Título original: El carrer de les Camèlies
Traductor: José Batlló
Páginas: 274
Publicación: 1966 (2000)
Editorial: Edhasa
ISBN: 9788435016520
Sinopsis: La calle de las Camelias supone la culminación de la técnica realista que Mercè Rodoreda iniciara con inusitado éxito en La Plaza del Diamante. En esta ocasión combina las relaciones amorosas de Cecilia con el conmovedor sentimiento de soledad y nostalgia que caracteriza a sus personajes para ofrecer al lector una obra inolvidable.
Mirando la sinopsis me quedé pensando en lo poco que sé de técnicas realistas en literatura, o de culminaciones en la obra de una autor o autora. Lo que sí sé es que una vez que volví al universo Rodoreda, quise permanecer un poco más. Y por eso, después de La plaza del Diamante, continué mi paseo dirigiendo los pasos a La calle de las Camelias.
Mercè Rodoreda era un misterio. Celosa de su intimidad, de sí misma, pocos podrían decir que conocieron su vida privada. No se expuso, no se mostró. Hermética. Gabriel García Márquez, devoto admirador de Rodoreda, lo contaba en este artículo. Así pues parece que para acercarse al interior de Rodoreda, hay que hacerlo a través de sus personajes. Personas así, tan misteriosas, tan guardianas de sí mismas, son magnéticas para mí. Siempre me creo que lo que ocultan es justo aquello que yo busco. Además ¿cómo no sentirse hechizada por alguien que hizo de un palomar su cuarto propio?
Y seguir leyendo a Rodoreda es volver a constatar lo fantástica escritora que fue. Con ese lenguaje tan engañosamente sencillo y natural que parece llevarte de la mano desde la primera línea. Un paseo, piensas. ¡Ja!... una travesía, más bien.
“¿Qué has hecho en la vida?” Estuve a punto de decirle que me la había pasado buscando cosas perdidas y enterrando enamoramientos
Estuvo a punto de decirlo, pero no lo dice. Porque Cecilia calla muchas cosas. Se calla a sí misma. El miedo siempre se mueve entre silencios. No es lo que Cecilia dice (ni nos dice) el eje sobre el que girará esta novela, sino lo que calla, y sobre todo lo que hace, cada pequeño gesto, aparentemente trivial, insignificante y quizás extraño a ojos de los demás, pero que sin embargo la definen y nos la definen.
Y yo, en broma, puse mi mano sobre su pecho y le pregunté: ¿Encima de qué? Me contestó medio dormido que una mano hermosa sobre un pecho. No, le dije, una mano sobre todo el sol de un hombre. Le puse la mano encima del corazón y le pregunté: ¿Encima de qué? Y me repuso que una mano pequeña encima de un corazón. No, le dije, una mano extendida sobre un dolor.
Y es que Cecilia, como parece habitual en las protagonistas de Rodoreda, es una mujer que observa lo que le rodea. Y dentro de ese aparente estar y ser silencioso e introvertido sin embargo transcurre un imaginario interior extraordinario y rico. Ese imaginario en las mujeres protagonistas de Rodoreda es una de las cosas que más me atraen. Mujeres inquietas. Mujeres que se aburren. Cecilia se aburre mucho, y como se aburre, entonces busca, curiosa, libre, sin normas, sin barreras.
¿Sin barreras? No hay murallas más infranqueables que aquellas que alzamos nosotros mismos delante de nuestras propias narices. Cecilia es insegura, le pesa (también) la culpa, el miedo, la soledad. Y tiene carencias, carencias afectivas. Colometa no tenía madre, casi que tampoco tenía padre. Cecilia no sabe quiénes son los suyos. Podríamos pensar que Rodoreda tuvo esa carencia, y no. Pero escribió desde el exilio. Esa carencia sí la tuvo: la falta de raíces, las que dan la pertenencia a un lugar. Pertenecer. A algo, a alguien. Y ahí, en el exilio de quien se ve obligado a vivir lejos de sus raíces y el exilio de quien se ve obligado a vivir sin ellas porque las pierde a la vez que su origen, es donde empiezo a tirar del hilo que me lleva al alma de Rodoreda, a través de ellas, las mujeres sobre las que escribe.
Todo era distinto y me parecía que el amor era la diferencia que existe entre todo lo que es lo mismo.
Cecilia parece incapaz de amar. O al menos de que el amor le dure más allá de ese espacio que hay entre el desearlo y el obtenerlo. Quizás porque más que amar lo que necesita es que la amen. Que la cuiden. O quizás porque huye. O porque sólo lo inmediato es lo que importa. Su moral es la moral del superviviente. Aquí. Ahora. Quiéreme. Así. Ya. Adiós.
Es difícil encontrar tu espacio, tu lugar en el mundo, tu identidad, cuando la búsqueda es a la desesperada, cuando la inquietud te hierve por dentro y buscas ser libre en un mundo que no lo es. Esa búsqueda errática es Cecilia, incapaz de dejar de mirar atrás pero deseando ir hacia adelante. No avanza, huye. Queriendo ser libre a la vez que buscando ataduras, vínculos, el cordón umbilical del amor. No parecía un paseo, no. Más bien una travesía. La travesía del salmón, a contracorriente, como nadan los desesperados.
Pude aguantar más de dos años y cuando casi me había acostumbrado me desesperé de estar acostumbrada.
Colometa era un personaje entrañable. Cecilia es un personaje más complejo, más desolador, quizás menos adorable, resulta más difícil entenderla, esa desgana, esa incapacidad para amar… Es un personaje en el margen. Me atrae siempre lo que está en los laterales, en los márgenes, invisible casi para quien transita por el centro, donde la mayoría se camufla bajo la etiqueta de normalidad y cotidianidad. Será que también me aburro. Sin embargo ambas, Colometa y Cecilia, tiene más en común de lo que parece. Lo que más les une, sin duda, Barcelona y sus calles. Y la forma de vivir esa ciudad: paseando, callejeando, observando, sintiendo. Sin ir a ningún lugar, únicamente andar por la ciudad y sus calles. Vivir una ciudad.
Y la soledad, y las flores, y los jardines, y los ángeles, y los sueños, y Barcelona… El universo Rodoreda. Todo está ahí, y ella combina esto y aquello y lo otro y nos da una poción de buena literatura. Yo me he tomado la poción a borbotones, ahora me dosificaré antes de llegar a Espejo roto, el libro de Rodoreda más recomendado por muchos comentaristas en este blog.