“Y por fin comprendí por qué no se veía a sí misma como una persona destrozada. Se me hizo evidente que lo que le había pasado no era algo inusual, era corriente, era demasiado común para siquiera contar como historia. Que ni siquiera era en absoluto una historia”
Tuve que esperar antes de escribir porque las sensaciones eran demasiado disonantes como para fingir que podía organizar una opinión limpia. Solo con el reposo acepté que no haría falta conciliar las contradicciones, sino escribir con ellas.
“Gente muy fría” cuenta la infancia y adolescencia de Ruthie, una niña criada en Waitsfield, Massachusetts. Un lugar marcado por un invierno cruel y la rígida división de clases. Ruthie y su familia pertenecen a los que viven al margen, los que nunca terminan de sentirse parte de nada, ni siquiera de sí mismos. La nieve y el frío son una atmósfera emocional, un hielo que se filtra en los vínculos familiares, en las relaciones sociales, en el propio sentido de identidad. El pueblo, con sus siglos de historia y sus seis cementerios, no es un simple escenario: es un lugar cargado de memoria, tradición y expectativas sociales muy rígidas.
Manguso escribe a ráfagas: párrafos telegráficos, recuerdos breves, escenas contadas con una frialdad que esconde más de lo que muestra. Ese estilo, de entrada, me atrapó: transmite emociones complejas con lo justo, sin excesos y refleja muy bien la vida de Ruthie: una existencia donde todo parece estar comprimido, donde las emociones no se despliegan, sino que se acumulan y dispersan. Este ritmo narrativo es un acierto, pero ese minimalismo, que al principio construye bien la atmósfera fría del relato, acaba volviéndose trampa narrativa. La historia se atasca en un bucle de escenas repetidas: pobreza, desapego, indiferencia, autoestima rota, vergüenza.
Es evidente que la repetición busca reflejar cómo se vive y construye el trauma: en fragmentos, en recuerdos sueltos que emergen sin orden claro ni progresión narrativa coherente. Pero este recurso, que podría ser poderoso, se diluye por la insistencia en utilizar el mismo patrón. Solo en las últimas páginas vemos un crecimiento claro en Ruthie. Para entonces, todo ese peso emocional descargado casi de golpe se siente como un alud tardío. Cuando llegamos al núcleo de su dolor, ya hemos sido anestesiados por la reiteración.
El padre, aunque menos presente, encarna otra variante de esa frialdad estructural: la de la indiferencia sostenida (aunque pesa como una losa). Es un hombre despreocupado, ineficaz, incapaz de ofrecer a su hija el afecto o la protección que necesita. No es un padre abusivo en lo físico, pero su negligencia emocional resulta igualmente devastadora. Para Ruthie, su ausencia es otra forma de frío.
La madre se nos presenta como una figura egoísta, exhibicionista, contradictoria hasta casi la bipolaridad, gélida y emocionalmente ausente, pero termina revelándose como una víctima que se ha convertido en su propio carcelero. Manguso deja entrever que en esa indiferencia glacial de la madre hay una forma desesperada de proteger a Ruthie, de endurecerla para que sobreviva en este mundo hostil. Cuando la madre hace una revelación, casi de forma casual, se desmorona la imagen de su arrogancia.
Manguso muestra con mucho tino que el abuso, cuando se normaliza, se convierte en parte del tejido mismo de las relaciones familiares. La madre de Ruthie no ve sus propios traumas como algo extraordinario. Ella misma ha crecido así y Ruthie hereda esa percepción distorsionada de las relaciones humanas. El pueblo de Waitsfield refuerza esa atmósfera donde el dolor no se cuestiona, solo se soporta. Hay una aceptación del abuso y una transmisión del trauma que forma parte del entretejido de sus habitantes.
Ruthie logra escapar y construir una vida no muy lejos de ese hielo emocional. Pero ese final deja una sensación ambigua, no parece haber alcanzado una verdadera paz, solo una resignación (que tal vez sea una forma de paz, también os digo). El momento en que dice que “había dejado de esperar”, más que un alivio, transmite una forma de agotamiento que cancela incluso el deseo de comprender.
“Gente muy fría” es un retrato certero de la pobreza emocional, del daño intergeneracional, del trauma convertido en tradición familiar y social, una historia de supervivencia emocional, de cómo se construye una herida psíquica y de cómo esto afecta a la salud mental. Pero todo queda lastrado por esa estructura repetitiva y un ritmo narrativo que cae durante demasiado tiempo en un barro que no permite avanzar. Al reposar la lectura, gana peso; al leerla, pierde fuerza en su propia inercia.
Gracias, Sarah Manguso. Gracias, Julia Osuna Aguilar (traductora)
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