Traductor: Joan Eloi Roca
Páginas: 384
Publicación: 2014 (2015)
Editorial: Ático de los Libros
Sinopsis: A raíz de la inesperada muerte de su padre, Helen Macdonald decide comprar y adiestrar un azor, el ave de presa más peligrosa y letal. Así empieza un viaje de exploración a lo más profundo del dolor y de lo salvaje, que llevará a la autora al límite de la locura y cambiará su vida. Destinado a convertirse en un clásico, H de halcón es un libro sobre el recuerdo, la naturaleza y el ser humano. Una lección magistral acerca de cómo reconciliar la vida y la muerte.
He aquí una palabra. Duelo. O doliente. La palabra inglesa para duelo, bereavement, procede del inglés medieval bereafian, que significa “desposeer de algo, arrebatar, aprehender, robar”. Robado. Arrebatado. Todo el mundo lo sufre. Pero lo sientes sola. Por mucho que lo intentes, no puedes compartir la conmoción de la pérdida.
El dolor es un camino que se recorre en solitario. Por mucha empatía que se ponga en marcha, más allá de acompañar y no soltar no puedes sentir el dolor ajeno como si fuera propio. Los matices del sufrimiento son personales, íntimos, lleno de pliegues.
Cuando fallece el padre de Helen Macdonald no solo se inicia en ella un duelo, sino también una búsqueda, no siempre consciente, no siempre acertada. Echa a correr, sin saber si huye de algo o si va en busca de algo. Yo a eso lo llamo “ir como pollo sin cabeza”. Cuerpo y cabeza, corazón y mente, se separan, cada uno por su lado.
Cuando estás roto, corres. Pero no siempre huyes de algo. A veces, sin poder evitarlo, corres hacia algo.
¿Es este un libro sobre el duelo? Sí y no. Es eso, pero también es más. No solo es la pérdida de su padre, es su propia pérdida, la pérdida de sí misma. Y cuando te pierdes así ciertamente no solo estás huyendo, sino que también estás corriendo, casi de forma inevitable, a encontrarte contigo misma o con alguna revelación que necesitas alcanzar.
También es un libro que habla de historia, de cetrería (cómo no), de otros libros. De esos libros que leíste en tu infancia y que vuelven, tiempo después, llenos de todo aquello que no comprendiste completamente y que ahora cobra todo su sentido. Formas de leer. Es también la historia de T. H. White (sí, ese escritor que en mi infancia me regaló Camelot y al que ahora veo, yo también, con otros ojos).
Fue más o menos entonces cuando fui presa de una especie de locura. En retrospectiva, creo que nunca estuve verdaderamente loca. Más bien loca menos cinco. […] Mi tipo de locura era distinto. Era tranquila y muy, muy peligrosa. Era una locura diseñada para mantenerme cuerda.
Me encantó esa expresión de “loca menos cinco”. Cómo la entendí. Sí, hay muchas formas de romperse, y alguna de ellas te dejan ahí, a menos cinco. Casi en punto. Pero sólo casi. Entonces tienes que empezar a gestionar lo que te está sucediendo para que las manecillas del desequilibrio y la locura no sigan avanzando.
Helen Macdonald se plantea un reto para atravesar su duelo: adiestrar un azor (al que llamará Mabel). Un gran depredador dotado de una inmensa agresividad. El chico malo de las aves rapaces. Pero… ¿se puede domesticar lo salvaje? Parece inevitable que en ese reto se produzca un profundo aprendizaje. Pero mientras llegas a ese aprendizaje lo único que hay es el presente, la única forma de sobrevivir en esa travesía del duelo y el sufrimiento. Aquí. Ahora.
El azor era un fuego que consumía mis penas. En él no cabían ni arrepentimiento ni duelo. Ni pasado ni futuro. Vivía solo en el presente, y ese era mi refugio.
Conocía el mundo de la cetrería de refilón; en alguna ocasión he tenido la oportunidad de ver cómo un ave rapaz salía del puño de su cetrero y volvía a él después de cazar. Me fascinaba siempre esa vuelta, como si los brazos fueran un hogar. En mi cabeza las aves viven en el cielo y no en unas manos. Jamás pensé en todo el trabajo y el adiestramiento que había detrás de ese hecho casi mágico que supone que el ave vuelva al cetrero.
Gracias a su relación con Mabel, Helen aprende a dejar ir, reaprende la paciencia y consigue tomar la distancia justa, la distancia perfecta, para encontrar el equilibrio. Hasta llegar justo ahí, a esa armoniosa estabilidad, es fácil que te vuelvas loca, o loca menos cinco, es casi hasta necesario a veces, porque pierdes la perspectiva, interpretas equivocadamente todas las señales, intentas aferrarte no sabes a qué y te deslizas sin darte cuenta. Pero al final la paciencia, también la inteligencia, te lleva al único lugar posible: el equilibrio.
Regocijándome en la feroz calma que se siente cuando una es invisible, pero lo ve todo. Viendo, sin hacer nada. Buscando la seguridad en no ser visto. Este hacerse invisible a voluntad puede llegar a convertirse en un hábito. Y no es algo útil en la vida. Créeme, no lo es. No con la gente ni con el amor ni con el corazón ni en el hogar ni en el trabajo.
Helen Macdonald es una magnífica narradora, y una excelente observadora. No puede ser de otra forma para alguien que escribe, pero que también es cetrera, para lo cual se precisa esa capacidad de observación, pero también la de ser invisible y muy, muy paciente. Helen ve en Mabel todo lo que ella quisiera ser, pero su azor es solo un ave, un animal salvaje y así es como Helen aprende a poner la distancia adecuada entre lo salvaje y lo humano, reúne de nuevo su cabeza y su cuerpo, su corazón y su mente, y alcanza la serenidad, la paz necesaria para aceptar la pérdida y aceptarse a sí misma.
Es un libro bien escrito, consciente de sí mismo, culto, incluso constructivo, muy emocional pero con una tristeza justa, sin desbordar. Necesitaba un libro así, que muerdes y te muerde, en el que participas sin romperte, acompañas sin descomponerte y atraviesas sin dañarte.
Hay un tiempo en la vida que esperas que el mundo esté siempre lleno de cosas nuevas. Y luego llega el día en que te das cuenta de que no será así en absoluto. Ves que la vida se convertirá en una cosa llena de agujeros. De ausencias. De pérdidas. De cosas que estuvieron allí y ya no están. Y te das cuenta, además, de que tienes que crecer alrededor y entre los vacíos, aunque si alargas la mano hacia donde estaban las cosas sientas esa tensa, resplandeciente opacidad del espacio que ocupan los recuerdos