viernes, 25 de abril de 2025

La perla (John Steinbeck)


Había perdido un mundo y no había ganado otro

Tengo una deuda de gratitud con Steinbeck. Cuando (años ha) empezaba a tomar conciencia de la enorme dimensión de la literatura, leer “Las uvas de la ira” inflamó mi conciencia social y mi alma revolucionaria. Le tengo cariño a Steinbeck, así que saqué de mis estanterías “La perla”.


No esperaba encontrarme con nada parecido a “Las uvas de la ira”, sí al autor icónico de la novela realista norteamericana. “La perla” es una especie de cuento, una parábola en la que claramente se nos intenta revelar alguna enseñanza moral.


En esta pequeña novela Steinbeck nos va a contar la historia de Kino, un pescador pobre entre pobres, que un día encuentra LA perla. No una perla cualquiera, no, sino LA perla. Y la encuentra cuando más falta le hacía: su hijo Coyotito necesita ayuda médica porque le ha picado un escorpión. La perla en cuestión, enorme y bella, facilitaría esa ayuda, permitiría que Kino y Juana puedan tener su boda, que Coyotito aprendiera a leer, tuvieran ropa nueva, un rifle… En fin, ya conocemos el cuento de la lechera. Le permitiría dejar de ser pobres. Pobres de dinero. 


El estilo directo de Steinbeck, suficientemente poderoso como para construir imágenes sensoriales y el uso medido de metáforas, paradojas, preguntas retóricas, símiles y distintos recursos literarios que Stenbeick maneja con precisión, provocan que avances en la historia sintiendo la tensión, el miedo, las dudas, la rabia… de Kino. Sus sensaciones van a ser las nuestras, nos mete en la piel de Kino y, tangencialmente, en la de Juana (su mujer). 


Desde luego “La perla” no tiene el vigor de “Las uvas de la ira” y está más centrada en la responsabilidad moral individual que en la colectiva, una moralidad más dirigida hacia sí mismo que hacia la comunidad. Y quizás (digo “quizás” porque cada lector tendrá su interpretación) por ahí iban los tiros de esta parábola que es “La perla” y que se resume en la cita con la que inicio el comentario.


Ay, la codicia. Uno de los siete pecados capitales. La codicia está ahí, al alcance de todos nosotros. Se lleva mal con lo justo. Tengo para mí que la codicia va de la mano del poder. Y no tengo buen concepto del poder. El caso es que Kino tenía deseo y tenía necesidad, mucha necesidad, puesto que el buen doctor se niega a atender a Coyotito si no le pagan, menudo codicioso el médico. Pero no sólo Kino tiene necesidad.


La noticia removió algo infinitamente negro y maligno en el pueblo; el negro destilado era como el escorpión, o como el hambriento ante el olor a comida, o como el solitario al que se revela el amor. Los sacos de veneno del pueblo empezaron a fabricar ponzoña, y el pueblo se hinchó y soltó presión a bocanadas


En los mundos de Yupi todos los vecinos y amigos se habrían alegrado por Kino, Juana y Coyotito. Pero en los mundos del pueblo descrito por Steinbeck, allá en La Paz (México) en una época sin precisar, los pobres eran muy pobres y los ricos muy ricos, dos mundos separados por un abismo. Sí, algunos se alegraron por Kino y su familia, quizás hasta pensaban que podría ser bueno para el pueblo. Pero lo que en realidad todos codiciaron era a LA perla, más que el bien común (común de comunitario). Porque la comunidad esconde avaricia, envidia y ambición. Incluso los valores del propio Kino llegan a tambalearse ligeramente, pese a que la dichosa perla le aportaba más problemas que soluciones, aunque intenta mantener a la familia unida pese a la crueldad de quien ambiciona su perla y a la fatalidad del destino.


Al principio de esta historia en la cabeza de Kino había una canción, la Canción de la Familia, que era una canción clara y dulce (“Era una mañana como cualquier otra mañana y, sin embargo, era perfecta entre todas las mañanas”). La familia se despierta unida, Juana aviva el fuego y muele maíz para el desayuno, Coyotito duerme, Kino observa a su mujer y a su hijo y sale a contemplar el amanecer en el Golfo. También al final de esta historia suena la Canción de la Familia que ya no es una canción, es un grito, quizás ya nunca vuelva a sonar esa canción en la cabeza de Kino, quizás la Canción de la Familia se haya ido con la música de la perla, que ya no es bella, es fea, gris y ulcerosa. Tal vez una vida sencilla pero inocente y verdadera tenga más valor que una perla. Tal vez.


Gracias, Steinbeck


©AnaBlasfuemia

miércoles, 16 de abril de 2025

Basada en hechos reales (Delphine de Vigan)


Aunque eso haya sucedido, aunque haya ocurrido algo que se le parezca, aunque los hechos estén demostrados, siempre nos contamos una historia. Nos la contamos […] En el fondo lo que nos interesa, lo que nos fascina, puede que no sea tanto la realidad como en qué la transforman quienes intentan mostrárnosla o contárnosla

Recuerdo “Nada se opone a la noche” como una lectura que me convulsionó y en la que admiré la capacidad de Delphine de Vigan para reconstruirse y repararse a través de la escritura. Leí tiempo después las secuelas que para la propia Delphine tuvo la publicación del libro, un éxito en cuanto a ventas y reconocimiento, una astilla entre la uña y la piel en cuanto a cómo recibieron algunas personas de su entorno y su familia la publicación del libro. Y una consecuencia contundente: Delphine sufrió durante años un bloqueo creativo.


¿Estaba basado “Nada se opone en la noche” en hechos reales? ¿Era realidad o ficción? A Delphine la abrumaron con esta cuestión. Escribes sobre tu propia vida, te desangras para cauterizar una profunda fisura a través de la escritura y la gente te apabulla preguntándote si aquello era real.


No tengo dudas al respecto, la ficción no deja de ser una respuesta a la realidad. Puede ser un calco de la misma, una versión, una deconstrucción, una transformación, un invento… pero siempre hay un poso de realidad en la ficción, al igual que siempre hay un poso de ficción en la realidad. En literatura es casi una cuestión de porcentajes: cuánto hay de realidad y cuánto de ficción. Pero ¿cómo cuantificarlo? ¿Y por qué vamos a cuantificarlo?¿Qué le interesa al lector: la realidad, la ficción? ¿Qué es más verdad: lo real o la ficción? En cualquier caso, existe el pacto ficcional, ese gracias al cual el lector acepta que sea ficción aquello que se nos narre siempre que se mantenga una coherencia en la narración. 


Nada se opone a la noche” era autoficción. Como ya he dicho, Delphine se basaba en su propia vida para escribir una novela a través de la cual pretendía reconstruirse. Así que preguntarle  reiteradamente sobre si era una novela basada en hechos reales parecería más bien una pregunta retórica lanzada con el afán de destacar o de mostrar una incredulidad ante una realidad que para algunas personas parece inexistente o lejana cuanto menos.


Delphine de Vigan coge el toro por los cuernos y sale de su bloqueo creativo planteando precisamente esta cuestión de los límites entre realidad y ficción. Y plantea un juego al lector a partir de la delgada línea de ¿separación? ambas. El tema me interesa, acepto su propuesta, ese juego de la narración y el contarse historias, de cómo ficcionamos la realidad o cómo convertimos en realidad una ficción. 


Pero habemus problema. Y tal vez el problema tenga que ver precisamente con las expectativas que como lectora tengo ante un libro en el que me recluyo buscando una intimidad compartida. Una comunión entre el libro y yo. Y no, mis expectativas en este caso no se han visto satisfechas. Así que intento ahondar en esa insatisfacción. Argumentarla. Porque en este caso el pacto ficcional se ha ido al carajo.


Los libros pueden tocarte (o al menos rozarte) de muchas maneras, en varios ámbitos: el emocional, el afectivo, el mental, el intelectual, el memorístico, el creativo… Y en ninguno de ellos me he sentido satisfecha con “Basada en hechos reales”. Salvo la curiosidad inicial, esa aceptación de los elementos con los que juega Delphine: una amalgama de hechos reales y constructos imaginarios, claramente ficticios, en los que el lector se va a ver implicado y tal vez confuso si intenta delimitar qué parte es real y cuál ficción. El problema es que en “Basada en hechos reales” esa línea es clara, y que, oh cielos, la parte ficcional me cojea por todos los lados, hace aguas, lo siento forzado, deliberado. Hay una descompensación entre lo real y lo ficticio, los dos elementos que son la base de este libro.


Quizás, lo que hay de intencionado en el planteamiento de Delphine me obstaculice claramente, tanto a nivel emocional como intelectual, porque se me hace demasiado explícito. Hay mucho control en la narración pero a la vez cierta ligereza en la resolución del dilema, cargada de artificio. No me convence el relleno, la falta de sangre. No me refiero a sangre derramada, la sangre roja que salpica y que se vierte fruto de una laceración. No, me refiero a la sangre que brinca, la que galopa por las venas, la que circula a raudales por las venas, la que es bombeada por el corazón y se expande por todo el cuerpo. No, no circuló esa sangre. Se espesó y me produjo mucha fatiga.


Para mí, como lectora, la vida no debe desvanecerse en la literatura, no debe anularse. Al menos no es el tipo de literatura que busco, esa en la que la vida desaparece y no está presente. Entre que la literatura sea un testimonio de realidad o una ficción premeditada, hay una opción que pasa porque sea una creación a partir de una realidad en la que no necesariamente se imponga la propia experiencia, aunque no deje de estar (creo que inevitablemente) presente. Es un juego, sí, y me gusta que sea así. Un juego que la realidad nos permite porque es tan escurridiza, tan inasible, tan poliédrica y sorprendente que cualquier propuesta ficcional que nos planteemos seguramente tenga un correlato en la realidad, una conexión insólita pero verdadera. Y porque evidencia los grises, los matices de la realidad, de los hechos, de la vida misma.


En “Basada en hechos reales” me interesan las cuestiones más metaliterarias, aquellas en las que intenta ahondar sobre las obligaciones de la literatura, la relación autor-lector, el proceso creativo, la necesidad del Otro, la resonancia de lo silencios, las fisuras que nos hacen vulnerables… Todo ello me atrae, pero un ritmo lento, a veces frívolo, me lleva a desconectar muchas veces en la lectura y a que me quede un poso de insatisfacción. Los ingredientes están ahí pero no terminan de cuajar y solidificarse porque los temas profundos que me atraen del planteamiento de Delphine se me desmoronan por un exceso de control de los elementos que plantea, un algo deliberado y premeditado que me estrecha el margen como lectora. 


Tal vez no me he explicado bien, pero yo me he entendido. Es lo que me ha pasado a mí y lo que siento que le ha pasado a Delphine.


Gracias, no obstante, Delphine.


©AnaBlasfuemia


viernes, 11 de abril de 2025

La Tejonera (Cynan Jones)

 

Es tiempo y tacto, pensó. Es esas dos cosas. Es porque somos conscientes de ellas […] Me pregunto si es por eso que actuamos con tal desesperación en todo. Es como si estuviéramos tocando algo que nunca deberíamos haber sentido.


Las primeras páginas de “La tejonera” son tan violentas que dan ganas de dejar caer el libro de las manos y casi que de darle luego un puntapié. Pero con la misma facilidad que esas primeras páginas te agreden, a continuación el libro se te queda pegado a los dedos, como buscando cobijo en las manos. Toda una declaración de intenciones: entre la violencia y la ternura, entre lo brutal y lo conmovedor, es en lo que nos vamos a mover al leer “La tejonera”.


Tenía ganas de leer a Cynan Jones. No recuerdo porqué, la verdad. En cualquier caso no se ha hecho esperar. Y anticipo que las ganas se han visto recompensadas con una escritura que te apresa al igual que lo hace una voz radiofónica de esas que son hipnóticas para los oídos. Sí, esas voces tan atractivas, dulces, acogedoras, que con el mismo tono te dicen algo que sientes como muy tierno y dulce que va y te suelta un monólogo agresivo y repelente, pero siempre manteniendo esa voz aterciopelada y seductora que te arrulla como a un bebé. Pues así es la escritura de Cynan, suave y profunda, moviéndose entre la delicadeza y lo feroz sin alterarse y sin solución de continuidad.


La tejonera” tiene dos protagonistas, dos voces, la de Daniel y la de un individuo del cual desconocemos el nombre. Son dos caras de una misma moneda. Sería fácil decir que uno es la bondad y el otro la maldad, que uno da vida (un granjero que ayuda a sus ovejas a parir) y el otro la quita (un cazador de tejones que luego vende para que otros los torturen), pero lo fácil no siempre representa la realidad, no al menos TODA la realidad. 


Ambos comparten un mismo paisaje, una naturaleza, una vida en el campo. Muy MacCarthy y Denis Johnson: hombres empapados en sudor a cuya piel húmeda se les adhiere la tierra, el polvo, la sangre, el esfuerzo, la lucha de cada día. La única mujer que aparece está muerta. Los recuerdos de ambos, el hombre tierno y el hombre rudo, se nos van presentando mientras transcurre la “maquinabilidad” de la vida, recuerdos que se entremezclan con detalladas y punzantes (pero imprescindibles) descripciones de las tareas de ambos. Y, mientras, el tiempo transcurre de esa forma única que tiene el tiempo de suceder: imparable, inmutable, casi arrollador. Y veloz, aunque quizás la sensación de celeridad del paso del tiempo nos la provoca el que nunca hay vuelta atrás. El tiempo siempre avanza. Y en cierta medida eso hace que tú también tengas que avanzar, quieras o no.


No nos dejemos engañar: Daniel y el hombre rudo y corpulento, insisto, son dos caras de la misma moneda. Hay una violencia que se transmite de padres a hijos. Pero hay, también, otra violencia que te transmite la sociedad y que cada vez nos aleja más de la posibilidad de una vida en el campo en la que la agricultura pueda ser un medio de vida. Y no, la naturaleza no es idílica, ni el campo (y menos aún trabajar y vivir en él) es bucólico. Quien conoce bien la naturaleza lo sabe y nunca intenta conquistarla. Nunca estás a salvo en ella. Pero tampoco estamos a salvo de la humanidad que, al igual que la naturaleza, puede infligir daño además de recibirlo.


Así, las dualidades que nos presentan Cynan están destinadas, como casi todas las dualidades, a colisionar, a impactar entre sí para fusionarse en (y por) aquello que en realidad unía a las dualidades, como polos opuestos que cumplen a rajatabla lo que creo que se llama Ley de Ampere. Porque hay una conexión ancestral con la tierra, con los animales, con la naturaleza que concilia las dualidades. La vida y la muerte no es una dualidad, no son entidades opuestas, separadas.


La tejonera” es un libro sutil, que admite varias lecturas si te decides a rascar la superficie. Cynan nos muestra una violencia en la que no se recrea, pero cuyas descripciones tienen la suficiente contundencia como para que algo se (re)mueva dentro de ti. Lo hace sin estridencias pero con la firmeza y la suficiente persuasión como para saber que te está mostrando una realidad atemporal.


Gracias, Cynan.


©AnaBlasfuemia

martes, 8 de abril de 2025

Luz (Elisabet Riera)

 

El amor también es eso: conocer los límites, medirnos


El amor… qué sentimiento más universal. Y, sin embargo, que sentimiento más impreciso y voluble, más personal. ¿Dónde están los límites del amor? ¿Quién pone esos límites? ¿Necesita límites o solo una forma definida, cerrada? No seré yo ni quien le ponga límites al amor ni quien cuestione a quienes los pongan. Mi obstinación es tener claro si los límites que yo pueda poner son límites propios o ajenos. Es decir, si están basados en mis valores y criterios o en imposiciones externas (sociales). Hasta ahora he sido bastante respetuosa conmigo misma sin dejar de serlo con los demás (algo que ni ha sido fácil ni se ha entendido).


No podía negarme, aunque por aquel entonces yo siempre decía que no. No, no y no. No a todo, un no universal”


Una se cree que tiene ya todos los libros que necesita para leer el resto de su vida, dejando un margen estrechito a novedades de autores a los que se es fiel, o a recomendaciones de personas muy concretas. Y de repente alguien a quien conozco de hace mucho, lo suficiente como para mantener en el tiempo y la distancia una cercanía estrecha, de cuidados mutuos y de confianza, me recomienda un libro. Siendo ambas lectoras pero de universos literarios diferentes (aunque con raíces comunes) una recomendación de la una hacia la otra o de la otra hacia la una sólo puede ser un libro especial, concreto, un rara avis, la excepción a la regla. Y me habló (sin decirme nada de él) de este libro.


Si hay una palabra que defina esta lectura es “perturbación”. Si hay dos palabras, la siguiente sería “desasosiego”. Porque es así, lees, avanzas en la lectura y deambulas entre la perturbación y el desasosiego. Pero sigues leyendo, porque esas emociones son externas a mí, son sociales, educativas, también morales. Estructurales. Impuestas. Pero me gusta rascar en la superficie, utilizar ese hacha que rompa el mar helado. Además Elisabet Riera lo pone fácil, eso de avanzar pese a la desazón. Lo pone fácil porque (d)escribe muy bien: transparente, poética, nítida. Desenmaraña aquello que para muchas personas puede ser un ovillo difícil de deshacer. Maneja los tiempos, te da respiro, te coge de la mano sin apretarla ni exigirte. Y te dejas llevar, con lo que a mí me gusta  (a veces) dejarme llevar…


No es fácil la delicadeza con ciertos temas, mantener ese difícil equilibrio del funambulista que camina por una cuerda muy floja, muy inestable, una cuerda que tiende a expulsarte (hacia un lado o hacia el otro). Riera te ayuda a caminar por esa cuerda y avanzar por ella, como si nos dijera “vamos hasta el final y, entonces, sólo entonces, juzgas”. Así que avanzas con vértigo pero también con determinación.


Oh, Lolita de mi corazón. ¿Alguna vez te había hablado de Nabokov? Mucho me temo que sí


Habrá quien se quede (quien quiera quedarse) con que “Luz” es una versión lésbica del “Lolita” de Nabokov. Es lo fácil, también lo demagógico. Pero “Luz” es más que eso, es más que el deseo. Es el origen del deseo, es el vacío que hay detrás de ese deseo. Es el silencio arrasando con todo lo hablado, lo que se calla imponiéndose a las palabras. Esos silencios familiares impuestos por un pacto que nunca fue acordado ni escrito pero que pesan como una losa y lastran vidas. 


El abandono es un sentimiento muy poderoso, difícil de digerir. Te deja para siempre una mancha en el corazón, un punto oscuro que no suele verse y que sale a la luz precisamente cuando se ama. Con quién más se ama


La necesidad de matar al deseo antes de que se agote, antes de que se muera o que te abandone. Y luego seguir buscando un amor puro, muchas veces en relaciones fallidas. Porque estás herida y no puedes encontrar las respuestas porque desconoces las preguntas adecuadas.


Y de eso, de dónde nace el deseo, de la fuerza demoledora de las palabras no pronunciadas, de los silencios familiares, de penetrar en el dolor para entender el deseo y para entenderse a una misma, es de lo que va “Luz. Del amor, de la culpa, del perdón, de atravesar el dolor para encontrarse a una misma, de encontrar las palabras y poder pronunciarlas.


Con el amor no basta


Gracias, Elisabet


©AnaBlasfuemia