lunes, 7 de septiembre de 2020

El rostro ajeno (Kôbô Abe)


Sin duda la belleza es algo así como la fuerza con que los sentimientos humanos rechazan la posibilidad de destrucción, y se oponen a ella

Tengo la sensación de que últimamente nos estamos autodestruyendo mientras nos miramos el ombligo, repartimos selfies y sonrisas a diestro y siniestro, nos creemos influyentes, las opiniones son dogmas inexpugnables e incluso inentendibles, se miente, se manipula y se falsea sin rubor, se promueve el individualismo más brutal… Dudo mucho que la belleza sobreviva a tanto despropósito y que, en verdad, estemos rechazando con firmeza la posibilidad de destrucción.

¿De dónde nos viene este afán por autodestruirnos (individual y colectivamente)? No lo sé. Soy incapaz de comprender la falta de empatía, la extraña distorsión cognitiva que nos impide ver, comprender, aceptar y cuidar al otro (sin el otro no sería posible mi propia existencia individual). Yo sólo observo, entre atónita y paralizada, lo cual no deja de ser otra curiosa manera de participar de esta paulatina e impecable autodestrucción.

Y así, atónita, he leído este libro de Kôbô Abe, autor al que llego por primera vez y del que voy a leer todo lo que llegue a mis manos. La única explicación que tengo para no haberlo leído antes es que, a poco que quieras vivir la vida, el tiempo no te alcanza para acceder a tanta literatura que está a nuestra disposición y que deberíamos preservar como uno de los pocos lugares habitables que nos quedan. Todo lo demás es tierra inhóspita.

Vamos al meollo: el protagonista tiene la cara desfigurada debido a un accidente en el laboratorio en el que trabaja. Cubre su rostro con vendas. Qué horror, pensaremos. Y sin embargo ¿qué importancia le damos a la cara? Mucha más de la que aceptamos. A la nuestra y a la de los demás. ¿Qué papel juegan las caras en la interacción, en la comunicación con los demás? ¿Es en la cara, en la piel, donde está el alma? ¿Es la cara el espejo del alma? Así lo piensa nuestro protagonista, por lo que decide construirse una máscara, un rostro, para poder tener una cara que restaure el pasadizo de comunicación con los demás.

Con el rostro desfigurado, el protagonista es objeto de prejuicios que le golpean individualmente, puesto que no puede coaligarse a otros “sin rostro”, ¿cómo rebelarse contra unos prejuicios que sólo te afectan a ti? Con la máscara puede exponerse a los demás, pero a la vez constituye una barrera para ocultar su propia individualidad. Con la máscara nace (o más bien asoma sin obstáculos) otro nuevo “yo”, provocando una inevitable disgregación de la persona. El “yo” con máscara, el “yo” sin máscara. La apariencia construyendo una identidad.

Estamos ante un libro introspectivo y denso, una densidad de textura gelatinosa, elástica y fuerte, a la que te vas adaptando despacio. No es un libro para impacientes, es de degustación lenta. Cuando superas el desconcierto inicial y cierto tedio provocado por la detallada descripción del proceso de elaboración de la máscara, caes de lleno en el asombro de la admiración.

El largo monólogo del protagonista está plagado de reflexiones filosóficas y psicológicas de gran calado y profundidad que habría enmarcado y puesto en la pared. Sin duda la máscara es una gran metáfora sobre la identidad, la otredad, la soledad… que, en estos tiempos de mascarillas, resulta especialmente inquietante.

Estos son los cargos de que se les acusa: el pecado de haber perdido la cara, el pecado de haber obstruido el pasadizo de comunicación con los demás, el pecado de haber perdido la comprensión hacia la pena y la alegría ajenas, el pecado de haber perdido el temor y el gozo inherentes a descubrir lo desconocido de los demás, el pecado de haber olvidado la obligación de crear algo en favor de los otros, el pecado de habernos perdido esa música que pudimos escuchar juntos…

2 comentarios:

  1. Miraré a ver si este libro me refugia algo de tanto despropósito autodestructivo.

    Yo por eso suelo huir hacia donde haya árboles, a su silencio, solo hablan cuando sus ramas se rozan por el viento, el otro día las escuchaba con mis hijas.

    Un fuerte abrazo, Ana, y gracias contar, o contarte.

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  2. Hola Ana. Este no lo he leido. Pero guardo un gran recuerdo de La mujer de arena. No te lo pierdas. Han pasado muchos años desde que lo leí y todavía recuerdo la impresión que me causó. Volveré a buscarlo en la biblioteca y lo leeré encontrando cosas nuevas, seguro.
    Un abrazo.

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