sábado, 26 de septiembre de 2020

El mar indemostrable (Ce Santiago)

 

… y cierto día encaras un cúmulo de ciertos días que equivalen a la asunción de que moverse es lo mismo que ir a ninguna parte, y que eso es peor que, al menos, estar en algún lugar”.

Decía Borges que somos lo que leemos, aunque también se puede decir que leemos lo que somos. De algunos traductores bien se podría decir que son lo que traducen. No conozco personalmente a Ce Santiago, así que no puedo afirmar rotundamente que él sea aquello que ha traducido, pero sí que probablemente lo que traduce es la literatura que le gusta leer pero también la que le gustaría escribir. Pues bien, lo ha hecho: ha escrito un libro. De esos que se quedaron varados en plena pandemia, sin poder salir a navegar por las librerías. Hasta que el mar pandémico lo ha permitido. Ahora.

Si has leído algunas de las traducciones de Ce Santiago (William H. Gass, Gilbert Sorrentino, Djuna Barnes, Nicholson Baker, T.C. Boyle, Claire Vaye Watkins…) habrás hecho todo lo posible por hacerte con su primera novela, que es lo que yo hice, con muchas expectativas sobre qué esperaba encontrar.

No sólo no me ha defraudado. Es que hasta me ha emocionado el derroche de escritura excelsa, de riesgo, atrevimiento y autoexigencia. Ce Santiago exprime y experimenta con el lenguaje, deconstruyéndolo para volverlo a construir, insuflando vida a un lenguaje moribundo, dando forma a lo informe… haciendo literatura de esa que me hace aplaudir con las orejas.

El título del libro “El mar indemostrable” es toda una declaración de intenciones, o cómo una afirmación que asumimos como cierta (que el mar, al igual que la vida, no se puede demostrar) puede expresarse y, por tanto (en una curiosa paradoja), demostrar lo indemostrable.

La escritura de Ce Santiago es una escritura a borbotones, casi escupida, sudada como quien suda construyendo una catedral piedra a piedra con sus propias manos. Pulso, detalle, precisión, pasos seguros, ni un resquicio para lo inútil, superfluo, sobrante o innecesario.

El mar indemostrable” es un fluir controlado del lenguaje (si es que el lenguaje se puede controlar): Ce Santiago saca del corsé a las palabras, las frases, los párrafos, la narración, los libera de ese contorno ceñido, apretado y limitado, con el que se construyen muchos libros. Pareciera que desdibuja las formas, pero no puede decirse desdibujar cuando crea imágenes, sensaciones, experiencias, pensamientos y emociones que reverberan y se amplían en el lector.

Ce Santiago tensa el lenguaje hasta encresparlo, juegos literarios con forma brumosa sobre los que avanzas palpando con las manos hasta topar con lo tangible y aferrarte a algo, aunque sea al agua. Porque agua (mar, el mar, la mar) es este libro (“sin forma y a la vez con todas”), agua salada con la cadencia de las mareas que nos deja a merced del oleaje y de las corrientes de la resaca, orillas que no son idílicas, porque este mar no tiene nada de romántico y sí de cruel, no hay sentimientos en el mar.

Nada en este libro es casual y si su autor pretendía transmitir el mar, la relación del hombre con el mar y del mar con el hombre, lo ha conseguido con creces, no solo a través del lenguaje, sino también a través del ritmo y la cadencia que a veces te llevaba y otras te traía, que pocas veces te mecía y más bien te bamboleaba, que te llevaba del silencio más espeso y a la vez respetuoso a leer fragmentos en voz alta, con una sonoridad contundente que te hacía recordar toda la inclemencia del mar y la rudeza inhóspita de la humanidad.

Cuando terminé de leer el libro me sobrevino una especie de mareo cinético, el que sientes al desembarcar: durante un instante bajo tus pies la tierra ya no es firme, la sensación de inestabilidad te fuerza a echar las manos al suelo, como sujetando un mundo que se mueve demasiado rápido para sostener a aquellos que lo habitan.

Generoso, Ce Santiago no escatima sus referencias literarias y las comparte a pie de página. He dicho antes que probablemente Ce Santiago ha traducido aquello que le gusta leer, pero también aquello que le gustaría escribir. Y, como esperaba, ha escrito a una altura elevada. Su primera novela es una novela experimental, trabajada, pero de una frescura y un vigor que renueva el panorama literario nacional, muy necesitado de escritores así. Qué bárbaro, Ce Santiago.

©AnaBlasfuemia

martes, 22 de septiembre de 2020

Corazón de perro (Mijaíl Bulgákov)


"Lo terrible es que ya no tiene el corazón de un perro, sino precisamente uno humano. El peor de todos los que existen en la naturaleza"

Conocer el contexto histórico en el que se escribe un libro es importante, aunque luego su lectura confirme que lo transciende. Bulgákov escribió "Corazón de perro" en Rusia en 1925, en pleno apogeo del comunismo, ya muy asentado y por tanto en la deriva de la dejadez y el delirio del poder absoluto, Bulgakov (con un par) escribe una sátira socarrona y lúcida sobre la eugenesia y el ideal del nuevo hombre soviético.

La búsqueda del hombre perfecto es un tema recurrente de la humanidad desde el principio de los tiempos. Hay ejemplos recientes y no hay poder político, a diestra o siniestra, que no busque ese ideal del ser humano inmejorable que, curiosamente, suele ser siempre joven e inmortal, despreciando los valores de lo efímero. Un nuevo hombre pletórico en belleza, juventud, ideales y valores, inmortal y magnífico. Un intelectual, claro.

La Rusia de Lenin también quería perpetuar sus valores, porque los ideales hay que inocularlos así, en la glándula pituitaria, y se dio a los científicos instrucciones al respecto, o al menos se alentó la teoría de la eugenesia (la positiva, la que transmite valores “buenos”).

"Huy, sí, los ojos son algo primordial. Son como un barómetro. Puede verse todo: quien tiene una gran sequedad en el alma, quien por nada del mundo va a clavarte la punta de las botas en las costillas, y quien tiene miedo de cualquiera"

Corazón de perro” es una sátira muy “bulgakoviana” sobre el nuevo hombre soviético, un esperpento en el que destaca su capacidad para engarzar detalles realistas y cotidianos con elementos de la fantasía, habilidad que redunda en beneficio del lector, hasta el punto de que lo he leído como si fuera una obra de teatro que visualizaba al detalle, espectadora privilegiada en un teatro de esos que ahora nos necesitan (¡consumamos cultura!).

A partir de lo disparatado, Bulgákov construye una crítica sarcástica sobre la construcción de ese hombre ideal, acreditando su escepticismo al respecto y sin dejar títere con cabeza: desde lo absurdo de las teorías del nuevo hombre soviético, que olvidaba los valores del proletariado para transmitir los de la intelectualidad, a la denuncia de la explotación histórica y constante sufrida por el pueblo ruso, a los que prácticamente se les negaba su condición de seres humanos, pasando por evidenciar la peculiaridad de la individualidad del ser humano y el rechazo a cualquier forma de violencia.

Qué placer leer a Bulgákov.

"Explíquemelo, por favor, ¿por qué es necesario fabricar artificialmente a Spinoza cuando cualquier mujer puede parirlo cuando le venga bien?"

©AnaBlasfuemia 


viernes, 18 de septiembre de 2020

Otro mar (Claudio Magris)

 


Siempre creemos necesitar algo [...] y nos matamos por alcanzarlo. Reducir las necesidades, ser felices con el propio yo, ahí está la solución del acertijo

Hay un tipo de literatura considerada culta, erudita, que conlleva una lectura profunda y minuciosa. Quizás un tipo de lectura difícil de comentar y compartir, pero a la que llego con devoción y fruición, como una decisión irrevocable e íntima de la persona y la lectora que soy y a la que no voy a renunciar por un quítame allá ese like o ese postureo.

Aunque estamos aparentemente ante una novela, no hay acción, no se trata de eso sino de arte lingüístico y búsqueda de valores, armonía y diálogo con uno mismo. De lenguaje creando y recreando mundos, de demiurgos.

Otro mar” requiere de la complicidad del lector y no me refiero a una disposición a favor de obra sino a una complicidad intelectual y también de información previa. Abordo a Magris poniendo de mi lado los conocimientos que poseo y los que no (que son muchos, pero busco, me informo, curioseo) y entonces Magris te devuelve esa complicidad con creces.

En este caso necesitaba conocer el contexto y saber (no se facilita esa información) que los personajes de los que habla Magris existieron realmente, que quiere compartir con nosotros la recreación de la vida del mejor amigo de Carlo Michelstaedter (filósofo italiano cuyo pensamiento giraba en torno al deber de ser uno mismo), Enrico Mreule, considerado por Carlo como la representación de su filosofía, una herencia espiritual que pesará sobre los hombros de Enrico como una losa.

Así como el mar no se puede explicar, tampoco la vida se puede dilucidar ni evitar. La herencia espiritual que Enrico deja en Carlo, el compromiso y la fidelidad con su pensamiento, llevan a Carlo a una soledad brutal en su búsqueda de la vida, sin retorno posible.

Nunca se vuelve al mismo mar, no hay huellas posibles que retomar. Nunca se vuelve a la misma vida. Se vuelve a otro mar. A otra vida. Vida y mar son inalcanzables para Carlo y su firme búsqueda de la pureza le lleva a olvidarse de sí mismo y a una destrucción implacable de la vida.

Un libro tan poderoso y magnético como humanista y exigente.

©AnaBlasfuemia

martes, 15 de septiembre de 2020

El alma perdida (Olga Tokarczuk y Joanna Concejo)


Si alguien pudiera contemplarnos desde arriba, observaría que el mundo está lleno de personas apresuradas, sudorosas y exhaustas, y que sus almas también están perdidas

El alma perdida” es un texto brevísimo de Olga Tokarczuk. Con palabras precisas y una idea clara hace una alegoría contundente sobre la vida apresurada e irreflexiva que supone la cotidianeidad con la que transcurren los días (y la vida): prisas, falta de tiempo, exceso de trabajo, responsabilidades y actividades…

En sí mismo el texto pasaría desapercibido, quizás se desdibujaría hasta perder la fuerza de su contenido, de una efímera solidez, como esas ondas expansivas que se forman cuando lanzas una piedra al agua: surgen con un trazado ágil, contundente, y va perdiendo la grafía de su forma hasta desaparecer a medida que se alejan de su centro.

Pero cuando dos personas conectan surge una unión armoniosa destinada a que aquello que quieren transmitir se complemente y se fusione, adquiriendo una fuerza definitiva que se expande y crece en lugar de diluirse. Y así, las ilustraciones de Joanna Concejo se abrazan al texto de Tokarczuk y estalla la magia. Magia que es belleza y nos pide detenernos, deleitarnos en lo que podemos ver, tocar, sentir… y nos invita a reflexionar.

Todas las personas sin alma se parecen: son intercambiables. Se nos va cayendo el alma por aquí y por allá mientras vamos corriendo de un sitio a otro de una actividad a otra, de una reunión a una fiesta a un trabajo a ir de compras ir de cañas he quedado con fulanito o menganita tengo una fiesta hacer fotos para las redes sociales voy al cine a comer de vacaciones tengo que cocinar limpiar llevar los niños al colegio ir a clase mañana trabajo y pasado y el otro también… Y así, va pasando la vida, sin darnos cuenta que un día nuestra alma no pudo seguir nuestro ritmo y nos fuimos alejando de ella.

El alma perdidanos proporciona justo aquello que reclama: pausa, tranquilidad, paz. Entras a través de las imágenes, nostálgicas y melancólicas, te encuentras con el breve texto, meditas, y sigues avanzando en las ilustraciones que van tallando el mensaje de Tokarczuk hasta darle un contenido pétreo, sólido como una roca, rotundo y concluyente, con unos trazos delicados y tiernos.

Ambas narrativas, texto e ilustraciones, se ponen una al servicio de la otra y se dan la mano, el abrazo que funde dos almas en una, sin ponerse una por delante de la otra, destilan armonía y nos alejan de la inquietud de las prisas y de las personas sin alma. La conexión entre ambas se traslada a “El alma perdida” y la fuerza cósmica de esa unión y entendimiento hace el resto.

viernes, 11 de septiembre de 2020

El cerebro de Andrew (E.L. Doctorow)


También esto es la astucia del cerebro, el hecho de que uno está condenado a no conocerse

Todos tenemos un cerebro, aunque a veces no lo parezca. El cerebro obtuso, con fisuras, con su conciencia e inconsciencia, su inmensidad imprevisible. El cerebro interrogándose a sí mismo ¿Qué sabemos cada uno de nosotros de nuestro propio cerebro? ¿Y del cerebro de Andrew?

Lo que podamos llegar a saber del cerebro de Andrew lo vamos a saber (o no) a través de un monólogo dialogado, trágico y teatral. ¿Qué es verdad y qué memoria cuando todo es mero recuerdo? Andrew está solo. Y lo está porque lleva al desastre y a la desgracia a todos los que se le acercan. Andrew, el inepto. Preguntas y más preguntas, ¿cuál es el origen del mal? El que causa el mal ¿cómo interpreta el daño que hace a otros? ¿o lo reinterpreta? ¿cómo se justifica? ¿cuál es la raíz del mal?.

No es fiable Andrew ¿cómo va a serlo si ni él se fía de sí mismo? Pero reclama a los demás que se pongan en un lugar en el que él es incapaz de ponerse: el lugar del otro. Reclama la empatía que él no siente, demasiado ocupado en escudriñarse a sí mismo, un exceso de ruido interno que le impide escuchar con nitidez lo que llega del exterior. Andrew es un error, una disonancia.

El cerebro de Andrew” es, como poco, una curiosa y extraña novela. Un castillo de naipes. Una autoexploración cuyo trazado a veces me ha desconcertado y otras muchas me ha fascinado. Quizás Andrew está demasiado al servicio de E. L. Doctorow quien, al dotarle de una memoria manipulada, no otorga mucha verosimilitud a la voz del protagonista.

Pese a la mezcla de desconcierto y fascinación, estamos ante un libro hábil en el que igual hay demasiado cerebro y se echa en falta alma, quizás confinada en ese exceso de autoexploración. No deja indiferente leer a E. L. Doctorow porque, además de una excelente y personal técnica narrativa, desazona e inquieta.

Y el amor es la conmoción cerebral que nos deja insensibles a la desesperación

lunes, 7 de septiembre de 2020

El rostro ajeno (Kôbô Abe)


Sin duda la belleza es algo así como la fuerza con que los sentimientos humanos rechazan la posibilidad de destrucción, y se oponen a ella

Tengo la sensación de que últimamente nos estamos autodestruyendo mientras nos miramos el ombligo, repartimos selfies y sonrisas a diestro y siniestro, nos creemos influyentes, las opiniones son dogmas inexpugnables e incluso inentendibles, se miente, se manipula y se falsea sin rubor, se promueve el individualismo más brutal… Dudo mucho que la belleza sobreviva a tanto despropósito y que, en verdad, estemos rechazando con firmeza la posibilidad de destrucción.

¿De dónde nos viene este afán por autodestruirnos (individual y colectivamente)? No lo sé. Soy incapaz de comprender la falta de empatía, la extraña distorsión cognitiva que nos impide ver, comprender, aceptar y cuidar al otro (sin el otro no sería posible mi propia existencia individual). Yo sólo observo, entre atónita y paralizada, lo cual no deja de ser otra curiosa manera de participar de esta paulatina e impecable autodestrucción.

Y así, atónita, he leído este libro de Kôbô Abe, autor al que llego por primera vez y del que voy a leer todo lo que llegue a mis manos. La única explicación que tengo para no haberlo leído antes es que, a poco que quieras vivir la vida, el tiempo no te alcanza para acceder a tanta literatura que está a nuestra disposición y que deberíamos preservar como uno de los pocos lugares habitables que nos quedan. Todo lo demás es tierra inhóspita.

Vamos al meollo: el protagonista tiene la cara desfigurada debido a un accidente en el laboratorio en el que trabaja. Cubre su rostro con vendas. Qué horror, pensaremos. Y sin embargo ¿qué importancia le damos a la cara? Mucha más de la que aceptamos. A la nuestra y a la de los demás. ¿Qué papel juegan las caras en la interacción, en la comunicación con los demás? ¿Es en la cara, en la piel, donde está el alma? ¿Es la cara el espejo del alma? Así lo piensa nuestro protagonista, por lo que decide construirse una máscara, un rostro, para poder tener una cara que restaure el pasadizo de comunicación con los demás.

Con el rostro desfigurado, el protagonista es objeto de prejuicios que le golpean individualmente, puesto que no puede coaligarse a otros “sin rostro”, ¿cómo rebelarse contra unos prejuicios que sólo te afectan a ti? Con la máscara puede exponerse a los demás, pero a la vez constituye una barrera para ocultar su propia individualidad. Con la máscara nace (o más bien asoma sin obstáculos) otro nuevo “yo”, provocando una inevitable disgregación de la persona. El “yo” con máscara, el “yo” sin máscara. La apariencia construyendo una identidad.

Estamos ante un libro introspectivo y denso, una densidad de textura gelatinosa, elástica y fuerte, a la que te vas adaptando despacio. No es un libro para impacientes, es de degustación lenta. Cuando superas el desconcierto inicial y cierto tedio provocado por la detallada descripción del proceso de elaboración de la máscara, caes de lleno en el asombro de la admiración.

El largo monólogo del protagonista está plagado de reflexiones filosóficas y psicológicas de gran calado y profundidad que habría enmarcado y puesto en la pared. Sin duda la máscara es una gran metáfora sobre la identidad, la otredad, la soledad… que, en estos tiempos de mascarillas, resulta especialmente inquietante.

Estos son los cargos de que se les acusa: el pecado de haber perdido la cara, el pecado de haber obstruido el pasadizo de comunicación con los demás, el pecado de haber perdido la comprensión hacia la pena y la alegría ajenas, el pecado de haber perdido el temor y el gozo inherentes a descubrir lo desconocido de los demás, el pecado de haber olvidado la obligación de crear algo en favor de los otros, el pecado de habernos perdido esa música que pudimos escuchar juntos…