“Vio que había perdido el miedo a caerse y todos los demás miedos de la misma naturaleza […] Alégrate -pensó-, alégrate”
Para perder los miedos hay que volver a nacer (remorir y renacer) y que te lleven en brazos como un niño inocente, aunque no seas un niño ni inocente sino un drogadicto condenado en la prisión de Falconer por asesinar a tu hermano. Ese es Farragut.
O eso creemos que es Farragut: un indeseable drogadicto y fratricida. También profesor universitario y lector de Descartes. ¿Qué nos va a contar este personaje? ¿Qué vamos a esperar de él, si ya le hemos juzgado y condenado? ¿Podemos esperar e incluso desear su salvación? Cheever cree que sí, que Farragut puede liberarse y salvarse. ¿Cómo?
Leer siempre es un esfuerzo. Te esfuerzas en entender al protagonista, su historia, sus motivos, sus actos, sus omisiones. El esfuerzo será en vano si no vamos más allá de los hechos y no entramos en las negras suturas que necesitan un foco de luz para palpar su textura, ese entramado de raíces que hay que diseccionar con ferocidad pero también con compasión. Cheever, liberando sus demonios y con una prosa granítica, quirúrgica y satírica nos desmenuza el infierno del que está hecho Farragut.
Cheever pone encima de la mesa sus propios fantasmas: homosexualidad, adicciones, religión… Nos habla de la condición humana y sus múltiples ramificaciones desde una perspectiva bíblica, a través de una historia de resurrección y liberación en donde la cárcel no es únicamente muros, puertas y rejas, sino el confinamiento del alma humana. Y Cheever lo hace de una forma abierta, surrealista y multidimensional en una novela tan extraña como extraordinaria y con una calidad literaria magnífica.
Todo se vuelve más liviano cuando confiamos en nosotros mismos. Esa es la libertad. Alégrate.
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