“El azar teje con casualidades y coincidencias esta historia extravagante”
“Trazo de tiza” es una novela gráfica en la que el tiempo, la memoria y la realidad se entrelazan en un espacio insular extraño. El mar, la niebla, el faro, los personajes que aparecen y desaparecen: todo dibuja un escenario que parece claro en la superficie, pero que se deshace cuando una intenta atar los hilos. Es un cómic con vocación literaria, abierto a la interpretación, con un final que desconcierta porque no se pliega a la lógica de la narración lineal.
El enigma narrativo (quiénes son realmente los personajes, qué relación tienen entre sí, por qué los acontecimientos parecen repetirse o contradecirse) no se ofrece como un rompecabezas que deba resolverse, sino como una forma de experiencia lectora. Y lo curioso es que esa indeterminación no resulta frustrante, sino hipnótica: el dibujo envuelve tanto que la falta de cierre narrativo se vive más como misterio que como carencia. Hay que aceptar que no es una historia que haya que resolver, sino dejarte atrapar en la trampa atmosférica: la isla no es un escenario sino una especie de anomalía del tiempo y del relato.
El argumento aparente es sencillo: un hombre joven, Raúl, llega en su velero a una isla apartada. Allí encuentra a otros personajes (la mujer del farero y su hijo, una mujer solitaria llamada Ana, algunos visitantes ocasionales) y empieza una trama de relaciones, encuentros y desencuentros. Pero lo que parece lineal se complica: los tiempos no coinciden, los mismos hechos se sugieren desde perspectivas incompatibles, los personajes parecen repetirse en versiones distintas de sí mismos.
La isla, entonces, se convierte en un territorio narrativo en el que las leyes de la causalidad se suspenden. Lo que importa no es qué ocurrió en orden cronológico, sino qué versiones posibles de lo ocurrido se superponen. En ese sentido, cada versión es válida y ninguna lo es del todo, y el lector tiene que aceptar que no hay una explicación única.
Prado dibuja con tanto detenimiento la luz y la niebla que una entra confiada en que lo que está viendo es estable, sólido, y sin embargo a medida que avanzas descubres que lo sólido es justamente lo que se resquebraja: los personajes no encajan, las cronologías no coinciden, los hechos parecen repetirse con variaciones. No es un dibujo meramente descriptivo: el estilo pictórico genera el mismo efecto que la trama, porque difumina, mezcla, impide que todo sea nítido. El mar no es telón de fondo: es presencia opaca, espejo de la ambigüedad narrativa.
En suma, Prado no solo cuenta un enigma temporal: lo pinta. La materialidad de las viñetas se convierte en metáfora visual del tiempo roto. Lo que la narración dice con diarios contradictorios o hechos repetidos, el dibujo lo muestra con horizontes borrados, colores velados y repeticiones de encuadre. Es un caso ejemplar de cómo la novela gráfica puede ser algo más que texto ilustrado: el tiempo narrativo se hace visible y táctil en la propia imagen.
Prado sembró en el álbum referencias literarias explícitas. En los epígrafes, en las citas dispersas y en la construcción misma de la trama se reconocen ecos de Borges, Bioy Casares y Tabucchi (la sensación de que los hechos pueden repetirse con variaciones mínimas, la sospecha de que el tiempo está duplicado o detenido, esa forma de construir atmósferas oníricas en las que el pasado y el presente se confunden…) Y esos procedimientos convierten la lectura en una experiencia de tiempo roto tangible: no es solo que “no entendamos”, sino que los propios objetos narrativos (diario, cartas, escenas repetidas) encarnan esa imposibilidad de fijar la cronología. La intertextualidad no es un guiño erudito, sino un modo de contagiar al cómic de esa tradición de la literatura del enigma metafísico.
En conjunto, la intertextualidad y los saltos temporales hacen de “Trazo de tiza” una obra maestra introspectiva, donde el misterio no está en la acción, sino en cómo el tiempo y las referencias literarias desestabilizan lo que creemos real. El efecto final es que te conviertes en habitante de la isla y quieres recomponer la secuencia, pero te encuentras siempre con huecos, repeticiones, contradicciones. El misterio no se resuelve: se convierte en estructura.
Eso es lo que yo veo en el libro: un experimento narrativo y visual que convierte al cómic en un espacio de indeterminación poética. Lo leí despacio, con la misma lentitud con la que se observa una marea. Me quedé mirando los colores más de lo que leía las frases. Sentí que los personajes estaban vivos y, al mismo tiempo, ausentes, como si pertenecieran a un tiempo distinto del mío. Cuando cerré el libro tuve la impresión de no haberlo terminado: de seguir allí, en ese puerto sin fondo, oyendo el rumor del mar y el leve chirrido del viento en el faro.
Tal vez esa sea la verdad del libro: un trazo que se borra, pero que deja el polvo blanco en los dedos.
Gracias, Miguelanxo Prado