lunes, 24 de abril de 2017

Diario de infancia (1914-1918) (Anaïs Nin)

Título original: Journal d'enfance
Traductora: Nuria Lago Jaraiz
Páginas: 252
Publicación: 1978 (1987)
Editorial: Plaza & Janes
Sinopsis: Anaïs Nin es una de las figuras literarias femeninas más sugestivas de nuestro siglo. Sus célebres Diarios son la continuación de este Diario de infancia. En el prólogo de este libro, el hermano de la autora, el compositor Joaquin Nin-Culmell, dice: "Por vez primera, gracias a la publicación del Diario de infancia de Anaïs, vemos el comienzo de una vocación de escritora que ha enriquecido tanto el arte de Diario, la literatura femenina y, en suma, la literatura en su conjunto." Este Diario, doloroso y encantador a la vez, es fruto de una separación de un padre admirado y querido, así como de la emigración a los Estados Unidos en vísperas de la guerra de 1914 a 1918. Anaïs tenía once años cuando comenzó a escribir estas páginas. Acompañarla en sus primeros pasos literarios significa descubrirla en su autenticidad, su encanto, su sinceridad, sus ilusiones, el conocimiento de ella misma...
Locuras, locuras, ¿estaré loca…? Sí, lo reconozco, estoy loca, así que voy a guardarme esas locuras en la cabeza y escribir sólo para el Diario, que no se burla de mis locuras.
Son bien conocidos los diarios de Nin que van desde 1931 hasta 1974, pero bastante menos Diario de infancia (1914-1918) y Diario de adolescencia (1919-1920). Cuando me hice con ellos tuve la sensación de que iba perfeccionando un puzle, que estaba consiguiendo las piezas necesarias que me permitirían tener una imagen completa de Anaïs. 

Mi fascinación por Anaïs Nin viene de hace tiempo. Que luego atravesara mi vida de forma cruel era algo que no podía prever. Siempre he necesitado entender a Anaïs Nin, comprender lo que nos unía de forma profunda y bestial, pero también lo que me distanciaba de forma radical de ella. Ahora, además, necesito perdonarla. 
Lo reconozco, más bien me veo para castigar, para vengar, para abrir los ojos y el corazón a los mortales con una bayoneta. ¿Cuál será mi bayoneta? ¡La pluma, qué tonta!
Hay varias razones por las que necesitaba bucear en este diario. Anaïs remodeló y rehízo sus diarios por distintas razones (privacidad de las personas que aparecían en él, fabular más su propia vida…) pero este Diario de infancia es el primero que se publicó tal cual fue escrito. Necesitaba encontrarme con la Anaïs genuina, no una Anaïs construida, inventada, creada y recreada por ella misma, por su genialidad única, su egoísmo, sus neurosis y mentiras. Una Anaïs Nin sin filtros.

Hay que decir que en sí mismo el diario no tiene ningún valor, ni literario ni casi narrativo. Es inmaduro, repetitivo, muy imbuido de ínfulas religiosas y patrióticas. El valor se lo da que sea el diario de Anaïs Nin. Entonces es cuando crece delante de tus ojos. Los diarios fueron para ella un cuarto propio, ese dedo gordo del pie que mantienes en tierra, en la realidad, para evitar separarte totalmente de ella y que la vida sea pura fantasía. Los diarios fueron su ancla y a la vez sus alas. Es cierto que ese contacto que Anaïs mantenía con la realidad era mínimo y que apenas conectaba con ella, que la fantasía la devoró hasta el punto de que sus verdades y sus mentiras se hicieron una misma cosa, complicado de distinguir unas de otras. 

Anaïs fue infiel, desleal y mentirosa, y eso ensombrece tanto la veracidad de sus diarios más conocidos como su dudosa capacidad de empatía. Por eso precisamente me interesaban estos diarios, escritos en su infancia (de los 11 a los 14 años), donde Anaïs empezó a hacerse a sí misma, cuando era más inocente.
Me gusta demasiado soñar. ¿Sería que la realidad es demasiado triste para mí? Eso me temo. La ausencia de papá se transforma en deseos, sueños llenos de tristeza.
Los diarios comienzan cuando Anaïs, su madre y sus hermanos emigran a Estados Unidos, y su padre los ha abandonado. Por cierto, hace unas descripciones de su paso por Cádiz y Málaga que son absolutamente cautivadoras y divertidas. 

El abandono del padre (con quien, se dice, mantuvo relaciones incestuosas). Ahí está todo. Casi nadie escribe para sí mismo. Aunque solo lo leas tú, siempre se escribe pensando en alguien, un interlocutor, imaginario o real. Y ese alguien en el caso de Anaïs es evidente: su padre. Que su padre la abandonara es el hecho que marcó de forma obsesiva la vida de Anaïs. En términos de psicoanálisis (con el que no comulgo, dicho sea de paso), se pasó la vida buscando a su padre en otros hombres. 
Lloro porque pienso: “¿Por qué? ¿Qué le impide a papá estar a mi lado? ¿Hay allí alguien más querido que le retiene? ¿Quién? Cuántas veces me he hecho esta pregunta… Creo que puede ser, porque no soy más que una niña tonta, caprichosa, llena de ideas locas…
Es profundamente tierno ver cómo Anaïs reclama la presencia de su padre una y otra vez, cómo lo añora, cómo no admite el abandono, cómo sufre por su ausencia, cómo lo necesita, lo espera… Y brutal cuando empieza a ¿aceptar? la realidad del abandono. Y lo pongo entre interrogantes porque, cuando parece admitir la separación de sus padres, no acepta que eso conlleve el desarraigo de su padre.
Mis únicos placeres son leer y escribir […] No aspiro a nada, sólo deseo poder pensar y contemplar el paisaje y que  me dejen leer en paz, esa es la verdad.
Extraordinario comprobar cómo Anaïs va creciendo en su escritura a lo largo de las páginas. Normal en alguien que estaba dotada para ello y que, además, leía de forma feroz (con 11 años fue a la biblioteca municipal de Manhattan y empezó a leerlo TODO, desde la A hasta la Z). Esa Anaïs lectora es sumamente atractiva, más aún cuando, tan joven, ya tiene un criterio preciso de lo que le provoca cada lectura, con una capacidad para analizar aquello que lee impropia de alguien tan joven. 

Pero la capacidad de análisis de Anaïs venía de serie, no en vano una de las cosas que más me ha deslumbrado siempre de ella es precisamente esa capacidad de autoindagación que siempre tuvo. No solo observaba, buscaba y analizaba a su alrededor. Lo hacía, y mucho, sobre sí misma. Y eso es algo que ya encontramos en estos diarios. La búsqueda. Muchas veces para justificarse, pero muchas más por una curiosidad ansiosa y unos deseos de comprender y de sentir infinitos. Deseos de vivir con mayúsculas, acentos, exclamaciones... e intensidad. Ante esto siempre he caído rendida a los pies de Anaïs.
Mis deseos, mis sueños, mis ambiciones y mis opiniones son diferentes. ¿Por qué no soy como todo el mundo?
Anaïs era un ser especial, miraba a su alrededor y se sentía solitaria y diferente. Lo era. Su mente estaba a años luz de lo que la rodeaba. Y, como ya he encontrado en otros grandes autores, esa diferencia, ese sentirse extraña, distinta, es una especie de cicatriz punzante que lleva a una búsqueda constante. Buscando ¿qué? Espejos. Alter ego. Iguales. La búsqueda constante y permanente de una identidad. Y, en esa búsqueda, continuamente analizas, rastreas razones, causas, consecuencias. 
Solo me gustan las cosas tristes o divertidas.
Anaïs sufría no solo por el abandono de su padre. Por ser diferente. También, por su carácter. Trágica, pretenciosa, con tendencia al dramatismo y al histrionismo, contradictoria. Una imaginación vigorosa. Todo girando a su alrededor. El sufrimiento estaba ahí, Anaïs tuvo que inventarse a sí misma, su mundo, su identidad, para escapar de los límites, de la inercia, del sinsentido, del vacío. La escritura no bastaba y terminó por hacerse personaje. Y algo que admiro profundamente: decidió vivir su vida sin reservas y sin que el amor, o la ausencia de él, supusiera una incapacidad. ¿Lo consiguió realmente? Cuánto, pero cuánto, me gustaría poder hablar con Anaïs. Saber si, en verdad, lo logró. Si encontró respuestas. Era una cazadora. Una encantadora de serpientes que posiblemente terminó por envenenarse a sí misma.

Como esa conversación no es posible, busco en sus diarios mientras construyo y destruyo los míos. Tal vez así encuentre el antídoto.
Escribo para consolarme, para quitarme un peso de encima.

martes, 18 de abril de 2017

Querido Miguel (Natalia Ginzburg)



Título original: Caro Michele
Traductor: Carmen Martín Gaite
Páginas: 222
Publicación: 1973 (2003)
Editorial: Acantilado
Sinopsis: Este libro nos presenta la historia de un hijo perdido, Miguel, que abandonó de joven su familia, que se casó en un país lejano y que, tras una vida poco ordenada, murió en otro país lejano en circunstancias poco claras. Su madre podrá llorarlo, pero no entender sus secretos.



En sus melancolías no iba a logar entrar nunca porque allí sitio para mí no lo había.
Me ha pasado con este libro que me ha crecido entre las manos. Os lo juro. Cuando lo terminé me di cuenta que lo que acababa de leer era una literatura sólida, perfecta, nítida, en la que Ginzburg interpone una distancia de su obra, una distancia profesional, para conseguir una calidad emocional y literaria impecable, casi quirúrgica. Cómo no iba a querer Carmen Martín Gaite traducir (magníficamente) este libro.
Estas palabras tal vez te parezcan de una crueldad inútil. Efectivamente son crueles, pero no son inútiles.
Quisiera poder explicar lo de la distancia profesional, para explicármelo a mí. Natalia Ginzburg escribía con los mimbres que le aportaban sus propias vivencias y experiencias, los recreaba a través de la ficción, pero para ella la literatura, escribir, no era una terapia, sino que era un oficio, que ejecutaba con profesionalidad y constancia. Y también con distancia. Ginzburg era una mujer que se sentía pequeña y que se empoderaba escribiendo.

Creo que podría decirse que fue una amanuense de la sociedad y la época que le tocó vivir. Pero eso requiere de una gran habilidad de observación, detectar las claves de aquello que te rodea, de esos hilos invisibles que mueven las conductas de las personas. Y luego, claro, hay que contarlo, escribirlo. Algo que Ginzburg hace desde un lenguaje sencillo, a lo que añade una construcción metódica de sus personajes.
Soy una persona con la casa en orden y el corazón en desorden.
Que mejor contexto que el de la familia para que todos quedemos retratados. Así, tenemos a la familia de Miguel y personajes que revolotean alrededor de esta familia. Ningún secundario está de adorno, todos son pieza de un mismo engranaje: el de la incomunicación. El de la soledad. Me pregunto cuántas personas hacen falta a tu alrededor para que la soledad sea más evidente. Supongo que es extraño hablar de incomunicación cuando uno de los recursos utilizados en Querido Miguel es el epistolar (no el único). Se diría que escribirse cartas es una forma de comunicarse ¿no? Pues yo no lo tengo claro, lo mismo que dudo que las palabras, hablarlas, escribirlas, sean por sí mismas un medio de comunicación.

Y creo que este libro es un buen ejemplo de ello, porque todas las cartas, todas las conversaciones, son en realidad un vehículo de aislamiento, un grito en el desierto, una voz desde el extrañamiento y la soledad. Lo cierto es que todos los personajes son unos desconocidos entre sí. Unos extraños.
Se acostumbra uno a todo. Cuando ya nos hemos quedado sin nada.
Posiblemente sea el lector quien percibe con más claridad, gracias a Natalia Ginzburg, ese desconocimiento de unos y otros, esa falta de comunicación, el egoísmo de unos, la generosidad de otros… En el fondo no se escuchan unos a otros y lo que callan dice más de ellos mismos que lo que dicen.

Que los personajes estén bien construidos no quiere decir que empatices con ellos. De hecho me ha costado que alguno de ellos me cayera bien. Curiosamente, Mara, la más descarada, manipuladora y mentirosa, ha sido quien me ha parecido el personaje más fresco y a quien más cariño cogí. 

Esos personajes que se me hacían antipáticos provocaban que entrara y saliera de la lectura sin quedarme realmente en ella. Pero finalmente cuando termino el libro tomo conciencia de que la arquitectura del libro es parte de su genialidad, cómo Ginzburg construye lo que quiere contar, con aparente sencillez, pero con detalles inteligentes en los cimientos de lo que cuenta. Es un libro triste en realidad, lo cual no le convierte en un mal libro ni muchísimo menos porque también es un libro inteligente y sutil, como lo era la literatura de Ginzurg. 

lunes, 10 de abril de 2017

Retrato de un matrimonio (Nigel Nicolson)

Título original: Portrait of a Marriage
Traductor: Óscar Luis Molina
Páginas: 312
Publicación: 1973 (1989)
Editorial: Grijalbo
Sinopsis: El matrimonio formado por Vita Sackville-West y Harold Nicolson fue uno de los más excéntricos y menos convencionales de la sociedad inglesa de la primera mitad del siglo XX. Ella era aristócrata, escritora, especialista en jardinería, de reconocidas tendencias homosexuales y sirvió como modelo a Virginia Woolf para el personaje protagonista de Orlando; él, también homosexual, era un notable escritor, político y diplomático. Juntos vivieron una historia de asexuada pasión en el seno del mítico grupo de Bloomsbury, entregados a la literatura, la amistad, las aventuras extramatrimoniales y a la restauración de castillo de Sissinghurst en Kent, cuyos jardines diseñaron y cuidaron a lo largo de toda su vida.

En alguna ocasión he mencionado en el blog la teoría de los seis grados de separación, que sostiene que todas las personas del mundo mundial estamos conectadas unas a otras a través de una cadena de conocidos que no necesita más de cinco eslabones de unión. Seis grados, seis pasos, nos separan (o nos unen) unas personas a otras.

No pocas veces miro mis estanterías y veo las conexiones que hay entre unos libros y otros, entre unos autores y otros. Las más evidentes saltan a la vista: Anaïs Nin - Henry Miller, Siri Hustvedt - Paul Auster, Frida Kahlo – Diego Rivera – Elena Poniatowska, Marguerite Duras – Yann Andréa, Paul Bowles - Jane Bowles y un largo etc. Luego están esas otras conexiones menos conocidas, algunas muy tormentosas, pero no menos ciertas: Annemarie Schwazenbach - Carson McCullers, Julio Cortazar - Cristina Peri Rossi, Jean Paul Sartre - Simone de Beauvoir, Juan Carlos Onetti - Idea Vilariño, Virginia Woolf - Vita Sackville-West… A veces me tienta coger un hilo rojo que vaya uniendo un libro con otro, a unos autores con otros y sus conexiones, porque normalmente esas relaciones no eran únicas, no fueron una relación a dos únicamente, y muchos de ellos necesitaron menos de seis grados de separación...

En cualquier caso, la relación entre Virginia y Vita fue la que me llevó a este libro. No tanto porque se hable de ella, de Virginia Woolf, como por conocer más a Vita Sackville-West. De hecho la relación entre Vita y Virginia apenas es mencionada en Retrato de un matrimonio, excepto en la última parte del libro y en unas pocas páginas. Eso sí, suficientes como para percibir la inmensa personalidad de Virginia y el respeto y admiración que provocaba en quienes la conocieron.
Porque mi vida es un pantano, un charco, un pudridero, una región engañosa con un solo punto brillante en su centro, un refugio permanente.
Pero vamos a situarnos. El matrimonio al que se refiere el título es el de Vita Sackville-West y Harold Nicolson. Y no es casualidad que el autor de este libro sea Nigel Nicolson, uno de los hijos del matrimonio (y que escribió también, entre otras obras, una biografía de Virginia Woolf). Y no sólo no es casualidad, en realidad es más que eso, porque que sea un hijo del matrimonio el que haga este retrato añade un interés extra a esta lectura. No parece nada fácil hablar de los propios padres, ser su biógrafo, cuando además se trata de un matrimonio tan peculiar y fascinante como el formado por Vita y Harold.

Para seguir ubicando esta lectura, he de decir que Nigel escribe este libro a partir del hallazgo en 1962 (año del fallecimiento de Vita) de un diario de su madre en el que narra su amor por la escritora Violet Trefusis. Nigel divide el libro en cinco partes, dos pertenecen al diario mencionado y las otras tres son la narración del propio Nigel a partir de su propio conocimiento y de cartas de Vita, Violet y el propio Harold.
Hay un lazo que me une a Violet y a Violet conmigo; nos unió no menos que une ahora, pero lo que es ese lazo sólo Dios lo sabe; a veces lo siento como algo legendario.
La relación entre Vita y Violet duró tres años, pero durante toda la vida sintieron que estaban conectadas entre sí y que ese lazo legendario jamás se rompió (Te dije que me espantabas tú. Es verdad. No quiero enamorarme otra vez de ti. Estimo mucho la vida tranquila que llevo… Pero si de verdad me quieres, me iré contigo siempre, a cualquier parte.)

Me ha parecido un acierto enorme la estructura del libro, el posicionamiento de Nigel, capaz de armar la tela de araña que componen Vita, Trefusis y Harold y, sobre todo, cómo da forma y sentido a la relación tan peculiar que mantenían sus padres. Y si una palabra se me enciende en fosforito una y otra vez durante esta lectura y también al terminarla, es la palabra equilibrio (qué bonita, pero qué bonita palabra). El equilibrio que Nigel encuentra  para hablar de sus padres, el equilibrio que encuentra Vita en Harold y viceversa, las proporciones exactas, la distancia justa, la armonía sensata, la unión serena…
Ahora me parece evidente que toda mi maldición ha sido esa dualidad contra la cual era demasiado débil y cobarde como para luchar.
Sin duda, Vita es la fuerza, la que irradia la energía, la pasión, el arrebato. Muchas veces me hizo recordar a Annemarie Schwazenbach: la nota desafinada, el renglón torcido, la lucha, la búsqueda. Y percibo que al final de la búsqueda tanto Annemarie como Vita llegan a un mismo lugar, una soledad acompañada (en el caso de Vita), un viaje al interior de una misma que termina por ser el único territorio que habitas. La certeza de que hay una soledad íntima que es tan inevitable como insondable. Cierto que en el caso de Vita era un territorio levemente compartido, con un espacio para Harold, ese refugio que suponían el uno para el otro.

A mí me fascinan las relaciones diferentes, fuera de la norma y la convención, las que introducen nuevas formas de relacionarse y quererse/amarse, porque creo que hacen justicia a la naturaleza humana, más libre, más salvaje, más intensa, y posiblemente también más superviviente. No sólo me fascinan, admiro estas relaciones porque en ellas encuentro una meta en mi propia búsqueda, y también una razón de ser.
No conocí a Violet […] Ni siquiera sabía que Vita pudiera amar de ese modo ni que lo hubiera hecho, pues no le habló a su hijo del asunto. Ahora, que lo sé todo, la amo aún más, tal como mi padre, porque fue tentada, porque era débil.
Estoy a seis grados de separación de ti.


lunes, 3 de abril de 2017

Nada se opone a la noche (Delphine de Vigan)

Título original: Rien ne s'oppose à la nuit
Traductor: Juan Carlos Durán Romero
Páginas: 376
Publicación: 2011 (2012)
Editorial: Anagrama
Sinopsis: Después de encontrar a Lucile, su madre, muerta en misteriosas circunstancias, Delphine de Vigan se convierte en una sagaz detective dispuesta a reconstruir la vida de la desaparecida. Los cientos de fotografías tomadas durante años, la crónica de George, abuelo de Delphine, registrada en cintas de casette, las vacaciones de la familia filmadas en Super 8, o las conversaciones mantenidas por la escritora con sus hermanos, son los materiales de los que se nutre la memoria de los Poirier. Nos hallamos ante una espléndida, sobrecogedora crónica familiar en el París de los años cincuenta, sesenta y setenta, pero también ante una reflexión en el tiempo presente sobre la «verdad» de la escritura.
Puedes empezar a leer las primeras páginas AQUÍ.
Y por eso sé desde hace mucho tiempo que es preferible mantenerse de pie que tumbado, y evitar mirar hacia abajo.
Sentada en mis rocas, con los pies colgando, la estepa manchega abarcando mi mirada, cierro el libro. Miro hacia abajo, sé que no debo de hacerlo, y me tumbo, sé que debo hacerlo. Dejo que el sol penetre en mi piel. Necesito esa calidez, fuera y dentro. Durante mucho, mucho, mucho tiempo, no me muevo. Intento no pensar ni sentir. Pero soy consciente de las distintas sensaciones que se agolpan dentro de mí e intentan emerger. Dejo salir a una de ellas: la conciencia de que este es uno de esos libros.

(De esos libros que querría leer contigo, a tu lado, línea a línea, a la vez. Y contarnos a través de él, de las miradas y los silencios).

El sol apacigua la brutalidad de esta lectura, el desgarro multiplicado en numerosas astillas que se clavan en el alma con total impunidad. Sigo conteniendo todas las sensaciones. Todas. Quiero controlarlas, tomar el mando y dejar que salgan de una en una, las que yo decida, cuando yo decida. Y decidir cuáles dejo dentro y cuáles fuera. Encontrar, una vez más, el equilibrio.

Con el tiempo, eso es lo que gana, lo que ha decidido la memoria.
Decido entonces que aflore otra sensación. La memoria. Le doy forma a la sensación: hay cosas que he decidido olvidar. Lo hice. Lo hice tanto que ni siquiera sabría decir qué olvidé. Solo soy consciente del acto deliberado de olvidar. Detengo esta sensación ahí.

Valiente De Vigan, decide escribir(se) sobre su madre, sobre su difícil, compleja, seductora, confusa, fascinante, enferma madre. Que padecía trastorno bipolar y otro trastorno inclasificable: el de la mala suerte. El de las personas a las que la vida les cala hasta los huesos con tormentas que no elige, que no busca, que no se merecen. La vida es, también, bipolar: momentos de felicidad intensa, delirante y plena, momentos atroces de dolor y sufrimiento. Amor, belleza, muerte, enfermedad… todos vivimos momentos así. Pero algunas personas, algunas familias, parecen llevar una extraña marca y la muerte, la enfermedad, sobre las que no se tiene ningún control, parecen castigarles con una frecuencia desmesurada e injusta.

¿Basta el miedo para callar?
Es real: quisiera hablar de este libro haciendo el pino. Sí, sí, haciendo el pino: con las manos fuertemente apoyadas en la tierra, la cabeza cerca de ella pero sin tocarla y los pies tirando hacia lo alto, hacia el cielo. Otra sensación a la que doy paso al exterior: esta lectura me ha dejado muy tocada. A medida que dejo aflorar esta sensación, sujeto firmemente otra, a la que le impido el paso: el porqué me ha impactado tanto. Filtro aún más esta sensación: es una lectura que estremecerá a cualquier persona que se sumerja en ella y yo, qué duda cabe, no soy una excepción. Esta idea me tranquiliza, sé que me engaño a mí misma, pero como soy consciente de ello no me importa.

Creo que va quedando claro que este libro es desgarrador. Brutal. Feroz. No me invento nada. Está comentado por activa y por pasiva en cualquier lugar que se hable de Nada se opone a la noche. No creo que nadie llegue a él y se sorprenda, ya sabemos de antemano que Delphine de Vigan va a hablarnos de su madre, de su familia. Que no es ficción. Es real. No hay equívocos al respecto.

¿Basta el miedo para callar?... Joder con la preguntita. Y sin embargo, qué necesaria es hacerla, que Delphine se la haga. ¿Es necesario el silencio? Cuántas familias callan, como si lo que se calla no existiera. Sin embargo el silencio es el alimento del miedo, donde crece sin que nadie ni nada lo detenga. El miedo se nutre del silencio, esto es así.

(Por eso quiero estar en tus miedos. Y que estés en los míos. Romper el silencio y el miedo)

Pero la verdad no existe. No tenía  más que fragmentos dispersos y el mismo hecho de ordenarlos constituía ya una ficción. Escribiese lo que escribiese, entraría en el terreno de la fábula.
Delphine de Vigan escribe sobre su madre para reparar, para reconstruir. ¿Qué? Todo. La vida de su madre, de su familia, de ella misma. Reparar lo irreparable. Reconstruir lo devastado.

Dejo salir ahora otra sensación que me provoca una gran sonrisa: me río de Mr. Wonderful y de esa corriente positivista, alegre, desenfadada y tan zen que nos anima (¡nos obliga!) a ser felices por el mero hecho de decidir ser felices, tener buen rollo, mirar la cara alegre de la vida y blablablá. Como si tú pudieras decidir siempre. Como si tú pudieras decidir no tener un trastorno mental, un cáncer o varios, unos genes suicidas, una familia que calla, incestos, violaciones, abusos, muertes que te dejan tambaleando… Pues oye, que esas cosas pasan, son reales. Y tú no decides pasar por eso. No lo decides. Lucile no decidió vivir esa vida. Por eso, luchó. Hasta la extenuación.

Sufrió, hizo sufrir.

(Sufrió, hizo sufrir).

Luchó, luchó, luchó. Hasta el agotamiento.

(Luchó)

Como ahora lucha Delphine de Vigan. Escribiendo. Y nos lo enseña, porque el miedo no basta para callar. Valiente. Se puede ser valiente con miedo, sí. De hecho, se es más valiente si además eres consciente de tus propios miedos. ¿Cómo escribir desde el equilibrio? ¿Cómo respetar a la familia que aún vive, a la que ya no, a su propia madre, a su hermana, a ella misma, a su padre? Su padre, al que deliberadamente deja al margen.

Difícil, mucho, encontrar esa trinchera idónea desde la que escribir sobre todo esto. Tanto que Delphine no puede evitar hablar también de todo ese proceso, las dudas que tiene, la lucha consigo misma, la búsqueda de la distancia eficaz y justa desde la que escribir. Sin querer, o queriendo, muestra debilidad, tantas dudas… Hay amor. Hay rencor. Es inevitable, hay sentimientos de los que nos avergonzamos. Sobre ellos Delphine no se detiene tanto como en otras situaciones, pero no los oculta, no. Los deja caer. Y el lector es consciente de que escribe para sacar todo eso, y que a veces lo consigue a medias, porque es duro. Muy duro. Insisto, aunque no se detiene tanto en ellos como en otros aspectos, no les pone una voz tan evidente, pero tampoco los oculta y nos lo deja ver en pequeñas píldoras.

No vi su dolor, no vi su desesperación.
Delphine no escribe como terapia, sino como búsqueda. ¿Qué hacer con el dolor de quien debería protegernos de él? No vi, menciona varias veces Delphine en las últimas páginas. Y no puedo evitar recordar aquel No vi. No comprendí de Nadine Trintignat. No haber visto, no haber comprendido, son sensaciones que se tienen después de. Pero ver, comprender, antes de, no exime del dolor si no hay nada que puedas hacer 
                                   (... si no te dejan hacer).

(Quiero ver. Quiero comprender. Veo. Comprendo).

Sé muy bien que os voy a causar tristeza, pero resulta inevitable antes o después y prefiero morir viva.
Morir viva... Zasca.

No dejo salir más sensaciones.

Suficiente.

Fin.