jueves, 27 de septiembre de 2018

La canción de los vivos y los muertos (Jesmyn Ward)

Título original: Sing, Unburied, Sing.
Traductor: Francisco González López
Páginas: 260
Publicación: 2017 (2018)
Editorial: Sexto Piso
Sinopsis: Jojo, de trece años, y su hermana menor Kayla viven con sus abuelos negros en una granja en la costa del Golfo de Misisipi, con la compañía siempre esporádica de su madre, Leonie, una mujer que desearía ser mejor madre de lo que es, atormentada y en ocasiones reconfortada por las visiones de Given, su hermano asesinado cuando era adolescente. Cuando el padre de Jojo y Kayla, un hombre blanco, va a salir de prisión –Parchman Farm, la misma penitenciaría en la que el abuelo de Jojo cumplió una condena injusta durante su juventud–, Leonie insiste en ir a recogerlo con los niños. Durante el azaroso viaje, Jojo, Kayla y Leonie deberán aprender a relacionarse como familia, y Jojo conocerá a Richie, otro niño con quien descubrirá el legado de la esclavitud y la importancia de reconciliarse con el pasado
La memoria es algo vivo, también en tránsito. Pero durante el instante que dura, todo lo recordaado se une y cobra vida: los viejos y los jóvenes, el pasado y el presente, los vivos y los muertos (“One Writer’s Beginnings”, Eudora Welty)
La cita anterior es una de las tres con las que se inicia La canción de los vivos y los muertos. Me demoré un tiempo en ella cuando la leí y volví a ella después de terminar la lectura del libro, ya sabiendo que la intuición se había transformado en certeza: en esa cita está uno de los muchos filamentos que en este libro consiguen generar una luz radiante y eléctrica; uno de esos hilos largos y delgados, como hilos de galaxias que forman estructuras grandiosas. Porque la estructura de La canción de los vivos y los muertos es sencilla y compleja a la vez, abarca tanto y tan bien que permite al lector quedarse con aquello que decida o capte, con una parte o con la totalidad. Tiene para todos. Para todos los gustos.
Me gusta creer que sé lo que es la muerte. Me gusta creer que es algo a lo que podría mirar de frente.
Hay primeros párrafos que conmocionan. Los hay de una belleza lírica apabullante. Y los hay que en una pocas líneas te han cogido por los hombros y te han sumergido instantáneamente dentro del libro: estás allí, con el personaje, en sus miedos, en sus luchas, en sus temores, extrayendo músculos, tripas, órganos… El primer párrafo de La canción de los vivos y los muertos es de estos últimos. Y ya no puedes, ni quieres, dejar de leer. No quieres salir de la historia, de los personajes, de las palabras, de las emociones, porque todo lo que lees te reclama, te implica.

El protagonista tiene 13 años, es mestizo. Yo tengo 13 años, soy mestiza. La protagonista es una mujer negra y drogadicta. Yo soy una mujer negra y drogadicta. El protagonista es un chaval negro y está muerto y se aparece a los vivos, a algunos vivos. Y yo soy un chaval negro y estoy muerto y me aparezco a los vivos, a algunos vivos. Todos quieren reconciliarse con el pasado, con ellos mismos. Yo también quiero reconciliarme con el pasado, conmigo misma.
¿Al hacerme mayor se me torcería la boca por el sabor amargo de lo que me tocaría comer en el festín de la vida: hojas de mostaza y caquis crudos aderezados con promesas incumplidas y pérdidas?
Está Jojo, está Leonie, está Richie. Pero no están solos: está Pa, y Ma, y Kayla. Y también Given. Hay más personajes. Pero estos, esta familia, es a la que abrazas, a quienes quieres proteger y que a la vez te protejan, ellos son a quienes quieres mantener en el centro del huracán, justo allí donde está la quietud mientras todo gira violentamente alrededor, en la calma chicha del ojo del huracán. Aspirar su dolor, el legado que no han elegido, la carga genética y racial que marca esa diferencia aterradora entre ser el amo o el esclavo, la deshonra o el privilegio que nunca debiera de existir por pertenecer a una raza u otra.
Hay cosas que mueven a un hombre. Como corrientes internas de agua. Cosas que no puede evitar […] hacerse mayor significaba aprender a manejar esas corrientes: aprender cuándo agarrarse fuerte, cuándo echar el ancla, cuándo dejar que te lleven.
Este libro rezuma calidad por todos los costados. Consigue ese equilibrio nada fácil de conseguir entre todos sus elementos: la historia, los personajes, la sintaxis, las voces narrativas, el lirismo, la estructura narrativa, las metáforas, las imágenes, el realismo, las comparaciones, los temas que aborda (muchos y muy cercanos), las descripciones, la fantasía, las palabras exactas…

Un libro que arranca ahí arriba, en lo alto, y que de forma increíble va in crescendo, creciendo en intensidad, en matices, en una mezcla maravillosa de fuerza y suavidad. El uso de las distintas voces narrativas (las de Jojo, Leonie y Richie) que van conformando tanto la historia como el conjunto de personajes está extraordinariamente construido. Y aunque Jojo nos roba el corazón hasta desangrarnos, mi admiración se dirige a lo que Jesmyn Ward hace con Leonie: un personaje de esos a los que no quieres querer pero con el que Ward despliega con habilidad todos los nudos que llevan a alguien como Leonie a ser la persona que es, con todo el peso de su pasado oprimiendo su presente, sus decisiones, su manera de querer y amar, su maternidad, su papel como hija, mujer, negra, sus pérdidas…
Pierdo el lenguaje, pierdo las palabras. Me pierdo a mí misma en ese sentimiento, el sentimiento de ser deseada y tocada y acunada, y al mismo tiempo estoy maravillada por el hecho de que quien lo hace es quien lo desea, quien lo necesita, quien toca, quien ve.
La canción de los vivos y los muertos es un retrato hábilmente trazado de la sociedad del sur de EEUU, del racismo del que la sociedad actual no consigue desprenderse y que genera miedo, miedo por el color de tu piel, por lo que la gente hará contigo por tu color. Pero también es un retrato de familias (des)hechas por las cicatrices de la vida, desestructuradas, de las relaciones maternofiliales, la maternidad, la muerte (los vivos muertos, los muertos vivos…), la pobreza, los miedos, las inseguridades, las decisiones…

Y Jesmyn Ward lo borda, lo borda utilizando las palabras adecuadas, el ritmo propicio, sin abusar de ningún recurso, sino simplemente utilizándolos en la medida justa, sin caer en el exceso de lirismo, de metáforas, de florituras, la mesura perfecta entre realismo y fantasía, sin recargar su sintaxis pero consiguiendo la emoción que nos implique, que nos haga rezumar empatía y comprensión.
El hogar no siempre tiene que ver con un lugar […] El hogar tiene que ver con la tierra. Si la tierra se abre para ti. Si tira de ti tan fuerte que el espacio entre tú y ella se funde y sois sólo uno y late como si fuera tu corazón. Al mismo tiempo.
La vida lo va devorando todo, mordisqueando ese punto por el que definitivamente nos rompemos, pero está la inercia y el instinto de seguir caminando, de alcanzar la paz con el pasado, con los vivos, con los muertos, con los que te precedieron y con aquellos a los que tú precedes. Y de alguna manera, sales a flote, vuelves a coger aire, emerges de aguas dulces y de aguas saladas, te sumerges en la tierra, emerges, respiras y entonces en algún momento escuchas la canción de los vivos y los muertos, 

La vida es lucha, lucha constante. Hay mucho dolor en este libro, pero también una gran ternura. Ward no es condescendiente con sus personajes, pero los ha dotado a todos de una psicología real, reconocible y cercana que nos posibilita una empatía casi insoportable.
El dolor, la gran llama que lo inmola todo.
La canción de los vivos y los muertos es una novela majestuosa, de esas que tardas en olvidar, que probablemente no olvidarás. Y como libro equilibrado que es, la historia se cierra perfecta, por qué no, consiguiendo cerrar el círculo con suavidad, como una mano querida que se deposita en la cicatriz con delicadeza.

No todos los buenos libros gustan a todo el mundo. Pero La canción de los vivos y los muertos pondrá de acuerdo a todo tipo de lectores, a los más exigentes y a los menos, a los que bucean y se implican y se esfuerzan en las lecturas y a los que les gustan las lecturas más relajadas. Puedes atravesar todas las capas que propone Ward o quedarte en una de ellas, la que elijas, en ambos casos no querrás terminar el libro. Y cuando lo hagas, cuando lo termines, querrás no haberlo leído para poder volver a la primera página y dejarte aferrar de nuevo por la prosa envolvente de Ward, por los personajes, emocionarte y sentir que estar vivo es también esto: escuchar la canción de los vivos y los muertos.
Hay tanto cielo vacío donde antes se alzaba un árbol.
(Hay tanto cielo vacío donde antes te alzabas tú)

(©AnaBlasfuemia)

viernes, 21 de septiembre de 2018

Los hermosos años del castigo (Fleur Jaeggy)


Título original: I beati anni del castigo
Traductora: Juana Bignozzi
Páginas: 120
Publicación: 1989 (2009)
Editorial: Tusquets
Sinopsis: En el Bausler Institut, un internado femenino situado en el cantón más retrógrado de Suiza, el Appenzell, se respira una densa atmósfera de cautiverio, sensualidad inconfesada y demencia. En estos parajes por los que paseaba el escritor Robert Walser, y donde se suicidó tras permanecer treinta años en un manicomio, se desarrollan la infancia y la adolescencia de la narradora, quien las rememora desde la madurez.
Buscaba la soledad y tal vez el absoluto. Pero envidiaba al mundo.
Quería estrenarme con Jaeggy, a la que hacía esperar como quien espera la lluvia después de una larga sequía. Y quería hacerlo con este libro, que fue el primero suyo que adquirí hace tiempo ya. Pero reconozco que después de Thérèse e Isabelle, de Violette Leduc, me resistía a leer libros que transcurrieran en un internado femenino porque me parecía que Leduc había dejado el listón muy alto. Pero Jaeggy me dijo “ahora”.

En el primer párrafo mis reticencias se fueron al carajo directamente. Ambos libros pueden convivir en mí perfectamente: la lírica pasión de Leduc y la sutileza del deseo de Jaeggy se hermanan a la perfección. El bello erotismo de Thérèse e Isabelle y la pulida melancolía de Los hermosos años del castigo no se quitan espacio sino que lo amplían.
Aún pensaba que para obtener algo había que ir derecho al objetivo, cuando solo las distracciones, las vaguedades, la distancia nos acercan al blanco, el blanco es el que nos alcanza.
He quedado rendida a Jaeggy, a quien algunos pueden calificar de “fria” si no se traspasa la engañosa superficie de escarcha que puede aparentar su forma de contar. Basta tocar el rocío en la yerba para darse cuenta de que el frío no existe, aunque exista la sensación del frío. 

La trama se desarrolla en un internado femenino, una indisimulada cárcel en la que la narradora (de la que no llegamos a saber el nombre) intenta que algo suceda, que su aprendizaje personal no se contamine del ritmo prusiano y férreo del Bausler Institut. La anónima narradora nos cuenta los hechos ya adulta (y recordemos que es un libro autobiográfico, lo que viniendo de alguien tan discreta respecto a sí misma como Jaeggy es como para leerlo con lupa, intentando desentrañar la personalidad de una autora considerada de culto), desplegando en lo acontecido hacia atrás lo que contiene el presente para la narradora.
Mis pensamientos estaban suspendidos en el aire, tenía la impresión de que acechaba un peligro, el peligro de vivir lo que no existe.
En ese micromundo que es un internado femenino, Jaeggy desarrolla con elegante firmeza un ambiente asfixiante: tenso, indiferente, ordenado y rígido y en el que parece no suceder nada, que se mueve por códigos no escritos pero con rango de ley. Quedarse con que Los hermosos años del castigo narra una relación entre dos mujeres adolescentes sería desperdiciar el caudal de elementos con los que juega la autora.

Jaeggy cuenta sin contar, cuenta ese deseo adolescente, esa atracción sensual entre dos mujeres, una tensión que no se concreta ni materializa, pieles que no se abrazan ni se rozan. Y no cuenta, pero cuenta, sobre cómo llegamos a ser quienes somos, sin poder evadirnos de nosotros mismos, lo irremediable de ser quienes somos. Cuenta sin contar sobre esa dolorosa nada que es la melancolía, la infelicidad que nace de la distracción de los demás y del exceso de atención sobre todo lo que te rodea; sobre cómo una herida intima, profunda y sigilosa puede llevar a la locura, esos contornos desdibujados que te sitúan a un lado u otro de algún trastorno. Cómo todo sucede sin parecer que está sucediendo nada.
Pasé el tiempo con sufrimiento, que también es una forma de pasarlo. 
No sé muy bien cómo explicar la tremenda calidad de esta autora, cómo transmitir que su prosa es meticulosa, delicada, precisa y sugerente. Cómo detrás de un párrafo puede haber un torrente de sensaciones, cómo basta combinar con aparente facilidad un conjunto de palabras para que una frase tenga una contundencia que dinamite esa aparente gelidez. 

Jaeggy o el arte de usar el argumento como metáfora de todo un abanico de elementos: la melancolía, la transgresión de las normas, lo disfuncional, la espiritualidad y lo amoral, las desilusiones, las marcas indelebles del desánimo, la imposibilidad de rescatar un pasado que solo existe en la memoria (no se sabe si del todo fiable), los nada livianos abismos personales, el nihilismo inherente a algunas personas (nihilismo casi como un poder con el que no se sabe qué hacer)…

La economía de palabras con las que construye todo es tan abrumadora como admirable. Su prosa no necesita de ornamentos para ser tan cristalina como volcánica. Se puede ser austera y a la vez ardiente y profundamente incisiva, reverberar como un eco profundo y abismal. Se puede ser breve y concisa pero afilada como una guadaña, diseccionando con la precisión de un bisturí la materia de la que están hechas las desilusiones, las obsesiones, la soledad, la vida misma.
Allí arriba me sentía en un estado que podría llamarse de malafelicidad. Exigía la soledad, era un estado de ebrio y tranquilo egoísmo, una venganza feliz. Me parecía que esa ebriedad era una iniciación, y el malestar de la felicidad se debía a un aprendizaje mágico, a un rito. Luego se estropea.
Aunque la voz narrativa está deliberadamente controlada, la intensidad de sus emociones traspasa e impulsa la lectura a través de un calculado cinismo y una intimidación latente que nunca llega a mostrarse de forma burda. Toda esa trabajada economía en la prosa, esa distancia calculadamente aséptica, no hace más que provocar una tensión bellamente elaborada para sumergirnos en los conflictos personales que transcurren detrás del aparentemente nimio acontecer de la vida.

Siempre me ha fascinado la brecha que existe entre lo que transcurre en el exterior y lo que realmente sucede en el interior de las personas. El orden de lo externo y el caos de lo interno. El equilibrio fuera, el abismo dentro. Y Jaeggy se asoma a esa brecha y casi sin despeinarse nos lo cuenta desde dentro, con la elegancia de la sencillez y la metáfora cogidas de la mano. 

Me he vuelto fan de Jaeggy ya desde la maestría del primer párrafo, con esa mención a Robert Walser, sus años en el manicomio y cómo murió en la nieve mientras paseaba. Una mención nada anecdótica y sí muy sugerente de lo que nos va a hablar realmente en Los hermosos años del castigo, dejando en manos del lector que entremos en esa brecha que separa lo exterior de lo interior o que nos quedemos en la superficie. Compleja Jaeggy, me ha ganado como lectora con la conciencia de que hay que leerla y releerla porque ofrece mucho más de lo que parece y eso nos lleva a la introspección y la reflexión, tanto de la lectura como de una misma.
Casi parecía verdad; y le agradecía el casi, leve esencia que atenúa toda brusca oposición entre verdadero y falso.

lunes, 17 de septiembre de 2018

Agua viva (Clarice Lispector)

Título original: Agua viva
Traductora: Elena Losada
Páginas: 114
Publicación: 1973 (2013)
Editorial: Siruela
Sinopsis: ¿Dónde están los límites del lenguaje? Agua viva es una vivencia –no una reflexión– sobre esos límites. Para avanzar más allá, en busca de la «entrelínea», la voz femenina que nos habla deberá pedir auxilio a la música y sobre todo a la pintura para acercarse al it, ese punto central de lo vivo que Clarice Lispector persiguió en todas sus obras. Vaga epístola a un destinatario mudo, Agua viva supera en todo momento las fronteras de esa amplia familia de las cartas de desamor a la que en parte pertenece. Más allá de la pasión, el texto apunta –con todas las armas: palabra, color y nota– al centro de la vida y desafía a la muerte con su defensa de la alegría.
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Confío en mi incomprensión que me ha dado una vida libre del entendimiento, he perdido amigos, no entiendo la muerte. Horrible deber es el de ir hasta el fin. Y no contar con nadie. Vivirse a uno mismo. Y para sufrir menos embotarme un poco. Porque no puedo cargar más con los dolores del mundo. ¿Qué hacer cuando siento totalmente lo que otros son y sienten? Los vivo pero ya no tengo fuerzas.
¿Por qué leo? Por momentos como este: vuelve Clarice Lispector, me clava el cuchillo de Agua viva en el centro de mi corazón, me abre en canal y por ese desgarro se escapan como duendes liberados todo lo enclaustrado, lo silenciado, lo no pronunciado, lo sintiente, lo doliente. Y Lispector atrapa todo lo que emana de mí y le va dando forma, palabras, poniéndome voz, vocablo, imágenes, entrelíneas, sentido. Y yo, os lo juro, lloro hasta la extenuación de agradecimiento. De amor. Por eso leo.

Habla Lispector en este libro del soplo de vida, ese boca a boca que se hace a alguien que ha dejado de respirar. Se une boca con boca, se sopla y esa boca respira. Un soplo de vida. Y dice que ese intercambio de respiración es lo más bello y deslumbrante que conoce. Pues bien, desde ya lo digo: eso hace Lispector conmigo, ese soplo de vida. Me mata y me revive. Muerte y resurrección. Belleza y deslumbramiento. 
Yo soy antes, yo soy casi, yo soy nunca. Y todo eso lo he obtenido al dejar de amarte.
La parte sencilla sería decir que Agua viva es una carta que una mujer, tal vez Lispector, escribe a un alguien que amó, pero que también la dañó. Pero eso no solo sería sencillo: sería también un embuste. Esa es la apariencia, digamos el hilo conductor. Un intento de trama para un libro destramado. Es la excusa, la excusa para liberar a Lispector, para captarse a sí misma, para fijar el it (la esencia de las cosas), el núcleo de los instantes-ya, lo inasible del tiempo, el presente que se escabulle constantemente, sin dejarse atrapar, sin poder retenerlo.

Lispector profundiza en las palabras, las quiere, las esboza, las mira, las experimenta y respeta, se deja poseer por ellas. No juega con las palabras sino que se es (a sí misma) a través de ellas. Se encarna y libera en las frases, en las entrelíneas, entrechocando sílabas, palabras y frases.
Antes de organizarme tengo que desorganizarme del todo. Para experimentar el primer y pasajero estado primario de libertad. De la libertad de errar, caer y levantarme.
Escribir como lo hacía Lispector es un milagro y Agua viva, al igual que Un soplo de vida, son de una generosidad que estremece, pues en ella despliega su paisaje interior, una acuarela íntima, delicada, profunda y cicatrizante que acaricia por dentro al lector.

En Agua viva Lispector quiere captar el presente, el instante-ya, el it (eso) que es la esencia de la vida. Pero como el agua, esa que está viva y en continuo fluir, no puedes asirla con las manos, es inaprensible. Inasible como la vida, por movimiento y flujo constante. Pero ella es maga y la moldea con palabras. Crea una cuarta dimensión. Está la incapacidad humana para experimentar esa cuarta dimensión, pero está la magia de Lispector para recrearla, hasta abrir con palabras una puerta tetradimensional. Bienvenidos/as al universo único de Clarice Lispector.
La vida difícilmente se me escapa, aunque me asalte la certeza de que la vida es otra y tiene un estilo oculto.
Lispector rompe todos los cánones habituales en la literatura, así que no se puede esperar (ni desear) una estructura narrativa tradicional, ni siquiera lineal. Agua viva es una deriva exploratoria en donde la palabra adquiere toda su resonancia y magnitud, también su certeza. No hay más trama que la de un alma sintiendo, observándose, y plasmándolo todo en un fluir de párrafos y espacios en blanco en donde todo es exacto y refulgente. Escribe tan poderosamente…, es palabra y su eco, luz y reverberación. 

Aunque pueda resultar extraño, esa desestructura que propone, en la que se desdibujan todas las fronteras posibles e incluso las imposibles, convierte Agua viva en una lectura tan indefinible como deslumbrante. Sus reflexiones y descripciones de las flores son para llorar de belleza, al igual que cuando habla de los animales, el ropero, el espejo. Brillante y deslumbrante como el sol reflejado en el mar.

Puede desconcertar a muchos lectores la salvaje e insólita creatividad de Lispector, pero en pocos libros como en los suyos te sumerges en un mundo de percepciones, sensaciones, emociones, revelaciones. Visceral, intensa y sensible, Lispector siempre reflexiona sobre la vida y la muerte, sobre una misma y los demás. En su búsqueda de sí misma, yo me encuentro una y otra vez en Lispector.
No voy a morir, ¿me oyes, Dios? No tengo valor, ¿me oyes? No me mates, ¿me oyes? Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a estar muy alegre, ¿me oyes? Como respuesta, como insulto. Una cosa te garantizo: nosotros no tenemos la culpa. Es necesario entender mientras estoy viva, ¿me oyes?, porque después será demasiado tarde.
Y si alguien se pierde a la hora de leer a Lispector, concretamente este Agua viva, ella misma nos dice cómo hacerlo: no de cerca, sino sobrevolando por sus líneas y entrelíneas y silencios y espacios en blanco para poder percibir el juego de las islas y los canales y mares. No como un libro con principio y final, sino como una continuación. Lo que te estoy escribiendo no es para leer; es para ser. Desprovista de trama y convenciones, Agua viva es libertad.

Decía Lispector que era una persona muy ocupada porque cuidaba del mundo y que era responsable de todo lo que existe. Ojalá más personas cuidaran del mundo. Ojalá más Lispector en este mundo y su increíble capacidad de introspección hacia ella misma y todo lo que le rodeaba. Es mi diosa, con ella mi ceguera se cura, me recuerda lo importante, el alma se vuelve evanescente y todo es más liviano y bello. Nunca he visto unos textos tan vivos como todo lo escrito por Lispector. Vida, muerte, resurrección, nacer y renacer, sufrir y vivir, alegría e intensidad. La multivida: vida creando vida a cada instante-ya.
Voy a hablar de lo que se llama la experiencia. Es la experiencia de pedir socorro y de que el socorro nos sea dado. Tal vez valga la pena haber nacido para implorar un día calladamente y calladamente recibir.

martes, 11 de septiembre de 2018

Persona (Ingmar Bergman)

Título original: Persona
Traductora: Carmen Montes
Páginas: 108
Publicación: 1965 (2018)
Editorial: Nórdica Libros
Sinopsis: La actriz Elisabet Vogler se encuentra en un hospital, después de perder la voz mientras interpretaba Electra en el teatro, y los doctores no encuentran causa aparente de su silencio. Encargarán su cuidado a una enfermera llamada Alma, con quien Elisabet comienza una estrecha relación. "Persona" es una de las obras maestras del séptimo arte y en este libro Bergman nos muestra su enorme potencia literaria. Como señala el propio autor, no se trata de un guion cinematográfico, sino que «se asemeja más al tema de una melodía».
¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser. No parecer, sino ser. Consciente, alerta cada instante. Y, al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma. La sensación de vértigo y la sed constante del desenmascaramiento. De verte por fin descubierta, reducida, quizá aniquilada. Cada tono una mentira y una traición. Cada gesto una falsedad. Cada sonrisa una mueca.
Creo que es necesario empezar recordando algo: La palabra persona viene del latín persona, o sea máscara usada por un personaje teatral. El latín lo tomó del etrusco, phersu y este del griego πρὀσωπον (prósopon = máscara). O sea, que etimológicamente persona significa máscara. Ahí le hemos dado. Seguramente Bergman tenía esto muy presente cuando escribió el guion de la alucinante, enigmática y compleja película Persona. 

Es difícil valorar literariamente un guion, más aún cuando las neuras de Bergman, el vacío y la inquietud existencial que tanto le preocupaba, ha sido abordada desde la literatura por grandes autores. Pero es incuestionable la fuerza de su planteamiento, su base literaria, más aún si combinas la lectura del guion con el visionado de la película. La fusión de ambas (lectura y película) resulta aplastante y brutal. Clarificadora, en cierta forma. No debemos de olvidar que Bergman pensaba en imágenes. Y las de esta película las tenía muy claras.

Las primeras páginas nos dan unas pistas innegables: se trata de ser, no de parecer. Parece fácil ¿no? No lo es.
Puedes enmudecer. Así no mientes. Puedes amurallarte, encerrarte. Así no tienes que representar ningún papel, mostrar un rostro, exhibir gestos falsos. O eso crees. Pero la realidad es un incordio. Tu escondite no es lo bastante hermético. Por todas partes se filtran signos de vida. Y te ves obligada a reaccionar.
Dos personas, Elizabet y Alma. Dos caras de una misma moneda. El reverso y el anverso. Parece que nunca se encontrarían, que estaban condenadas a no verse a sí misma la una en la otra ¿Cuándo la cara de una moneda ve a su reverso y viceversa? Nunca. Pero no estamos hablando de monedas, sino de personas.

Elizabet opta por el silencio, quiere dejar sus papeles, sus máscaras. Quiere ser y no parecer. En principio no sabremos las razones, aunque sabemos que el silencio no es una enfermedad ni una patología, es una decisión, tan personal como enérgica. Alma es la que habla, en principio para desbloquear, para romper el silencio de Elizabet. Pero hablar, cuando alguien te escucha (y no solo te oye), termina por ser una catarsis. Sin saberlo, ambas toman distintos caminos para llegar a un mismo lugar.

No nos engañemos: quien elige el silencio no opta por la indiferencia, opta por la reparación, por la cura, por una introspección brutal. Y quien elige hablar, sintiéndose escuchada, inevitablemente caerá también en un camino de autodescubrimiento.
Tener algo en lo que creer. Llevar a cabo algo, poder pensar que la vida de uno tiene sentido. Eso es lo que a mí me gusta. Mantenerse fiel a algo de forma inquebrantable, pase lo que pase. Eso es lo que pienso que hay que hacer. Significar algo para otras personas.
No solo se trata de alguien que calla y alguien que habla. Hablamos también de escucha. El silencio también es comunicación. El silencio de Elizabet no es neutro, tiene también su efecto mariposa, espejea a Alma inevitablemente. Además Elizabet es también lo que hace, sus gestos, su comportamiento. Todo ello tiene consecuencias en Alma, que pasa de un afecto hondo y profundo por la silente Elizabet a sentirse manipulada y engañada para terminar fusionándose con ella, ambas dos, la una con la otra y la otra con la una.

La presión a que se someten ambas es incuestionable. Pero también la presión que reciben del exterior, porque ciertamente el silencio de Elizabet no la protege de nada, siempre hay grietas por las que se cuela la violencia del mundo exterior.
¿Puede una ser personas totalmente distintas, una al lado de la otra, simultáneamente?
Claro, claro que se puede. Pero tener conciencia de todas esas personas que podemos ser en una, o las distintas capas que nos componen y su profundidad puede ser una revelación despiadada para la que no estamos preparados. Asumirnos con todos los estratos que somos, sumergirse hasta llegar a nuestra propia fosa abisal es una tarea inmensa. Elizabet y Alma lo consiguen, a través del silencio de una y de las palabras de otra, hasta fusionarse ambas en una relación absolutamente vampírica entre una y otra. Alma se irá convirtiendo en Elizabet, a la vez que esta necesita de la voz de Alma. 

La unión final entre ellas no implica semejanza, ni que esa simbiosis entre ambas consiga sortear el estallido de la violencia. He dicho antes que eran el reverso y el anverso de una misma moneda. Pero esa fusión final hacia la que nos lleva Bergman refleja el enmarañado laberinto de quienes somos: seres poliédricos y contradictorios. 

He dicho antes que no era fácil ser y no parecer. Se trata de algo tan complejo como resolver tanto tu propia conciencia individual como el poder de lo externo sobre nuestro comportamiento. Quizás es algo que no podamos hacerlo solos y necesitemos del otro. Pero conseguirlo sin que se produzca esa atroz y a la vez poderosa vampirización entre Alma y Elizabet que propone Bergman parece de una complejidad casi irresoluble.
¿No crees que podemos ser algo mejores si nos permitimos ser como somos?
O quizás sea que queramos pensar que realmente somos quienes parecemos ser. Una forma de autoengañarnos como otra cualquiera. O que el miedo nos impide ver que realmente lo que parecemos no es mejor que quienes somos. Quizás permitirnos ser nosotros mismos nos hará menos populares, pero más honestos.

La textura del alma humana es muy, pero que muy intrincada.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Notas desde un manicomio (Christine Lavant)

Título original: Aufzeichnungen aus dem Irrenhaus
Traductora: Nieves Trabanco
Páginas: 80
Publicación: 2001 (2018)
Editorial: Errata Naturae
Sinopsis: Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas, pero secretas, del siglo XX, narra su estadía voluntaria de un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935. Lavant no escribió este fulgurante texto hasta 1946, once años más tarde, y no consintió en publicarlo mientras vivía porque era demasiado personal: en él registra su fallido intento de suicidio, su insomnio, la convivencia con sus excéntricas compañeras, la autoritaria presencia de los médicos y su lucha diaria por sobrevivir escribiendo.
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Que el diablo se lleve a quien diga o escriba una sola burla sobre alguien que vive en la pobreza.
Hay libros que son libros-cebolla: capas y más capas. Notas desde un manicomio es, sin duda, un libro-cebolla, pues es a partir de lo que nos muestra Lavant que debemos reconstruir su biografía, su persona, y más concretamente el período que pasó (voluntariamente, después de un intento de suicidio) en un hospital psiquiátrico. Un manicomio de los de antes…

Lavant era pobre. Y esa es una de las capas más importantes que atraviesan constantemente el libro. Pobre, una salud física muy delicada, depresiones… Y mujer, otra de las capas a exfoliar. Ninguna de esas capas fueron ajenas para la propia Lavant, exigente con la vida y los dioses, pero también muy autoexigente, exhortándose a sí misma a ser bondadosa y a dar un amor (o una apariencia de amor) que no siempre sentía, porque la rabia y la furia también la arrasaba, algo que parecía no permitirse a sí misma.
¿Qué esperaba? ¿Curarme? ¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida? ¿Que aquí podrían volverme hermosa, o al menos valiente y feliz? Claro que no lo creí ni un segundo, pero ¿adónde debía ir después de algo tan horrible y fallido? Treinta pastillas, un sueño parecido a la muerte durante tres días y cuatro noches para volver luego a despertar y que todo siga inmutable a mi alrededor.
El relato, aunque corto, no da respiro ni tregua, no te deja coger aire. Su actitud narrativa no es presuntuosa, es un foco señalando una experiencia vital, un flujo de conciencia. No hay argumento, es la propia vivencia, la mirada de Lavant y lo que le rodea, cómo vive a sus compañeras de encierro, sus propios sentimientos, su situación… No tiene un inicio fácil pero terminas por dejarte llevar por Lavant, que pese a estar internada en un manicomio no está loca, sino que es una persona profundamente infeliz.

El objetivo de Lavant no es cuestionar ni juzgar, sino describir (además de su experiencia en ese período concreto) la dinámica entre residentes y enfermeras y médicos, pero con una mirada íntegra, sincera, directa y honesta, sin esconder sus propios miedos e inseguridades. Nos muestra su dolor, sus temores, sus flaquezas y el estremecimiento de sentirse una extraña, de no pertenecer a un mundo en el que siente que no encaja. Es tanta su perplejidad, su debilidad, que incluso llega a pensar que el manicomio puede ser un refugio para ella, que allí puede encontrar una protección que el mundo exterior no le ofrece. Pero no hay nada que la proteja de sí misma.

La pobreza fue una diferencia que marcó profundamente a Lavant, porque le hacía sentirse excluida, sin derechos. Derechos que además le eran arrebatados por ser mujer (búscate un novio). Y para encima escritora. Lavant solo quería escribir poesía. No quería ser esposa ni madre de familia, quería ser poeta. Porque es a través del lenguaje y las palabras que es capaz de organizar y estructurar el caos que siente que es su vida. Hasta el punto de que en las largas noches de insomnio, no es que cuente ovejas, no, sino que piensa en palabras, palabras aisladas hasta que siente que se materializan dentro de ella y adquieren un contorno y una consistencia capaces de llenar su vacío interior y así, por fin, descansar.
Escribo esto con palabras corrientes, lo escribo como cualquier otra cosa, y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas una a una contra el cielo para que alguien se diera cuenta de que aquí abajo tiene obligaciones. Quizá me condene a mí misma con estas palabras, pero a mí me corresponde escribirlas.
En el manicomio hay momentos en los que todo se iguala, se unifica, hay como un sentimiento común y no individual, una pérdida de una misma que a la vez implica pertenecer al grupo. Sutil, ¿verdad?

Pese a lo que suponían las instituciones mentales de aquella época, y también las creencias que había en torno a la enfermedad mental y la mujer (le aconsejan en varias ocasiones que se busque un novio y que trabaje para curar su “histeria”), Lavant no busca en ningún momento hacer una crítica del sistema sanitario o psiquiátrico. Aunque en ocasiones añora un poco más de comprensión y que los médicos y las enfermeras usaran palabras adecuadas en lugar de inyecciones y camisas de fuerzas, sin embargo es consciente de la dificultad de que los médicos empaticen y comprendan a todos y cada uno de los enfermos porque entonces ¿qué les quedaría para ellos mismos?
Todo el sufrimiento que aquí hay está tan por encima de todo lo humano que es imposible que pueda ser afrontado sólo con medios humanos.
No, si a alguien responsabiliza Lavant es a quien está en las alturas. Es a Dios a quien en ocasiones reclama más justicia, más amor, más compasión, más responsabilidad. En cualquier caso, no tira Lavant de ningún dedo moral y acusador que juzgue o etiquete, y esa es precisamente su legitimidad: no hace juicios severos sobre los personajes que la rodean. Su mayor mérito es no poner sal en la herida ni añadir drama a una situación que ya de por sí es bastante insoportable y trágica. Lavant solo quería escribir. Una autora más en busca de un cuarto propio y en este caso recuperada y a nuestro alcance gracias a la editorial Errata Naturae y a la traducción de Nieves Trabanco.

lunes, 3 de septiembre de 2018

La tierra de los abetos puntiagudos (Sarah Orne Jewett)

Título original: The Country of the Pointed Firs 
Traductora: Raquel G. Rojas 
Páginas: 168
Publicación: 1896 (2015)
Editorial: Dos Bigotes
Sinopsis: El verano acaba de empezar y a la localidad costera de Dunnet Landing llega una escritora en busca de un lugar tranquilo donde refugiarse del ajetreo de la ciudad y poner punto final a su libro. Allí alquila una habitación en casa de la señora Todd, una experta botánica que vende remedios caseros preparados con las plantas de su jardín y con la que entablará una profunda amistad. Ella será la encargada de introducirla en la vida social de una comunidad que parece discurrir aislada bajo la imponente presencia de los abetos a los que alude el título.
Cuando uno conoce un pueblo como este y su entorno, es como si conociera a una persona. El amor a primera vista es tan repentino como rotundo, pero construir una verdadera amistad puede ser labor de toda una vida.
Amor a primera vista, por lo repentino y rotundo, fue lo que tuve con este libro cuando supe de él y lo tuve por primera vez en mis manos; y amor eterno le tendré el resto de mi vida después de finalizar (despacito, no quería que se terminara) su lectura. Demoré las últimas páginas, me instalé en un ritmo lector sosegado que me permitiera seguir durante un tiempo más prolongado en un libro balsámico que me trataba con delicada amabilidad, que me suministraba ese calorcito que necesitaba y que se siente con algunos abrazos protectores, cuidadores, francos. Abrazos como el mecer de las olas.

Este pequeño y hermoso libro es de esas joyitas imperecederas que desde una prosa sencilla (que no simple) aborda temas complejos. Es un libro pausado, tranquilo, que no necesita de tensión narrativa, ni de más trama que el transcurrir de los días.
Desde allí, y por encima de la legión de abetos puntiagudos que nos rodeaba, se veía toda la isla, el océano que la circundaba con otros cientos de diminutas islitas, la costa del continente y el lejano horizonte. Me invadió una repentina sensación de amplitud: nada obstaculizaba la vista y parecía no haber límites ni fronteras; podía sentir la libertad, en el espacio y en el tiempo, que otorgan siempre las grandes perspectivas.
A Sarah Orne Jewett le basta poco para contar mucho y ubicar al lector en los personajes y el paisaje. El argumento es poco pretencioso, sobrio incluso: Una escritora llega a una aldea pesquera, Dunnet Landing, en la costa de Maine con intención de pasar el verano. Allí se alojará en la pequeña casa de la señora Todd. 

No hay más. De ese verano, de los habitantes de la zona, de las luces, los paisajes, las bahías, los abetos, las hierbas, la amistad entre la narradora y la señora Todd… es de lo que hablará Jewett. Pero no os confundáis, porque hay más, muchísimo más, detrás de esta aparente inercia, de esa calma chicha del transcurrir de los días sin que pase nada extraordinario. Y ese es el mayor y mejor regalo de este libro: lo ordinario vivido como algo excepcional, único.
Es posible que, alguna vez, hasta un náufrago en una solitaria isla desierta tenga miedo de ser rescatado.
El aislamiento o, lo que viene a ser lo mismo, la soledad, es uno de los hilos con los que Jewett entreteje estas aparentemente dispersas historias que pueblan este libro. Porque somos seres solos y aun viviendo en comunidad la esencia de nuestra individualidad es la soledad. Imagínense si además viviéramos en una pequeña aldea pesquera rodeada de abetos, un océano inmenso, y donde no siempre la mirada alcanza a ver otra casa. Pero quien quiera ver sufrimiento en esta soledad, en este aislamiento, estará equivocado.  

Parte del poderío de este libro está en mostrarnos cómo enfrentarse a esa soledad: apreciando cada minuto, cada detalle, cada transcurrir del tiempo, cada acontecimiento aparentemente nimio, cada encuentro, cada instante, como lo que es: algo único (no he encontrado forma de evitar dos puntos seguidos en un mismo enunciado, que la RAE me disculpe) ¿Quién quiere ser rescatado de algunos lugares?
A veces un árbol sano puede crecer sobre la roca desnuda, solo con una pequeña grieta que sujete sus raíces, en la pendiente de una colina pedregosa donde no se ve ni un solo rodal de tierra decente, pero el árbol seguirá teniendo una copa verde y frondosa incluso en el verano más seco. Si pegas la oreja a la tierra, se puede oír el fluir de un pequeño manantial. Todos estos árboles tienen el suyo, y hay personas a las que les pasa lo mismo.
Otro de los hilos poderosos que maneja Jewett es su capacidad para describir el paisaje, la naturaleza, engarzándolo con la propia naturaleza humana. Te describe una hierbas que crecen más fuertes al ser pisoteadas y ¿cómo no relacionarlo con las personas que dan lo mejor de sí mismos antes de morir o las que se crecen ante las adversidades? O esa descripción anterior de los árboles que crecen en terrenos imposibles sin perder ni un ápice de vitalidad ni verdor, porque cada árbol tiene su propio manantial interior. A mí me recuerda a algunas personas que conozco, residentes en vidas inhóspitas y salvajemente desapacibles y que, sin embargo, tienen un esplendor, una fibra, un vigor que admiro por encima de todo. Personas que amo por su manantial interior, pequeño y constante, nítido y saludable.
Una nunca deja de ser niña mientras tenga una madre a la que acudir.
La tierra de los abetos puntiagudos es una historia con muchas historias y es también una historia coral, con la narradora (de la que no recuerdo el nombre porque en realidad no se dice en ningún momento) y la señora Todd como hilos conductores. Es, sobre todo, una historia de mujeres enérgicas, vitales, fuertes, independientes. 

Y desde esa independencia se plantean también algunas relaciones familiares, como la de la propia señora Todd y su madre, una relación bella y cálida de dos personas individualistas pero cercanas, autosuficientes pero conectadas. La madre de la señora Todd es de esos personajes entrañables (este libro está plagado de ellos) que provoca que a todo el mundo le crezca una sonrisa en la cara al igual que una flor estalla en primavera. Me ha quedado cursi pero eso inspira esta madre: una implosión de luz, color, ternura y calidez.
En la vida de  cada uno de nosotros, pensé, hay un lugar remoto y aislado, entregado a un eterno pesar o a una felicidad secreta. Todos somos ermitaños voluntarios o cautivos en algún momento de nuestra vida, y entonces comprendemos a nuestros hermanos de celda, sin importar la época a la que pertenezcan.
Seres solos, pero no huraños, no ajenos a los demás. Se cuidan unos a otros. Así son los habitantes de Dunnet Landing. En un entorno que les mantiene aislados, incluso del resto de habitantes, convirtiéndoles en ermitaños (unos más voluntarios que otros), celebran cada encuentro como si fuera una fiesta, un regalo inesperado que agradecer y saborear intensamente. De nuevo como algo único. Quién sabe cuándo y si se volverán a ver. 

Cada encuentro, cada reencuentro, cada conversación, es un instante presente que intentan alargar y retener como polvo de oro: algo valioso y que se escurre irremediablemente. No lo viven con pesar, sino con una intensidad leve y bella. Todo es afable: matrimonios cordiales, amistades imperecederas, mujeres y hombres fuertes y trabajadores. Todos se apoyan mutuamente con la naturalidad que dan los corazones puros y el saberse vivos.
Yo no quería perderla y ella no quería irse, pero así tenía que ser. Hay cosas que no decidimos nosotros. No podemos elegir si sí o si no.
La muerte se asume como lo que es: algo natural, irremediable. Los recuerdos no serán un boomerang que te rebana el cuello, sino una posibilidad más de volver a revivir a quien has querido, respetado o amado. 

Aceptar lo irremediable, la vida, la muerte, las ausencias, las presencias, lo que no puedes elegir. Pero mientras, eliges, eliges vivir y deleitarte cada día como si ya no hubiera a haber nada más, disfrutar de los arrecifes, del té, los alimentos, del arte de la paciencia, de los pájaros o el murmullo de las olas, de las hierbas, la compañía, la soledad, las vistas a través de una ventana o por encima de los abetos. Como si fuera la primera vez. O como si fuera la última.
El mar estaba lleno de vida, las crestas de las olas se curvaban como si tuvieran alas, como las mismas gaviotas y, como estas, eran libres como el viento.
El mar, el mar, el mar... (Llegaré, algún día llegaré. Seré libre en el mar. Seré.)