lunes, 25 de enero de 2016

Las efímeras (Pilar Adón)

Páginas: 240
Publicación: 2015
Editorial: Galaxia Gutenberg
ISBN: 9788416495283
Sinopsis: Dora y Violeta Oliver, dos hermanas que mantienen una ambigua relación, viven aisladas en una casa situada a las afueras de una comunidad. Sus miembros se han ido reuniendo en el lugar en torno a una gran casa que semeja la forma de una colmena, en busca de un estilo de vida marcado por el retiro y la autosuficiencia, por la coherencia y la introspección. Hasta que un día, una de las hermanas Oliver comienza un acercamiento hacia el tímido Denis, un muchacho perseguido por un turbio pasado que se remonta varias generaciones atrás, y desaparece. En ese espacio aislado, dominado por una naturaleza omnipresente que también establece sus propias normas, una mujer, Anita, es la encargada de conservar el equilibrio y la normalidad, al menos de modo aparente. Podéis leer las primeras páginas AQUÍ

Lo cercano y lo lejano. Lo permanente y lo que no lo era.
Los contrarios conviven en mí con un desparpajo que hasta me resulta divertido. Por eso me voy, sin irme, de mi propio blog. Y es que hay tantas formas de irse como de quedarse. En cualquier caso si no dejo de leer no podré dejar de contarlo. Especialmente algunos libros. Y ya lo dije: que seguiré leyendo es una certeza, y esto no admite más contrario que leer libros que no me muevan nada por dentro. Difícil ahora mismo.
En este paisaje están todos los paisajes; en este minuto, todos los minutos.
Resulta que he leído Las efímeras. Y tengo que venir a mi cuarto propio y contarlo, no lo puedo retener. Y no es fácil. Se podría escribir un libro sobre todo lo que contiene, implica, moviliza, toca, abarca… Pilar Adón en Las efímeras. Y quedarían todavía matices en los que escarbar, temas por desarrollar, vericuetos miles en los que profundizar. Como si fuera un caleidoscopio con múltiples espejos. En todos puedes verte reflejada, ahora en uno, luego en otro. Aunque aceptes no verte en el espejo completo, pero sí en alguna de las variadas imágenes que nos devuelve a cada movimiento, a cada giro, el caleidoscopio que es Las efímeras.
Repasando el significado de la palabra inteligencia y de la palabra equilibrio. Los factores que siempre había buscado en una persona con la que poder hablar y pasear. Con la que poder vivir. Inteligencia, naturalmente. Y equilibrio.
Es el tercer libro que leo de Pilar (que sepas, Pilar, que ni siquiera de Winterson me he leído tantos). Cuando terminé de leerlo, en la madrugada del mismo día al que iba a ir a un club de lectura sobre Las efímeras en el que estaría la propia Pilar, no sabía cómo podría contarle a ella todas mis sensaciones sobre el libro. Pero la verdad es que cuento con una aliada inmejorable: la propia Pilar. Hay una empatía mutua, cierta complicidad, que nos facilita mucho la comunicación. Quizás una mirada, unos intereses y unas inquietudes comunes. Sin embargo compartir aquí lo que es este libro, lo que ha significado su lectura, no es tarea fácil. Y a mí me encantaría poder transmitiros todo tal y como me ha llegado a mí. Imposible, así que dejo titulares (y esto no va a ser breve, para variar)

12 años ha tardado Pilar Adón en escribir Las efímeras. 12 años. En 12 años pasan tantas cosas, dentro y fuera de una, que no puedo menos que sentir admiración (y mucho respeto) por el hecho de que Pilar haya conseguido estar ahí, sin salirse de aquello que quería contar y cómo quería contarlo, sin dejarse influir por los propios cambios que se habrán producido en ella como persona y como escritora. Manteniéndose como autora férrea y fiel a la ficción, a la estructura que estaba construyendo sin que sus propios marasmos y cambios como persona tocaran o retocaran a sus personajes, a la historia que nos quería contar. Perfeccionando, y de qué manera, esta joya de libro que es Las efímeras.
Podrían no volver a verse jamás y entonces tendría que aceptar los términos de esa nueva circunstancia. Cada matiz. Percibir la importancia y el significado de las palabras. Negación. Reiteración. Percepción. Irreversibilidad. No volver a verse jamás. Negación. Reiteración. Percepción. Irreversibilidad.
Las palabras son importantes. Y cualquier lector que vaya más allá de la lectura como mero entretenimiento sabe qué quiero decir. Y por supuesto, cualquier escritor es consciente de ello. Son su herramienta. No pueden, las palabras, colocarse así por casualidad, arrimarse una a otra porque “suenen” bonitas cuando estén juntas, sin más. No. Son un vehículo, un medio de transporte. Comunican. Hasta las palabras que no se escriben, pero se insinúan, nos dicen (los silencios en la literatura también son significativos, y mucho). Y esas palabras, esas pausas, esos silencios, tienen que contarnos verdades desde la ficción. Y es importante cuidar las palabras, mimarlas, experimentar, combinarlas, y cuando por fin consigues moldearlas, entonces darte cuenta de que ahí, en ese párrafo, en el otro, en el de más allá, incluso en lo que no está escrito pero queda en el aire… está todo lo que quieres que esté, contando lo que quieres contar, de la forma que quieres hacerlo, con la sonoridad, el ritmo y el contenido preciso. Que lo has conseguido. Que Pilar Adón lo ha conseguido.

Hay muchas cosas que me encantan de Adón, como escritora y como persona. Una de ellas, aunque pueda sorprender, es que aparentemente no es nada amable con el lector. En realidad es una especie de trampa. Una propuesta que nos hace. Yo misma he comentado en Las hijas de Sara que era una autora exigente con sus lectores, que no daba tregua. Y si digo “aparentemente” es porque a mí me parece que lo que hace es precisamente ser muy amable con sus lectores. Nos trata como personas inteligentes, como buenos lectores. No nos da masticado nada. Pero nos ofrece un menú, un banquete, digno de dioses. Hace lo suyo. Masticar, digerir y apreciar el manjar, ya es tarea nuestra. Esa es la auténtica amabilidad de las personas. La amabilidad de Pilar.

Por eso, nada hay en este libro que sea explícito, rotundo, definitivo, evidente. Y a la vez, todo lo es. Sugiere. Propone. Muestra. Pero las interpretaciones, lo que cada uno ve, la mirada que pone, está en nuestras manos. En nuestra mirada.
Saber dónde está la calma, y no ir a buscarla.
Puedes leer el libro y quedarte en la superficie. O puedes rascar un poquito, y empezar a encontrar capas y capas y más capas (lo mismo sucedía en Las hijas de Sara). Y terminas el libro y te dices (me dije): aquí está todo. Todo. Hay tantos temas dentro de este libro que podría ir comentando página a página. Párrafo a párrafo. Y decir algo de cada página, de cada párrafo. Y emocionarme y entusiasmarme hablando de ello.

Cuando terminé el libro pensé para mí (aunque ya lo había pensado muuuuchas páginas antes de finalizarlo): Las efímeras es un librazo. No hay nada de lo que puedas prescindir, desde la ilustración de la sobrecubierta (hermosa The Merry Wanderers, de Andrea Kowch), hasta las citas iniciales (“El caos verde. O un bosque” -John Fowles- “No son hombres, son leones” -Marcel Proust-) y la cita intermedia de Nathaniel Hawthorne (“Quiero mi sitio, mi propio sitio, mi verdadero sitio en el mundo, mi verdadero ámbito, aquello con lo que la Naturaleza pretende que cumpla… y que he estado buscando en vano durante toda mi vida), pasando por todo el contenido del libro. Nada es casual, nada es prescindible. Todo se entrelaza, todo suma, todo cuenta. Estas citas mismas que acabo de mencionar son una muestra de lo que hace Pilar. Porque en ellas está todo lo que cuenta dentro del libro. No da puntada sin hilo.
Controlar el miedo. Dejar de pensar.
No voy a entrar mucho en los temas que aborda Pilar Adón. Podría hablaros de los personajes (y deciros que la naturaleza es un personaje más, y que no es una naturaleza cordial, porque la naturaleza no lo es -“un truco de la naturaleza para conseguir pretendientes. O víctimas”-), de la historia que cuenta, de la atmósfera que crea, que si habla de miedos (abstractos y ancestrales), de encierros, de huidas, de sometimientos, de aislamiento, de soledad, de poder, de fuerzas, de flaquezas, de contradicciones y contrarios, de dependencias, del mal disfrazado del bien, de la violencia muda, de la culpa, de tantas y tantas cosas... Todo esto, mucho mejor contado de lo que yo podría hacerlo, lo encontraréis en las muchas reseñas, artículos y entrevistas que hay por Internet.

Podría, puedo, mantener muchas conversaciones sobre todo lo que Pilar toca en este libro. Me encantaría hacerlo porque sería hablar de la vida, de cada uno de nosotros. Pero voy a contaros algo que ayude, que me ayude, a trasladaros mis sensaciones.

Cuando me faltaban unas 50 páginas por leer (mucho antes en realidad) ya tenía una certidumbre: Pilar había conseguido darle una forma literaria extraordinaria a los temas que le obsesionan y sobre los que construye y se construye como escritora (incluso como lectora, y no me voy a arriesgar a decir que también como persona, pero…) Literariamente estamos ante un libro de una categoría prodigiosa.

Yo tocaba palmas con las orejas en cada frase, en cada párrafo, en cada capítulo. Hay fragmentos que llegué a leer y releer en voz alta, me los repetía, sonreía, y casi que hasta me imaginaba a Pilar en el momento en el que le dio la forma definitiva a ese párrafo (y por lo que comentó, mi imaginación no se ha equivocado mucho). Porque además su estilo de contar, de escribir, me es muy cercano. También de lo que habla. Habría subrayado todo el libro desde la primera palabra hasta la última. No encontré un vacío, un resquicio, nada que me pareciera endeble, indolente, precipitado... Todo me transmitía algo. Si a lo largo de esos 12 años en los que estuvo escribiendo Las efímeras tuvo un momento de debilidad, de cansancio (que los tendría), no aparecen reflejados en ninguna línea del libro.

Y a falta de esas 50 páginas, subí una foto al instagram y escribí: Un libro que ¿cierra un ciclo? Literatura de la buena. Porque pensaba (no necesitaba saber el final) que Pilar había conseguido crear el lienzo perfecto en el que ha conseguido plasmar con una calidad de vértigo los temas que venía abordando en sus libros anteriores. Es verdad que los temas que le bullen a Pilar Adón y que traslada a sus libros no se cierran nunca, por supuesto que puede seguir profundizando en ellos. Son temas que atraviesan la historia de la humanidad (y esto tiene mucho que ver con el título del libro y ahora lo explico). Pero lo que había escrito en Las efímeras, lo que cuenta y cómo lo ha escrito, es de tal calidad que pensaba para mí que Pilar Adón se había puesto el listón altísimo a ella misma. Que si seguía escribiendo sobre ello ¿qué sería lo siguiente?... seguro que una barbaridad de esas que dices: me puedo morir ya. Pero es que a mí este libro ya me parece una barbaridad (en el mejor de los sentidos, obvio). Así y todo, se lo pregunté. Y me dijo que no, que no era un fin de ciclo. Me quedé sorprendida (caramba, mi primer “desencuentro” con Pilar). Pero... hay desencuentros que son encuentros y maneras distintas de ver las cosas que no son excluyentes.

Y deciros: pasión. Pasión por Pilar Adón, pasión por este libro, pasión la que te traslada Pilar, cuando escribe, cuando habla, cuando lee, porque la tiene dentro y te la contagia, espléndida y valiente. Leal a ella misma. Me pasaría la vida hablando de todo esto… y estaría viviendo. Viviendo e indagando sobre la vida misma sin salirme de libros, lecturas, escritoras…

Hay muchas personas que escriben bien. Que escriben muy bien. Rematadamente bien. Condenadamente bien. Y ni así llegan a hacer literatura. Dónde sitúo personalmente a Pilar Adón creo que ha quedado claro ¿no?
Siempre es así. Puedes pasar días, semanas, sin pensar en otra cosa, intentando arreglar algo, decidir algo y, de repente, ahí está. La solución. Clarísima. La única opción.
Antes de terminar (me refiero a este post, porque el libro y las sensaciones me acompañaran durante mucho tiempo y espero que durante muchas conversaciones con quien se preste a ello) quiero explicar lo del título. Al decir “efímeras” se piensa en fugacidad, brevedad… Quizás se desconozca la etimología. “Efímera” procede del griego éphêmeros (“lo que dura un solo día”). Los efemerópteros son un orden de insectos (conocidos como efímeras) cuyo ciclo vital es de horas, un día. Dos como mucho (y excepcionalmente). En ese breve intervalo, pasan de ser insectos acuáticos a convertirse en insectos alados, para lo cual sufren entre 10 y 45 mudas, se vuelven alados e incluso después vuelven a mudar hasta convertirse en adultos con cuatro alas. No se alimentan en su corta vida. Sólo se aparean… y se transforman (varias veces, varios cambios). Toda una vida en horas. Pues resulta, y fijaros hasta qué punto nada deja al azar Pilar Adón, que son los insectos alados más antiguos que existen en la actualidad. Los más breves y los más antiguos. Lo efímero y lo vetusto. ¿Está el secreto de su antigüedad como especie en la brevedad de sus vidas? ¿En los múltiples cambios que se producen en su corta existencia?...

¿Da o no el libro para conversaciones y más conversaciones?

A mí no me interesa la belleza comúnmente aceptada, ya lo sabes. No me ha interesado nunca. Cuando veo cuerpos perfectos, una piel límpida, el pelo ordenado, las medidas correctas… Son elementos que no me sorprenden. No me conmueven. Prefiero detectar algún descuido. Alguna flaqueza. Los cuerpos impecables no han vivido. En cambio, cualquier vestigio de extrañeza, cualquier sombra en el rostro, me parece una prueba de experiencia. Un indicio de ahogo o de cansancio. Eso es lo que me importa, lo que me impresiona de los demás. Su conocimiento. Su perspicacia. Me interesa lo que han visto y lo que han aprendido. Lo que guardan aquí. –Se llevó un dedo a la frente.

¡Sí, aplaudo!

(Pilar, nos debemos un tiempo sin reloj)

AnaBlasfuemia)

domingo, 10 de enero de 2016

Instrumental (James Rhodes)

Título original: Instrumental
Traductor: Ismael Attrache
Páginas: 280
Publicación: 2014 (2015)
Editorial: Blakie Books
ISBN: 9788416290437
 
Sinopsis: La música fue su salvación. James Rhodes fue víctima de abusos durante su infancia y su vida ha estado marcada por esa tragedia. Escuchar a Rajmáninov en bucle durante su adolescencia y descubrir el Adagio de Bach en un ala psiquiátrica le ayudó a combatir sus demonios y a transformar su vida. James Rhodes es uno de los más eminentes concertistas de piano de la actualidad y un gran renovador de la música clásica. Ha protagonizado documentales para la BBC y Channel 4, escribe en The Guardian y ofrece recitales en todo el mundo. «Instrumental» son sus memorias, que vieron la luz en Reino Unido después de que el Tribunal Supremo levantara el veto que pesaba sobre la obra. Todo un tributo apasionado al poder terapéutico de la música y que aborda cuestiones fascinantes sobre cómo funciona la música clásica y sobre cómo y por qué puede cambiar nuestras vidas. 
Ponerte en pie y salir al mundo. Sabiendo que va a doler. Que el día se te va a hacer muy largo.
En realidad no he leído este libro. Porque este libro no se lee, se sufre. No lo leí, lo sufrí así:

Yo estaba en un bar. Cutre, pero extrañamente acogedor. Creo que era la luz, que irradiaba una atmósfera sepia en insultante afinidad con mi ánimo. Sentada en la barra, estuve a punto de pedir un whisky para componer la postal perfecta. Pero no. No soy de whisky. Me pedí una copa de Baileys. A decir verdad pedí la botella.

Tenía que tomar decisiones, buscar destinos. Cada vez que decidía algo todo se torcía y me despellejaba entera al ser consciente de que todas las decisiones que no podía tomar me llevaban inevitablemente a la única que no quería considerar como posibilidad ni como opción ni mucho menos como decisión.
 
Había algo en mi interior que me daba zarpazos, que luchaba por salir por todos los medios, y yo ya no podía contenerlo.
Saqué una de las libretas que llevaba y fui tachando una a una cada ruta, cada faro, cada mar. Pedí otra botella de Baileys. Intenté trazar un itinerario que esquivara lo inevitable. Sin querer me salía una lista de las personas a las que fallé y otra de aquellas que me fallaron. ¿Qué mierda de itinerario era ese? Tenía más pinta de despeñadero que de trayecto a seguir. Comencé de nuevo. No más abismos.

Y entonces apareció Rhodes. Seguramente olió el dolor y fue inevitable que se sentara a mi lado. Una colisión de auras distorsionó breve e intensamente la tenue iluminación. No nos dijimos nada. Él sí se pidió un whisky y no pude evitar sonreír. Brindamos en silencio. Nos miramos. Rompió mis libretas, mis itinerarios, mis listas, mis historias y mis proyectos. Y empezamos a hablar.

Durante horas, muchas horas, tal vez días, quién lo recuerda ya, hablamos, reímos, lloramos, follamos, gemimos. Nos emborrachamos hasta el punto de quitarnos las babas y los vómitos el uno al otro. No había retorno. Nos abrazamos, nos insultamos, seguimos bebiendo, me da un puñetazo, rompo una botella en su cabeza, volvemos a follar. Nos escuchamos. Hablamos y nos escuchamos sin pudor, sin temor, sin decoro.

Nos echan del bar. Vamos a otro. Hay un piano. Rhodes hace el amor con él. Yo aúllo. A mí me vuelve a follar. Juro que quiero morir. Se lo digo. Él quiere morir conmigo. Pero seguimos bebiendo. Rompe un vaso con sus manos y me enseña a hacerme cortes con un cristal. Aprendo rápido y con los cortes formo la palabra vete, justo al lado del tatuaje que dice Las historias son mapas. Sus cortes forman la palabra ven en su brazo izquierdo, que acerca al mío, donde otro tatuaje grita Cuéntame una historia.

Nos vamos a la habitación más indecente y miserable que encontramos. De camino nos compramos varias botellas de vino. Trapicheamos en una esquina. Desnudos, no nos queda otra que escribir sobre nuestros cuerpos. Lo hacemos con tinta roja. Descarriados ya, absolutamente disipada la frágil cordura que nos quedaba, inhalamos la heroína porque no somos capaces de encontrarnos una vena. Creo que ya no nos queda sangre en el cuerpo, sólo daño y soledad. La euforia no tarda en llegar, nos explota dentro, y con ella, inexplicablemente, viene un sosiego que nos hace hablar sin parar, vomitamos palabras, nos las escupimos, nos las arrojamos. Y lo hacemos con calma, a cámara lenta, en una paz extraña y cercana.

Cada vez que James habla me araña el alma, pero no puedo parar de escucharle. Cada palabra es un zarpazo, cada frase una cuchillada, cada historia un desgarro, cada recuerdo una herida, cada confesión un puñetazo. Me destroza.

Tengo escalofríos y veo que Rhodes tiembla. Intento sujetarle pero sólo consigo que retemblemos ambos todavía más. Él intenta detenerme, recoger los fragmentos. Pon música, pon música. Y nos serenamos. Con sus dedos oprime una a una cada cicatriz de mi cuerpo, con mis dedos dibujo una estela con las suyas. La partitura de nuestra piel suena a lágrimas y abrazos, nos despedazamos sin mesura. Estamos huyendo y lo sabemos.

No puedo más, Rhodes, no puedo más. Para.

Se detiene. Sólo quiero música, le digo. No más dolor. Basta.

Tirados en el suelo, rodeados de todo aquello que no queréis que os describa, desnudos por fuera y por dentro, nos abrazamos y finalmente quedamos dormidos, agotados hasta el desmayo.
 
En cualquier período de veinticuatro horas no hay momento peor que las cuatro de la mañana. La verdad es que la hora que va entre las 3:30 y las 4:30 es una putísima mierda.
Cuando despierto son las 3.45 y mi cabeza está llena de música. Me concentro en ella intentando aislarme de mi propia respiración. No la quiero oír. No me quiero oir. Por un momento pienso que el hilo musical que suena en mi cabeza va a despertarle, pero sé que ni una manada de elefantes bailando encima de su estómago conseguirían despertarle. Es mejor así, pienso.

Le observo con toda la energía que me queda. Es poca, pero mi corazón todavía baila. James respira ruidosamente, con esa difícil sonoridad característica de la droga y el alcohol. O tal vez sea la respiración del dolor, la culpa y la vergüenza. Me quedo allí de pie, sin más. No siento miedo, no siento nada, no se despertará. Durante unos instantes tengo una idea peregrina, siento que no me costaría nada acercarme, coger la almohada y apretarla contra su rostro. No opondría resistencia. Tal vez no quisiera oponerla.

Pero… también podría… sí, también podría darle un beso en su cabeza, llena de culpas que no le corresponden, de miedos que le han impuesto, de una vergüenza que no es suya, sino nuestra. Podría meterme de nuevo en la cama con él, abrazarle, ignorar el olor a alcohol, sudor, vómitos, droga… Podría recorrer el camino de su piel, el perfil de su cuerpo, el aroma de su alma… Tampoco eso le despertaría, pero espantaría sus pesadillas y tendría bonitos sueños.

Sigo de pie, observándole, calibrando las distintas posibilidades: almohada o abrazo. Decido música. Se la pongo, y en ella dejo toda la fe que yo ya no tengo y toda la energía que ya no me queda. Decido marcharme, primero andando y luego corriendo, alcanzo la calle y contemplo el cielo, las estrellas me devuelven una luz que no acabo de creerme. No confío en ese cielo estrellado, tan lejano e incierto. Sollozo y grito a la vez, en una inútil plegaria.

Ya no tengo música en la cabeza. La oigo en la distancia. Es James Rhodes.

Toca otra vez, James. Toca otra vez, para mí. Por ti.


La música me ha salvado la vida de una forma muy literal... Ofrece compañía cuando no la hay, comprensión cuando reina el desconcierto, consuelo cuando se siente angustia, y una energía pura y sin contaminar cuando lo que queda es una cáscara vacía de destrucción y agotamiento.
(©AnaBlasfuemia)

viernes, 8 de enero de 2016

Thérèse e Isabelle (Violette Leduc)

Título original: Thérèse et Isabelle
Traductor: Delfín G. Marcos
Páginas: 128
Publicación: 1954 (2015)
Editorial: Mármara Ediciones
ISBN: 9788494391323
Sinopsis: El internado ha sido el escenario en el cual autores tan relevantes como Robert Musil, Fleur Jaeggy o Robert Walser han ambientado sus obras y dado a conocer sus experiencias de juventud. Con «Thérèse e Isabelle» Violette Leduc viene a incrementar ese elenco de autores; entre las cuatro paredes de un internado descubrió por primera vez la amistad, el amor, el sexo y los prejuicios sociales.



Supe entonces que había estado privada de ella desde antes de conocerla.
Isabelle llegó del país de los meteoros, de las conmociones, de las catástrofes, de los estragos.
Ufff… Suspiro. Resoplo. Suspiro.

¿Qué me has hecho, Violette Leduc? Termino de leer Thérèse e Isabelle y tiemblo. He temblado en cada página. He llorado al llegar a las dos frases finales, mientras decía ¡mierda, mierda, mierda…!

Este libro me ha agitado de principio a fin. Y me ha excitado. Sí, eso ha hecho. El cuerpo, la piel y las entrañas.

El escalofrío es a la caricia lo que el relámpago a la noche.
A ver, vamos a situarnos, y así dejaré de temblar. ¿Quién era Violette Leduc? Una pionera, sin duda. Una mujer, como tantas otras, a quien la historia no hace justicia porque vivió en un tiempo que no le correspondía. Se adelantó. Y eso la sociedad no lo perdona. Adelantarte a tu época, siendo mujer además, ¿a quién se le ocurre? Precursora, exploradora de tiempos por venir, habitante del futuro. Decía de ella misma que era un desierto que monologa. Yo me tatuaría esa frase: soy un desierto que monologa. Porque es de las que contiene todo. Me contiene a mí. Tomo nota. Cuando done mi cuerpo a la ciencia se encontrarán con que el cuerpo en cuestión es un libro lleno de frases y cicatrices que me cuentan.

Violette Leduc fue la protegida de Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Ahí es nada. Gracias a ellos, que la animaron a escribir (y a Mármara Ediciones), podemos disfrutar hoy en día de una autora de gran calidad, que escribe desnuda, sin protección ni cortapisas, hablando de sí misma, de sus relaciones sexuales, de su dramática vida familiar, sus miedos, sus obsesiones… Valiente Leduc. Admiro (sí, admiro) a personas así. Y cómo sufren, maldita sea. Qué vida más injusta.

Thérèse et Isabelle es un texto que formaba parte originalmente de Ravages, pero la censura (ay, la censura) se cargó directamente gran parte de su contenido por sus escenas eróticas. Ese texto censurado es el que compone Thérèse e Isabelle.

Seguíamos estrechándonos, nos queríamos engullir. Nos habíamos liberado de  nuestra familia, del mundo, del tiempo, de las certezas. La estreché contra mi pecho, contra mi corazón abierto en canal: quería que Isabelle entrase. El amor es una invención agotadora.
Así que sí, estamos ante un libro erótico. Vaya, vaya. Y a fe que lo es. Es erótico, bello, poético, excitante, demoledor… Agitó mi cuerpo, mi piel, mi sexo, mi alma. Me agitó de arriba abajo, de dentro a afuera. Y viceversa.

¿No está de moda la literatura erótica? Pues pasen y lean. Literatura. Erótica. Nivel: categoría “te quedas boquiabierta”. Abierta te quedas.

No necesita preámbulos Leduc. Frases cortas. Zas, zas, zas… Enseguida deja clara la mirada de Thérese (que es la mirada de Leduc, puesto que estamos ante un texto autobiográfico). Y Thérese mira a Isabelle. Concretamente a su escote. Y yo deslizo la mía también por escotes, espaldas, las curvas y las líneas de las nalgas, los pechos, las manos, hombros, cuello, vientre, pubis, lengua… No hay un centímetro del cuerpo que no recorra ni me recorra.

Lo hicimos de memoria, como si ya nos hubiésemos acariciado en otro mundo antes de nacer, como si volviésemos a encajar las piezas de un engranaje. La mano de Isabelle, la que me turbaba la cadera, era la mía; mi mano sobre el costado de Isabelle era la suya. Se reflejaba en mí, me reflejaba en ella: dos espejos se amaban.
Brava Leduc. Bella y valerosa. El deseo sin concesiones, sin barreras. La pasión desbordada, sentida, derramada. Erotismo lírico. Con las palabras hace poesía sin perder de vista la pasión, la sensualidad, el deseo, la fantasía, el sexo... Hasta ahora creo que sólo Anaïs Nin conseguía estremecerme así, de deseo (aunque Nin me hace estremecer por muchísimas más razones). Y Leduc sube a mi olimpo particular como un águila dorada en esplendoroso vuelo, centelleante. Me ha hecho vibrar. No se le puede hacer esto a mi imaginario, Leduc. No.

Me volvía loca anotando, subrayando (“Te veo en todo lo que miro”, “Ella no sabrá jamás lo que me ha entregado”, “Habríamos hecho grandes cosas juntas: nos bastaríamos”, “La palabra que había pronunciado era demasiado grande”, “- ¿Qué tienes? - Ganas de ti”, “He deseado tanto nacer en sus ojos”, “Ella daba tantas palabras como callaba”, “Cuando se ama siempre se está en el andén de la estación”, “Yo estaba enamorada: no tenía abrigo”, “Respiré, me reconocí, me abandoné”, “Conectamos tanto que desaparecimos”, “Eres preciosa, no quiero perderte”, “Ella ignoraba desde qué lugar la amaba”, “Tuve ganas de deshacerlo todo y recomenzar”, “Al conocerte, mi abismo cobró sentido”, “Veo el mundo, sale de ti”...) Vale, paro… podría seguir, podría reseguir cada línea de este libro con mis dedos, con mi mirada, una y otra vez, una y otra vez. Y volvería a sentirme viva, volvería a sentir, volvería a llenarme de fascinación, de deseo, de amor, de dolor. Sublime y brillante Leduc.

Y llego a la última página. Y antes de leerla me pregunto cómo puede terminar el libro ahí, no puede pasar nada en tan sólo una página, me quedo sin aliento pensando que lo va a terminar mal, así, sin más. ¿O le faltan páginas a mi libro? Qué imbécil soy a veces. Llevaba páginas y páginas admirada, asombrada, emocionada y excitada y no sé cuántas cosas más… ¿cómo iba a terminar mal Leduc? Sólo necesita dos frases, las dos últimas frases para que todo se convierta en bocanadas por coger aire y lágrimas que brotan sin nada que se lo impida. Y el libro me estalla dentro. Y me arrasa.

Llenarse de siempres, de jamases, de siemprementes, de nuncas, de promesas. Y vaciarse. Devastador. Cruel.

Hablamos. Una pena. Cosa que decimos, cosa que asesinamos. Las palabras que no medren, que no embellezcan, acabarán marchitándose en el interior de nuestros huesos.
(No, no son estas las últimas frases del libro. Hay que leerlo todo, cada página. Y llegar a las dos últimas frases. Y romperse).

PD: Tengo muchas dudas sobre este blog y su futuro. Sobre si seguir o no en este cuarto propio en el que tanto me cuento a través de lo que leo y lo que escribo. Me leo a mí misma, en cada entrada, en cada lectura que cuento, en cada blasfuemiada, incluso en los comentarios, y me asusta lo que veo. Es posible que me tome un tiempo, un paréntesis, en el blog y en las redes. Estoy indecisa y ligeramente desnortada. Quizás un período de reflexión sea necesario. Y tomar decisiones.


Le debo muchas cosas buenas a "Lo que leo lo cuento". Le debo lo mejor que hay en este mundo: personas. Personas que han llegado a mí. Personas maravillosas que nunca hubiera conocido si no hubiera sido por este blog. Algunas de ellas (que no necesito nombrar) son auténticos faros en mi vida, me iluminan y evitan que me golpee contra acantilados y rocas. Nunca agradeceré lo suficiente en esta vida todo lo que me ha dado este cuarto propio, pese a lo que también me ha quitado.

Un abrazo agradecido a todos y cada uno de los que por aquí pasen y lean, porque sin vosotros, tanto si comentáis como si no, si os identificáis como si no, nunca hubiera sido posible este blog.

Leed, leed, leed por encima de todo. No dejéis de leer. Lo que queráis y como queráis. Los libros nunca, jamás, fallan. Jamás. Que seguiré leyendo cada día es la única certeza que tengo.

Siempre me encontraréis en blasfuemia@gmail.com

*(Comentad del libro, no quiero que esta PD distraiga de lo importante: Violette Leduc y su Thérèse e Isabelle. Es sólo que de vez en cuando me gusta pensar a tecla alzada y en letra alta.) 

(©AnaBlasfuemia)

domingo, 3 de enero de 2016

La campana de cristal (Sylvia Plath)

Título original: The bell jar
Traductora: Elena Rius
Páginas: 272
Publicación: 1963 (1982)
Editorial: Edhasa
ISBN: 9788435003773
Sinopsis: Esther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos y atenciones. Pero de entre esas primeras páginas surge Esther con su apabullante y tenaz vida interior. Su vida es una sucesión de tensiones morales, sociales, de imposiciones escritas y no escritas; de tabúes sexuales; de costumbres rurales en un mundo cambiante; de sueños incumplidos; de necesidades vitales apartadas; de anhelos desesperados; de miedo, de mucho miedo por la vida. Cuando acaba su estancia en New York y vuelve a su pueblo caerá sobre ella todo el peso de la realidad cierta o no.
Es como contemplar París desde el furgón de cola de un expreso que va en dirección contraria: a cada segundo la ciudad se hace más y más pequeña, sólo que sientes que eres tú misma la que se hace más y más pequeña y más y más sola, alejándose a mil kilómetros por hora de aquellas luces y aquel jolgorio.
Leí por primera vez La campana de cristal con 22 o 23 años, si no recuerdo mal. Aquella lectura me fascinó. Y más. Subrayé mucho. Qué descubrimiento, qué sacudida fue este libro. Unos años después volví a leerlo. Subrayé, re-subrayé, escribí en los márgenes… Alguien cogió aquel libro y se lo llevó. Poco después lo vendió, en un momento en el que todo lo que pudiera venderse, se vendía. Era el único valor que tenía todo, el del dinero; el precio que pagaran por lo que fuera, poco o mucho, no importaba. Dinero envenenado.

Mucho tiempo después volví a comprar el libro. Porque era como una carencia que tenía. Me hice con una edición del Círculo de Lectores. Y volví a leerlo por tercera vez. No lo subrayé. Sólo lo hice con la mirada. Como si el libro que tuviera delante fuera aquel otro, leído, releído, sentido, sacado de casa y vendido.

Y ahora, por cuarta vez, me puse con él de nuevo. Dispuesta a subrayarlo. Porque además ahora así quiero que se queden mis libros. Que algún día cuando yo ya no esté y alguien reciba mis libros, los lea y me encuentre ahí, en cada subrayado y cada nota al margen. Que no deje de encontrarme. Será una forma de permanecer en una mirada, en un corazón. Permanecer. Cuando ya no esté.

Cosas que pasan, estábamos en la misma página. Así que no ha sido (y ha sido) una lectura con, junto a… Ha sido (y no ha sido) una lectura a la vez que… Un capítulo aquí, otro allá, ahora te espero, ahora estoy aquí, ahora en silencio, ahora una imagen, ahora otra, ahora vete tú a saber, más silencio... Así como todo lo nuestro, con un ritmo distinto a todo lo conocido, desajustado, que sólo se acompasa porque es el que existe para ti y para mí. Diferente. Un ritmo que únicamente se hace unísono debajo de nuestra campana de cristal, de nuestro cuarto propio. Tan real como ficticio, tan verdad como mentira, volando de una cosa a la contraria.
Si ser neurótica es querer dos cosas mutuamente excluyentes a un mismo tiempo, entonces soy una neurótica perdida. Volaré de una cosa excluyente a otra y otra para el resto de mis días.
El párrafo anterior contiene (parte de) la esencia de la propia Sylvia Plath. Los contrarios, las contradicciones, el deseo de vivir sin renunciar a nada, porque la vida no excluye ni deja fuera nada. Parece fácil. No lo es. De eso habla este libro.

Si algo es La campana de cristal es autobiografía pura y dura. Plath sabía bien de qué hablaba cuando describía el intento de suicidio de Esther, la protagonista de este libro. Esther, su alter ego. De esta forma, leer La campana de cristal es desentrañar a la propia Plath. Y de rebote, desentrañarse una misma.
El silencio me deprimía. No se trataba del silencio del silencio. Era mi propio silencio.
Se da duro Plath: inteligente, cínica, sensible, bella, celosa, fría, intensa, intolerante, rebelde, exigente, confundida, mentirosa, insegura… No se oculta. Ni siquiera oculta su imaginario, libre, grandioso, profundo. Y traidor. Hay gritos silenciosos que no entiendes que no sean oídos. Hay silencios que duelen como un alfiler clavado en un ojo.

La escritura de Plath es tan sutil como detallista. Pura belleza (poeta por encima de todo). Mira desde fuera pero alcanza lo más dentro. Generosa en metáforas y creadora de imágenes absolutamente líricas y sensibles sin recargar de más. Con el bisturí de su observadora mirada hace una incisión en la superficie de lo que le rodea para llegar a las entrañas, donde está la realidad, descarnada. Jamás se queda en lo superficial, cada gesto importa, incluso la carencia de gestos, como delatores de la realidad: la que le rodea y la suya propia. Gestos (o ausencia de gestos) que son como guillotinas. Nada es vacío ni desde el vacío. Ni lo que se hace ni lo que no se hace. Plath construye paisajes desde lo aparentemente insignificante. Contundente y estremecedora.
Me sentía muy rígida y muy vacía, de la misma manera que debe de sentirse el ojo de un tornado, moviéndose pesadamente en medio del tumulto circundante.
Esther (Plath) buscando su lugar en el mundo. Y eso me suena y resuena tanto... Cómo todo lo que te rodea vive y siente y cómo vives y sientes tú. Desconexión. En ningún momento se acoplan ambos caminos haciéndose uno sólo. Y entonces sucede: las etiquetas. Depresión, trastorno obsesivo, anorexia, neurosis, trastorno bipolar… bla, bla, bla, bla… Electroshocks. Intento de suicidio. Internamiento.

Querer morir por querer vivir. No hay contradicción más cruel. Volar del deseo de vivir al deseo de morir. Sin que se excluyan. Porque lo que quieres, lo que deseas más que nada, es vivir. VIVIR. Pero hay una grieta entre lo que la sociedad espera de ti y lo que sientes que la vida ha de ser. Y la grieta va creciendo, y sangras por ella, y te encuentras sobreviviendo. Hasta que no puedes más.

Lean este texto. Másquenlo. Digiéranlo:
Vi que mi vida se ramificaba ante mí, como la verde higuera del cuento. De la punta de cada rama, como un enorme higo morado, un maravilloso futuro me hacía señas y me guiñaba el ojo. Un higo era un marido, un hogar feliz e hijos; otro, era una famosa poeta; y otro higo era una profesora brillante; y otro higo era E Ge, la sorprendente directora literaria; otro higo era Europa, África y Sudamérica; otro higo era Constantin y Sócrates y Atila y un montón de amantes con raros nombres y raras profesiones; otro higo era una remera olímpica; y más allá, por encima de todos aquellos higos, había muchos más que no acababa de distinguir.
Me veía sentada en la bifurcación de aquella higuera, muerta de hambre, sólo porque no podía decidir qué higo escoger. Los quería todos y cada uno, pero elegir uno significaba perder el resto y, sentada allí, incapaz de escoger, los higos empezaban a arrugarse y a ennegrecer y, uno a uno, caían silenciosamente al suelo, a mis pies.
Sylvia Plath escribe como el agua: cristalina, profunda, salvaje, libre, inasible. Para ella la lluvia son gotas como platos de café y no cae sino que se escurre, siseante. Es brutal. Leerla es contener la respiración. Todo se detiene. Son sus palabras, ella y yo y (casi) nada más. Un vacío alrededor. Sylvia Plath. Yo. Dentro de la campana. Sin aliento.
Un mal sueño.
Para la persona encerrada en la campana de cristal, en blanco y detenida como un bebé muerto, el mundo en sí mismo es un mal sueño.
Un mal sueño.
Recuerdo que tengo que respirar y acompaso mi respiración con la de Plath. Fácil y ligera, respiro deslizándome por sus palabras, por ella. Me bombea la sangre. Me aniquila, eso hace Plath. Como hizo la primera vez, y la segunda, y la tercera. Y ahora otra vez. Aniquilada.

Y vuelvo a recordar porqué este libro me fascina: porque me destroza. Sylvia Plath sólo necesitaba PERTENECER.
Soy, soy, soy.