“Hay tanta porquería dentro de nosotros, tío, y lo único que quiere es salir”
Si tuviera que elegir una banda sonora para “Hijo de Jesús”, de Denis Johnson, no tendría que devanarme los sesos: bastaría con dejar sonar la guitarra de Lou Reed en “Heroin”. Ese crescendo desbocado, esa promesa de éxtasis y la caída abrupta en el fango. De hecho, el título de este libro es un préstamo deliberado de Lou Reed y su “Heroin”, donde el vértigo de la adicción se confunde, por un instante, con la embriaguez de algo casi sagrado, una especie de latido vertical: “and I feel just like Jesus’ son” (“y me siento como el hijo de Jesús”)
Tanto Reed como Johnson compartían esa extraña habilidad de transformar lo sórdido en materia de poesía, de hallar, entre la basura, una chispa de trascendencia. Ambos escribieron (cada uno con su instrumento: la prosa fracturada, la guitarra y la voz entre dientes) desde esa línea ambigua entre la caída y el éxtasis, lo espiritual y lo grotesco, entre el yonqui y el místico.
El título, pues, no es símbolo: es aguijón. Un recordatorio de que a veces el deseo de volar y la necesidad de hundirse pasan por el mismo punto del cuerpo. Como diría Baudelaire, “hay que estar siempre ebrio” (de vino, de virtud o de literatura).
No son relatos sueltos: son fogonazos conectados por la misma herida. Hay un narrador sin nombre (pero con apodo: “Fuckhead”), que deambula por la América de los 70 y 80 con la brújula moral rota y el pulso alterado por las drogas. Los relatos se entremezclan y cada uno de ellos parece contradecir al anterior o corregirlo sin saber cómo. La escritura de Johnson es deliberadamente alucinatoria, fragmentada. Se comporta como la droga, intentando reflejar la psique del protagonista.
El primer relato, “Accidente durante el autostop”, es una declaración de intenciones: un accidente fatal, narrado con la frialdad de quien observa su propia vida desde la acera de enfrente, marca el tono del resto del libro. Aquí, la violencia y la casualidad se entremezclan con la percepción distorsionada del narrador y te ves arrastrada a un mundo donde el tiempo es elástico y los referentes morales se desvanecen.
La pasividad del narrador, su falta de empatía o de reacción no es indiferencia, es que ya no recuerda cómo se hace. Observa cómo todo se desmorona a su alrededor sin intervenir, no por crueldad ni frialdad, sino porque el cuerpo no responde, la conciencia no articula, y la droga ha desactivado incluso la posibilidad de conmoverse. La droga le mantiene encendido en un canal que casi nadie sintoniza. A veces intenta corregirse, pero no sabe desde dónde. No hay propósito, solo el intento fallido de volver a parecer alguien que una vez estuvo vivo.
La vida del narrador transcurre en ese limbo entre la lucidez y la alucinación, donde la realidad se percibe a través de un parabrisas sucio y agrietado. Sin embargo, en medio de la confusión, hay momentos de claridad y belleza inesperada: una frase que chisporrotea como un cable pelado en mitad de un descampado, un gesto de humanidad en medio del naufragio. Johnson logra lo que pocos: retratar la miseria sin caer en el miserabilismo y encontrar poesía en los escombros de la vida cotidiana.
La mirada de Johnson es la de quien, sentado en la última fila de un bar a punto de cerrar, observa a los demás sin atreverse a interrumpir su soledad; los contempla con una mezcla de compasión y humor negro, como si dijera: “Todos somos un poco ‘fuckhead’ en este carnaval de la existencia”. Rimbaud, que también supo de iluminaciones y naufragios, habría entendido perfectamente a los personajes que aparecen en “Hijo de Jesús”.
Sin embargo, en medio de esa densidad emocional, hay una veta de humor absurdo, dislocado, que atraviesa algunos episodios. No es humor en el sentido clásico, sino más bien como si el dolor tuviera la mala suerte de hacerse gracioso por momentos. La adicción adquiere a veces el tono de una comedia trágica: decisiones sin sentido, actos automáticos, diálogos que rozan lo ridículo y acaban en ternura, desconcierto o devastación.
El relato final, “Asilo Beverly”, funciona como un epílogo existencial donde el narrador, ya rehabilitado y trabajando, encuentra una inesperada sensación de pertenencia entre quienes han sido marginados y desechados. Todos los temas del libro confluyen en ese espacio físico. Soledad, desconexión, culpa… pero también deseo de pertenencia, un gesto mínimo de querer estar. Aunque su vida sigue marcada por la rutina y la falta de propósito, lo que queda es la sensación de que, al menos por ahora, no vale la pena seguir huyendo.
Si Lou Reed cantaba “Heroin, be the death of me” (“Heroína, sé mi muerte”), Johnson nos recuerda que, a veces, sobrevivir es el mayor acto de rebeldía. O, al menos, la mejor excusa para volver a intentarlo mañana. Porque, en el fondo, todos buscamos (aunque sea por un instante) ser hijos de algo más grande que nosotros mismos.
Johnson y Reed no eran moralistas ni cínicos ni escribieron desde una torre de marfil. Reed escribía letras que a veces eran cuentos de Carver con distorsión y Johnson escribía relatos que a veces eran canciones de Reed contadas desde dentro de una ambulancia. Ambos hablaban con los desahuciados, no sobre ellos. El protagonista de “Hijo de Jesús” no busca expiación ni perdón: busca aguantar. Reed canta “I’ll Be Your Mirror” como quien ofrece un cigarro a alguien que tiembla. Esa forma de ternura impura, sin melodrama, es quizás lo que más comparten: que en medio de la ruina aún hay un gesto hacia el otro. Pequeño y torpe, pero suficiente.
Gracias, Denis Johnson. Gracias, Rodrigo Fresán (traductor)