexiones las que se hace en ocasiones el protagonista, analizándose a sí mismo, lo que le sucede, cómo lo vive, se justifica, cómo intenta explicarlo, normalizarlo, saber cómo lo viven los demás, cómo le ven desde fuera…

Llamativo también el papel de las mujeres en torno al protagonista, Camilo. En verdad, aunque el peso de la lucha contra su enfermedad y los acontecimientos se pone en él, no tengo ninguna duda sobre el papel que las mujeres (parejas, hijas, hermanas, amigas) juegan en el hecho de que Camilo salga vencedor en su lucha contra la enfermedad y el sistema sanitario. 
Hipervida. Yo estaba experimentando algo así. Los arrebatos de júbilo e indignación se encadenaban sin prácticamente intermedios, disparándome hacia estados pasionales tan profundos que me estaban desgastando. Mi ánimo se encontraba demasiado bien o demasiado mal, y anhelaba cualquiera de los extremos como una auténtica droga que e conectaba al mundo intenso. Vivía, y no quería dejar de hacerlo. Por suerte, lo mío nos e trataba de ninguna enfermedad.
No sólo de enfermedad mental habla este libro, también sobre el férreo e inhumano sistema sanitario, aunque yo lo ampliaría al mundo laboral en general, caldo de cultivo para luchas intestinas, guerras internas en las que las zancadillas son el arma más blanda y menos agresiva, un mal menor en comparación con otras puñaladas traperas que se dan con tremenda facilidad en el mundo laboral (y el personal). De ahí al mobbing, un paso. La violenta y silenciosa presión del mundo laboral y social es el detonante de muchos trastornos mentales o, como poco, de amargarnos la vida. En Las defensas, se detalla con acierto (incluso a veces de una forma exacerbada, intimidante e increíblemente brutal) cómo comportamientos de acoso laboral son consentidos por distintos motivos, desde un egoísmo innato, a salvaguardar intereses particulares, pasando por la cobarde comodidad de no meterse en problemas (ajenos, pero no tan ajenos) mirando hacia otro lado.

En definitiva, no fue una lectura fluida debido al exceso de detalles, datos, información, vueltas y revueltas. Pero la calidad narrativa de Gabi Martínez está ahí, en muchísimos fragmentos, manteniendo el pulso hasta llegar a la última página, jugando entre la ficción y la realidad en una combinación en la que no se atisba dónde está una y dónde está otra porque, al fin y al cabo, a todos nos resulta familiar mucho (si no todo) de lo que cuenta, especialmente el entorno laboral, pero también la presión social, invisible pero porculera como nadie…
Observar me salva por ahora.
Y leer me sigue salvando.

(©AnaBlasfuemia

viernes, 7 de julio de 2017

Ocho centímetros (Nuria Barrios)


Páginas: 184
Publicación: 2015
Editorial: Páginas de Espuma
Sinopsis: ¿Qué distancia separa el dolor de la felicidad? En ese intervalo mínimo se sitúan las historias de Nuria Barrios, intensas y vibrantes: allí donde no todo está perdido, donde la escritura hace reconocibles umbrales que raramente se nos muestran. Estos once relatos tienen aristas y brillan con dureza. Son once diamantes. Cortan. ¿No es acaso lo que esperamos de la literatura? Que indague, que nos ilumine, que nos duela.
Puedes leer las primeras páginas AQUÍ

¿Qué eran ocho centímetros? Apenas nada. La longitud de un cigarrillo, de una barra de labios, del dedo corazón...
Ocho centímetros no parece un título de esos que atraigan por sí mismo, pero cobra todo su sentido una vez que cierras el libro con el estómago encogido. Curiosamente, el estómago mide unos 20-25 centímetros de largo… y ocho centímetros en sentido anteroposterior…

Dolor. Está el dolor físico, palpable, reconocido, localizable. Me duele aquí. O aquí. Lo nombras, lo señalas. Hay toda una industria en torno a ese dolor. Pero está también el otro, el cotidiano, el invisible, ese que te arruga las tripas y te deja sin respiración. Ese que no sabes nombrar ni localizar en ninguna zona de tu cuerpo, ni siquiera de tu alma, porque ¿quién sabe dónde está el alma? (también hay toda una industria en torno a este dolor). De ambos, pero especialmente del segundo, habla Nuria Barrios en Ocho centímetros.

Ocho centímetros puede ser esa distancia que hay entre el dolor y la felicidad. Apenas nada. Una distancia corta, un dolor largo. Droga, cáncer, abandono, crueldad, vacío, miedo, desesperación, la lucha por la vida… son tantas las causas que pueden hacernos atravesar esa distancia. Nuria Barrios, en los 11 relatos que componen el libro, recorre continuamente esos 8 centímetros. De la alegría al dolor. Del dolor a la alegría. ¿Por qué la alegría me parece falsa, impostada, y el dolor tan verdadero y real? Quizás precisamente por esa alegría simulada que exhibimos como un trofeo es por lo que la distancia que la separa del dolor sea tan corta.

Transitamos de la una (felicidad) al otro (dolor) con sorprendente desenvoltura. El dolor acude sin avisar ni buscarlo. La felicidad hay que trabajarla, inventarla, simularla. Pareciera agotador tanto esfuerzo, sin embargo es el dolor el que nos deja derrotados, fatigados. Por eso huimos de él.

Los ocho centímetros que van de la felicidad al dolor se recorren en una milésima de segundo. Sin buscarlo, insisto. Pero los ocho centímetros que van del dolor a la felicidad puede ser un recorrido muy largo.
Porque lo que buscábamos no estaba hecho de palabras, sino de temblores.
Yo era un Bulldozer es el relato al partir del cual sentí que Nuria Barrios marcaba una especie de frontera. Hasta ahí los relatos eran de un dolor violento, como bofetadas: cáncer, droga, marginalidad… A partir de este relato el dolor no parece tan provocador, pero sin embargo no por más sutil es menos tortuoso.

¿Cómo se cuenta el dolor? Por ejemplo como lo hace Nuria Barrios: enseñándolo, provocando que miremos escenas que ahora mismo, seguramente, se están produciendo. Quita el telón detrás del que escondemos todo aquello que no queremos ver y que está ahí, asomándose a las ventanas, saliendo por la puerta, paseando por las calles. Está ahí. Puede que incluso esté dentro de tu propia casa. Debajo de alguna alfombra donde lo hemos escondido para no verlo.
La hermosa herida de lo imposible.
Sangra.
No importa lo que corramos, el dolor siempre nos alcanzará algún día. Al fin y al cabo, nos separan ocho centímetros de él. Pero también son ocho centímetros los que nos separan de la felicidad. Incluso me parecen muchos ocho centímetros, ocho segundos. Basta una milésima de segundo, un espacio microscópico, para que tu vida cambie. Sin haberlo buscado.

Vale, sí, es un libro que duele. Pero solo un poquito, palabra de Ana Blasfuemia. Y no es que yo me traslade de un lado a otro de esos ocho centímetros con facilidad y superficialidad. No. Es que le ha faltado… algo… a estos relatos para que el dolor te pellizque las entrañas. Ya sé que no definir ese “algo” es poco formal. Pero es que hay razones personales detrás. He vivido el amor tóxico, el mundo de la droga y del cáncer, tan de cerca y tan en primera persona, que me hizo recordar demasiadas cosas. Y lo que recordaba me dolía más, infinitamente más, que lo que leía.