Traductor: Benito Gómez Ibáñez
Páginas: 320
Publicación: 2005 (2006)
Editorial: Anagrama
Sinopsis: Nathan Glass ha sobrevivido a un cáncer de pulmón y a un divorcio después de tres décadas de matrimonio, y ha vuelto a Brooklyn, el lugar donde pasó su infancia. Comienza a frecuentar el bar del barrio y está casi enamorado de la camarera. Y va también a la librería de segunda mano de Harry Brightman, un homosexual culto que no es quien dice ser. Y allí se encuentra con Tom, su sobrino, el hijo de su amada hermana muerta. El joven había sido un universitario brillante. Y ahora, solitario, conduce un taxi y ayuda a Brightman a clasificar sus libros... Poco a poco, Nathan irá descubriendo que no ha venido a Brooklyn a morir, sino a vivir.
Estaba buscando un sitio tranquilo para morir.
Si un libro comienza así coges oxígeno pensando que lo vas a necesitar para seguir avanzando por un mar de melancolía. Pero no, en esa frase empieza y termina toda la tristeza que crees vas a encontrar. Vale, hay algún momento de desconsuelo, pero a esas alturas ya estoy tan en la superficie de la lectura que no me atañe.
Quiero hablar de la felicidad y bienestar, de esos raros e inesperados momentos en que enmudece la voz interior y uno se siente en paz con el mundo.
Pues la cita anterior parece ser la razón de este extraño libro de Auster. Quiso escribir algo amable, supongo. Y le puso toneladas de amabilidad, vaya que sí. Tanta como he tenido que poner yo para llegar a la última página de este libro. Pero creo que ahora voy a tener tenebrosas pesadillas en las que Paul Auster es poseído por el endemoniado espíritu de Paulo Coelho.
Porque a ver ¿qué le ha pasado a Auster? No creo que el hecho de que me haya enamorado de su mujer, Siri Husdvedt, me ciegue hasta la ofuscación o hasta el punto de olvidar que a mí, Paul Auster, era un autor que me interesaba, me atraía esa fascinación suya por el azar, el destino, las encrucijadas, las historias anecdóticas...
Ya sabes cómo son estas aventuras clandestinas. Tantas mentiras que decir, tantos apaños que hacer.
Y este libro que tanto gusta, que tanto quiere la gente, porque es agradable, optimista, da tan buen rollo… Pues a mí me ha dejado fría. Con la ola de calor que está cayendo y yo gélida de página en página. Debería de agradecérselo, supongo. Quería acercar distancias con los personajes y la historia y no fue hasta casi la mitad del libro, cuando aparece la pequeña Lucy, que salgo ligeramente de mi adormecimiento. Fue un espejismo. Seguí sesteando durante el resto de la lectura.
Que sí, que están esos temas tan austerianos, el azar, las casualidades y demás, pero imbuido por el espíritu de Mrs. Wonderful, que ya a estas alturas todo el mundo sabe que me produce una urticaria galopante. Y así no consigo creerme la historia, los personajes me parecen demasiado al servicio de esa amabilidad, bondad y destino feliz que quiere transmitir Paul Auster, y hasta las conversaciones me suenan sentenciosas y teledirigidas. Y, coño, Auster, que eres un buen escritor, pero no malgastes ese arte… así.
¿De qué vale el conocimiento si no se utiliza para impedir que los amigos se precipiten a la destrucción?
Y no voy a ser yo quien diga que este libro está sobrevalorado, porque yo también sobrevaloro algunos libros: muchos de los que me pellizcan la piel, la córnea y las entrañas, los sobrevaloro. By the face. Me dejo llevar por la convulsión del impacto, pongo la lectura a la altura de la estratosfera y lo grito a los cuatro costados, porque a mí también me apetece contagiar esas alegrías que nos dan los libros. Pero, con las mismas, si un libro me deja en el epicentro del estoicismo y la apatía, me dan ganas de ponerme a refunfuñar cual gruñona con máster en quejas y descontentos varios.
Refunfuñado queda.
Nunca debe subestimarse el poder de los libros.
Pues mire, señor de Siri, en eso estamos de acuerdo. Por lo demás ¿me presta una temporada a su mujer?