lunes, 23 de junio de 2025

Algo alrededor de tu cuello (Chimamanda Ngozi Adichie)


Lo que le importaba no era dónde vivían sino en qué se habían convertido


Algo alrededor de tu cuello” se mueve en el terreno incierto de las transiciones: entre dos lenguas, dos mundos, dos geografías… Este libro es un territorio de tensiones en el que la identidad no es un punto fijo, sino una oscilación incómoda entre lo que se es, lo que se espera ser y lo que se ha perdido para siempre (y ya no será). Cada historia respira con la nostalgia del hogar perdido y la inquietud del nuevo mundo. 


Chimamanda fija la mirada en el interior de sus personajes, en cómo los hiere y moldea el viaje, en qué se han convertido después de cruzar todas las fronteras visibles e invisibles. Calibra los bordes que separan una cultura de otra, una conciencia de otra, una vida de otra, y lo hace con mucha precisión emocional y narrativa. Lo que buscan sus personajes es una suerte de legitimidad íntima: la posibilidad de habitar su experiencia sin necesidad de explicarse o justificarse ante nadie. Esa aspiración apenas confesada es el hilo invisible que une a muchas de estas mujeres.


Las protagonistas arrastran las raíces arrancadas de su tierra natal, esa tierra todavía adherida a las palabras que van dejando de pronunciar. La pérdida de la lengua propia se vive como una imperceptible muerte cotidiana. Estos exilios físicos y lingüísticos fracturan a los personajes, que quedan suspendidos entre dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno. Pocas cosas hay más crueles que esa.


Además, sobre sus hombros pesa el fardo de las expectativas ajenas (y esto no es menos cruel). Cada protagonista carga con sueños que no son del todo propios: la familia que las empuja a “salir adelante”, la comunidad que espera de ellas un triunfo, el mandato de ser buena hija, buena esposa, buena nigeriana incluso en la diáspora. Pero la realidad se impone: esa ilusión forjada por otros es una burbuja iridiscente de expectativas; basta un leve roce con la realidad para que reviente sin ruido, pero dejando una herida muda y devastadora.


Es en ese choque con la realidad donde Chimamanda deja entrever otro tema medular: el racismo cotidiano que no grita pero hiere. Lejos de los estallidos estridentes, aquí el prejuicio actúa con voz baja y punzante, no necesita proclamas para denunciar esta violencia sutil; le basta con mostrarnos a sus personajes encajando esas injurias menudas con la dignidad contenida, como quien aprieta los dientes y sigue adelante. Mujeres que han aprendido a intuir el desprecio incluso antes de que ocurra. A leer en el escrutinio blanco una amenaza implícita. Y ese aprendizaje no es una forma de defensa, sino de desgaste brutal.


Hay una soledad muy honda que atraviesa todos los relatos: la de no poder narrarse plenamente.¿Cómo narrar el sufrimiento de la pérdida a quien no la conoce? ¿Cómo explicar el desarraigo a quien nunca ha tenido que inventarse una patria nueva? En un relato, una madre aguarda ante una ventanilla burocrática sabiendo que poner en palabras su tragedia la desgarrará de nuevo y quizás no cambie nada. En otro, una joven emigrada escribe cartas a casa llenándolas de mentiras piadosas, incapaz de traducirles su decepción. Son personajes que atesoran historias irrenunciables pero incomunicables: verdades que arden dentro sin encontrar salida. 


Chimamanda ofrece un espacio para alzar la voz aunque sea en susurros. Con una prosa sobria, limpia de afectación y llena de empatía, la autora logra que escuchemos esas voces silenciadas. Hay una lucidez casi cruel en su forma de mostrar cómo las decisiones de sus personajes no siempre responden a una lógica moral, sino a una necesidad de supervivencia emocional, incluso cuando esa supervivencia suponga pactar con lo intolerable. En algunos casos, hay gestos de afirmación. En otras, lo que hay es simplemente una retirada digna, una forma de protegerse sin pregonarlo.


La fuerza de este libro está en que muestra (como una pequeña presión sobre el pecho) la conciencia de estar viviendo en el umbral. Como si lo que flota alrededor del cuello no fuera solo silencio, sino el peso exacto del desarraigo, de las expectativas que deforman, del racismo que daña sin ruido, del deseo que no encuentra cauce, del idioma que se deshace antes de decirse. Ese es el silencio más dañino: el que no se impone, pero se aprende.


Cuesta no preguntarse cuántas veces (por ser pusilánimes, por cansancio o por miedo) decidimos no ver lo que tenemos delante. Y me pregunto si ese gesto de no ver, tan pequeño como una rendija cerrada, no es también una forma de violencia. No hay neutralidad posible cuando las heridas están abiertas.


Gracias, Chimamanda Ngozi Adichie. Gracias, Aurora Echevarría (traductora)


©AnaBlasfuemia


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