“Haz lo que quieras. La respuesta a cualquier pregunta es Folla. Cóseme los ojos y zúrceme los labios. ¿Me lo harás? Dice. Eso. Haz eso. Me. Sí Folla. Sí. Ayúdame. Sálvame de todo esto”.
Sería muy tentador comentar este libro intentando imitar su estilo. Poner. Puntos. Frases a medio. Ha. Haaaa. Repetir. O no tal vez. Pero hacerlo sería un error. Un grave error, porque no se trata de poner puntos a diestro y siniestro, sin miramiento alguno, de dejar caer unas pocas comas, dejar frases a medias, repetición, aliteración, deconstruir frases y palabras… No, eso es fácil. Y lo que hace McBride ni es fácil ni está al alcance de cualquiera.
McBride deja clara su intención desde la primera línea. No trata de llamar tu atención. Va a ser así todo el libro. El lenguaje como un instrumento de la mente, la mente como una experiencia verbal y expresiva. Y McBride exprime al máximo todas sus posibilidades. Sin trucos y con muchísimo oficio. Una forma de narrar, una sintaxis fragmentada, que es una voz, un grito, un ritmo amartillado, una gramática rota, una caída sin asideros.
Aparentemente estamos ante algo que nos resulta conocido: familia irlandesa, madre religiosa y estricta, padre ausente, hija rebelde, hijo enfermo, un familiar nocivo, oraciones e iglesia salpicándolo todo, una moralidad hipócrita. Hasta ahí lo reconocible.
Lo grandioso de este libro es que toda la arquitectura sintáctica, gramatical, ese desmantelamiento de normas y cadencias, la demolición de las barreras establecidas, la originalidad del lenguaje (la herramienta)… no devora la historia ni la convierte en ilegible. Al contrario, he podido palpar una identidad desintegrándose (no es casual que no conozcamos cuándo ni dónde se produce todo, ni cómo se llaman los personajes), el tránsito de niña a mujer, el despertar sexual, los abusos, la culpa, el dolor, la violencia, el sufrimiento emocional, la depresión, la impotencia, la tristeza...
La narradora, esa chica a medio hacer, que comienza siendo una niña y avanzamos con ella por su adolescencia, es la voz que empapa todo el relato. Una narración quebrada, rota, visceral. El sexo no es placer ni es venganza: es dolor que intenta sacar el dolor. Huir hacia adelante, días creando días, correr echando capas de dolor encima para enterrar en el olvido el dolor primigenio. Escabullirse, rápido, corre, como pollo sin cabeza, un forcejeo contra el dolor y las emociones inmanejables.
Terminé esta lectura como si hubiera estado subida a un toro mecánico que intenta expulsarme a base de suaves balanceos que te acunan y de violentas e imprevisibles sacudidas, pero al que me abrazo hasta fundirme con él en una emoción común que pocos libros habían conseguido hasta ahora en temas que son muy sensibles para mí. Agotada y agradecida por la experiencia.
Tengo que agradecer a Enrique Redel y a la editorial Impedimenta que hayan apostado por este libro, que se hayan arriesgado con él. Porque, sí, editar este libro es un riesgo, un riesgo que solo puede asumir quien ama la literatura y desea compartir su experiencia, aún a sabiendas de que a los lectores más convencionales se les hará nudo esta lectura. Y a su traductor, Rubén Martín Giráldez, que ha debido sudar lo que no está escrito con esta traducción, transmitirle que ha hecho un trabajo impresionante.
Me picante la curiosidad!
ResponderEliminarMe has dejado muy intrigada, así que me voy a animar. Gracias, Ana, a veces si no fuera por ti....
ResponderEliminarMe ha partido el alma desde el principio, todo el tiempo. El esfuerzo ha sido tremendo para mi y he llorado montones de páginas, esperando que no fuera cierto lo que estaba entendiendo. No soy capaz de explicarlo de otra forma, me ha dejado muerta...
ResponderEliminar