Título original: Swimming Home
Traductora: Susana de la Higuera Glynne-Jones
Páginas: 164
Publicación: 2011 (2015)
Editorial: Siruela
Sinopsis: Nada más llegar con su familia a una casa en las colinas con vistas a Niza, Joe descubre el cuerpo de una chica en la piscina. Pero Kitty Finch está viva, sale del agua desnuda con las uñas pintadas de verde y se presenta como botánica... ¿Qué hace ahí? ¿Qué quiere de ellos? Y ¿por qué la esposa de Joe le permite quedarse? Nadando a casa es un libro subversivo y trepidante, una mirada implacable sobre el insidioso efecto de la depresión en personas aparentemente estables y distinguidas. Con una estructura muy ajustada, la historia se desarrolla en una casa de veraneo a lo largo de una semana en la que un grupo de atractivos e imperfectos turistas en la Riviera son llevados al límite.
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La vida solo merece la pena porque tenemos la esperanza de que irá a mejor y de que todos llegaremos a casa sanos y salvos.Quiero detenerme en el título, porque últimamente los títulos de algunos libros me dejan prendida de ellos y me sugieren numerosas imágenes en mi hiperactiva cabeza. Nadando a casa me sugiere retorno, volver, mar, isla, avanzar, acoger y muchas más cosas intraducibles en palabras. Supongo que no fue casualidad que escogiera este libro no mucho después de que intentara plasmar lo que es casa para mí. Quizás porque intento ser casa a la vez que busco una para mí, quizás porque el agua es un elemento muy potente y simbólico, porque me encanta nadar y meter la cabeza dentro del agua, escuchar y sentir los sonidos acuáticos (nadar y sumergirse es como meterse debajo de una campana de agua, te aísla a la vez que te protege)… el caso es que este título, que aúna dos conceptos que tienen mucha profundidad y arraigo en mi vida, era como un tobogán por el que dejarme deslizar sin la brusquedad de un mal aterrizaje.
Siempre llueve cuando te sientes triste.El agua me hace recordar muchas cosas, a Virginia Woolf y Sylvia Plath por ejemplo, en cuyas obras encuentro con frecuencia este elemento. Y la lluvia… soy de Asturias, nací con la lluvia dentro. Soy lluvia. Lluevo y me lluevo. Me atrae la luz, necesito la luz, la que ilumina sin deslumbrar, la que guía sin aturdir, la que tienen los amaneceres o los faros encendidos. Pero, ay, la lluvia… De niña creía (lo sigo creyendo) que si en verano llovía era porque alguien había matado una mariposa. Un verano unos niños mataron varias mariposas para burlarse de mí y hacerme llorar y gritar que “¡¡ahora lloverá, lloverá!!”. Y llovió. Varios días. Hasta hizo frío. Yo no quería que lloviera en verano.
Ella sabía lo que hacía la lluvia. Ablandaba las cosas duras.
Ya lo dice Deborah Levy: la lluvia ablanda las “cosas” duras. Lo mala noticia es que reblandece en exceso aquello que ya era blando de serie, con lo que al final obtenemos un barro inconsistente y moldeable. Y pesado, muy pesado. Porque el barro se acumula y pesa, pesa mucho, más aún cuando se seca y se endurece, y entonces vuelve a necesitar de la lluvia que dulcifica, mitiga y apacigua. Eso es la lluvia para mí (Nota a quien corresponda: o cómo responder una pregunta antes de que te la hagan).
Dame tu historia y yo te daré algo que la aleje de ti.Hay historias que mantenemos alejadas de nosotros mismos, como si la distancia difuminara su existencia. Hay otras que debiéramos alejar, pero se aferran a ti desesperadamente aunque las apartemos una y otra vez. Al final la distancia estalla por los aires y las historias vuelven a ti como un bofetón inesperado. Y, en el aturdimiento del golpe traicionero, empieza a perfilarse una palabra, no menos traicionera: depresión.
¿Aparece de repente o ya estaba ahí? Voy a recular: en realidad Nadando a casa no habla de depresión, sino de tristeza. Esa tristeza que está detrás del telón, entre bambalinas, amenazando con salir al escenario a hacer su espectáculo y a la que impides su protagonismo montando tu propio espectáculo, más o menos real, más o menos falso, pero que mantiene los focos alejados de aquello que hay detrás del escenario, oculto. Hasta que alguien, por ejemplo, aparece desnudo en la piscina. Kitty Finch mismamente, que le gusta el agua, y las plantas, y estar desnuda. Desnuda, no hay nada que ocultar. La libertad de ir desnuda, por dentro y por fuera. ¿Qué sucede? Que entonces las luces cambian de escenario, y lo que había detrás del telón empieza a formar parte del espectáculo. La luz propia y desnuda de Kitty acentúa las sombras ajenas. O cuando una desnudez te desnuda a ti. O la tuya desnuda a los demás. Y huyen. El nudismo no es tan natural, después de todo, parece. Desnudarse tiene un precio muy alto.
Porque la vida siempre debe recuperarnos.Hay una lucha sorda, invisible y encarnizada contra la tristeza. La aparcamos a nuestros suburbios interiores. La negamos con el mismo mecanismo que nos hace sensibilizarnos ante el atentado en Niza pero ignorar fríamente otro más atroz en Pakistan. No pondré nombre a ese “mecanismo” que nos ha invadido y poseído y asumimos con una pasmosa naturalidad. Cada cual que le ponga el nombre que quiera.
Nadando a casa es como una crisálida: sutil y bella. Hay una inactividad aparente en su interior, pero detrás de esa engañosa inacción hay un movimiento leve, ligero, casi invisible pero persistente en el que se va desarrollando una metamorfosis hasta llegar a la inevitable eclosión final.
Anoto en mi lista de autoras a las que seguir: Deborah Levy.
Y me voy a nadar. Desnuda.
(©AnaBlasfuemia)