miércoles, 5 de noviembre de 2025

Carta sobre el poder de la escritura (Claude-Edmonde Magny)


Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido suficientemente de sí mismo


Todo empezó con un gesto sencillo y casi doméstico: un joven exiliado, Semprún, perdido entre el dolor de haber dejado atrás su país y el miedo de no saber si la escritura era un camino o una trampa, le confiesa a Magny sus dudas, sus vacilaciones, su atracción casi enfermiza por escribir y, al mismo tiempo, su desconfianza hacia esa pulsión que lo arrastraba siempre hacia la memoria y hacia la muerte.


Magny, que no era solo crítica literaria sino que también conocía de cerca la violencia, el exilio, la clandestinidad, le responde con esta carta. No es una carta complaciente, ni fácil de querer: discute, refuta, se interroga constantemente sobre la utilidad, la capacidad de incidencia, incluso la violencia de la escritura. Esta carta es un mapa difícil, árido, exigente, sobre lo que significa escribir de verdad.


Y ella le escribe para que él comprenda. Para que sepa que escribir no es un ejercicio de estilo, ni un refugio emocional, ni un adorno del alma sensible. Es un trabajo profundo, una ascesis, un despojo. Un acto que compromete no sólo el lenguaje, sino la vida entera.


Semprún, que había guardado la carta como quien guarda una brújula rota pero aún necesaria, acepta escribir un prólogo cuando la editorial Climats decide publicarla en 1993. Un prólogo en el que confiesa que durante años eligió vivir en lugar de escribir y que eligió el olvido antes que la memoria, porque sabía que escribir lo hubiera condenado a revivir el campo, la muerte, la oscuridad. Eligió el silencio como ejercicio de supervivencia. Pero nunca olvidó aquella carta. Y cuando volvió a la escritura, volvió también gracias a ella.


Para Magny escribir no es para impacientes, los que buscan consuelo o para quienes confunden habilidad con verdad. Para ella la literatura exige un trabajo de integración interior, una digestión lenta de lo vivido, una transformación del dolor en conocimiento, del caos en forma. Quien escribe sólo desde la herida abierta corre el riesgo del desbordamiento estéril y quien escribe sólo desde la cabeza cae en la aridez del artificio. Sólo quien ha hecho la travesía por el purgatorio ciego, esa zona oscura donde uno no sabe quién es ni a dónde va, puede después escribir con hondura, con verdad.


Ella opinaba que la prosa exige más que la poesía, puesto que el poema puede nacer de una chispa, de un hallazgo formal, no necesita atajos porque el poeta ya ha hecho el viaje entero. Pero la prosa arrastra consigo la experiencia humana como un lastre que no se puede disimular, no se sostiene en la pura forma. Si no está enraizada en lo humano, si no lleva en sus palabras esa masa pesada de lo vivido, lo sentido, lo sufrido, entonces no es nada.


Pone de ejemplo a Rilke, que escribe con esa naturalidad que engaña: como si su angustia hubiera fluido sola sobre el papel, como si la obra naciera sin trabajo, sin sufrimiento. Pero Magny sabe que no fue así. Que esa “facilidad” es la apariencia que queda cuando alguien ha logrado, a costa de mucho, arrancar de sí mismo el horror, sacarlo fuera, volverlo palabra. Y solo entonces, quizá, puede mirarlo sin que lo devore.


Nos advierte del peligro de la imitación (esa pendiente demasiado fácil por la que solo se deslizan quienes todavía no se conocen bien), del riesgo de escribir sin haberse despojado antes de la vanidad y de las máscaras. Escribir exige lucidez, y eso está reñido con la autocomplacencia. Quien está demasiado ocupado en admirarse a sí mismo, en sostener su imagen, en reafirmar su lugar, no puede mirar con claridad, ni el mundo ni su propia alma.


Lo que me ha gustado de Magny no es su tono solemne (porque no lo tiene), sino su mezcla rara de dureza y ternura intelectual. Escribió sabiendo que no iba a cambiar el mundo, pero que hacerlo le permitía no quedar destrozada por lo vivido. Lo que es evidente es que escribir es una forma de ponerse en riesgo, porque la literatura mide, implacablemente, el grado de realidad espiritual de quien escribe.


Por eso eso he vuelto a esta “Carta sobre el poder de la escritura”  y la he leído con la lentitud y la gratitud que exigen las cosas que duelen y equilibran a la vez. Y lo cuento aquí porque vivir es olvidar, pero escribir es recordar.


Gracias, Claude-Edmonde Magny. Gracias, Jorge Semprún (prologuista). Gracias, María Virginia Jaua (traductora)


©AnaBlasfuemia