martes, 12 de diciembre de 2023

La muerte del padre (Karl Ove Knausgård)


"La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para"

La literatura es puro misterio. Y lo es tanto para el lector más común como para el más avezado. Todos sabemos qué nos gusta, qué buscamos en los libros. Vivimos otras vidas que podemos sentir ajenas y hacerlas nuestras, pero también vidas tan próximas y cercanas con las que conectas de una forma tan profunda que asusta. Sabemos cuándo nos va a gustar un libro o cuándo no nos va a interesar lo más mínimo. En ocasiones ya en los primeros párrafos o páginas has decidido si va a ser una lectura que vas a disfrutar o que vas a rechazar. Todos tenemos nuestro propio canon, nuestros modelos y criterios para catalogar un libro como literatura o como basurilla, o quizás como un punto intermedio lo suficientemente convincente como para disfrutar de la lectura y saber que aunque no sea una obra maestra tampoco es, ni mucho menos, un bodrio. Sí, todo lector tiene sus parámetros para evitar sucumbir a la avalancha de libros existentes y a la apisonadora editorial que nos abruma con novedades y reediciones. Todo lector tiene sus recursos para escabullirse de los libros que en su criterio son mediocres.

Pero, insisto, la literatura es misterio en estado puro. Y sucede que hay libros que dinamitan tus propios códigos y criterios, tus balizas literarias, esas que usas para guiarte en el inmenso océano literario y que te ayudan a aprovechar vientos y mareas para elegir las mejores coordenadas, aquellas que te permitan avanzar lo más lejos posible con el menor malgasto de energía (y de tiempo). Y de repente un libro no respeta tus propias reglas, esas que llevas construyendo después de muchas, muchísimas, lecturas. Y te lees 500 páginas de un libro cuyas casi 270 primeras apenas han pasado por el visto bueno de aquello que tu consideras como válido para estar ahí, leyendo.

Y eso me ha pasado con "La muerte del padre", un libro que comienza reflexionando sobre la muerte, sobre cómo escondemos la muerte y a los muertos. Cada vez se entierra más rápido a los muertos, la liturgia se acorta, todo el proceso se acelera para que la vida nos siga avasallando, arrollando a la muerte y a los muertos. Cierto que hoy en día más imágenes (televisión, prensa, redes sociales) nos muestran cadáveres y masacres espeluznantes. Pero esos cadáveres no nos resultan amenazantes. Tanta exposición nos insensibiliza. Son cadáveres ajenos, lejanos, no nos importan que estén expuestos porque enseguida se vuelven invisibles, en cuanto las imágenes desaparecen. Pero si tuviéramos que convivir con los muertos ahí, sin enterrar, en la calle, en una habitación de tu casa, en el supermercado, en el hospital... ay.

En fin, Karl Ove va a hablar de la muerte de su padre, normal que inicie el libro reflexionando sobre la muerte. Más adelante nos dice "Entender el mundo equivale a colocarse a cierta distancia de él". Bien, comparto esa idea, así que avanzamos porque me consta que es necesario colocarse a una distancia de aquello sobre lo que quieres reflexionar, pero una distancia ADECUADA: ampliar lo pequeño acercándose, reducir aquello que es desmesurado o grande alejándose de ello. Y cuando la imagen es precisa, nítida, la fijamos. Así que entiendo que eso es lo que quiere hacer Karl Ove con sus seis tochos, que componen "Mi lucha", una empresa mastodóntica de casi cuatro mil páginas (ya me quedan quinientas menos): encontrar la distancia adecuada, enfocar su vida. La vida.

Una obra autobiográfica de la envergadura de "Mi lucha" implica mucho detalle (y mucha memoria), una atención cirujana y microscópica hacia aquello que te rodea, una autointrospección muy precisa, muchas descripciones, relatar gestos cotidianos del tipo "me cepillé los dientes, me desnudé, me puse el pijama, encendí la lámpara de la cama antes de apagar la del techo, me acosté y me puse a leer". La antiliteratura, vaya. Hay que hilar muy fino para que tantas descripciones que podría hacer un niño de ocho años, que describen tus propios actos (como el de acostarse, si bien yo no uso pijama), los más comunes y mecanizados en tu día a día, no terminen por hacerte abandonar la lectura.

Karl Ove no es un tipo que disfrute de la vida social. Se esconde, no quiere que le alcancen ni que le vean. Pero va a escribir tropecientas mil páginas sobre su vida para que todos lo veamos, a su vida y a él. Quiere escribir algo grande, tan grande como su necesidad de estar solo, tan grande como sus espacios de soledad. Su lucha: que el tiempo no se le escape. Karl Ove quiere aislarse pero a la vez quiere ser el centro, esa es su lucha también: la necesidad de estar dentro y fuera a la vez, de mantener su soledad pero al mismo tiempo exhibirse.

Karl Ove quiere casito y yo se lo doy. ¿Por qué? Pues ahí está el misterio: no lo sé muy bien. Porque durante casi trescientas páginas no comprendo a Karl Ove, no sé qué es importante para él, no sé porqué se siente humillado y excluido, no entiendo sus pasos, sus derroteros, lo que cuenta no me retrotrae apenas a mi propia adolescencia, no de la forma que siento debería hacerlo. Pero, extrañamente, sigo leyendo a este tipo tan peculiar que tan pronto me repele y me deja fría como me dan ganas de adoptarlo o entiendo hasta el éxtasis su concepto de belleza y, sí, también sus contradicciones.

Todas las preocupaciones y dudas que otros autores parecen tener (si se debe incluir lo aburrido y lo irrelevante en la narración), a Karl Ove se la suda directamente. Lo cuenta todo, da igual si es superfluo, trivial, anodino, lo va a contar con una sorprendente memoria milimétrica. Y no con una prosa deslumbrante ni vibrante ni poética. No, nada de eso. Si tiene que prescindir de las sensaciones e impresiones para centrarse en una descripción real y objetiva, lo hace. Pero también hace lo contrario. A la manera nórdica, claro, con esa estética mecánica, ligeramente distante.

Pues, con todo, no dejo de leer. El libro me resulta extrañamente acogedor, y remarco lo de "extrañamente" porque no consigo saber, ni siquiera después de haber leído las 500 páginas, qué es aquello que me hizo seguir leyendo hasta llegar a ese momento (a partir del momento que Karl Ove acude a casa de su abuela cuando el padre fallece) en el que entonces el libro para mí tiene sentido, sobrevuela y encuentro espacios comunes, entra dentro de mi "canon" de calidad, por una razón u otra, la que sea, pero que a mí me vale porque ahí sí aprecio lo que estoy leyendo. Ese es el misterio: sólo conecté con menos de la mitad del libro. Las últimas páginas. En cualquier otro libro no habría llegado ni a las cien primeras. Pero con este, por alguna razón desconocida para mí, perseveré. Y no lo hice sufriendo ni maldiciendo ni renegando: acudía a libro con facilidad, incluso con ganas, siendo consciente de que no entendía qué me hacía volver a él.

Y así estamos, leído el primer libro de los seis que componen "Mi lucha", sabiendo que dentro de X tiempo cogeré el segundo con el cuasi convencimiento de que va a ser difícil que me lea los seis tomos pero quién sabe, porque este extraño tipo tiene una forma de contar que me ha enganchado por alguna razón que desconozco y eso a estas alturas me desconcierta, pero también me provoca curiosidad, por saber de él, pero también por saber qué me atrae a mí de él, de lo que cuenta y por cómo lo cuenta, con ese lenguaje tan preciso como distante para hurgar en lo sórdido, en lo ambiguo, en la pérdida. Tal vez Karl Ove utilice el lenguaje como si fuera una fregona que intenta limpiar todo aquello que ensucia la vida. Tal vez. Tengo que resolver el misterio.

"El arte de vivir, de eso estoy hablando

 

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