martes, 16 de septiembre de 2025

La perfección del tiro (Mathias Enard)


Lo más importante es el aliento. La respiración tranquila y lenta, la paciencia del aliento

El rececho del francotirador: este es un libro escrito con la mira puesta en el alma humana, pero a través del ojo metálico de un fusil. Hay un muchacho que, a los dieciocho años, ha entendido que matar puede dar sentido a una vida estropeada desde la infancia.

Este chico (sin nombre, pero con voz propia) no quiere ni busca salvación, ni para él ni para nadie. Tiene una madre demenciada, una figura femenina que es más símbolo que cuerpo (Myrna) y un fusil que lo nombra mejor que cualquier documento de identidad. La guerra le da permiso para hacer lo que en otro contexto sería impensable, pero Enard no permite que nos escudemos en esa excusa.


El protagonista no es un soldado, es un francotirador. Y eso es importante: el francotirador no combate, no participa en batallas; observa, elige, ejecuta: está separado del mundo. Y eso es lo que le hace tan inquietante, que el horror se calcula. El lenguaje, como él, es seco, rítmico, ritual. Frases breves, puntuación medida, respiración contenida. La guerra como gimnasia del desapego.


El protagonista habla como quien no se escucha, pero sin embargo, es un narrador elocuente. Lo que cuenta no es solo la técnica del disparo (esa obsesión casi zen por la trayectoria perfecta) y lo que ajusta no es solo la puntería, sino la relación entre cuerpo, deseo y control. No mata porque está desbordado, sino porque solo así consigue no desbordarse. Cada disparo es una forma de mantenerse dentro de una línea de control técnico que lo separa de todo lo que podría hacerlo humano. No dispara por impulso, odio o ideología: dispara por método. Porque es lo único que sabe hacer que no lo traiciona.


La gran tragedia no es que mate, es que encuentra belleza en matar, que convierte la puntería en identidad y que mide su autoestima por la limpieza del disparo. Lo que tiene no es solo una psique descompuesta, sino un canon estético distorsionado. Y en esa perversión técnica está el centro moral del libro: cuando la precisión sustituye a la compasión, ya no hay retorno. Ni madre, ni Myrna, ni dios que lo rescate.


Ay, Myrna. Esa niña-mujer con cuerpo de deseo y rostro de humanidad. La pobre Myrna aquí es símbolo, espejo y objeto de deseo. Pero no olvidemos que es, simplemente, una adolescente de quince años. Me parece importante no perderlo de vista en esta verbena de metáforas. Porque una cosa es analizar el deseo del protagonista y otra muy distinta es no advertir lo profundamente repulsiva (y real) que es su mirada.


Él no puede amar sin violencia, no sabe poseer sin matar. En su cabeza, sexo es dominio, castigo y resentimiento; el deseo siempre roza la violencia. Por eso las escenas de deseo se mezclan con fantasías de violación y de muerte. Y lo que podría ser un atisbo de amor se convierte en una amenaza para su sistema. Él la pasea del brazo como quien enseña un trofeo recién cazado. La desea, la sueña, la imagina violada y asesinada… y Enard no lo disimula. No porque lo apruebe, sino porque no quiere que apartemos la mirada.


El gesto final es la confesión de alguien que nunca supo pedir nada y que ahora pide un imposible: ser devuelto a un tiempo en que no estaba dañado. Pero no hay madre que baste para eso


Lo que hace que este libro no sea una pornografía del sufrimiento es que no cae en la trampa del espectáculo, no convierte el horror en un ejercicio de estilo. Cada frase está pensada como un disparo y, sin embargo, la belleza de la escritura está ahí, en su negativa a edulcorar. Es como si Enard dijera: “te voy a mostrar lo peor, pero no te voy a dejar mirar desde lejos”.


Es un libro extraordinario por su equilibrio: entre el lenguaje lírico y el control técnico, entre la violencia explícita y el pudor narrativo, entre el nihilismo existencial y una leve sombra de deseo de amor. Enard quería que miráramos el mal desde dentro. No el mal espectacular, ni el político, ni el filosófico, sino el mal minúsculo, técnico, eficiente, banal. El que se forma cuando un niño quiere que su padre muera, cuando se entrena para matar, cuando reemplaza el dolor por el cálculo. Cuando no queda más dios que la bala.


Enard nos pone dentro de la cabeza del protagonista no para que lo entendamos, sino para que no podamos ignorarlo. Porque ignorar lo que hay en esa cabeza (esa mezcla de técnica, testosterona, violencia, melancolía y misoginia) es lo que hacemos todos los días con los hijos de la guerra. Y los de la paz también, no nos engañemos.


Gracias, Mathias Enard. Gracias, Manuel Serrat Castro (traductor)



©AnaBlasfuemia




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