jueves, 17 de julio de 2025

Manual para enrollarse con dignidad

Alguien me ha recordado (con la mejor de las intenciones) que lo bueno, si breve, dos veces bueno. Como si existiera un termómetro para saber cuándo el pensamiento empieza a ser sospechoso por no ir directamente al grano, como si escribir de lo que una lee no fuera ya en sí mismo una forma de resistencia contra esa manía de la síntesis que tan poco tiene que ver con los libros y tanto con la prisa.


No es culpa suya, no me lo ha dicho con mala intención, es un amigo y lo quiero. A mí lo que me ha encendido es recordar esa norma no escrita con la que tantos parecen coincidir: mejor breve, mejor rápido, mejor sencillo, mejor no cansar, mejor no pensar demasiado, mejor no escribir demasiado, porque el tiempo es escaso y la atención más todavía y nadie quiere perder ni una cosa ni la otra en algo tan poco rentable como leer a alguien que escribe sobre lo que ha leído.


No lo discuto. Hay cosas que agradecen la brevedad. Un semáforo, una llamada comercial, un dolor de muelas. Incluso algunos libros. Incluso algunas conversaciones. Pero yo no comparto para decir si algo me ha gustado o no, no es un veredicto sobre lo que se debe leer  o sobre cómo debe leerse. Para eso ya hay quien lo hace mejor y más breve. 


Lo que escribo es una forma de sostenerme, de conversar con lo que he leído aunque el libro ya se haya cerrado, de no soltar tan rápido lo que ha sido importante para mí aunque sea solo por un rato. Porque lo que leo también es mi forma de habitar y entender el mundo y de quedarme en él  un poco más.


Escribo porque necesito encontrar el ángulo correcto de lo leído, no por inseguridad ni por falta de síntesis, sino porque me gusta pensar despacio, sin atajos, sin prisas, sin obedecer a esa voz que dice basta cuando yo sé que todavía no he llegado donde quería llegar. Porque a veces no sé lo que pienso sobre lo leído hasta que lo escribo y a veces ni siquiera entonces. Es mi modo de prolongar la lectura hasta que se confunda con la memoria, con mi propia memoria, con esa autobiografía que voy escribiendo sin darme cuenta cada vez que hablo de lo leído. Como si contara algo que me hubiera pasado. Porque me ha pasado.


Cuando levanto la vista, sé que no estoy sola, me acompañan aunque no digan nada, porque en esta casa mía llena de libros hay presencias que no se han ido y que entienden por qué no quiero aprender a resumir lo que no se resume.


Virginia Woolf está ahí, paciente pero no complaciente, con su ironía intacta, y sé que me entiende porque ella también escribió para seguir pensando, para no dejar que el pensamiento se le muriera por falta de palabras, para no aceptar que lo breve fuera siempre mejor. Ella se habría encogido de hombros y habría seguido escribiendo a su ritmo, que no era breve ni pedía disculpas.


Kafka sigue en su sitio, con esa cara de quien espera siempre algo que nunca llega, como si temiera que si me alargo demasiado venga alguien a cerrarme la puerta, pero él no va a reprocharme nada, él entendía los rodeos, los pasillos largos, las frases que no acaban nunca de llegar a su destino porque si algo temía era lo definitivo, lo cerrado, lo que clausura sin dejar salida.Ninguno de los dos quiere escribir la última palabra tan pronto.


Pessoa escribe, o finge que escribe, o escribe a través de otro que escribe por él, Lisboa mediante. Eso da igual, porque con él siempre ha sido así, decir y no decir, escribir y no acabar nunca Me dice que a estas alturas no vamos a fingir prisa, que hay cosas que se dicen cuando se pueden y como se pueden y que lo breve o lo largo no son medidas, son accidentes.


Anne Carson levanta la cabeza como quien decide si intervenir o va a seguir a lo suyo. Ella sabe que lo fragmentario no es prisa disfrazada, que hay pausas que también escriben, que no todo cabe en tres líneas o 2000 caracteres, por mucho que Instagram insista.


Clarice Lispector me observa con esa mirada suya de no estar del todo conforme con nada  y con esa mezcla de asombro y desdén por las cosas demasiado claras, demasiado directas, demasiado fáciles.


Tolstói no se inmuta. Inmenso, intacto, sin prisa, sin disculpas. Nadie espera de él brevedad. Es un continente entero. Su sola existencia me absuelve.


Lobo Antunes remueve ideas que se resisten a asentarse, mascullando verdades repetidas mil veces: que no hay que explicar lo que no quiere entenderse, que quien no escucha no entenderá, que escribir largo no es un error si es la única forma que uno tiene de decir la verdad. Lo suyo nunca fue dar tregua ni pedirla.


Walser está en su esquina, pequeño, discreto, casi invisible, con sus papeles y sus caminatas lentas. Me recuerda que lo breve no es lo mismo que lo rápido, que lo pequeño puede contener lo infinito si se le mira de cerca, que la lentitud también es una forma de atención, que demorarse es un arte y una cortesía.


Bernhard refunfuña como siempre, repite lo que ha dicho y lo que volverá a decir, que todo está podrido, que no hace falta explicar, que el mundo no entiende ni entenderá, pero sigue escribiendo. Y eso es lo que cuenta, no la novedad ni la brevedad ni la eficacia, sino la obstinación de no callarse.


Y Carmen Martín Gaite sonríe desde su mesa, con esa complicidad suya que entendía que escribir sobre lo que una lee es prolongar la conversación cuando el libro se ha callado, que es otra forma de no estar sola, o inventarse un interlocutor que no tenga prisa.


Así que sigo. No por llevar la contraria, no porque me moleste lo breve, no porque crea que haya una forma mejor que otra. Sigo porque me gusta quedarme un rato más en lo leído, porque me ayuda a pensar y a entender, porque es mi manera de asentarme en el mundo, de no dejar que se mueva bajo mis pies, de no pedir permiso para ser quien soy, de no enmascararme en lo normativo para que me acepten. Porque no quiero cambiar el mundo, pero sí quiero quedarme en él como me da la gana, con mis parrafadas, mis rodeos, mis palabras que a veces tardan pero llegan. Y porque escribir sobre lo leído es, en el fondo, mi forma de querer, de cuidar, de decir aquí estoy, todavía, con mis libros, con mis palabras, con mi no saber ni querer sintetizar.


Si no te paras a leerme no me inquieta, no me ofende, no cambia nada. Yo seguiré aquí, rodeada de libros que no tienen prisa, escribiendo para no olvidar, para no olvidarme, para no perder la costumbre de pensar despacio lo que me importa. 


A mí me gusta enrollarme. Qué le voy a hacer. También las persianas se enrollan, y no por eso dejan de hacer su trabajo. No espero que nadie lea lo que escribo. Pero me alegra mucho cuando alguien lo hace. Y me alegra aún más si no tiene prisa.


©AnaBlasfuemia



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