Cioran es un autor poco leído, pero al que se le cita muchísimo. Lo entiendo, no es precisamente la alegría de la huerta; lo suyo es más bien un pozo de lucidez malsana y extrema que produce un tipo de alivio que no es exactamente felicidad, pero sí una especie de complicidad con la condición humana. Está en mi naturaleza, esa que no puedo evitar, dejarme arrastrar a ese tipo de pozos.
“Extravíos” es un libro breve de aforismos y fragmentos, en el que la desolación es una condición natural del pensamiento. Un pensamiento con fogonazos de pesimismo, intuiciones corrosivas, a veces casi crueles, y otras de una belleza devastada.
Se diría que el hombre sólo sobrevive porque se adiestra en dudar de todo lo que toca, como quien frota con desinfectante cada objeto de la conciencia para no contagiarse de sus propias ilusiones. Si bajara la guardia un instante, si dejara de ponerle mordazas al fervor y a la credulidad, bastaría el primer gesto ingenuo para que la furia del mundo le arrastrara como aluvión. Por eso inventamos diques: formas, hábitos, ese pudor extraño de sostener la compostura incluso cuando nos despeñamos. Llamamos elegancia a la capacidad de sostener el gesto mientras se incendia la casa.
Por eso Cioran formula un programa de supervivencia mental: sin la disciplina del escepticismo y la ironía, el mundo (por su mezcla de injusticia y estupidez) nos desbordaría hasta la furia. La respuesta no es el consuelo, sino el dominio de sí y el decoro: conservar “el viso discreto” incluso en la aflicción. O damos forma a la vida (“hacer un soneto”), o nos despeñamos (“ahorcarnos”). Es una regla práctica para no anegarse.
“Lo cierto es que la vida no tiene ningún sentido, pero aún más cierto es que nosotros vivimos como si tuviera uno”
Para Cioran la tonalidad de la existencia es una mezcla inseparable de vodevil y réquiem. Lo cómico y lo fúnebre no se alternan, se mezclan en una melodía imposible. La naturaleza misma se convierte en anomalía: cuando el asco hacia los otros se enquista, es como si el calendario aboliera las estaciones y dejara al cuerpo sin ciclos de renovación. Y en medio de ese clima enfermo, lo único continuo es la marea de la desesperación, porque las esperanzas, como islas, se forman y se hunden, mientras el mar de fondo permanece incólume.
Del tedio absoluto no nos rescata la razón ni la costumbre, sino la irrupción sin causa, la anomalía que no tiene explicación y que, para incomodidad de los ateos más severos, solemos llamar milagro. Pero un milagro sin liturgia, sin incienso, más bien un cortocircuito que apaga por un segundo la maquinaria del vacío. Es entonces cuando entendemos que la vida no es pertenencia sino malentendido, prejuicio transmitido de generación en generación, y que una no pisa la tierra por derecho, sino por imposibilidad de no pisarla.
Y así, entre el hastío y la ironía, se aprende a vivir de costado: por encima de las verdades, más allá de las convicciones, con la conciencia mirando su propio espectáculo desde la última fila, riéndose con discreción de su empeño en parecer seria. Cioran empuja la filosofía hasta la frontera de la ineficacia y del ridículo, como quien hincha un globo sólo para verlo explotar. Y una termina entendiendo que el secreto no está en salvarse ni en perderse, sino en saber caerse con estilo.
En definitiva, “Extravíos” es un laboratorio de formas de resistencia: unas veces el escepticismo, otras la ironía, otras la forma poética, otras el humor negro. El resultado es un estilo de supervivencia. No es un libro que se lea buscando “qué piensa Cioran”, sino cómo hace para no ahogarse en lo que piensa.
“Amar la ceniza, cual un ave fénix que despreciara la resurrección…”
Gracias, Emil Cioran. Gracias, Christian Santacroce (traductor)
