“Todo se basa en el equilibrio de lo que está a punto de derrumbarse, pero que con una última raíz se aferra a un suelo friable”
Friable: que se desmenuza fácilmente. No se me ocurrió que la mejor definición de la lectura de “El agua del lago nunca es dulce” la fuera a encontrar en el interior de sus páginas. Porque así ha sido este libro: un equilibrio que pasa demasiado tiempo a punto de derrumbarse y que, al final, se desmenuza por estar la raíz en un suelo más friable que fiable. Me temo que voy a ser una voz desafinada en el coro de voces que han ensalzado este libro, así que estoy dispuesta a explicarme con argumentos y toda la extensión necesaria.
Esta lectura ha sido como zambullirse en un lago con los ojos cerrados. Al principio el agua parece fresca, prometedora, pero a medida que nadas empiezas a notar que ese lago no es tan profundo como parecía, que hay mucho barro y el agua ya no es tan transparente. Y al salir, el agua deja sobre la piel una película que no sabes muy bien si es frescor o un lodo pegajoso. Eso ha pasado con “El agua del lago nunca es dulce”: un libro que arranca con fuerza, con personajes y párrafos que parecen prometer una sacudida, pero que termina desinflándose, dejando más frustración que hondura.
Empecé la lectura con ilusión. El planteamiento inicial tenía todo lo que a mí, como lectora, me suele atraer: la historia de Gaia, una joven que crece en la periferia de Roma, en una familia obrera, luchando contra la precariedad, la exclusión social, la falta de oportunidades. Una madre, Antonia, que es una fuerza de la naturaleza: fuerte, mandona, inflexible, dispuesta a limpiar casas ajenas y a imponer su ley en la suya. Un hermano mayor, Mariano, rebelde y explosivo. Dos gemelos pequeños, casi como cachorros a los que proteger. Y un padre ausente, roto por un accidente laboral, que se desliza en el silencio de su silla de ruedas.
Antonia es, sin duda, el pulmón más potente del libro. Caminito se inspira en una mujer real, lo que le da un poso de verdad: una madre que sostiene, que grita, que limpia, que educa, que impone, que no roba, que no miente, que enseña a sus hijos a sobrevivir. Es la heroína a su pesar, la superviviente, la que no se permite el lujo de caer. Sus apariciones son uno de los grandes aciertos del libro.
“El agua del lago nunca es dulce” no se empieza a desmoronar en la historia de Antonia (es la que te atrapa en cuando empiezas a leer), sino en la de su hija Gaia, que es la protagonista y narradora. Caminito ha contado en entrevistas que esta fue su primera novela escrita en primera persona. Y esa elección, que a priori busca cercanía e intimidad, termina siendo una trampa. Porque Gaia no es una narradora viva: es una voz que enumera, que se queja, que lanza pensamientos contundentes, pero no deja entrever su conmoción interior (al menos su evolución íntima). No hay un proceso emocional interiorizado real.
Lo que debería ser un relato de aprendizaje (con sus contradicciones, sus caídas, su rabia justificada y también injustificada) se convierte en una lista de agravios: Gaia como víctima de todo Sí, hay escenas potentes, escenas que deberían ser demoledoras, que deberían desgarrar, que deberían dejarte sin aliento. Todo se cuenta y se narra, pero no se siente ni se vive.
La ambientación en el lago de Bracciano podría haber sido un personaje más, como ocurre en tantas novelas donde el paisaje refleja los estados emocionales. Aquí el lago es un decorado, una postal, que no consigue llegar a ser un símbolo vivo pese a que Caminito lo intenta.
Me lo pregunté muchas veces mientras avanzaba entre sus páginas: ¿por qué no me llega? ¿Por qué no siento el dolor de Gaia? ¿Por qué no me remueve el suicido de una amiga de Gaia, la enfermedad de otra, el desencuentro con su madre, la violencia, el desarraigo, la rabia de clase? Y creo que la respuesta es esta: porque no hay un movimiento interior visible, porque Gaia es una voz que dice pero no progresa, sólo acumula. Es una narradora que no se habita a sí misma. ¿O será que he perdido la empatía? ¿Que mi lago interior también se ha vuelto decorado de postal? Me entraron ganas de hacerme una PCR emocional (aunque sospecho que habría salido negativa en sentimentalismo y positiva en escepticismo).
El suicidio, la depresión, la enfermedad, el desarraigo, la traición, la asfixia, la pérdida, la furia adolescente, la desigualdad, la precariedad de clase… todos esos temas están. Pero es como si se hubieran puesto en una lista de temas importantes que había que tocar, aunque sin darles el tiempo, la profundidad emocional y la vivencia que merecen.
He leído críticas elogiosas, sobre todo en redes sociales, donde parece que la estética de la prosa y la fuerza de las frases impactantes deslumbra, y sobre todo donde se suele proyectar una identificación emocional simplificada. Pero lo que para algunas personas es intensidad e identificación, para mí es reiteración y ausencia de profundidad. Gaia repite una y otra vez que es víctima, que es incomprendida, que nadie la quiere ni la escucha, que el mundo es hostil… pero no abre un resquicio para interrogarse, ni se pregunta si también ella tiene responsabilidad. Cada capítulo es una reiteración del anterior: más rabia, más quejas, más resentimiento.
Es como si Giulia Caminito sintiera la necesidad de subrayar, de enumerar, de explicar, de dar más datos de los necesarios; como si temiera que lo que quiere contar no se entendiera o no fuera suficiente. Y lo hace por superposición: acumula páginas de acontecimientos y sucesos que son más de lo mismo, que ya hemos captado, que se nos dice explícitamente y de distintas maneras, pero ninguna literariamente correcta o innovadora o inteligente. Además se añaden personajes impostados, metidos con calzador, escenas que superponen capas y capas y capas de pintura a la misma pared.
No quiero ser injusta: Caminito es una autora con voz, tiene una prosa potente, sabe crear imágenes impactantes y bellas. Tiene intuición, tiene sensibilidad, tiene coraje para meterse en temas espinosos. Tiene párrafos que brillan. Tiene un personaje (Antonia) que está vivo de verdad. Tiene algo. Escribe frases bellas, sonoras, frases que parecen importantes… y que no se sostienen cuando las miras de cerca. Es como un vestido bien cortado con una tela que no tiene peso. La narración se queda en el esqueleto, en la estructura, y no traspasa la piel porque los procesos emocionales no están bien trasmitidos
¿Sabéis esas pompas de jabón que crecen, revolotean, irradian formas, colores y sensibilidad, y de repente hacen “pum” y ya no queda nada? Eso pasa con este libro: Caminito no consigue remontarlo. Algo, no obstante, he aprendido de esta lectura, como se aprende a veces en la vida: por las carencias, por las ausencias. En este caso por carencias narrativas y ausencia de valentía narrativa. Los mimbres son buenos, eso no lo niego. Pero algo había que hacer con ellos y no vi un resultado consistente ni original.
Y esta ha sido mi opinión: cruda, sentida y sincera.
PD: No descarto que en una relectura todo esto me parezca menos friable. Pero no me hagáis zambullirme otra vez en ese lago sin gafas.
Gracias, Giulia Caminito. Gracias, Carlos Gumpert (traductor).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
En este blog NO se hacen críticas literarias ni mucho menos reseñas. Cuento y me cuento a partir de lo que leo. Soy una lectora subjetiva. Mi opinión no convierte un libro en buen o mal libro, únicamente en un libro que me ha gustado o no. Gracias por comentar o, simplemente, leer