martes, 26 de diciembre de 2017

Yo misma, supongo (Natalia Carrero)

Páginas: 160
Publicación: 2016
Editorial: :Rata_
Sinopsis: La vida de Valentina Cruz ha estado marcada siempre por un sentimiento de no pertenencia a su entorno. No encajaba en su familia barcelonesa dominada por la figura de un padre déspota con el que fue imposible el más mínimo vínculo afectivo. No encaja en el barrio madrileño donde vive ahora, superficial y vacío, y una vida social que no le aporta nada. No encaja en la cultura oficial, que encumbra la literatura fácil y desarma el valor subversivo de la buena literatura. Encaja a duras penas con su familia, su marido y sus hijas, pero es un encaje logrado a golpe de equilibrios, estrategia, sometimiento y renuncias.
Soy de extremos; es como si no viera los colores y los polos contrarios se reunieran con fuerza en mi corazón. Cada latido es un pellizco metálico que me duele hasta creer que ya no voy a poder más. Pero luego todo se soporta.
Distancia. Siempre (y todo) es una cuestión de distancia. Por ejemplo la que hay entre la vida que deseamos/imaginamos/queremos y la que realmente tenemos. Entre quienes somos y quienes nos vemos obligados a ser. Entre lo que queremos hacer y lo que nos vemos forzados a hacer. En ese espacio acontece el abismo. ¿Es insalvable esa distancia?

Desde hace tiempo grito esto una y otra vez en distintas tonalidades: No pertenezco. No me vinculo. Estoy fuera. No encajo. Me siento extraña. No. No. No. Y entre una tonalidad y otra voy tomando decisiones, buscando primero en mí ese lugar al que pertenecer para, luego, encontrarlo fuera.

Tenía que leer a Natalia Carrero sí o sí.
lo que me pasa se llama letras, lo que me pasa se llama para qué me sirven, si me duelen, si no consigo modelarlas para vivir.
Valentina decide no trabajar en lo que no desea y opta por quedarse en casa y escribir. Pero no somos libres, ni siquiera cuando decidimos serlo. Justo cuando optamos por ser libres, tomamos conciencia de todo aquello que nos encadena y del alto precio de la libertad.

Escribir es una experiencia solitaria. En un mundo completamente desarraigado, en el que vivimos mucho más solos de lo que pensamos, resulta increíble el alto coste que tiene poder vivir una soledad elegida. Valentina precisa de esa burbuja de soledad, ese cuarto propio, ese lugar intangible pero necesario para escribir. Para escribirse. Pero no lo consigue. 
Viajo hacia la normalidad entendida como una adaptación, una sumisión al mundo que dicta que hay que ser alguien, que me impone que para serlo debo dejarme explotar.
Porque es de su propia vida de lo que quiere escribir Valentina. No la vida que ven quienes la rodean, sino la que permanece incorpórea en su interior, ocupando un espacio tan invisible como real. Esa trinchera en la que buscas encontrar tu identidad, caotizar y luego organizar el caos, deconstruir el concepto de “normalidad”. La cuneta en la que permaneces mientras intentas… pertenecer (aunque sea a ti misma). 

Cuando alguien se rompe se produce un silencio atronador y estremecedor, estallas en mil pedazos en sordina. Y Valentina (¿o la propia Natalia Carrero?) quiere dar voz, grafía, trazo, a ese silencio y a una etapa de su vida, aquella en la que se quedó en tierra de nadie intentando ser escritora y no solo un proyecto de escritora ni una escritora en potencia.

En el propio libro encontramos una aproximación a lo que es Yo misma, supongo:
No hay trama porque no hay acción, y tampoco hay personajes porque el personaje está representado por todo lo que cubre, como una textura de signos, el blanco del papel; lenguaje escurridizo, abstracto y que realiza equilibrios imposibles entre todo lo que quiere contar y lo que no cuenta. Prosa poética, hermetismo sin mística ni ocultismo ni otras tradiciones oscurantistas, frases deshilvanadas. 
Tal y como es la propia vida, fragmentos, pedazos, un collage de momentos, incoherencias, contradicciones… así está escrito Yo misma, supongo, combinando imágenes, dibujos, trazos, palabras, reproducciones. Podría decirse que de forma experimental, pero al fin y al cabo la vida es exactamente eso: un experimento. Muy creativo y sorprendente, eso sí. Organizado por carpetas a modo de capítulos en un intento de reunir los distintos trechos de su andadura vital, Valentina intenta encontrar un sentido, o al menos una coherencia, al hecho de haberse quedado atrapada en un esquema consumista, sexista y falocentrista que coarta su libertad. Ser mujer/Necesitar dinero. Maldito binomio.
Es el dictado de la rueda imparable de esta vida productora de necesidades que, vistas con detenimiento, se convierten en falsedades.
Para poder llevar adelante un proyecto de vida, achicar esa distancia de la que hablaba al principio, se necesita un espacio (no necesariamente físico, pero sí personal), un tiempo, unos factores, unas circunstancias, contra los que la sociedad actual pone todas sus evidencias para convertir cada paso en un obstáculo que sortear. La normatividad y lo “normal” batallando contra la independencia, la pertenencia, la libertad, la identidad. Irreconciliables.

Y vas tomando decisiones, o lo que es peor aún: crees que las vas tomando. Y en realidad las decisiones te toman a ti, deciden por ti.
La mía es una forma de leer que no perdona. […] La lectura buena o verdadera requiere esfuerzo, el esfuerzo no se sabe lo que es hasta que se realiza, se lleva a cabo no sin cierta tensión o sensación de llegar al máximo de la resistencia. No hay recompensa sin horas, sin deseo, en entrega. La recompensa nunca tiene que ser visible, pero quien la recibe la ve. Sigo examinando los pulmones del texto con algunas suturas.
Al igual que escribir, también la lectura es una experiencia solitaria. Y cuando la persona que lee, a solas, se topa con una persona que ha escrito en soledad, en esas páginas escritas se encuentran ambas soledades y algo se recompone. Un reconocimiento. Una forma de, quizás, estar menos en soledad. O de fortalecerla y darle un perfil, una textura.  

¿Es Valentina la propia Natalia Carrero? Sí y no. Como en la vida misma, nada parece ser absoluto, nada y todo es autoficción. Partes que sí, partes que no. Quién sabe. A quién importa, si tú, al leerla, te encuentras ahí, en las páginas, en los fragmentos, en la lucha.
Me molesta esa parte de mí que no tiene nombre, que nunca he visto ni tocado pero que está, ocupa un lugar no solo mental, me convierte en una suerte de bruja de mí misma. Yo persiguiéndome sin tregua para llevarme a la hoguera. Un yo tras otro yo dentro de un mismo cuerpo. Es mi pensamiento en contra del pensamiento. Estoy mal.
Inevitable agradecer (nuevamente) a la editorial :Rata_ su existencia, su concepto de la literatura, porque en pocas editoriales me encuentro tanto a mí misma, persona y lectora, como en ella. Porque me cautivan los libros que desgarran, retan y muerden, escritos por personas que no pueden evitar escribir, que lo hacen con intensidad, rebeldía y visceralidad.
En estos momentos la novela parece un producto comercial, un discurso que lleva conservantes y fecha de caducidad, porque justo después llega el camión con las novedades más frescas.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Al faro (Virginia Woolf)

Título original: To the Ligthhouse
Traductor: Miguel Temprano García
Páginas: 254
Publicación: 1927 (2011)
Editorial: Lumen
Sinopsis: Al faro es una de las obras cumbre de la literatura del siglo XX. Basada en la propia infancia de la autora, la novela cuenta la historia de la familia Ramsay en la isla escocesa de Skye en el período de entreguerras. El rumor del mar, la presencia insomne del faro, la guerra, la muerte, el erotismo o el transcurso del tiempo se entreveran en la larga conversación de la novela formando un oleaje de símbolos, palabras e imágenes.
Puedes empezar a leer las primeras páginas AQUÍ.

Nuestra apariencia, las cosas por las que se nos conoce, es meramente pueril. Por debajo todo es oscuro, vasto y de una profundidad insondable; solo de vez en cuando salimos a la superficie y eso es lo que ven los demás.
Hora de traer a Virginia Woolf al blog. Con la conciencia de que todo está dicho de ella y del respeto que me causa comentar un libro suyo, he elegido una relectura, Al faro, porque (además de razones en clave personal) cuando leí el libro en su momento no sabía lo que ahora sé. No sabía que era tan autobiográfico, no sabía que había sido tan catártico para Virginia (lo escribió después del fallecimiento de su madre, y según sus propias palabras: ”dejé de estar obsesionada por mi madre. Ya no oigo su voz, ya no la veo”) y no sabía que el personaje de Lily Briscoe era el alter ego de Woolf. Así que volver a leerlo era hacer una lectura nueva. Ese asombroso don de los libros: volver a ellos como si fuera la primera vez. 
¿Quién podía saber qué perduraría…, en literatura o en cualquier otra cosa?
Virginia Woolf es toda una referencia y un símbolo, quizás porque en su persona se aglutinan temas universales: feminismo, locura, abusos sexuales, homosexualidad, suicidio, literatura, matrimonio convencional, conflictos… Y todos esos temas aparecen en sus obras, sin ningún tipo de cortapisa ni encorsetamiento; tal vez sea ese uno de los aspectos más atractivos para mí de Virginia: que se movía en los márgenes, fuera de las convenciones y de lo común. Y eso, en su época y siendo mujer, resulta tan extraordinario como deslumbrante. 

Creo que no digo nada nuevo (¿cómo decirlo, hablando de Virginia Woolf?) si digo que para ella era necesario escribir, sentirse libre para escribir. El cuarto propio tan mencionado y que no es únicamente un espacio físico, sino también el sustento económico, la libertad, el tiempo, la ausencia de presiones… Pues bien, Virginia empezó a construir esa habitación propia en el momento en que falleció su madre primero, y su padre después. El fallecimiento de sus padres fue una liberación para ella: le permitió escribir. Aunque idealizaba, con buena dosis de fascinación, a su madre, que tenía una gran influencia sobre sus hijos, no compartía su modelo de mujer ni sus convencionalismos (propios de la época).
Una luz aquí requería una sombra allí.
La primera vez que leí Al faro, repito, no sabía tanto de Virginia Woolf. Pero sí advertí que estaba ante literatura de la de letras doradas y luminosas, universal, y que leer a Virginia es una experiencia vibrante. Recuerdo la sensación de que era como un arroyo, sin pausas, sin descanso, en movimiento constante, un torrente de sensaciones.

En esta relectura aunque intento otra pausa, otro ritmo, no puedo evitar sentirme arrollada por la tremenda sensorialidad de lo que leo, una sensibilidad desbordante que me remite de forma decidida al personaje de Lily Briscoe (recuerden, el alter ego de Virginia), siempre pintando, siempre dibujando, siempre trazando líneas, formas, figuras, mezclando colores, dando forma a lo que ve y a lo que siente/piensa a través de lo que dibuja.

No me parece casual. Porque Virginia Woolf escribe como si pintara un cuadro: crea texturas, presenta contrastes luces/sombras, superpone colores y claros/oscuros, marca líneas y zonas distantes, combina tonalidades y planos, no mezcla colores de forma innecesaria… Busca recrear el espíritu, pero sin olvidar la forma. Como si fueran los trazos abstractos de las pinceladas, consigue expresar su sentimiento personal, su estado espiritual. El resultado es una narración tan poética como llena de sentimientos y pensamientos constantes.
¿Qué sentido tiene la vida? A eso se reducía todo: a una pregunta muy sencilla, que se iba volviendo más acuciante con el paso de los años. La gran revelación no se había producido. Tal vez no llegara a producirse nunca. En cambio, había pequeños milagros cotidianos, iluminaciones, fósforos que se encendían inesperadamente en la oscuridad […] En eso consistía la revelación. En que había forma en mitad del caos, en que aquel fluir y devenir eterno (contempló las nubes que pasaban y las hojas que se estremecían) a veces se transformaban en estabilidad.
No creo que nadie acuda a una lectura de Virginia Woolf esperando que haya acción. Suceden cosas, claro. Pero lo que suceden son percepciones, experiencias, vivencias, pensamientos, reflexiones, gestos… Es recrear una mente cualquiera en un día cualquiera, con todos los estremecimientos, sacudidas y estímulos que recibe, en un fluir constante y vaporoso que, no obstante, Virginia Woolf sabía captar, plasmar y recrear de forma ejemplar y única. 

Muchas de las reflexiones y preguntas que se planteaba la propia Virginia están ahí: el sentido de la vida, la imposibilidad de conocerse absolutamente los unos a los otros, la imperfección de las relaciones humanas (especialmente entre hombres y mujeres), el transcurso del tiempo, la inamovilidad de los objetos, la maternidad, la memoria de la infancia, la insensibilidad y la fuerza de la naturaleza…
Ella no aspiraba al reconocimiento, sino a la unidad, no quería descifrar las inscripciones de las tablas, ni nada que pudiera escribirse en un lenguaje humano, sino alcanzar la intimidad en sí misma, que es una forma de conocimiento.
Evidentemente, la señora Ramsay (alter ego de la madre de Virginia) es el corazón y los pulmones de Al faro, así como el señor Ramsay y el dolor y la compasión que impone a sus hijos cuando su mujer fallece. Pero nada es tan simple. Como no lo es alejarse de las personas que te importan.

Observadora sagaz, Virginia Woolf desborda en Al faro una narrativa impecable, brillante y abrumadora, poniendo forma a las dimensiones invisibles y oscuras del ser humano, los destellos que iluminan una vida, las distancias que unen y separan a las personas. El transcurrir de las experiencias interiores, intimas, los pensamientos profundos, constantes, repetidos, modificables, no parecen fáciles de encapsular en palabras puesto que no tienen un flujo lineal, pero es Virginia Woolf y transmite todas las capas, todas las tramas, todos los temblores y matices. No me preguntéis cómo lo hace. Es Virginia Woolf.
Y volvió a sentirse sola en presencia de su vieja antagonista, la vida.

martes, 12 de diciembre de 2017

Ánima (Wajdi Mouawad)

Título original: Anima
Traductor: Pablo Martín Sánchez
Páginas: 448
Publicación: 2012 (2014)
Editorial: Destino
Sinopsis: Wahhch Debch descubre el cuerpo de su mujer, brutalmente violada y asesinada, en el salón de su casa. Empujado por el dolor, se lanza a la caza del asesino: necesita ver su rostro, pero no por venganza, sino por supervivencia. Durante su odisea a través de América, solo y sin esperanza, brutales recuerdos escondidos en los pliegues de su infancia despiertan poco a poco.
El mundo es vasto, pero los humanos se obstinan en ir a donde su alma se desgarra.
Wow. Qué libro. He salido de él sudorosa, llena de polvo, arena, suciedad, sangre, cicatrices. Devorada y sin aliento. Bajo la apariencia de un thriller y una trama reconocible, nos encontramos con una carga de profundidad que estalla y golpea con una violencia inusitada.

No, no es una historia de venganza, o no al menos esa venganza evidente del protagonista a la caza del asesino de su mujer. Hay una venganza, pero no es esa. Wahhch buscará al asesino para mirarle a los ojos, para no reconocerse en él. Para diferenciarse de él. También para no sentirse culpable. Si es que alguien está libre de culpa.
La estúpida esclavitud de los caminos trazados antes de nacer.
Sucede que cuando Wahhch descubre el cuerpo de su mujer no solo se produce un dolor terrible y desgarrador, sino que también se abre una brecha. La violenta, sádica y atroz muerte de su mujer (y de su hijo, puesto que la mujer estaba embarazada) abre una grieta en las entrañas del protagonista. Una raja abismal y profunda por la que no le queda otro remedio (y he aquí la ironía que solo quien lo haya leído entenderá) que penetrar, adentrarse y conocer la causa de esa brecha, la oscuridad que hay en ella, el origen de ese desgarro. Cerrar esa herida abierta. Ese es el recorrido de Wahhch, mientras va a la búsqueda del asesino de su mujer.
Los humanos están solos. A pesar de la lluvia, a pesar de los animales, y de los ríos y de los árboles y del cielo, a pesar del fuego. Los humanos se quedan en el umbral. Han recibido el don de la verticalidad y, sin embargo, se pasan la vida encorvados por un peso invisible. Algo les aplasta. Llueve: y se ponen a correr. 
Wajdi Mouawad tardó diez años en escribir la extensa y asfixiante Ánima. Sin duda, la original y compleja construcción narrativa requería de documentación y tiempo. La originalidad de este libro está (entre otras cosas) en la voz narrativa: coral y atípica, puesto que serán animales los que nos irán contando la historia. Curioso, porque en verdad los animales que nos rodean en nuestro día a día son un Gran Hermano orwelliano, el ojo que todo lo ve. Y así, los distintos animales (perros, gatos, mariposas, peces, aves, ratas, arañas, moscas, animales grandes, pequeños, salvajes, domésticos…) que están presentes durante toda la búsqueda de Wahhch, que observan sus pasos, su comportamiento, sus conversaciones serán la voz que nos van mostrando lo que sucede y presentando a los personajes, su comportamiento, pero también sus emociones y motivaciones.

Arriesgado. Pero resuelto de forma sagaz por parte de Wajdi. ¿Qué pretendía el autor con esta atrevida estructura narrativa? Mi sensación es que es una cuestión de límites, fronteras, distancias.  Creo que en el contexto de este libro la expresión más adecuada es fronteras: esas zonas limítrofes que separan territorios, culturas, ideologías, religiones, idiomas… y también que separan a seres humanos de animales. En Ánima atravesamos todas esas periferias, las medimos, las palpamos, constatamos que algunas de esas fronteras son férreas, insalvables, mientras que otras son borrosas o fácilmente traspasables. 
¿Cómo responder cuando uno se siente como un loco que intenta atrapar con las manos el verbo ser, conjugándolo en un presente pulverizado? ¿Qué puede hacer con las esquirlas de su historia? 
Situar la voz narrativa en los animales no pretende ser un adorno ni una pretenciosa originalidad: sirve de espejo idóneo del ser humano. Será a través de su mirada que conoceremos a Wahhch y a los distintos personajes. A través aquello que ven, de su conciencia, conoceremos de qué están hechos los seres humanos que observan. Ellos serán los que observen, casi siempre atónitos, la extremada violencia del ser humano, ese ser racional que no parece responder a ninguna lógica a la hora de desencadenar la violencia. ¿Son crueles los animales? Sí. Son bestias irracionales, salvajes. Pero el ser humano no es ajeno a su propia animalidad ni a su propia bestialidad, a la crueldad más extraordinaria. Las razones por las que es más aterradora y abyecta la violencia humana son obvias. Dicen que somos seres inteligentes. Claro que también dicen que tenemos empatía y sentimientos.

A pesar de la desbordante y agotadora violencia que se respira en Ánima, Wajdi escribe con una prosa poética, sensorial, profunda y enérgica. Una lectura sin duda trepidante, oscura, original, y fascinante.

Un único pero: Escrita en francés, en la traducción al español hay diálogos en inglés (incluso en árabe) que se han mantenido sin traducir, un fiel reflejo de la geografía multilingüe que recorre el protagonista. Ay. Mi escaso inglés no me impidió detectar el contenido de las conversaciones en ese idioma, pero entorpecía la lectura de mala manera. Se hubiera agradecido una traducción a pie de página para los que somos monolingües.


martes, 5 de diciembre de 2017

El desconcierto (Begoña Huertas)



Páginas: 192
Publicación: 2017
Editorial: :Rata_
Sinopsis: Cuando a la autora le diagnosticaron cáncer de colón, sintió una pérdida repentina de la estabilidad, como si un manotazo derribara todas las piezas de un tablero de ajedrez. El cáncer la había dejado sin guion, debía luchar contra ese cuerpo al que estaba atada y poner orden donde no lo había.

… a la larga se trataba de escribir, creo, el libro que hubiera querido leer.
Sabía que compartía asturianía con Begoña Huertas. También que le había sorprendido que yo fuera de La Felguera, un lugar que ella conoce bien. Lo que no sabía es que compartimos también el desconcierto. Al menos el nombre: cáncer, aunque con diferente apellido: cáncer de colon en su caso, leucemia en el mío (mucho tiempo ha, no se me inquieten).

No me va a ser fácil hablar de esta lectura, porque no quiero contarme (tanto) a mí, quiero hablar del libro. Y caigo en que últimamente me repito mucho a mí misma y a quien me quiera oír una palabra: “distancia”. No distancia física, sino emocional. Me he pasado la vida acortando esa distancia, anulándola, suprimiéndola, desautorizando al malestar que me causaba ir sin red y sin dejar ese espacio necesario para salvaguardarme. Hasta que, de forma inexplicable, esa distancia vuelve a estar ahí, sin que la haya llamado ni convocado, como ha aparecido siempre: sin previo aviso, sin esfuerzo. Y leyendo El desconcierto obtengo la respuesta a una pregunta que no me había hecho: esa distancia emocional surge justo cuando la necesito, aunque no la desee. Se llama supervivencia. Y es puro instinto.
Ya no es que se hubiera hecho una grieta dejándome a un lado frente al resto del mundo. El horror era que en mi lado me sentía sola hasta de mí misma. Es tan difícil de explicar. Era de pronto el miedo a no estar acompañada ni siquiera por mí, era percibir la extrañeza ante un “yo” que se desconoce. Yo misma era una extraña para mí.
Begoña Huertas encuentra la distancia idónea para hablar de esa extrañeza que te envuelve cuando el cáncer hace presencia en tu cuerpo y ya no pareces ser dueña de tu propia historia. Una distancia que no es fácil, porque todo a tu alrededor se mueve, sigue en movimiento, oscila con una cadencia con la que no eres capaz de sintonizar, el espacio deja de ser algo firme y cierto, y las distancias se vuelven imprecisas. 

Quedas fuera. Pero sigues dentro. El mundo no se detiene para darte un respiro, pero tu ritmo ya no es el mismo, necesitas otra métrica para la que no estás preparada, te conviertes en un verso suelto y discordante. Y con cierta urgencia (externa y sutil) para que te vuelvas a acompasar, en común armonía con el mundo sano que te rodea.
La enfermedad es una pérdida repentina de la estabilidad.
La (buena) salud tiene una osadía inaudita e inconsciente que provoca que vivamos como si fuéramos inmortales. Cuando enfermas, pierdes pie, trastabillas. Si la enfermedad además se llama cáncer, todo lo que creías estable y sólido se licúa. Enfermas, y es el caos. Un caos personal, intransferible, incomunicable. Ordenar el caos es la auténtica curación. Te conviertes en un yo disgregado y roto en infinitos pedazos. Cuando todos los fragmentos en los que te conviertes consiguen volver a encajar en un todo entonces, sí, puedes decir que has superado la enfermedad. No será un todo uniforme, no volverá a serlo nunca, tendrá sus disonancias, sus contradicciones, sus irregularidades, pero todas las piezas encajarán entre sí con un chasquido tan natural como la inevitabilidad del vaivén de las olas del mar.
El objetivo era contradictorio: ignorar la enfermedad y al mismo tiempo no ignorarla. Ignorarla para que no nos condicionara ni estropeara el día a día, pero no dejar de tenerla presente no solo para no engañarnos sino también para explicar por qué nuestro día a día estaba siendo precisamente como estaba siendo.
Tomé conciencia de lo ineludible de mis contradicciones (tantas veces mencionadas en este blog) desde el momento en que me diagnosticaron la leucemia y me descubrí a mí misma preparándome para morir (ya había aprendido que no duele, solo tenía que encontrar... distancia) y a la vez haciendo todo lo que tenía que hacer para no morir. No es que fuera la primera (ni sería la última) contradicción que había detectado en mí. Siempre he sido consciente de la presencia de una cosa y su contraria, de lo que tomé conciencia entonces fue que formaban parte de mí, que no tenía que decantarme por ninguna opción, que podía vivir con esas paradojas, que lo inconsistente también forma parte de quien soy.

Me he ido adentrando página a página en este libro en una vorágine de recuerdos, mientras asentía no solo con la cabeza, sino con todas mis entrañas. Lo cuenta tan bien, lo explica tan bien, tan lúcida, Begoña Huertas. Leyendo en sus palabras aquello que viví y no supe nombrar y que, tanto tiempo después, tiene su espacio de desbarajuste todavía en mí.
Padecer cáncer, por desgracia, no te hace más inteligente ni te provee de ningún poder especial.
Hace poco tiempo me dijeron: “Podrás con esto, es pan comido para ti, ¡superaste una leucemia!”. Todavía hoy estoy tragando saliva y me duele la lengua del mordisco que me di para callarme y dejar que el silencio respondiera por mí. No, el cáncer no te da ningún superpoder.

Hay  muchas, muchísimas cosas que agradezco de este libro, pero una de ellas es, sin duda, que Begoña Huertas no nos venda una lucha heroica, mitificada e idílica contra el cáncer. En El desconcierto no nos vamos a encontrar con esa versión made in Mr. Wonderful de la superación de la enfermedad, nada de aforismos del tipo “todo lo bueno empieza ahora”, “tú puedes con todo”, “el cáncer saca lo mejor de mí”, “mi cáncer es un regalo”…

El cáncer es una putada. Y punto.

La primera reacción de Begoña Huertas es la más instintiva y, posiblemente, necesaria: la racional, pero no es una reacción ajena a lo que le sucede, indiferente a la extrañeza, al desconcierto de lo que ocurre con un cuerpo que no te es ajeno porque es el tuyo, pero que de repente parece un extraño. Tú misma eres una extraña para ti. Y entonces observas, como si te colocaras desde fuera; das un paso atrás y te observas a ti misma desde esa distancia precisa que corrige la miopía de quien mira desde el ojo del huracán y solo ve turbulencias. Distancia emocional.
Con el tiempo, no pude evitar ir dotando a todo ese desconcierto de cierto orden. Y es en ese ejercicio de ordenar el caos de lo real donde entra, de pleno, la literatura.
Y en esa racionalidad inicial, en un intento de descaotizar lo que está viviendo, recurre a la literatura. A la propia, escribiendo sobre ello, y a la ajena. Y se da cuenta que la literatura, pese a ser "el relato de los miedos y el intento por ordenar el caos", ha permanecido mayormente indiferente a la enfermedad del cuerpo. No tanto a la enfermedad de la mente, pero en la ficción literaria se aborda escasamente el cáncer, el deterioro del cuerpo, la enfermedad, como el eje central de una narración. 

El desconcierto, como todos los libros de la editorial :Rata_, es un libro inclasificable. A caballo entre el ensayo, la narración personal y la confidencia, es un libro profundamente honesto, brillante, equilibrado y valiente. Porque Begoña Huertas no tiene miedo para hablar del dolor, del dolor del cuerpo, del desconcierto que produce el cáncer. El desconcierto te araña con la visceralidad de la pasión y te pellizca con la inevitabilidad del amor. Begoña Huertas rompe un tabú… y escribe el libro que yo hubiera querido leer hace tiempo pero que seguía necesitando leer todavía ahora. Gracias por eso. Y por la siguiente frase que se me ha quedado tatuada en el alma, porque en tan pocas palabras dice... tanto:
Qué difícil es la comunicación entre alguien enfermo y alguien sano.

viernes, 1 de diciembre de 2017

La joven de azul jacinto (Susan Vreeland)


Título original: Girl in hyacinth blue
Traductor: Fernando Garí Puig
Páginas: 216
Publicación: 1999 (2001)
Editorial: Salamandra
Sinopsis: Se sabe que algunas obras de Jan Vermeer, el famoso pintor holandés del siglo XVII, se extraviaron para siempre en los meandros de la historia. Escogiendo uno de estos cuadros perdidos como pieza central de la narración, la autora traza un itinerario desde el presente hasta el momento en que Vermeer concibió el óleo, que se convierte así en testigo directo de las historias de sus sucesivos propietarios.
Al final, se dijo, solo nos quedan los momentos.
A la desconexión del mundo virtual que me impuse en su momento no podía menos que seguirle una especie de desconexión lectora. No dejar de leer, pero sí salirme de forma deliberada del camino lector que transito últimamente: leer algo diferente, que no me atraviese la piel. Cómodo. Intranscendente.

Y así llegué a este libro, del que presentía no habría arañazos, conmociones ni intensidades, sino una lectura fácil, despejada, con un tema que me interesa como es el de la pintura.

A un libro también hay que agradecerle que te de lo que buscas en ese momento, aunque luego no lo coloques en la categoría de imprescindibles o libros necesarios. Por ahí, agradezco esta lectura que me dio un par de tardes plácidas, distraídas de todo lo que me carcome.

Cada vez que veo una obra pictórica, la contemplo como si fuera un libro, alguien o algo que quiere contarme una historia. No soy experta, no entiendo de técnicas pictóricas, confío en lo que me transmite, sin percibir tal vez que la luz de los cuadros de Vermeer (por ejemplo) tiene que ver con el uso que hace de los colores, el equilibrio en la colocación de los objetos, la borrosidad marginal y puntos de luz, etc. No lo percibo de una forma técnica, pero sí sensitiva. Quiero saber qué me transmite, qué me hace detenerme más tiempo en un cuadro que otro, desentrañar el imán que me mantiene absorta en una imagen, aquello que me seduce.

Dicho esto, me atraía lo que este libro me proponía: a través de un cuadro (que realmente no existe) de Vermeer, atravesar la historia de los Países Bajos y las distintas historias de aquellos que poseyeron dicho cuadro. Yendo hacia atrás en el tiempo, hasta llegar al propio Vermeer, conocemos los acontecimientos que afectan a cada persona que tuvo en su poder el lienzo, así como también su propia mirada respecto a la pintura.

La construcción narrativa que propone Vreeland permite que contemplemos este libro bien como un libro de relatos independientes, bien como una novela (que ha sido mi opción), puesto que cada capítulo supone un propietario del cuadro, una historia en torno a él y sus protagonistas y las sensaciones que el cuadro transmite a sus poseedores. Cada poseedor del cuadro tiene sus razones para desprenderse de él, y su propia narración de cómo ha conseguido obtenerlo, su conexión personal con lo que ven/perciben en la joven de azul jacinto.

Las historias de los distintos protagonistas están bien contadas, algunas más interesantes, divertidas, tiernas y predecibles que otras, ambientadas históricamente con gran pulcritud y corrección, siempre bien narradas, y siempre con el hilo común del cuadro y su poder seductor, que a cada protagonista provoca sensaciones distintas, pero complementarias: belleza, tranquilidad, elegancia, silencio, delicadeza, paz, sosiego, inocencia… Una obra pictórica transmitiendo su carácter intemporal, más allá de las distintas impresiones que provoque a quien la contempla. Ese carácter intemporal de las obras artísticas es una de los aspectos que más me estremecen del arte en general.

En definitiva, un libro de fácil lectura, bien escrito, sin más transcendencia. Ni menos.