domingo, 6 de julio de 2025

Hijo de Jesús (Denis Johnson)

Hay tanta porquería dentro de nosotros, tío, y lo único que quiere es salir


Si tuviera que elegir una banda sonora para “Hijo de Jesús, de Denis Johnson, no tendría que devanarme los sesos: bastaría con dejar sonar la guitarra de Lou Reed en “Heroin. Ese crescendo desbocado, esa promesa de éxtasis y la caída abrupta en el fango. De hecho, el título de este libro es un préstamo deliberado de Lou Reed y su “Heroin”, donde el vértigo de la adicción se confunde, por un instante, con la embriaguez de algo casi sagrado, una especie de latido vertical: “and I feel just like Jesus’ son” (“y me siento como el hijo de Jesús”)


Tanto Reed como Johnson compartían esa extraña habilidad de transformar lo sórdido en materia de poesía, de hallar, entre la basura, una chispa de trascendencia. Ambos escribieron (cada uno con su instrumento: la prosa fracturada, la guitarra y la voz entre dientes) desde esa línea ambigua entre la caída y el éxtasis, lo espiritual y lo grotesco, entre el yonqui y el místico. 


El título, pues, no es símbolo: es aguijón. Un recordatorio de que a veces el deseo de volar y la necesidad de hundirse pasan por el mismo punto del cuerpo. Como diría Baudelaire, “hay que estar siempre ebrio” (de vino, de virtud o de literatura).


No son relatos sueltos: son fogonazos conectados por la misma herida. Hay un narrador sin nombre (pero con apodo: “Fuckhead”), que deambula por la América de los 70 y 80 con la brújula moral rota y el pulso alterado por las drogas. Los relatos se entremezclan y cada uno de ellos parece contradecir al anterior o corregirlo sin saber cómo. La escritura de Johnson es deliberadamente alucinatoria, fragmentada. Se comporta como la droga, intentando reflejar la psique del protagonista. 


El primer relato, “Accidente durante el autostop”, es una declaración de intenciones: un accidente fatal, narrado con la frialdad de quien observa su propia vida desde la acera de enfrente, marca el tono del resto del libro. Aquí, la violencia y la casualidad se entremezclan con la percepción distorsionada del narrador y te ves arrastrada a un mundo donde el tiempo es elástico y los referentes morales se desvanecen.


La pasividad del narrador, su falta de empatía o de reacción no es indiferencia, es que ya no recuerda cómo se hace. Observa cómo todo se desmorona a su alrededor sin intervenir, no por crueldad ni frialdad, sino porque el cuerpo no responde, la conciencia no articula, y la droga ha desactivado incluso la posibilidad de conmoverse. La droga le mantiene encendido en un canal que casi nadie sintoniza. A veces intenta corregirse, pero no sabe desde dónde. No hay propósito, solo el intento fallido de volver a parecer alguien que una vez estuvo vivo.


La vida del narrador transcurre en ese limbo entre la lucidez y la alucinación, donde la realidad se percibe a través de un parabrisas sucio y agrietado. Sin embargo, en medio de la confusión, hay momentos de claridad y belleza inesperada: una frase que chisporrotea como un cable pelado en mitad de un descampado, un gesto de humanidad en medio del naufragio. Johnson logra lo que pocos: retratar la miseria sin caer en el miserabilismo y encontrar poesía en los escombros de la vida cotidiana.


La mirada de Johnson es la de quien, sentado en la última fila de un bar a punto de cerrar, observa a los demás sin atreverse a interrumpir su soledad; los contempla con una mezcla de compasión y humor negro, como si dijera: “Todos somos un poco ‘fuckhead’ en este carnaval de la existencia”. Rimbaud, que también supo de iluminaciones y naufragios, habría entendido perfectamente a los personajes que aparecen en “Hijo de Jesús”.


Sin embargo, en medio de esa densidad emocional, hay una veta de humor absurdo, dislocado, que atraviesa algunos episodios. No es humor en el sentido clásico, sino más bien como si el dolor tuviera la mala suerte de hacerse gracioso por momentos. La adicción adquiere a veces el tono de una comedia trágica: decisiones sin sentido, actos automáticos, diálogos que rozan lo ridículo y acaban en ternura, desconcierto o devastación.


El relato final, “Asilo Beverly”, funciona como un epílogo existencial donde el narrador, ya rehabilitado y trabajando, encuentra una inesperada sensación de pertenencia entre quienes han sido marginados y desechados. Todos los temas del libro confluyen en ese espacio físico. Soledad, desconexión, culpa… pero también deseo de pertenencia, un gesto mínimo de querer estar. Aunque su vida sigue marcada por la rutina y la falta de propósito, lo que queda es la sensación de que, al menos por ahora, no vale la pena seguir huyendo. 


Si Lou Reed cantaba “Heroin, be the death of me” (“Heroína, sé mi muerte”), Johnson nos recuerda que, a veces, sobrevivir es el mayor acto de rebeldía. O, al menos, la mejor excusa para volver a intentarlo mañana. Porque, en el fondo, todos buscamos (aunque sea por un instante) ser hijos de algo más grande que nosotros mismos.


Johnson y Reed no eran moralistas ni cínicos ni escribieron desde una torre de marfil. Reed escribía letras que a veces eran cuentos de Carver con distorsión y Johnson escribía relatos que a veces eran canciones de Reed contadas desde dentro de una ambulancia. Ambos hablaban con los desahuciados, no sobre ellos. El protagonista de “Hijo de Jesús” no busca expiación ni perdón: busca aguantar. Reed canta “I’ll Be Your Mirror” como quien ofrece un cigarro a alguien que tiembla. Esa forma de ternura impura, sin melodrama, es quizás lo que más comparten: que en medio de la ruina aún hay un gesto hacia el otro. Pequeño y torpe, pero suficiente.


Gracias, Denis Johnson. Gracias, Rodrigo Fresán (traductor)


©AnaBlasfuemia


 

miércoles, 2 de julio de 2025

¿A quién pertenece Anne Frank? (Cynthia Ozick)

 

Pero el diario en sí […] no se puede considerar la historia de Anne Frank. Una historia no puede llamarse historia si le falta el final. Y, a falta de ese final […] la historia de Anne Frank se ha expurgado, distorsionado, trucado, traducido, reducido, infantilizándose, homogeneizándose y sentimentalizándose hasta acabar falseada, cursilizada y, en definitiva, impúdica y arrogantemente negada”.


Este pequeño ensayo cabe en la palma de la mano y sin embargo su calado es de una profundidad tal que transciende su tamaño, pesa como un ladrillo en la conciencia. La inteligencia y la valentía de Ozick van a desmontar algo que parecía férreo e inquebrantable.


En este texto, profundo y polémico, Ozick aborda cómo la vivencia de Anne Frank ha sido transformada y manipulada desde su publicación. El ensayo es una crítica directa y sin concesiones a cómo el “Diario de Anne Frank” ha sido editado, adaptado y reinterpretado de maneras que traicionan su autenticidad y su contexto histórico. Lo que Ozick, con la lucidez y la mala leche necesarias, se atreve a preguntarse (y a preguntarnos) es: ¿qué hemos hecho con Anne Frank? ¿De quién es su historia? ¿Y, sobre todo, qué le hemos quitado al convertirla en icono, en mito, en símbolo universal de la esperanza y la bondad?


El eje central del ensayo es la crítica de Ozick a Otto Frank, padre de Anne, que editó el diario antes de su publicación. Para Ozick, las modificaciones realizadas por Otto (como la eliminación de pasajes personales o controvertidos) suavizaron la imagen de Anne y facilitaron que su diario se convirtiera en un símbolo universal de esperanza, alejándose de su realidad como testimonio de una joven judía atrapada en el horror del Holocausto. 


Lo que comienza como una reflexión sobre las decisiones personales de Otto se irá transformando en una crítica más amplia sobre cómo la cultura ha apropiado y deformado la memoria de Anne, minimizando su identidad judía y el contexto específico del Holocausto.


El ensayo también va más allá y plantea una reflexión profunda sobre cómo la sociedad manipula las narrativas históricas para ajustarlas a sus valores y expectativas. Según Ozick, el “Diario de Anne Frank” se ha convertido en un “ícono de esperanza” a costa de su autenticidad y esta transformación refleja un problema cultural más amplio: la tendencia a universalizar y sentimentalizar las tragedias para hacerlas más digeribles.


Lo que hace Ozick no es solo levantar la voz: es colocar dinamita (moral, crítica, intelectual) en el centro de un consenso aparentemente firme. Porque el “Diario de Anne Frank”, más que preservarse como el testimonio desgarrador de una niña judía asesinada en el Holocausto, ha sido transformado en un emblema universal y reconfortante. Su dolor ha sido estetizado, su identidad diluida, su voz reconfigurada para que encaje en los relatos que preferimos escuchar. Y eso, lejos de cumplir una función reparadora, podría estar contribuyendo a una forma más sutil (y quizá más peligrosa) de negación. Y cuando un testimonio se convierte en icono y el icono en mercancía cultural, ¿qué queda de la verdad? ¿Se ha convertido el “Diario de Anne Frank” en algo que ella misma no reconocería?


El mensaje es claro: nos hemos apropiado de Anne Frank, la hemos convertido en símbolo universal y, de paso, hemos edulcorado su historia hasta dejarla irreconocible. ¿Que el diario era un testimonio brutal del horror y la persecución? Bueno, mejor lo dejamos en “diario de una adolescente llena de esperanza”, que vende más y no amarga el desayuno. El ensayo repasa cómo el diario ha sido expurgado, distorsionado, reducido e infantilizado hasta el extremo de negar su verdad más incómoda: la de la persecución, el miedo y la muerte. Y, por si acaso, nos recuerda que Anne no murió de esperanza, sino de tifus, hambre y abandono. 


Este ensayo es una llamada de atención sobre el poder y los peligros de la reinterpretación cultural. Nos obliga a preguntarnos si las historias pueden ser universalizadas sin traicionar su verdad y si, en el esfuerzo por hacer que un testimonio nos sea más cercano, no se corre el riesgo de distorsionarlo por completo. 


Lo que leo lo cuento y, en este caso, lo que cuento, pica un poco. Avisados estáis.


Gracias, Cinthya Ozick. Gracias, Eugenia Vázquez Nacarino (traductora)


©AnaBlasfuemia



lunes, 30 de junio de 2025

Seda (Alessandro Baricco)

 

Es un dolor extraño […] Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca


Esta frase parece profunda, está bien calibrada, bien embalada. Dice lo justo para parecer inolvidable, pero no llega a deslumbrar. Baricco no la escribe: la maneja con cálculo. Como todo en “Seda”, no busca herir sino sugerir que algo duele (mucho).


Seda” es un libro peligrosamente fácil de admirar. Es breve, bello y elegante. Parece diseñado para la unanimidad: nadie en su sano juicio podría decir que está mal escrito, y cualquiera con un mínimo de sensibilidad diría que es sutil. Cada frase está en su sitio, cada imagen se desvanece en el momento exacto, cada pausa ha sido calibrada para sugerir una emoción que no llega nunca a desbordar. El resultado: una pieza literaria bien hecha. 


Pero algo pasa cuando la perfección se vuelve tan pulcra. Cuesta saber si hay hondura o solo una superficie bien trabajada. “Seda” contiene una historia de obsesión callada y deseo mudo. La sinopsis cabe en un pañuelo de seda auténtica: un comerciante francés del siglo XIX viaja a Japón en busca de huevos de gusano de seda. Pero lo que encuentra (y lo que Baricco elige construir) es otra cosa: una imagen. Una mujer sin nombre. Un silencio que se agranda de viaje en viaje y que nunca se rompe. Una historia que parece un viaje, pero que al final es una vuelta a la rotonda con incienso.


La mujer no habla, no actúa, no respira narrativamente. No se le da voz ni se le concede siquiera el dudoso privilegio de tener un nombre. No es un personaje: es un holograma. Baricco la convierte en deseo puro. Si ella dijera siquiera “perdone, tengo nombre”, el edificio entero se vendría abajo. Porque la lógica de “Seda” depende de ese mecanismo: el deseo no puede cumplirse porque no puede tocarse


Esta elección tiene linaje: forma parte de una tradición larga (demasiado larga) en la que el objeto de deseo femenino se contempla, pero no se escucha. Baricco no inventa nada nuevo, pero lo depura como nadie. Cuanto menos dice ella, más puede proyectar él. Cuanto más se silencia, más se idealiza. Y cuanto más se idealiza, más se borra.


Ese mecanismo de borrado no es solo literario: es cultural. Y como toda lógica que funciona por omisión, tiene consecuencias políticas. Porque elegir contar el deseo de un hombre hacia una mujer que no habla es, en el fondo, elegir quién puede narrar el mundo y quién debe limitarse a ser narrado. Y lo hace con tanta elegancia que casi nadie se da cuenta.


El Japón del libro participa del mismo truco. No es un espacio con historia, tensiones o lenguas. Es un decorado exótico que cumple perfectamente con su papel de escenario para la transformación del personaje europeo. Ni una mención al contexto social, ni un personaje japonés con peso narrativo. Baricco no ridiculiza nada (faltaría más), pero tampoco se molesta en entrar. Elige el Oriente como espacio mítico, sensual, silencioso.


Ojo, que nada de esto convierte “Seda” en un mal libro. Ni mucho menos. Pero sí en un libro que parece no tener conflicto con nada. Ni con el deseo ni con el poder. No molesta. Y precisamente por eso se vuelve interesante leer con la mirada entrenada, la ironía encendida y la sospecha sin pestañear.


Sedapodría haber sido deslumbrante si se hubiera atrevido a dejar que su deseo le estropeara la belleza. Baricco parece haber dictado el libro desde un chaise longue de terciopelo gris. Y yo necesitaba que algo se desbordara, que el deseo quemara, aunque sea un poco. Pero no. Baricco sugiere, insinúa, se insinúa, y se diluye. Es como si se negara a dejar que su historia lo salpicara. Todo está demasiado protegido. Y ese cuidado extremo, que fascina en una primera lectura, empieza a parecer una belleza conservada al vacío en la segunda.


Seda”, en definitiva, deslumbra más por contención que por vértigo. El lenguaje utilizado, si pudiera, caminaría de puntillas. La forma gana la batalla al fondo; y eso no es tanto un accidente como un límite. Un libro que muchos admiran, algunos aman, pero que si afinas el oído… surge la sospecha: tanto equilibrio somete la lectura a su envoltorio. Es meritorio, sí. Pero más para regalar que para recordar.


Gracias, Alessandro Baricco. Gracias Xavier González Rovira y Carlos Gumpert (traductores)


©AnaBlasfuemia

jueves, 26 de junio de 2025

Horas de invierno (Mary Oliver)


El ser humano que no conoce la naturaleza, que no camina bajo las hojas como bajo su propio techo, es parcial y está herido

A veces un libro necesita pausa, tiempo calmo, no porque sea intrincado o críptico, sino porque disfrutas de cada paso que das dentro de él. Y no tienes prisa por avanzar, sino deseos de estar, de permanecer en cada página, en cada párrafo, en cada frase e incluso en cada espacio en blanco. Este es uno de esos libros. Lo terminé porque no pude evitarlo, con una sonrisa lumínica, de esas que te llenan de paz, de conciliación, de reconocimiento. Terminé reconfortada.


Horas de invierno”, de Mary Oliver, es mucho más que un conjunto de ensayos, poemas y aforismos, es una declaración de intenciones, una manera de vivir, una meditación lúcida sobre la vida, el arte, la escritura y la espiritualidad, tejida con una prosa melódica y sin estridencias. Todo en este libro es un estado del ser, un estado de ánimo: un tiempo de pausa, calma, observación y admiración. Introspección clarividente.


Sin grandes aspavientos, Oliver nos invita a detenernos, a observar y a dejarnos transformar por el mundo que nos rodea. Para ella lo ordinario es extraordinario, lo normal ya es más que notable. La vida no es una empresa limitada. En cada texto, en cada párrafo, encontramos una mirada que une y convierte lo cotidiano en revelación inesperada. No hay un abuso de la metáfora (pese a que es consciente de que tanto el relato como la vida son metáfora), pero cuando lo hace la utiliza con precisión, dejando que los hechos hablen por sí mismos y se conviertan en un símbolo.


El primer capítulo del libro (dividido en tres secciones) establece el tono de “Horas de invierno”: no se trata de habitar una casa, sino de habitar el acto de construirla, el énfasis está en el proceso y no en el resultado. Esta actitud atraviesa todo el libro, un recordatorio de que cada instante, cada pequeño esfuerzo, es valioso por sí mismo porque alberga algo incalculable: EXISTE.


En los diferentes textos Oliver muestra su capacidad para observar la naturaleza sin interferir, para dejar que el mundo natural sea tal y como es, sin imponerle una narrativa humana. Se muestra coherente y ética, incluso cuando observa la violencia inherente a la vida salvaje. Esta actitud de respeto casi reverencial hacia la vida y la naturaleza es una constante en Oliver.


Somos el destino de los demás


Hay una sección dedicada a cuatro poetas: Edgar Allan Poe, Robert Frost, Gerald Manley Hopkins y Walt Whitman. No parece una elección casual, puesto que los cuatro comparten con ella una sensibilidad hacia el misterio y la profundidad de la vida, una visión de la naturaleza como reflejo de la condición humana, una espiritualidad que se mueve entre la celebración y la melancolía y una honestidad poética que no teme la verdad, por dolorosa que sea.


Otra sección, “Interludio”, es una pausa reflexiva en la que comparte varias “lenguadinas”. Este concepto me encantó, porque diríamos que son aforismos (lo son) y que son gotas de sabiduría, joyas condensadas, pero ella los llama así, “lenguadinas”, que es “un pez pequeño, flacucho, no muy significativo pero bien hecho”. ¿Se puede ser más bonita que Mary Oliver?


Tanto estas “lenguadinas” como el resto de textos de esta sección continuan siendo ventanas que nos permiten acceder a la mente de Oliver, a su permanente esfuerzo por mantener la curiosidad y la humildad, su rechazo a quedarse en lo superficial y su constante búsqueda de significado. Es una visión de la vida como espacio sagrado, donde cada instante tiene su peso.


Una puede engañarse en gran medida a sí misma, pero no puede engañar su alma. La muy sufridora


El último capítulo, que da título al libro, “Horas de invierno”, es una meditación profunda y honesta sobre la vida, la naturaleza y la escritura. Oliver no elude en ningún momento la oscuridad como una presencia en la naturaleza, en la vida, en los acontecimientos y en el alma. No se trata de una oscuridad desesperada, sino una oscuridad que invita a la introspección y a la observación. Es una oscuridad en la que hay espacio para la fe (maleable, cordial, serena y silenciosa) y la esperanza (gritona, peleona, dulce e insolente).


El verdadero corazón de esta último capítulo está en su reflexión sobre la naturaleza. Oliver rechaza verla como un mero adorno o como un recurso, la ve como una presencia sagrada, dotada de alma. Y esta visión no es una metáfora ni una mirada romántica o poética: es una creencia profunda, una convicción absoluta. La espiritualidad de Oliver en ningún momento es dogmática, sino que es una actitud ante la vida, una forma de mirar.


Hay otro concepto, clave para mí, que en cierta forma también atraviesa el libro. Me refiero a la distinción entre conocimiento y descubrimiento. Mientras que el conocimiento es sólido y acumulativo (y dice haberle fallado en ocasiones), el descubrimiento es dinámico, una chispa que surge de la observación, del asombro y el agradecimiento ante la vida. Creo que esta distinción es esencial para entender la poesía, la vida y la ética de Mary Oliver: no se trata solo de saber, sino de estar atenta, de ver, de escuchar, de sentir, tanto al mundo que nos rodea como a nosotros mismos.


Es un libro hermoso y un auténtico testamento vital. Oliver nos recuerda que cada instante puede ser un milagro si sabemos verlo/mirarlo. Lo importante es estar presente. Su prosa, al igual que su vida, está marcada por la pausa, la calma y la observación. Es una prosa aparentemente sencilla pero con cargas de profundidad que no puedes ni quieres eludir. Para Mary Oliver la vida es un regalo y en cada una de sus palabras late la gratitud de quien ha vivido con los ojos (y el alma) abiertos. Leerla sí que es un regalo.


Gracias, Mary Oliver. Gracias, Regina López Muñoz (traductora)


©AnaBlasfuemia


lunes, 23 de junio de 2025

Algo alrededor de tu cuello (Chimamanda Ngozi Adichie)


Lo que le importaba no era dónde vivían sino en qué se habían convertido


Algo alrededor de tu cuello” se mueve en el terreno incierto de las transiciones: entre dos lenguas, dos mundos, dos geografías… Este libro es un territorio de tensiones en el que la identidad no es un punto fijo, sino una oscilación incómoda entre lo que se es, lo que se espera ser y lo que se ha perdido para siempre (y ya no será). Cada historia respira con la nostalgia del hogar perdido y la inquietud del nuevo mundo. 


Chimamanda fija la mirada en el interior de sus personajes, en cómo los hiere y moldea el viaje, en qué se han convertido después de cruzar todas las fronteras visibles e invisibles. Calibra los bordes que separan una cultura de otra, una conciencia de otra, una vida de otra, y lo hace con mucha precisión emocional y narrativa. Lo que buscan sus personajes es una suerte de legitimidad íntima: la posibilidad de habitar su experiencia sin necesidad de explicarse o justificarse ante nadie. Esa aspiración apenas confesada es el hilo invisible que une a muchas de estas mujeres.


Las protagonistas arrastran las raíces arrancadas de su tierra natal, esa tierra todavía adherida a las palabras que van dejando de pronunciar. La pérdida de la lengua propia se vive como una imperceptible muerte cotidiana. Estos exilios físicos y lingüísticos fracturan a los personajes, que quedan suspendidos entre dos mundos sin pertenecer del todo a ninguno. Pocas cosas hay más crueles que esa.


Además, sobre sus hombros pesa el fardo de las expectativas ajenas (y esto no es menos cruel). Cada protagonista carga con sueños que no son del todo propios: la familia que las empuja a “salir adelante”, la comunidad que espera de ellas un triunfo, el mandato de ser buena hija, buena esposa, buena nigeriana incluso en la diáspora. Pero la realidad se impone: esa ilusión forjada por otros es una burbuja iridiscente de expectativas; basta un leve roce con la realidad para que reviente sin ruido, pero dejando una herida muda y devastadora.


Es en ese choque con la realidad donde Chimamanda deja entrever otro tema medular: el racismo cotidiano que no grita pero hiere. Lejos de los estallidos estridentes, aquí el prejuicio actúa con voz baja y punzante, no necesita proclamas para denunciar esta violencia sutil; le basta con mostrarnos a sus personajes encajando esas injurias menudas con la dignidad contenida, como quien aprieta los dientes y sigue adelante. Mujeres que han aprendido a intuir el desprecio incluso antes de que ocurra. A leer en el escrutinio blanco una amenaza implícita. Y ese aprendizaje no es una forma de defensa, sino de desgaste brutal.


Hay una soledad muy honda que atraviesa todos los relatos: la de no poder narrarse plenamente.¿Cómo narrar el sufrimiento de la pérdida a quien no la conoce? ¿Cómo explicar el desarraigo a quien nunca ha tenido que inventarse una patria nueva? En un relato, una madre aguarda ante una ventanilla burocrática sabiendo que poner en palabras su tragedia la desgarrará de nuevo y quizás no cambie nada. En otro, una joven emigrada escribe cartas a casa llenándolas de mentiras piadosas, incapaz de traducirles su decepción. Son personajes que atesoran historias irrenunciables pero incomunicables: verdades que arden dentro sin encontrar salida. 


Chimamanda ofrece un espacio para alzar la voz aunque sea en susurros. Con una prosa sobria, limpia de afectación y llena de empatía, la autora logra que escuchemos esas voces silenciadas. Hay una lucidez casi cruel en su forma de mostrar cómo las decisiones de sus personajes no siempre responden a una lógica moral, sino a una necesidad de supervivencia emocional, incluso cuando esa supervivencia suponga pactar con lo intolerable. En algunos casos, hay gestos de afirmación. En otras, lo que hay es simplemente una retirada digna, una forma de protegerse sin pregonarlo.


La fuerza de este libro está en que muestra (como una pequeña presión sobre el pecho) la conciencia de estar viviendo en el umbral. Como si lo que flota alrededor del cuello no fuera solo silencio, sino el peso exacto del desarraigo, de las expectativas que deforman, del racismo que daña sin ruido, del deseo que no encuentra cauce, del idioma que se deshace antes de decirse. Ese es el silencio más dañino: el que no se impone, pero se aprende.


Cuesta no preguntarse cuántas veces (por ser pusilánimes, por cansancio o por miedo) decidimos no ver lo que tenemos delante. Y me pregunto si ese gesto de no ver, tan pequeño como una rendija cerrada, no es también una forma de violencia. No hay neutralidad posible cuando las heridas están abiertas.


Gracias, Chimamanda Ngozi Adichie. Gracias, Aurora Echevarría (traductora)


©AnaBlasfuemia


domingo, 22 de junio de 2025

Conversaciones con una impresora o el arte de interrumpir lo sagrado por falta de tinta

 


Todo estaba listo. Había corregido el texto con ese tipo de atención que se parece más a una vigilia que a un trabajo: no era revisión, era exorcismo. Las frases habían pasado por sus crisis, sus renuncias, sus entusiasmos momentáneos y sus arrepentimientos a destiempo. Yo creía haber llegado al punto justo: el lugar donde por fin las palabras aceptaban ser dichas sin demasiado ruido, ni afectación, ni esa duda que suele perseguirme cuando algo me importa demasiado. Así que me dispuse a imprimirlo.


En mi cabeza, la escena tenía el aire de un rito menor, íntimo, casi mecánico. Nada grandioso, apenas la satisfacción de convertir lo escrito en materia: ver salir el texto en papel, tocarlo, incluso olerlo, de no ser por mi persistente anosmia. Confirmar que eso que durante horas había sido apenas vibración delante de una pantalla ahora era algo físico, tangible, sometido a gravedad. Le di al botón con esa seriedad doméstica que reservo solo para los gestos finales. Y la impresora, con un sigilo que ya debería conocerle, decidió no hacer nada.


Ni sonido. Ni queja mecánica. Ni siquiera esa respiración breve que antecede al zumbido. Solo un folio que asomaba a medias, detenido como un bostezo incompleto. La miré. Esperé. Y luego, claro, le hablé. Como si fuera una vieja conocida que, justo en el momento clave, ha optado por retirarse sin explicaciones. La llamé por su nombre (ese que no tiene, pero que invento cada vez que me traiciona), y le pregunté si de verdad iba a hacerme esto ahora, después de todo. No respondió. Se limitó a mostrarme esa luz intermitente, casi insultante, como un guiño pasivo-agresivo que, sin decir palabra, susurraba: ”yo ya he hecho bastante por hoy, cariño. Compra tinta”


Desde el sofá, Cuquín alzó la cabeza con desgana. Me observó en silencio, con ese aire entre paciente y escéptico que sólo los gatos saben sostener sin parecer condescendientes. Cleo ni siquiera se movió. Estaba encima de una torre de libros (los que esperan su destino como yo espero el mío cada vez que algo falla) y su cuerpo entero parecía decir que este drama ya lo conoce, que es mío, que lo repito con la obstinación de quien aún cree que imprimir es una forma de salvación.


Así que ahí estaba yo, de pie, con la hoja interrumpida en la mano, intentando razonar con una impresora muda. Había algo cómico en la escena, lo sé. Pero también algo profundamente íntimo. Porque no era solo el fallo técnico. Era el corte abrupto de una ceremonia. Era la imposibilidad de terminar lo que ya sentía concluido. Era (aunque suene excesivo) una forma diminuta del colapso. El reconocimiento de cómo lo nimio afecta cuando te rompe una rutina que te sostiene.


Me senté, escribí esto. Porque si no puedo imprimirlo, al menos puedo contarlo. Y ahora que he ido a comprar la tinta (ahora que todo podría seguir su curso como si nada), no sé si me atrevo a darle otra vez al botón. Me gustaría pensar que sí, que la máquina obedecerá, que la hoja saldrá completa y que esta historia quedará atrás como una anécdota más del archivo doméstico. Pero una parte de mí sospecha que la impresora me ha entendido. Y que ha querido recordarme, con su silencio, que incluso lo sagrado puede interrumpirse. Que todo texto es provisional. Y que a veces, justo cuando creemos que ya hemos dicho lo esencial, el papel se detiene a mitad de camino para recordarnos que aún falta algo. Que siempre falta algo incluso cuando lo tienes todo.


©AnaBlasfuemia