"País abandonado, abandonado como repudiamos a alguien, como desertamos. Para hacer la propia vida”
No siempre hace falta cruzar fronteras para irse. A veces basta con alejarse lo suficiente (que siempre será insuficiente), sabiendo que hacer y vivir tu propia vida incluye también arrastrar con la ajena. En “Los países”, Lafon cuenta cómo se vive entre dos formas de estar: la que arrastras sin querer y la que elegiste sin saber. Ese desplazamiento de quien cambia de paisaje sin cambiar del todo de piel.
Los territorios vitales de Claire (la protagonista) no están del todo separados, no son parcelas rotas, ni estaciones abandonadas. Son islas, pero unidas por algo más hondo que el mar: una raíz común, una savia que pasa de una a otra sin ser vista. Lo que vivió en un lugar deja huella en el otro por eso lo rural no se borra en París: permanece en el cuerpo, en los gestos, en la forma de mirar. Las lenguas, los silencios, incluso los nombres propios, se arrastran de un país al siguiente como hilos subterráneos. Algo persiste y se transmite, como si el cuerpo entero (ese cuerpo que es también memoria) fuera el verdadero país que conecta todas las islas.
Somos países en plural, pero a veces nos replegamos en islas. No por elección, sino para sostener algo que de otro modo se disolvería. No por soberbia, sino por necesidad. Cuando la pertenencia se vuelve incierta, cuando nada encaja del todo, nos replegamos, y es en ese titubeo entre el deseo de pertenecer y el miedo a desaparecer, donde nos volvemos tierra de nadie.
Lafon reconcilia y dibuja un archipiélago íntimo donde cada espacio vibra si otro se toca. Como si las campanas no doblaran solo por alguien, sino también por lo que fuimos, lo que somos y lo que aún no dejamos de ser.
Lo que aquí se narra no es superfluo pero tiene el pálpito de lo reconocible, todo sucede a una altura que no levanta polvo ni eleva el tono. Por eso el peso lo lleva la forma y Lafon escribe como quien escudriña lo cotidiano: sin buscar lo raro, pero con una inteligencia que revela lo que suele pasar desapercibido. Su prosa no fluye, es más como un martillo que le ha cogido cariño a un clavo, pero sin ensañarse. Cada frase parece dicha con la medida justa, no busca brillar pero deja claro lo que mira. Y sabe mirar.
Claire no se transforma de golpe: se desplaza apenas, por roce y por estar allí, cediendo un poco cada día. No son los hechos los que la deforman, es la repetición del vivir: un desgaste sutil que perfila otra silueta. Sucede en silencio, sin nada que lo anuncie. Se aferra a los libros no solo por sed intelectual, sino para mantenerse impermeable y porque la sostienen en pie, la aíslan sin romperla. Funcionan como un dique contra la sensación de ser intrusa permanente.
El final del libro no cierra, sino que transmite un recorrido. Claire, su sobrino y su padre comparten un paseo por el Louvre, un lugar que para ella no es un museo sino un continente habitable: no unívoco ni solemne, sino lleno de recorridos posibles, de barrios interiores, de extravíos que no exigen mapas. Claire lo nombra así (“el continente Louvre”) porque en ese lugar puede desplazarse entre fragmentos sin pedir raíces, moverse sin fijar pertenencia, dejar que el conocimiento se construya como se camina una ciudad: paso a paso.
El padre no entiende ese continente, pero no lo rechaza ni lo desacredita. Camina por él sin interrogarlo ni descifrarlo, solo observa y dice: “Qué bonitos son esos suelos, qué bonitos” Es la forma que tiene de decir: estoy aquí, contigo, aunque no comprenda del todo dónde estoy ni cómo habitas tú este lugar. Es su forma de reconocer sin apropiarse.
Y es en esa frase final donde hay un momento compartido en el que ninguno impone su lenguaje al otro. Lo que hay es un paso dado en común sobre un suelo que, en realidad, no pertenece a ninguno de los dos. Como si el libro entero hubiese caminado hasta aquí solo para decir que a veces no hace falta fundirse, ni explicarse, ni volver atrás, sino que basta con pisar el mismo suelo durante un rato. Y eso es lo importante. Porque este libro no nos facilita coordenadas, pero deja bajo los pies algo que a veces se parece a un país.
Gracias, Marie-Hélène Lafon. Gracias, Lluis María Todó (traductor)

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