“También esto es la astucia del cerebro, el hecho de que uno está condenado a no conocerse”
Todos tenemos un cerebro, aunque a veces no lo parezca. El cerebro obtuso, con fisuras, con su conciencia e inconsciencia, su inmensidad imprevisible. El cerebro interrogándose a sí mismo ¿Qué sabemos cada uno de nosotros de nuestro propio cerebro? ¿Y del cerebro de Andrew?
Lo que podamos llegar a saber del cerebro de Andrew lo vamos a saber (o no) a través de un monólogo dialogado, trágico y teatral. ¿Qué es verdad y qué memoria cuando todo es mero recuerdo? Andrew está solo. Y lo está porque lleva al desastre y a la desgracia a todos los que se le acercan. Andrew, el inepto. Preguntas y más preguntas, ¿cuál es el origen del mal? El que causa el mal ¿cómo interpreta el daño que hace a otros? ¿o lo reinterpreta? ¿cómo se justifica? ¿cuál es la raíz del mal?.
No es fiable Andrew ¿cómo va a serlo si ni él se fía de sí mismo? Pero reclama a los demás que se pongan en un lugar en el que él es incapaz de ponerse: el lugar del otro. Reclama la empatía que él no siente, demasiado ocupado en escudriñarse a sí mismo, un exceso de ruido interno que le impide escuchar con nitidez lo que llega del exterior. Andrew es un error, una disonancia.
“El cerebro de Andrew” es, como poco, una curiosa y extraña novela. Un castillo de naipes. Una autoexploración cuyo trazado a veces me ha desconcertado y otras muchas me ha fascinado. Quizás Andrew está demasiado al servicio de E. L. Doctorow quien, al dotarle de una memoria manipulada, no otorga mucha verosimilitud a la voz del protagonista.
Pese a la mezcla de desconcierto y fascinación, estamos ante un libro hábil en el que igual hay demasiado cerebro y se echa en falta alma, quizás confinada en ese exceso de autoexploración. No deja indiferente leer a E. L. Doctorow porque, además de una excelente y personal técnica narrativa, desazona e inquieta.
“Y el amor es la conmoción cerebral que nos deja insensibles a la desesperación”
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