domingo, 20 de julio de 2025

El invencible (Stanislaw Lem)

 

No todo, ni en todas partes, es para nosotros


No todas las frases necesitan explicación, solo asentimiento. Todo el libro sostiene esa verdad: hay formas de vida y mundos (reales o inventados, humanos o inanimados, íntimos o externos) que no esperan ser comprendidos. Ni por la ciencia, ni por el lenguaje, ni por la voluntad. Simplemente no nos incluyen.


Desde las primeras páginas, Lem desactiva cualquier tentación de pensar el universo como una extensión colonizable de la razón humana. No hay líderes carismáticos, conquistas gloriosas ni victorias triunfales: solo fracaso y límites. Hay un paisaje que se impone por su ajenidad y su absoluto desinterés hacia lo humano.


La fuerza de este libro no está (que también) en la creación de tecnologías futuristas ni en la construcción de un mundo extraterrestre, sino en cómo nos confronta con nuestra impotencia. El conocimiento humano, el lenguaje, la voluntad y la lógica quedan anulados. No por una violencia más poderosa, sino por algo más sutil y devastador: una forma de vida que no nos ve ni nos teme, simplemente nos anula.


El verdadero conflicto no es entre especies, sino entre formas de existencia inconmensurables. Ahí es donde Lem roza una veta de pensamiento filosófico casi oriental: no hay confrontación posible porque no hay plano compartido. No hay lucha, sino desactivación; no hay victoria, sino desconcierto.


Lem escribe como un ingeniero del pensamiento: por eso su estilo rehúye la metáfora, la sorpresa verbal o el quiebre formal. Su lenguaje es visual y preciso, levanta desde cero lo que no tiene referentes humanos. No describe lo que existe, sino que construye estructuras mentales (casi arquitectónicas, casi cinematográficas) para nombrar lo que aún no sabemos ver. Fabrica escenarios lo bastante sólidos para soportar preguntas radicales: ¿Qué es la conciencia? ¿Qué ocurre cuando nos enfrentamos a lo que no podemos codificar?


No construye personajes para que los comprendamos, sino para que pensemos a través de ellos. No le interesa lo individual, sino lo que nos define como especie. Y, sin embargo, hay algo profundamente conmovedor en el personaje de Rohan, no por su complejidad emocional, sino por su forma de resistir sin sentido, sin drama, sin testigos. En su marcha absurda y sin gloria, ajena a la victoria o la derrota, se adivina un tipo de dignidad que no necesita espectador. 


Rohan podría haber salido de “El innombrable” de Beckett con su paso arrastrado y su resistencia sin fe. “No puedo seguir. Seguiré”. Porque “El invencible” es también el relato de un hombre que avanza incluso cuando ya no hay sentido, que no necesita comprender para seguir. Una marcha que, precisamente por su absurdo y su falta de lógica, es lo más humano que queda. En ese gesto, tan desnudo, tan terco, tan sin aplauso, tal vez se cifra la única dignidad posible.


El invencible” es también una crítica brutal al antropocentrismo tecnológico. Las máquinas humanas, por sofisticadas que sean, fracasan ante lo que no pueden entender; la tecnología no es garantía de supervivencia, sino a veces su propia trampa. Lem no propone soluciones, solo deja interrogantes: ¿y si la inteligencia más desarrollada no fuera consciente? ¿y si la evolución ya no necesitara un yo? ¿y si lo más eficiente fuera no preguntar nada?


Con una claridad inquietante, Lem sugiere que no todo está hecho para ser entendido por nosotros. Nuestra inteligencia no es un modelo, es una rareza. Y lo humano, lejos de ocupar el centro, apenas cuenta como nota secundaria. Lem no solo trata de imaginar futuros posibles, sino de exponer los límites de nuestro presente mental.


Lem era un filósofo disfrazado de escritor de ciencia ficción, por eso no daba respuestas, sino el vértigo de saber que quizás nunca las tendremos. Lo que tenemos, al final, es una forma serena de retirada: aceptar que hay mundos donde no tenemos lugar y que eso también está bien. Algunas inteligencias no buscan diálogo y su silencio no es amenaza, sino otra manera de estar. Tal vez lo más humano sea eso: no hay que dominar ni conquistar, sino seguir observando con asombro.


Gracias, Stanislaw Lem. Gracias Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz (traductores)


©AnaBlasfuemia

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