sábado, 12 de julio de 2025

El crítico como artista: La importancia de no hacer nada. La importancia de discutirlo todo (Oscar Wilde)

 

GILBERT: Sí, soy un soñador. Porque el soñador es el que solo encuentra su camino a la luz de la luna, y su castigo consiste en ver la aurora antes que nadie.

ERNEST: ¿Su castigo?

GILBERT: Y su recompensa


Diálogo con Wilde


WILDE: El crítico verdadero no comenta: transforma, convierte la obra en otra cosa, la pervierte con elegancia y la devuelve al mundo como un objeto nuevo, y a veces mejor.


BLASFUEMIA: O como un arma, o como un espejo que engaña más de lo que refleja, o (si ese día está generosa) como una nota al pie con ínfulas, que se cree ensayo porque sabe citar.


WILDE: Pero siempre es una segunda creación. Por eso la crítica verdadera es autobiografía encubierta.


BLASFUEMIA: O descarada, si una no disimula. Leer me arruina las coartadas.


WILDE: La palabra exige más que la acción. Los animales también actúan.


BLASFUEMIA: Pero no reflexionan… y descansan. La escritura no termina. Una obra se acaba; una lectura crítica, no. 


WILDE: La palabra te eleva por encima de los animales.


BLASFUEMIA: No sé, Wilde. He visto gaviotas con más estilo que algunos ensayistas. La palabra es mi forma de pensar… y también objeto de mi pensamiento. Y a veces, de agotamiento.


WILDE: Porque la escritura y la crítica viven en la estela. Llegan tarde, pero abren caminos. La forma cansa solo cuando se persigue sin pensamiento, pero cuando nace de la inteligencia, es libertad.


BLASFUEMIA: Y exigencia. Porque no se alcanza nunca del todo. Como si la forma siempre llegara un segundo después de la emoción.


WILDE: La vida carece de forma. Es incoherente, grotesca, inarticulada. Solo el arte puede restaurar esa correspondencia entre espíritu y apariencia que anhelamos.


BLASFUEMIA: Por eso hay en la lectura una manera de consuelo. No porque nos explique, sino porque nos ofrece contorno donde no lo había. Como si leyéramos para no vivir sin sentido.


WILDE: El arte es emoción por la emoción. No necesita propósito. La emoción que no conduce a ningún acto es la más pura. La más peligrosa, también.


BLASFUEMIA:Lo inútil sobrevive porque nadie sabe qué hacer con ello, mientras que lo útil se archiva, se cumple y se olvida, como un trámite más.


WILDE: El deber moral es un hobby de mediocres, basta con obedecer; la estética, en cambio, exige tener estilo, y eso no se aprende en manuales..


BLASFUEMIA: Estilo y descaro. Lo correcto es aburridísimo.


WILDE: Ser bueno, según el criterio vulgar, es facilísimo. Solo requiere temor, falta de imaginación y respetabilidad de clase media.


BLASFUEMIA: Entonces la estética exige más que la moral. Porque no basta con cumplir: hay que saber cómo. Lo correcto puede ser banal, pero lo bello, jamás.


WILDE: La crítica no está para juzgar ni ordenar, sino para ampliar, sugerir, desordenar con estilo y provocar conexiones que no estaban previstas.


BLASFUEMIA: Como leer, en el fondo; como vivir también. Lo que más me transforma nunca lo entiendo del todo. El orden suele ser cosa del mercado.


WILDE: La vida  es grotesca, absurda y un poco vulgar, y solo el arte logra darle forma, sentido, o al menos un lugar desde el que no ahogarse del todo.


BLASFUEMIA: O al menos nos entretiene mientras el barco hace agua por todas partes y, con algo de suerte, nos sirve un buen vino antes de que empiece la orquesta.


Gracias, Oscar Wilde. Gracias, Catalina Martínez Muñoz y Lorenzo F. Díaz (traductores)


©AnaBlasfuemia

miércoles, 9 de julio de 2025

Cómo aprendi a leer (Agnès Desarthe)


Aprender a leer ha sido para mí una de las cosas más fáciles y más difíciles. Ocurrió muy rápido, en unas semanas; pero también muy lentamente, a lo largo de varios decenios


Creo que está bastante claro que no aprendemos a leer por encadenar letras, sílabas y palabras escritas. Desciframos lo que parece un enigma: una letra, otra, otra más, se agrupan en sílabas; las sílabas se rozan, se ordenan, se empujan, y al final dan frases. Traducimos signos, reconocemos sonidos, enlazamos un código visual con uno oral. Pero leer es otra cosa. Mucho más. Hay quien se pasa la vida entera sabiendo leer (y hasta presumiendo de ello) sin haber “leído” jamás. No es una acusación, pero sí una duda legítima: hay bibliotecas impecables que no han rozado nunca el nervio, pero sí la apariencia.


Desde que recuerdo (eso me lleva a los tres años, más o menos) me han fascinado las palabras. El lenguaje era un reto en todas sus formas: hablado, escrito, silenciado, cantado, distorsionado. Aprender a leer no tuvo mucho misterio; ya tonteaba con los libros bastante antes de los seis años, y de formas variadas. Pero no me bastaba: intuía que había algo más. Y tenía un mundo de libros a mano, sin que nadie me vetara lecturas tachadas de impropias o inapropiadas para mi edad. Supongo que mi padre, en esos momentos, confiaba en que la moral que me ofrecía mi familia sobreviviera a la  ofrecida por la sintaxis.


Encontrarme con este libro de Desarthe y su honestidad ha sido una delicia rara porque explica con gran discernimiento y lucidez todo el proceso de lo que representa en verdad este aprendizaje. A ella tampoco le supuso ningún esfuerzo el hecho de aprender a leer (en su acepción primigenia).


Aprendo a leer sin darme cuenta. Es tan fácil que no entiendo por qué nos animan, por qué nos felicitan. Es lógico, es sonido, es música


Pero Desarthe tiene un problema con los libros: no le gustan. Le atrae más escribir, no consigue que su imaginación (fértil, dispersa, casi intransigente) se conecte con los libros. Y ahí empieza a atisbarse el enigma que se esconde detrás de esa aversión a los libros y que está en relación directa con la identidad. Porque construir la identidad individual hasta que puede empezar a servirnos de filtro para decodificar diversas situaciones cotidianas (y no tan cotidianas), es algo laborioso y enredado.


Construir la identidad es algo en constante movimiento, así que durante la infancia y la adolescencia se nos plantean muchas situaciones para las que no tenemos (aún) herramientas para comprender ni resolver, aunque actuemos ante ellas (con lo cual también nos ayudan a construir nuestra identidad, es un bucle precioso).


Ese trayecto que va del “no me gustan los libros” a aprender a “leer” es descrito por Desarthe con una lucidez obstinada con la que me he identificado hasta las trancas. Y no menos importante: Desarthe es muy divertida, hasta el punto de hacerme reír a carcajadas. Hay que reivindicar la importancia del humor, especialmente del inteligente, que siempre es una puerta abierta, una mano cómplice.


Y hay que decirlo claro desde el principio: no es que Desarthe no leyera durante todo el tiempo que transcurrió hasta que aprendió a leer de verdad. Leía. Leía avergonzada de que no le gustaran los libros, sobre todo los que se supone que le tendrían que gustar. Leía abochornada de pensar que su imaginación desbordante fuera la causa de su incapacidad para leer… Leía a escondidas de sí misma (“como no me gusta leer nunca comento mis lecturas”)


A Desarthe le fascinan las formas y la sonoridad y teme lo ordinario. Así que, en su intento de convertirse en lectora, lee poesía (¡poesía!). Y llega a ella en el último curso de Primaria, cuando estudian a Jacques Prévert, ninguneado por la crítica como poeta menor, demagógico, un poeta “para niños”. Yo pensé en Gloria Fuertes. El mismo sambenito, el mismo desdén. Pero muchas personas llegamos a la poesía de su mano, con sus fábulas sin domesticar y su ternura subversiva. Nunca se le dará a Gloria el lugar que se merece desde siempre.


Todo lo que dice lo pienso yo también. Todo lo que yo pienso, lo escribe él


Así se siente Desarthe al leer a Prévert. La poesía le sienta bien porque le “permitía permanecer en el solipsismo” No me extiendo más, aunque podría quedarme en este libro un buen rato. Prèvert fue el primero de muchos autores (Duras, Faulkner, Camus, Bashevis Singer, Ozick…) y de unas cuantas sacudidas más que acabaron provocando el click que la llevó al punto exacto en que dejó de ser cierto que no le gustaba leer.


Pero no puedo terminar sin mencionar otra de las claves en su proceso de “curarse” de la enfermedad de que no le gustara leer: la traducción. Y me fastidia no alargarme más, porque es un tema que me interesa y me persigue. Desarthe es escritora, editora y traductora (ha traducido a Virginia Woolf, Alice Munro o Cynthia Ozick) y la última parte del libro está consagrada a ese oficio. Leí esas páginas con una mezcla de respeto, entusiasmo y admiración.


La lectora que soy dice mucho de la persona que soy (y viceversa). Ambas han crecido juntas, sin jerarquías, empujándose, corrigiéndose, mezclando herramientas para entenderme y entender qué hago yo con lo que el mundo me tira. No exagero si digo que este libro de Desarthe, al contar lo suyo, me ha ayudado (también) a darle forma a lo mío.


“…la lectura, que es al mismo tiempo el lugar de la alteridad calmada y el de la resolución, nunca concluida, del enigma que constituye para cada uno su propia historia


Gracias, Agnès Desarthe. Gracias Laura Salas (traductora)


©AnaBlasfuemia


  


domingo, 6 de julio de 2025

Hijo de Jesús (Denis Johnson)

Hay tanta porquería dentro de nosotros, tío, y lo único que quiere es salir


Si tuviera que elegir una banda sonora para “Hijo de Jesús, de Denis Johnson, no tendría que devanarme los sesos: bastaría con dejar sonar la guitarra de Lou Reed en “Heroin. Ese crescendo desbocado, esa promesa de éxtasis y la caída abrupta en el fango. De hecho, el título de este libro es un préstamo deliberado de Lou Reed y su “Heroin”, donde el vértigo de la adicción se confunde, por un instante, con la embriaguez de algo casi sagrado, una especie de latido vertical: “and I feel just like Jesus’ son” (“y me siento como el hijo de Jesús”)


Tanto Reed como Johnson compartían esa extraña habilidad de transformar lo sórdido en materia de poesía, de hallar, entre la basura, una chispa de trascendencia. Ambos escribieron (cada uno con su instrumento: la prosa fracturada, la guitarra y la voz entre dientes) desde esa línea ambigua entre la caída y el éxtasis, lo espiritual y lo grotesco, entre el yonqui y el místico. 


El título, pues, no es símbolo: es aguijón. Un recordatorio de que a veces el deseo de volar y la necesidad de hundirse pasan por el mismo punto del cuerpo. Como diría Baudelaire, “hay que estar siempre ebrio” (de vino, de virtud o de literatura).


No son relatos sueltos: son fogonazos conectados por la misma herida. Hay un narrador sin nombre (pero con apodo: “Fuckhead”), que deambula por la América de los 70 y 80 con la brújula moral rota y el pulso alterado por las drogas. Los relatos se entremezclan y cada uno de ellos parece contradecir al anterior o corregirlo sin saber cómo. La escritura de Johnson es deliberadamente alucinatoria, fragmentada. Se comporta como la droga, intentando reflejar la psique del protagonista. 


El primer relato, “Accidente durante el autostop”, es una declaración de intenciones: un accidente fatal, narrado con la frialdad de quien observa su propia vida desde la acera de enfrente, marca el tono del resto del libro. Aquí, la violencia y la casualidad se entremezclan con la percepción distorsionada del narrador y te ves arrastrada a un mundo donde el tiempo es elástico y los referentes morales se desvanecen.


La pasividad del narrador, su falta de empatía o de reacción no es indiferencia, es que ya no recuerda cómo se hace. Observa cómo todo se desmorona a su alrededor sin intervenir, no por crueldad ni frialdad, sino porque el cuerpo no responde, la conciencia no articula, y la droga ha desactivado incluso la posibilidad de conmoverse. La droga le mantiene encendido en un canal que casi nadie sintoniza. A veces intenta corregirse, pero no sabe desde dónde. No hay propósito, solo el intento fallido de volver a parecer alguien que una vez estuvo vivo.


La vida del narrador transcurre en ese limbo entre la lucidez y la alucinación, donde la realidad se percibe a través de un parabrisas sucio y agrietado. Sin embargo, en medio de la confusión, hay momentos de claridad y belleza inesperada: una frase que chisporrotea como un cable pelado en mitad de un descampado, un gesto de humanidad en medio del naufragio. Johnson logra lo que pocos: retratar la miseria sin caer en el miserabilismo y encontrar poesía en los escombros de la vida cotidiana.


La mirada de Johnson es la de quien, sentado en la última fila de un bar a punto de cerrar, observa a los demás sin atreverse a interrumpir su soledad; los contempla con una mezcla de compasión y humor negro, como si dijera: “Todos somos un poco ‘fuckhead’ en este carnaval de la existencia”. Rimbaud, que también supo de iluminaciones y naufragios, habría entendido perfectamente a los personajes que aparecen en “Hijo de Jesús”.


Sin embargo, en medio de esa densidad emocional, hay una veta de humor absurdo, dislocado, que atraviesa algunos episodios. No es humor en el sentido clásico, sino más bien como si el dolor tuviera la mala suerte de hacerse gracioso por momentos. La adicción adquiere a veces el tono de una comedia trágica: decisiones sin sentido, actos automáticos, diálogos que rozan lo ridículo y acaban en ternura, desconcierto o devastación.


El relato final, “Asilo Beverly”, funciona como un epílogo existencial donde el narrador, ya rehabilitado y trabajando, encuentra una inesperada sensación de pertenencia entre quienes han sido marginados y desechados. Todos los temas del libro confluyen en ese espacio físico. Soledad, desconexión, culpa… pero también deseo de pertenencia, un gesto mínimo de querer estar. Aunque su vida sigue marcada por la rutina y la falta de propósito, lo que queda es la sensación de que, al menos por ahora, no vale la pena seguir huyendo. 


Si Lou Reed cantaba “Heroin, be the death of me” (“Heroína, sé mi muerte”), Johnson nos recuerda que, a veces, sobrevivir es el mayor acto de rebeldía. O, al menos, la mejor excusa para volver a intentarlo mañana. Porque, en el fondo, todos buscamos (aunque sea por un instante) ser hijos de algo más grande que nosotros mismos.


Johnson y Reed no eran moralistas ni cínicos ni escribieron desde una torre de marfil. Reed escribía letras que a veces eran cuentos de Carver con distorsión y Johnson escribía relatos que a veces eran canciones de Reed contadas desde dentro de una ambulancia. Ambos hablaban con los desahuciados, no sobre ellos. El protagonista de “Hijo de Jesús” no busca expiación ni perdón: busca aguantar. Reed canta “I’ll Be Your Mirror” como quien ofrece un cigarro a alguien que tiembla. Esa forma de ternura impura, sin melodrama, es quizás lo que más comparten: que en medio de la ruina aún hay un gesto hacia el otro. Pequeño y torpe, pero suficiente.


Gracias, Denis Johnson. Gracias, Rodrigo Fresán (traductor)


©AnaBlasfuemia


 

miércoles, 2 de julio de 2025

¿A quién pertenece Anne Frank? (Cynthia Ozick)

 

Pero el diario en sí […] no se puede considerar la historia de Anne Frank. Una historia no puede llamarse historia si le falta el final. Y, a falta de ese final […] la historia de Anne Frank se ha expurgado, distorsionado, trucado, traducido, reducido, infantilizándose, homogeneizándose y sentimentalizándose hasta acabar falseada, cursilizada y, en definitiva, impúdica y arrogantemente negada”.


Este pequeño ensayo cabe en la palma de la mano y sin embargo su calado es de una profundidad tal que transciende su tamaño, pesa como un ladrillo en la conciencia. La inteligencia y la valentía de Ozick van a desmontar algo que parecía férreo e inquebrantable.


En este texto, profundo y polémico, Ozick aborda cómo la vivencia de Anne Frank ha sido transformada y manipulada desde su publicación. El ensayo es una crítica directa y sin concesiones a cómo el “Diario de Anne Frank” ha sido editado, adaptado y reinterpretado de maneras que traicionan su autenticidad y su contexto histórico. Lo que Ozick, con la lucidez y la mala leche necesarias, se atreve a preguntarse (y a preguntarnos) es: ¿qué hemos hecho con Anne Frank? ¿De quién es su historia? ¿Y, sobre todo, qué le hemos quitado al convertirla en icono, en mito, en símbolo universal de la esperanza y la bondad?


El eje central del ensayo es la crítica de Ozick a Otto Frank, padre de Anne, que editó el diario antes de su publicación. Para Ozick, las modificaciones realizadas por Otto (como la eliminación de pasajes personales o controvertidos) suavizaron la imagen de Anne y facilitaron que su diario se convirtiera en un símbolo universal de esperanza, alejándose de su realidad como testimonio de una joven judía atrapada en el horror del Holocausto. 


Lo que comienza como una reflexión sobre las decisiones personales de Otto se irá transformando en una crítica más amplia sobre cómo la cultura ha apropiado y deformado la memoria de Anne, minimizando su identidad judía y el contexto específico del Holocausto.


El ensayo también va más allá y plantea una reflexión profunda sobre cómo la sociedad manipula las narrativas históricas para ajustarlas a sus valores y expectativas. Según Ozick, el “Diario de Anne Frank” se ha convertido en un “ícono de esperanza” a costa de su autenticidad y esta transformación refleja un problema cultural más amplio: la tendencia a universalizar y sentimentalizar las tragedias para hacerlas más digeribles.


Lo que hace Ozick no es solo levantar la voz: es colocar dinamita (moral, crítica, intelectual) en el centro de un consenso aparentemente firme. Porque el “Diario de Anne Frank”, más que preservarse como el testimonio desgarrador de una niña judía asesinada en el Holocausto, ha sido transformado en un emblema universal y reconfortante. Su dolor ha sido estetizado, su identidad diluida, su voz reconfigurada para que encaje en los relatos que preferimos escuchar. Y eso, lejos de cumplir una función reparadora, podría estar contribuyendo a una forma más sutil (y quizá más peligrosa) de negación. Y cuando un testimonio se convierte en icono y el icono en mercancía cultural, ¿qué queda de la verdad? ¿Se ha convertido el “Diario de Anne Frank” en algo que ella misma no reconocería?


El mensaje es claro: nos hemos apropiado de Anne Frank, la hemos convertido en símbolo universal y, de paso, hemos edulcorado su historia hasta dejarla irreconocible. ¿Que el diario era un testimonio brutal del horror y la persecución? Bueno, mejor lo dejamos en “diario de una adolescente llena de esperanza”, que vende más y no amarga el desayuno. El ensayo repasa cómo el diario ha sido expurgado, distorsionado, reducido e infantilizado hasta el extremo de negar su verdad más incómoda: la de la persecución, el miedo y la muerte. Y, por si acaso, nos recuerda que Anne no murió de esperanza, sino de tifus, hambre y abandono. 


Este ensayo es una llamada de atención sobre el poder y los peligros de la reinterpretación cultural. Nos obliga a preguntarnos si las historias pueden ser universalizadas sin traicionar su verdad y si, en el esfuerzo por hacer que un testimonio nos sea más cercano, no se corre el riesgo de distorsionarlo por completo. 


Lo que leo lo cuento y, en este caso, lo que cuento, pica un poco. Avisados estáis.


Gracias, Cinthya Ozick. Gracias, Eugenia Vázquez Nacarino (traductora)


©AnaBlasfuemia



lunes, 30 de junio de 2025

Seda (Alessandro Baricco)

 

Es un dolor extraño […] Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca


Esta frase parece profunda, está bien calibrada, bien embalada. Dice lo justo para parecer inolvidable, pero no llega a deslumbrar. Baricco no la escribe: la maneja con cálculo. Como todo en “Seda”, no busca herir sino sugerir que algo duele (mucho).


Seda” es un libro peligrosamente fácil de admirar. Es breve, bello y elegante. Parece diseñado para la unanimidad: nadie en su sano juicio podría decir que está mal escrito, y cualquiera con un mínimo de sensibilidad diría que es sutil. Cada frase está en su sitio, cada imagen se desvanece en el momento exacto, cada pausa ha sido calibrada para sugerir una emoción que no llega nunca a desbordar. El resultado: una pieza literaria bien hecha. 


Pero algo pasa cuando la perfección se vuelve tan pulcra. Cuesta saber si hay hondura o solo una superficie bien trabajada. “Seda” contiene una historia de obsesión callada y deseo mudo. La sinopsis cabe en un pañuelo de seda auténtica: un comerciante francés del siglo XIX viaja a Japón en busca de huevos de gusano de seda. Pero lo que encuentra (y lo que Baricco elige construir) es otra cosa: una imagen. Una mujer sin nombre. Un silencio que se agranda de viaje en viaje y que nunca se rompe. Una historia que parece un viaje, pero que al final es una vuelta a la rotonda con incienso.


La mujer no habla, no actúa, no respira narrativamente. No se le da voz ni se le concede siquiera el dudoso privilegio de tener un nombre. No es un personaje: es un holograma. Baricco la convierte en deseo puro. Si ella dijera siquiera “perdone, tengo nombre”, el edificio entero se vendría abajo. Porque la lógica de “Seda” depende de ese mecanismo: el deseo no puede cumplirse porque no puede tocarse


Esta elección tiene linaje: forma parte de una tradición larga (demasiado larga) en la que el objeto de deseo femenino se contempla, pero no se escucha. Baricco no inventa nada nuevo, pero lo depura como nadie. Cuanto menos dice ella, más puede proyectar él. Cuanto más se silencia, más se idealiza. Y cuanto más se idealiza, más se borra.


Ese mecanismo de borrado no es solo literario: es cultural. Y como toda lógica que funciona por omisión, tiene consecuencias políticas. Porque elegir contar el deseo de un hombre hacia una mujer que no habla es, en el fondo, elegir quién puede narrar el mundo y quién debe limitarse a ser narrado. Y lo hace con tanta elegancia que casi nadie se da cuenta.


El Japón del libro participa del mismo truco. No es un espacio con historia, tensiones o lenguas. Es un decorado exótico que cumple perfectamente con su papel de escenario para la transformación del personaje europeo. Ni una mención al contexto social, ni un personaje japonés con peso narrativo. Baricco no ridiculiza nada (faltaría más), pero tampoco se molesta en entrar. Elige el Oriente como espacio mítico, sensual, silencioso.


Ojo, que nada de esto convierte “Seda” en un mal libro. Ni mucho menos. Pero sí en un libro que parece no tener conflicto con nada. Ni con el deseo ni con el poder. No molesta. Y precisamente por eso se vuelve interesante leer con la mirada entrenada, la ironía encendida y la sospecha sin pestañear.


Sedapodría haber sido deslumbrante si se hubiera atrevido a dejar que su deseo le estropeara la belleza. Baricco parece haber dictado el libro desde un chaise longue de terciopelo gris. Y yo necesitaba que algo se desbordara, que el deseo quemara, aunque sea un poco. Pero no. Baricco sugiere, insinúa, se insinúa, y se diluye. Es como si se negara a dejar que su historia lo salpicara. Todo está demasiado protegido. Y ese cuidado extremo, que fascina en una primera lectura, empieza a parecer una belleza conservada al vacío en la segunda.


Seda”, en definitiva, deslumbra más por contención que por vértigo. El lenguaje utilizado, si pudiera, caminaría de puntillas. La forma gana la batalla al fondo; y eso no es tanto un accidente como un límite. Un libro que muchos admiran, algunos aman, pero que si afinas el oído… surge la sospecha: tanto equilibrio somete la lectura a su envoltorio. Es meritorio, sí. Pero más para regalar que para recordar.


Gracias, Alessandro Baricco. Gracias Xavier González Rovira y Carlos Gumpert (traductores)


©AnaBlasfuemia