martes, 18 de noviembre de 2025

Trazo de tiza (Miguelanxo Prado)


 “El azar teje con casualidades y coincidencias esta historia extravagante”


Trazo de tiza” es una novela gráfica en la que el tiempo, la memoria y la realidad se entrelazan en un espacio insular extraño. El mar, la niebla, el faro, los personajes que aparecen y desaparecen: todo dibuja un escenario que parece claro en la superficie, pero que se deshace cuando una intenta atar los hilos. Es un cómic con vocación literaria, abierto a la interpretación, con un final que desconcierta porque no se pliega a la lógica de la narración lineal.


El enigma narrativo (quiénes son realmente los personajes, qué relación tienen entre sí, por qué los acontecimientos parecen repetirse o contradecirse) no se ofrece como un rompecabezas que deba resolverse, sino como una forma de experiencia lectora. Y lo curioso es que esa indeterminación no resulta frustrante, sino hipnótica: el dibujo envuelve tanto que la falta de cierre narrativo se vive más como misterio que como carencia. Hay que aceptar que no es una historia que haya que resolver, sino dejarte atrapar en la trampa atmosférica: la isla no es un escenario sino una especie de anomalía del tiempo y del relato. 


El argumento aparente es sencillo: un hombre joven, Raúl, llega en su velero a una isla apartada. Allí encuentra a otros personajes (la mujer del farero y su hijo, una mujer solitaria llamada Ana, algunos visitantes ocasionales) y empieza una trama de relaciones, encuentros y desencuentros. Pero lo que parece lineal se complica: los tiempos no coinciden, los mismos hechos se sugieren desde perspectivas incompatibles, los personajes parecen repetirse en versiones distintas de sí mismos.


La isla, entonces, se convierte en un territorio narrativo en el que las leyes de la causalidad se suspenden. Lo que importa no es qué ocurrió en orden cronológico, sino qué versiones posibles de lo ocurrido se superponen. En ese sentido, cada versión es válida y ninguna lo es del todo, y el lector tiene que aceptar que no hay una explicación única.


Prado dibuja con tanto detenimiento la luz y la niebla que una entra confiada en que lo que está viendo es estable, sólido, y sin embargo a medida que avanzas descubres que lo sólido es justamente lo que se resquebraja: los personajes no encajan, las cronologías no coinciden, los hechos parecen repetirse con variaciones. No es un dibujo meramente descriptivo: el estilo pictórico genera el mismo efecto que la trama, porque difumina, mezcla, impide que todo sea nítido. El mar no es telón de fondo: es presencia opaca, espejo de la ambigüedad narrativa.


En suma, Prado no solo cuenta un enigma temporal: lo pinta. La materialidad de las viñetas se convierte en metáfora visual del tiempo roto. Lo que la narración dice con diarios contradictorios o hechos repetidos, el dibujo lo muestra con horizontes borrados, colores velados y repeticiones de encuadre. Es un caso ejemplar de cómo la novela gráfica puede ser algo más que texto ilustrado: el tiempo narrativo se hace visible y táctil en la propia imagen.


Prado sembró en el álbum referencias literarias explícitas. En los epígrafes, en las citas dispersas y en la construcción misma de la trama se reconocen ecos de Borges, Bioy Casares y Tabucchi (la sensación de que los hechos pueden repetirse con variaciones mínimas, la sospecha de que el tiempo está duplicado o detenido, esa forma de construir atmósferas oníricas en las que el pasado y el presente se confunden…) Y esos procedimientos convierten la lectura en una experiencia de tiempo roto tangible: no es solo que “no entendamos”, sino que los propios objetos narrativos (diario, cartas, escenas repetidas) encarnan esa imposibilidad de fijar la cronología. La intertextualidad no es un guiño erudito, sino un modo de contagiar al cómic de esa tradición de la literatura del enigma metafísico.


En conjunto, la intertextualidad y los saltos temporales hacen de “Trazo de tiza” una obra maestra introspectiva, donde el misterio no está en la acción, sino en cómo el tiempo y las referencias literarias desestabilizan lo que creemos real. El efecto final es que te conviertes en habitante de la isla y quieres recomponer la secuencia, pero te encuentras siempre con huecos, repeticiones, contradicciones. El misterio no se resuelve: se convierte en estructura.


Eso es lo que yo veo en el libro: un experimento narrativo y visual que convierte al cómic en un espacio de indeterminación poética. Lo leí despacio, con la misma lentitud con la que se observa una marea. Me quedé mirando los colores más de lo que leía las frases. Sentí que los personajes estaban vivos y, al mismo tiempo, ausentes, como si pertenecieran a un tiempo distinto del mío. Cuando cerré el libro tuve la impresión de no haberlo terminado: de seguir allí, en ese puerto sin fondo, oyendo el rumor del mar y el leve chirrido del viento en el faro.


Tal vez esa sea la verdad del libro: un trazo que se borra, pero que deja el polvo blanco en los dedos.


Gracias, Miguelanxo Prado


©Ana Blasfuemia




jueves, 13 de noviembre de 2025

Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest (Gonçalo M. Tavares)


El desmoronamiento de la voluntad; qué extraño: es de lo más silencioso

Este libro contiene tres relatos y una nota final en los que Tavares compone una interesante constelación. Las ciudades que dan título a cada sección no son simplemente escenarios: son espacios simbólicos, contornos difusos donde se desdibujan las coordenadas. Tavares escribe desde los márgenes de la historia, desde los bordes del lenguaje, desde la materia ambigua de lo que no encaja.


Aquí no hay certezas ni destinos claros, lo que hay son desplazamientos. No sólo físicos, sino también éticos, estéticos, incluso ontológicos. Los personajes son figuras desgarradas por lo real, obligadas a actuar en un mundo que ya no responde a los viejos códigos. Tavares no representa el caos: lo organiza con la precisión de quien sabe que en la fragmentación también hay lógica.


En el primer relato (que da título al libro) dos vehículos recorren la misma carretera. Uno transporta la estatua de Lenin. Otro, el cadáver de una madre. Entre ellos, una distancia simbólica inmensa: la distancia entre lo monumental y lo íntimo, entre el espectáculo de la historia y el silencio del duelo. Pero ambos se mueven en paralelo, como si Tavares quisiera forzarnos a ver que esas dos realidades (la ideológica y la humana) no se excluyen, sino que se contaminan.


Bajo la superficie de una prosa ponderada, late una emoción profunda: la del hijo que insiste en llevar a su madre muerta hasta casa, en un gesto que no puede cambiar nada, pero que se niega a ser inútil. La estatua, por su parte, es arrastrada como un peso sin sentido, como si la historia ya no tuviera convicciones, sólo inercias.


El contraste no es banal. No se trata de oponer lo bueno a lo malo, lo humano a lo político. Tavares lo plantea de forma más compleja: en un mundo donde las ideas han perdido su fuerza simbólica, sólo queda el acto (ínfimo, privado, desesperado) que afirma lo humano sin necesidad de explicarlo. La verdadera resistencia no está en oponerse al poder, sino en seguir sosteniendo lo que el poder ignora: la fragilidad, el duelo, el cuerpo.


El segundo relato (“La fotografía. Historia del vampiro de Belgrado”) introduce otro plano de descomposición: el de la mirada. Aquí el foco está en la imagen, en la fotografía como documento ambiguo y como prueba imposible. Tavares no nos da un relato de vampiros. Nos da un relato sobre la imposibilidad de mirar, sobre la impotencia de la imagen para contener la violencia que representa. El horror no es sobrenatural: es radicalmente humano. Y lo más inquietante es que esa violencia ha sido absorbida por la normalidad. La fotografía, en lugar de denunciar, encubre, también documenta, sí, pero no transforma. La imagen queda suspendida, como una prueba muda de una verdad que nadie quiere o puede asumir.


Este relato traslada el eje narrativo del cuerpo al ojo. No se trata de enterrar a los muertos, sino de enfrentarse al acto de ver. ¿Qué vemos cuando miramos? ¿Qué elige mostrar la historia? ¿Y qué queda fuera del encuadre? La respuesta de Tavares es demoledora: lo esencial casi nunca aparece en la imagen. El mal se esconde en la trivialidad, en los gestos cotidianos, en los huecos del relato.


En el tercer relato (“Episodios de la vida de Martha, Berlín”), Berlín aparece como escenario de una soledad radical, la soledad como forma de existencia. Martha, la protagonista, vive una rutina de extrañamiento y desconexión. Nada parece excesivo, ni trágico, ni delirante, pero todo es desolador. El relato está compuesto de pequeñas escenas, mínimos desplazamientos, gestos casi imperceptibles, pero en ellos se va construyendo una figura humana cercada por la repetición, por la falta de sentido, por la imposibilidad de habitar un lugar.


Este texto, el más minimalista de todos, funciona como contrapunto íntimo a los anteriores. Lo que hay una mujer sola en una ciudad demasiado grande, demasiado quieta, demasiado indiferente. Su vida no se escribe con mayúsculas, pero su obstinación es tan valiosa como la del hijo que transporta a su madre. Martha no huye ni actúa: simplemente está, y esa forma de estar (sin pertenencia, sin relato, sin recompensa) es ya, en sí misma, una forma de insumisión.


Berlín aquí es el reflejo de una Europa en la que el pasado se adhiere como el moho y el presente no ofrece refugios. Y es en ese margen donde Martha se convierte en figura universal: la de quienes habitan el mundo sin encontrar su lugar.


El epílogo final (“Notas sobre el proyecto de Las ciudades”) aclara la lógica del proyecto de Tavares. Lo que se propone es “alcanzar cierta ciencia narrativa de las ciudades” porque son el escenario donde la humanidad revela sus formas más extremas. Leídas a la luz de esta nota final, las tres historias anteriores se revelan como experimentos éticos. Bucarest, Belgrado, Berlín: tres escenarios, tres modos de enfrentarse a la disolución del sentido. Y sin embargo, en todos hay una constante: la persistencia del gesto humano. No como refugio, sino como afirmación. No para aliviar, sino como ejercicio mínimo de dignidad.


Bucarest-Budapest: Budapest-Bucarest” no es un libro sobre ciudades, ni sobre política, ni siquiera sobre historia. Es un libro sobre lo que permanece cuando todo eso falla, lo que persiste cuando las estructuras simbólicas se derrumban. Tavares nos propone reconocer una forma de perseverancia.


Que no haya (o no se vea) luz al final del camino no quiere decir que no haya camino. Y hay quien lo recorre cargando a su madre muerta, transportando una estatua de Lenin, o mirando una foto que no puede olvidar, o simplemente observando Berlín como quien observa un museo. Ese es el corazón del libro. El resto es literatura.


Gracias, Gonçalo M. Tavares. Gracias, Rita da Costa (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 5 de noviembre de 2025

Carta sobre el poder de la escritura (Claude-Edmonde Magny)


Nadie puede escribir si no tiene el corazón puro, es decir, si no se ha desprendido suficientemente de sí mismo


Todo empezó con un gesto sencillo y casi doméstico: un joven exiliado, Semprún, perdido entre el dolor de haber dejado atrás su país y el miedo de no saber si la escritura era un camino o una trampa, le confiesa a Magny sus dudas, sus vacilaciones, su atracción casi enfermiza por escribir y, al mismo tiempo, su desconfianza hacia esa pulsión que lo arrastraba siempre hacia la memoria y hacia la muerte.


Magny, que no era solo crítica literaria sino que también conocía de cerca la violencia, el exilio, la clandestinidad, le responde con esta carta. No es una carta complaciente, ni fácil de querer: discute, refuta, se interroga constantemente sobre la utilidad, la capacidad de incidencia, incluso la violencia de la escritura. Esta carta es un mapa difícil, árido, exigente, sobre lo que significa escribir de verdad.


Y ella le escribe para que él comprenda. Para que sepa que escribir no es un ejercicio de estilo, ni un refugio emocional, ni un adorno del alma sensible. Es un trabajo profundo, una ascesis, un despojo. Un acto que compromete no sólo el lenguaje, sino la vida entera.


Semprún, que había guardado la carta como quien guarda una brújula rota pero aún necesaria, acepta escribir un prólogo cuando la editorial Climats decide publicarla en 1993. Un prólogo en el que confiesa que durante años eligió vivir en lugar de escribir y que eligió el olvido antes que la memoria, porque sabía que escribir lo hubiera condenado a revivir el campo, la muerte, la oscuridad. Eligió el silencio como ejercicio de supervivencia. Pero nunca olvidó aquella carta. Y cuando volvió a la escritura, volvió también gracias a ella.


Para Magny escribir no es para impacientes, los que buscan consuelo o para quienes confunden habilidad con verdad. Para ella la literatura exige un trabajo de integración interior, una digestión lenta de lo vivido, una transformación del dolor en conocimiento, del caos en forma. Quien escribe sólo desde la herida abierta corre el riesgo del desbordamiento estéril y quien escribe sólo desde la cabeza cae en la aridez del artificio. Sólo quien ha hecho la travesía por el purgatorio ciego, esa zona oscura donde uno no sabe quién es ni a dónde va, puede después escribir con hondura, con verdad.


Ella opinaba que la prosa exige más que la poesía, puesto que el poema puede nacer de una chispa, de un hallazgo formal, no necesita atajos porque el poeta ya ha hecho el viaje entero. Pero la prosa arrastra consigo la experiencia humana como un lastre que no se puede disimular, no se sostiene en la pura forma. Si no está enraizada en lo humano, si no lleva en sus palabras esa masa pesada de lo vivido, lo sentido, lo sufrido, entonces no es nada.


Pone de ejemplo a Rilke, que escribe con esa naturalidad que engaña: como si su angustia hubiera fluido sola sobre el papel, como si la obra naciera sin trabajo, sin sufrimiento. Pero Magny sabe que no fue así. Que esa “facilidad” es la apariencia que queda cuando alguien ha logrado, a costa de mucho, arrancar de sí mismo el horror, sacarlo fuera, volverlo palabra. Y solo entonces, quizá, puede mirarlo sin que lo devore.


Nos advierte del peligro de la imitación (esa pendiente demasiado fácil por la que solo se deslizan quienes todavía no se conocen bien), del riesgo de escribir sin haberse despojado antes de la vanidad y de las máscaras. Escribir exige lucidez, y eso está reñido con la autocomplacencia. Quien está demasiado ocupado en admirarse a sí mismo, en sostener su imagen, en reafirmar su lugar, no puede mirar con claridad, ni el mundo ni su propia alma.


Lo que me ha gustado de Magny no es su tono solemne (porque no lo tiene), sino su mezcla rara de dureza y ternura intelectual. Escribió sabiendo que no iba a cambiar el mundo, pero que hacerlo le permitía no quedar destrozada por lo vivido. Lo que es evidente es que escribir es una forma de ponerse en riesgo, porque la literatura mide, implacablemente, el grado de realidad espiritual de quien escribe.


Por eso eso he vuelto a esta “Carta sobre el poder de la escritura”  y la he leído con la lentitud y la gratitud que exigen las cosas que duelen y equilibran a la vez. Y lo cuento aquí porque vivir es olvidar, pero escribir es recordar.


Gracias, Claude-Edmonde Magny. Gracias, Jorge Semprún (prologuista). Gracias, María Virginia Jaua (traductora)


©AnaBlasfuemia




viernes, 31 de octubre de 2025

Gente muy fría (Sarah Manguso)

Y por fin comprendí por qué no se veía a sí misma como una persona destrozada. Se me hizo evidente que lo que le había pasado no era algo inusual, era corriente, era demasiado común para siquiera contar como historia. Que ni siquiera era en absoluto una historia


Tuve que esperar antes de escribir porque las sensaciones eran demasiado disonantes como para fingir que podía organizar una opinión limpia. Solo con el reposo acepté que no haría falta conciliar las contradicciones, sino escribir con ellas.


Gente muy fría” cuenta la infancia y adolescencia de Ruthie, una niña criada en Waitsfield, Massachusetts. Un lugar marcado por un invierno cruel y la rígida división de clases. Ruthie y su familia pertenecen a los que viven al margen, los que nunca terminan de sentirse parte de nada, ni siquiera de sí mismos. La nieve y el frío son una atmósfera emocional, un hielo que se filtra en los vínculos familiares, en las relaciones sociales, en el propio sentido de identidad. El pueblo, con sus siglos de historia y sus seis cementerios, no es un simple escenario: es un lugar cargado de memoria, tradición y expectativas sociales muy rígidas.


Manguso escribe a ráfagas: párrafos telegráficos, recuerdos breves, escenas contadas con una frialdad que esconde más de lo que muestra. Ese estilo, de entrada, me atrapó: transmite emociones complejas con lo justo, sin excesos y refleja muy bien la vida de Ruthie: una existencia donde todo parece estar comprimido, donde las emociones no se despliegan, sino que se acumulan y dispersan. Este ritmo narrativo es un acierto, pero ese minimalismo, que al principio construye bien la atmósfera fría del relato, acaba volviéndose trampa narrativa. La historia se atasca en un bucle de escenas repetidas: pobreza, desapego, indiferencia, autoestima rota, vergüenza.


Es evidente que la repetición busca reflejar cómo se vive y construye el trauma: en fragmentos, en recuerdos sueltos que emergen sin orden claro ni progresión narrativa coherente. Pero este recurso, que podría ser poderoso, se diluye por la insistencia en utilizar el mismo patrón. Solo en las últimas páginas vemos un crecimiento claro en Ruthie. Para entonces, todo ese peso emocional descargado casi de golpe se siente como un alud tardío. Cuando llegamos al núcleo de su dolor, ya hemos sido anestesiados por la reiteración.


El padre, aunque menos presente, encarna otra variante de esa frialdad estructural: la de la indiferencia sostenida (aunque pesa como una losa). Es un hombre despreocupado, ineficaz, incapaz de ofrecer a su hija el afecto o la protección que necesita. No es un padre abusivo en lo físico, pero su negligencia emocional resulta igualmente devastadora. Para Ruthie, su ausencia es otra forma de frío.


La madre se nos presenta como una figura egoísta, exhibicionista, contradictoria hasta casi la bipolaridad, gélida y emocionalmente ausente, pero termina revelándose como una víctima que se ha convertido en su propio carcelero. Manguso deja entrever que en esa indiferencia glacial de la madre hay una forma desesperada de proteger a Ruthie, de endurecerla para que sobreviva en este mundo hostil. Cuando la madre hace una revelación, casi de forma casual, se desmorona la imagen de su arrogancia.


Manguso muestra con mucho tino que el abuso, cuando se normaliza, se convierte en parte del tejido mismo de las relaciones familiares. La madre de Ruthie no ve sus propios traumas como algo extraordinario. Ella misma ha crecido así y Ruthie hereda esa percepción distorsionada de las relaciones humanas. El pueblo de Waitsfield refuerza esa atmósfera donde el dolor no se cuestiona, solo se soporta. Hay una aceptación del abuso y una transmisión del trauma que forma parte del entretejido de sus habitantes.


Ruthie logra escapar y construir una vida no muy lejos de ese hielo emocional. Pero ese final deja una sensación ambigua, no parece haber alcanzado una verdadera paz, solo una resignación (que tal vez sea una forma de paz, también os digo). El momento en que dice que “había dejado de esperar”, más que un alivio, transmite una forma de agotamiento que cancela incluso el deseo de comprender.


Gente muy fría” es un retrato certero de la pobreza emocional, del daño intergeneracional, del trauma convertido en tradición familiar y social, una historia de supervivencia emocional, de cómo se construye una herida psíquica y de cómo esto afecta a la salud mental. Pero todo queda lastrado por esa estructura repetitiva y un ritmo narrativo que cae durante demasiado tiempo en un barro que no permite avanzar. Al reposar la lectura, gana peso; al leerla, pierde fuerza en su propia inercia.


Gracias, Sarah Manguso. Gracias, Julia Osuna Aguilar (traductora)


©AnaBlasfuemia




miércoles, 22 de octubre de 2025

¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (Raymond Carver)

…y un día se sintió al borde de una suerte de descubrimiento trascendental acerca de sí mismo. Revelación que nunca tuvo lugar


Yo, buscadora profesional de citas en todo aquello que leo (citas a las que me agarro como si fueran un hueco en el que quedarme pensando) solo he subrayado UNA frase en este libro. ¿Cómo subrayar lo que se calla, lo que se aplaza, lo que pesa más por su ausencia que por su forma? Hay atmósferas, silencios, pausas… ¡y a ver como se subraya eso!.


No, Carver no es un escritor de frases para subrayar ni de citas brillantes. Carver es el escritor de los silencios, de lo ausente, de los gestos apenas esbozados, de las frases que se quedan flotando a medias. Y esa frase subrayada es, quizá, el resumen de todo su universo: la vida como la espera de una revelación que nunca llega, como una pregunta que nadie contesta, como algo que casi comprendemos pero no del todo, como un eco que se desvanece. Sus relatos son aquello que intuimos pero no sucede. Este libro es Carver en estado puro: la vida como un desgarro callado, la comunicación fallida, el deseo que no se cumple, la palabra o el acto que no llega.


Carver retrata a menudo a hombres grises, atrapados en una vida que no entienden; marcados por la pérdida de trabajo (o con trabajos precarios), de propósito y de poder. Son personajes que no saben estar en el mundo: han perdido su lugar, han sido expulsados de la seguridad del trabajo, de la casa, del amor. Y los muestra sin compasión, pero también sin juicio: son hombres que se quedan atrás, no porque no quieran avanzar, sino porque no saben cómo hacerlo


Esa mirada de Carver, sin juicio pero profundamente humana, es una de las claves que hace que sus cuentos sigan resonando con tanta fuerza. Lo que sugiere es que esta crisis de masculinidad es también una crisis social y cultural: son hijos de una época en la que el rol masculino se definía por el trabajo y el sustento económico. Y cuando ese pilar se derrumba, ¿qué queda?: nada que puedan reconocer como propio. No tienen herramientas para reconstruirse y la intimidad (frágil, exigente) también se desmorona. El desempleo es el síntoma; la soledad y la desconexión emocional, las consecuencias. El hogar deja de ser refugio y se convierte en frontera.


Las mujeres, en cambio, tienen un papel más complejo. A veces son figuras activas, que toman el timón y que, a menudo, poseen una claridad emocional que les permite reconocer las grietas en sus relaciones y en sus vidas. Pero también están las mujeres que callan, las que se resignan, las que se apartan hacia su lado de la cama o las que quieren hablar y no encuentran con quién. En Carver, las mujeres son a menudo las que cargan con el peso de lo que se silencia, las que sienten antes y mejor que algo se está rompiendo, aunque no siempre tienen el poder o los medios para cambiar su situación, pero su conciencia de la realidad les otorga una forma de resistencia casi afónica.


El estilo de Carver es inconfundible: frases cortas, como si le pesara cada palabra de más. Sus diálogos funcionan más como defensa que como intercambio: se habla, sí, pero para rodear lo esencial, no para nombrarlo. Carver escribe con un oído finísimo para las conversaciones reales, esas en las que lo que se dice parece ir por un carril distinto al de lo que se siente. Usa el minimalismo como herramienta porque no escribe para explicar: escribe para que miremos.


El último relato, que da título a la colección (“¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”), destaca respecto a los demás por su profundidad emocional y su exploración de la fragilidad humana. Sin dramatismos, pero hay una mayor introspección y una reacción emocional más evidente por parte del protagonista. De hecho parece que este relato marcó una evolución en la obra de Carver, empezando a mostrar una mayor profundidad en la caracterización y una exploración más compasiva de sus personajes. 


Carver nos lanza estos relatos como piedras en un lago: las ondas se propagan solas y reverberarán distinto en cada lector. Pueden desconcertar, pero eso es una señal inequívoca de que Carver quiso dejar ese hueco para que nos sintamos interpelados. Escribe como si la vida real fuera suficiente y bastara con mirar con atención.


Leer a Carver es un ejercicio de paciencia, de empatía, de apertura. Te obliga a completar el relato justo donde no hay palabras, sino silencios y gestos. Cada relato es como una pieza de puzzle incompleta: te pide que entres y la completes con tu propia experiencia y por eso su lectura no es cómoda ni cerrada, es un espacio abierto para sentir, para pensar, para ser parte. Carver recurre de forma constante al uso del punto de vista limitado: no nos da toda la información, solo lo que ve un personaje, lo que siente en un momento dado, y esto nos obliga a leer entre líneas, a reconstruir lo que falta, a ser lectores activos. Y eso es un arte al alcance de pocos escritores.


Gracias, Raymond Carver. Gracias, Jesús Zulaika (traductor)


©AnaBlasfuemia



martes, 14 de octubre de 2025

Aún nos queda el teléfono (Erica Van Horn)


Ella quiere contar su vida a su manera. Yo necesito recordarla a mi manera. Necesito aferrarme a las partes de ella que me generan ternura y necesito recordarme aquellas cosas que me resultan molestas. A mi madre le interesa su versión de los hechos. A mí me interesan los detalles. Estoy recopilando las cosas que puede que llegue a olvidar

Esta cita me conmovió y me tocó profundamente, por eso leí este libro. Pero no fue suficiente.


Van Horn trabaja con una confianza radical en lo mínimo: objetos, gestos, repeticiones domésticas que, por acumulación, deberían trazar la silueta de una madre sin necesidad de escena magna ni gran discurso. Registra sin subraya, dejar que el detalle sea el portador del afecto, mantiene el pulso bajo para no traicionar lo observado. Hay sobriedad: economía de medios, humor seco, ternura vigilada.


La apuesta es clara y funciona cuando lo minucioso, por modesto que sea, vibra con el resto, cuando el gesto anodino (un sobre, un huevo, una lista…) se vuelve un signo de carácter y no un mero apunte de libreta. Pero no funciona cuando el apunte queda suelto y no encuentra eco, como si la vida estuviera hecha solo de enseres desplegados sobre la mesa sin una corriente subterránea que los ligue. Y en esa alternancia se decide la lectura: a veces toca la fibra con precisión contenida, otras el mismo recurso se queda corto y deja sensación de irrelevancia.


Van Horn consigue que su logro sea también su limitación. Es decir, eleva las pequeñas obsesiones y rituales domésticos de su madre a la categoría de tema central. Hay una belleza lírica del detalle y de lo trivial que en ocasiones resulta demasiado ensimismada. Y también hay una voluntad consciente de evitar el dramatismo que se agradece, pero roza la distancia emocional con frecuencia. La madre nos puede resultar entrañable por su excentricidad y vitalidad, pero la relación madre-hija queda excesivamente atenuada.


No logra que el relato sea universal, aunque la experiencia materno-filial se detalle con cierto afecto y humor no se eleva a una reflexión más amplia porque queda demasiado cerca de lo anecdótico, de las peculiaridades idiosincrásicas de sus personajes.


Cuando la serie de anécdotas no arma constelación y queda como papeleo, entonces el mismo método, repetido sin variación suficiente, se transforma en riesgo. Es un problema de modulación. Tiende a un registro único (observación breve, remate discreto, corte) y esa monocromía embota. Hay páginas que tocan la fibra con una puntería impecable, pero hay otras que no añaden sombra ni relieve. La miniatura exige una precisión brutal: cuando se pierde una décima, el conjunto lo nota.


Van Horn parece confiar en que los lectores completemos, que la fragmentación sea suficiente para generar sentido. Pero esa apuesta exige una complicidad que no siempre se da. El resultado es un libro que se lee con facilidad, pero que deja una sensación de ligereza excesiva, como si se hubiera evitado deliberadamente cualquier profundidad incómoda.


Pero su propuesta literaria tiene un valor innegable al reivindicar la memoria como línea de transmisión, celebrar la excentricidad e ingenio de la vejez y curar las heridas de la distancia física con la ternura del ritual telefónico. La intención es clara: mostrar que la vida se compone de gestos mínimos, que el vínculo entre madre e hija se revela en lo cotidiano.


Se puede admirar la proeza en esa mirada que ve galaxias en cosas pequeñas, la rara lealtad a lo mínimo y, sin embargo, no terminar de entrar, porque la música no siempre vibra, la cadencia se bloquea y la economía de medios, tan limpia, corre el riesgo de parecer simple inventario al faltarle variación rítmica o densidad asociativa para que el detalle deje de ser dato y se convierta en motivo (o en emotivo).


No puedo llamarte y, aun así, marco. La conversación ya no está; el acto de marcar, sí. A veces me gustaría poder llamarte sabiendo que no me vas a escuchar ni te va a importar, y aun así oírme decir algo irrelevante sobre el tiempo, que ojalá lloviera o que he hecho un huevo con carácter y que tú me contestaras que el mando de la televisión no funciona y yo te replicara que le cambies las pilas y que no fumes en la cama y que te quiero y me quieres. Ese mínimo me bastaría.


Gracias, Erica Van Horn. Gracias, Ana Flecha Marco (traductora)


©AnaBlasfuemia