“Si pienso en los amigos y en las personas a las que he amado, me parece que todas tienen algo en común que sólo podría expresar con estas palabras: lo indestructible en ellas era su fragilidad, su infinita capacidad de ser destruidas. Y quizá sea esta la más justa definición de lo humano”
Giorgio Agamben escribió “Autorretrato en el estudio” como quien se detiene a mirar los objetos que han estado a su lado mientras pensaba. Como Sócrates en su última hora, Agamben se presenta como alguien que ha hecho de su estudio un campo de batalla contra el tiempo. No es una autobiografía sino una suerte de instantáneas de los espacios que ha habitado, de los libros, imágenes, objetos y personas que le han acompañado. Un autorretrato, sí, pero sin figura central.
El protagonista aquí no es el “yo”, sino el umbral entre el pensamiento y las cosas, entre la vida y su forma. Agamben convierte estos espacios (que son refugio, laboratorio, trinchera y santuario a la vez) en un espejo oblicuo de su forma de estar en el mundo. Cada objeto nombrado, cada estante, cada fragmento convocado, actúa como un disparador que enlaza lo cotidiano con lo conceptual, sin necesidad de argumentar nada. Simplemente mostrando, como si el pensamiento pudiera dejarse ver mejor cuando no se dice directamente. Porque si algo ha rechazado siempre Agamben es la espectacularización del pensamiento y ese gesto es el signo de una ética: la ética de la retirada (sin huir, pero sin exhibirse).
El libro se organiza como un atlas interior, dispuesto más por afinidades secretas que por lógica discursiva. Agamben lo ha dicho de muchas formas, y en este libro lo reitera sin subrayarlo: un filósofo no es alguien que impone su voz, sino alguien que escucha. Alguien que trabaja con palabras ajenas, con imágenes prestadas, con conceptos que ha heredado y a los que intenta, apenas, dar forma. Para él la filosofía es escribir entre la lengua y el silencio, entre la palabra y aquello que la excede.
"Autorretrato en el estudio" podría leerse como una forma bartlebyana de narrarse: rehusando a la narración misma, prefiriendo no contar, pero dejando que las cosas hablen por él. El libro no se abre fácilmente: hay que entrar en él como quien cruza el umbral de una habitación en penumbra, sin saber muy bien qué se busca. Esa opacidad puede resultar excluyente, también lo digo.
Es evidente el tono contenido, elegíaco, sin desgarro: Agamben despliega una erudición vastísima (una constelación erudita que recorre siglos, disciplinas, lenguas, nombres), pero evita el quiebre emocional. No hay confesión ni sentimentalismo, sino que elige la gravedad serena, la evocación y afinidad, frente a la intimidad desgarrada. Esa sujeción es parte de su compromiso con el pensamiento y el lenguaje.
Es una escritura que se mueve entre la memoria intelectual y el gesto litúrgico, pero que rara vez baja a lo afectivo o a lo íntimo como desbordamiento. Agamben convoca a sus muertos, pero no los llora; los nombra con la gravedad de quien prolonga una voz, no con la fragilidad de quien se derrumba ante la pérdida. Incluso sus elogios más intensos están medidos, casi ceremoniales. No cede nunca a la sentimentalidad exhibicionista. Es una manera de mantener la dignidad del pensamiento, de oponerle al flujo emocional constante una forma de gravedad antigua, casi monástica.
En este autorretrato melancólico, un mundo cultural desaparecido vuelve a hablar y al hacerlo deja al descubierto la intemperie de nuestro presente. Así, a través de un lenguaje literario y filosófico, Agamben consigue dos cosas: retratar una comunidad en extinción y, al mismo tiempo, lanzar una crítica poética a la pobreza espiritual de la época actual. Leer este libro exige atención, paciencia, la voluntad de quedarse en lo no evidente. No es una lectura que se ofrezca, hay que ir a su encuentro. Y la pobreza humanística y cultural de nuestros tiempos requiere (urge) ir a ese encuentro.
Gracias, Giorgio Agamben. Gracias, Rodrigo Molina-Zavalia y Mª Teresa D’Meza (traductores)
Gracias, Ana. Tus comentarios siempre son geniales, me encanta cómo escribes.
ResponderEliminarGracias, anónimo, por contestar en este blog tan silencioso y por tus palabras. La genialidad está en los libros que leo, ellos son los que provocan mis comentarios 😊
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