“Por entonces yo ya era consciente de lo importante que resultaba llevar a cabo una reparación continuada de corazas y membranas. La membrana de la dulzura. La de la sencillez. La de la ingenuidad. La de la perspectiva de un futuro diferente al pasado propio y al futuro de los demás. Reparar las membranas de la inocencia. Las que se van resecando al comprobar que todas las vidas son iguales y que todas las vidas dejan de ser nuevas y relucientes…”
Estoy rendida al universo “adoniano”. Lo reconozco sin pudor. No es una rendición incondicional, al contrario: leo a Pilar Adón con más espíritu crítico que a otros autores. Hay escritores que admiro hasta el tuétano que tienen su pequeña pifia en su obra, una traición, una rendición, una boutade. No pasa nada, cómo no perdonar a tus dioses literarios. Pero temo que eso me pase con Pilar porque sentiría que algo esencial se me ha escapado. Y a la vez también temo que no me pase porque yo sea condescendiente al leerla. De momento, anticipo, no ha pasado ni una cosa ni otra.
Todo lo habitual en el cosmos de Adón está en “Eterno amor”, sus temas recurrentes a los que no renuncia porque son su seña de identidad: la naturaleza (salvaje, amenazante y protectora, esquiva y acogedora), las edificaciones en las que se asienta una comunidad (grande o pequeña), la huida, la identidad, las normas, el sometimiento, los cuidados, las dependencias, el miedo, el intruso, el orden y el caos, el aislamiento, las contradicciones, la soledad, los microcosmos y su inviable impermeabilidad, las capas, las raíces…
Todo, todo está en este relato largo. Pero esta vez hay algo diferente. No supe descifrarlo hasta que oí a la propia Pilar comentarlo, justo cuando acababa de terminar la lectura. No soy escritora, pero intuyo que puede haber muchos condicionantes que constriñan la propia escritura. Como si la libertad ahogara. Y en “Eterno amor” Pilar rompe esas cadenas: se divierte, se deja llevar. Y lo hace sin perder el control sobre lo que cuenta. Sin que le importe. Al igual que Chéjov, Pilar no toma decisiones por el lector (ofrece posibilidades), algo que siempre agradezco profundamente.
La alegoría, el contenido metafórico, está ahí, en cada línea. Y percibo una paradoja: en el libro de Pilar menos críptico y más explícito en cuanto al lenguaje y la propia historia (habría apostado muy fuerte a que nunca vería la palabra “wifi” en un libro suyo: me equivoqué) finalmente la atmósfera resultante es la más misteriosa posible, la más abierta y franca y, sin embargo, simbólica. La más juguetona. Y posiblemente confusa para algunos lectores, por inesperada, original… y libre.
Yo pido desde aquí a Pilar que me firme la página 90 para enmarcarla y ponerla en la entrada de mi casa. En ese largo párrafo está todo el mundo de Pilar (¿o el mío?)
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