“Ella quiere contar su vida a su manera. Yo necesito recordarla a mi manera. Necesito aferrarme a las partes de ella que me generan ternura y necesito recordarme aquellas cosas que me resultan molestas. A mi madre le interesa su versión de los hechos. A mí me interesan los detalles. Estoy recopilando las cosas que puede que llegue a olvidar”
Esta cita me conmovió y me tocó profundamente, por eso leí este libro. Pero no fue suficiente.
Van Horn trabaja con una confianza radical en lo mínimo: objetos, gestos, repeticiones domésticas que, por acumulación, deberían trazar la silueta de una madre sin necesidad de escena magna ni gran discurso. Registra sin subraya, dejar que el detalle sea el portador del afecto, mantiene el pulso bajo para no traicionar lo observado. Hay sobriedad: economía de medios, humor seco, ternura vigilada.
La apuesta es clara y funciona cuando lo minucioso, por modesto que sea, vibra con el resto, cuando el gesto anodino (un sobre, un huevo, una lista…) se vuelve un signo de carácter y no un mero apunte de libreta. Pero no funciona cuando el apunte queda suelto y no encuentra eco, como si la vida estuviera hecha solo de enseres desplegados sobre la mesa sin una corriente subterránea que los ligue. Y en esa alternancia se decide la lectura: a veces toca la fibra con precisión contenida, otras el mismo recurso se queda corto y deja sensación de irrelevancia.
Van Horn consigue que su logro sea también su limitación. Es decir, eleva las pequeñas obsesiones y rituales domésticos de su madre a la categoría de tema central. Hay una belleza lírica del detalle y de lo trivial que en ocasiones resulta demasiado ensimismada. Y también hay una voluntad consciente de evitar el dramatismo que se agradece, pero roza la distancia emocional con frecuencia. La madre nos puede resultar entrañable por su excentricidad y vitalidad, pero la relación madre-hija queda excesivamente atenuada.
No logra que el relato sea universal, aunque la experiencia materno-filial se detalle con cierto afecto y humor no se eleva a una reflexión más amplia porque queda demasiado cerca de lo anecdótico, de las peculiaridades idiosincrásicas de sus personajes.
Cuando la serie de anécdotas no arma constelación y queda como papeleo, entonces el mismo método, repetido sin variación suficiente, se transforma en riesgo. Es un problema de modulación. Tiende a un registro único (observación breve, remate discreto, corte) y esa monocromía embota. Hay páginas que tocan la fibra con una puntería impecable, pero hay otras que no añaden sombra ni relieve. La miniatura exige una precisión brutal: cuando se pierde una décima, el conjunto lo nota.
Van Horn parece confiar en que los lectores completemos, que la fragmentación sea suficiente para generar sentido. Pero esa apuesta exige una complicidad que no siempre se da. El resultado es un libro que se lee con facilidad, pero que deja una sensación de ligereza excesiva, como si se hubiera evitado deliberadamente cualquier profundidad incómoda.
Pero su propuesta literaria tiene un valor innegable al reivindicar la memoria como línea de transmisión, celebrar la excentricidad e ingenio de la vejez y curar las heridas de la distancia física con la ternura del ritual telefónico. La intención es clara: mostrar que la vida se compone de gestos mínimos, que el vínculo entre madre e hija se revela en lo cotidiano.
Se puede admirar la proeza en esa mirada que ve galaxias en cosas pequeñas, la rara lealtad a lo mínimo y, sin embargo, no terminar de entrar, porque la música no siempre vibra, la cadencia se bloquea y la economía de medios, tan limpia, corre el riesgo de parecer simple inventario al faltarle variación rítmica o densidad asociativa para que el detalle deje de ser dato y se convierta en motivo (o en emotivo).
No puedo llamarte y, aun así, marco. La conversación ya no está; el acto de marcar, sí. A veces me gustaría poder llamarte sabiendo que no me vas a escuchar ni te va a importar, y aun así oírme decir algo irrelevante sobre el tiempo, que ojalá lloviera o que he hecho un huevo con carácter y que tú me contestaras que el mando de la televisión no funciona y yo te replicara que le cambies las pilas y que no fumes en la cama y que te quiero y me quieres. Ese mínimo me bastaría.
Gracias, Erica Van Horn. Gracias, Ana Flecha Marco (traductora)
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