“Las palabras sólo nos muestran el lado bueno de las cosas pero no llevan la bondad a nuestros corazones”
Empecé a leer este libro (más de 500 páginas turbias, francas, desafiantes, ásperas…) con cierta sensación de desamparo que se entremezclaba con un leve cosquilleo de placer. Y lo he finalizado con la certeza de una conquista, de haber transitado por el arcoíris de lo marginal, de esos mundos tan secundarios que preferimos ignorar, como si no convivieran con nuestro propio mundo.
Con un estilo periodístico y antinarrativo Vollmann se centra, más que en los personajes, en sus elecciones morales, y lo hace a través de 13 colores, 13 historias (que se replican a sí mismas, estallando en historias dentro de historias) que se mueven en los aledaños, las afueras, ahí donde la vida es más difícil, más sórdida, pero también más caleidoscópica, al igual que la escritura del propio Vollmann.
El arcoíris es la descomposición de la luz blanca, pero Vollmann nos muestra historias de personas que viven en la oscuridad (“lo más bello es la oscuridad más oscura”). Ahí es donde está la miseria y todos sus matices, ese espectro de penuria del que Vollmann se convierte en reportero de personas a las que no juzga y que viven en un equilibrio precario, entre lo ilegal y lo crudo, concediéndoles la luz que les negamos. Recoge las “sobras” antes de que se pudran, esos restos que tiramos a la basura, y hace de ellos un compost que se convertirá en abono, un fertilizante natural de la bondad.
“La vida es un tropezón”
No es un libro fácil, Vollmann no es un autor fácil: es excesivo, torrencial, ambicioso. Intimida. Pero es un escritor que nos saca del marasmo, de la mediocridad literaria, y sobre todo nos saca de nuestros pequeños y confortables mundos. Es un provocador majestuoso que busca incitar a la amabilidad. Y tal vez busque también el sudor de la frente del esforzado lector para ganarse un trozo de pan, eso sí: hecho con masa madre. Yo lo he sudado como se suda cuando escalas un ochomil: sin oxígeno.